Salud del Anciano

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4. Pobreza en los ancianos

La línea de pobreza o el umbral de pobreza es el costo per cápita mínimo necesario para adquirir una canasta de bienes (alimentarios y no alimentarios) que permiten un nivel de vida adecuado en un país determinado. La línea de pobreza extrema es el costo per cápita mínimo necesario para adquirir únicamente la canasta de bienes alimentarios que permiten un nivel de supervivencia en un país determinado. Según la CEPAL, los datos disponibles en América Latina muestran que la incidencia de la pobreza en los adultos mayores es alta en la mayoría de los países, aunque presenta un panorama bastante heterogéneo. En las áreas urbanas, más de la mitad de los países analizados registra una proporción de adultos mayores pobres por encima del 30%, mientras que en las áreas rurales esta situación se advierte en ocho de los diez países analizados. En al menos cuatro países, la pobreza de los adultos mayores rurales alcanza a más de un 50%, y en Bolivia y Honduras se observan cifras superiores al 70% de la población.

En Colombia, para el año 2017, el porcentaje de personas clasificadas como pobres con respecto al total de la población nacional fue 26,9%. En las cabeceras municipales esta proporción alcanzó el 24,2% y en el resto el 36%. El 7,4% de la población colombiana estaba en condición de pobreza extrema, según el DANE. El índice de pobreza extrema en las trece principales ciudades fue de 2,7% y en las cabeceras fue de 5%. Esto indica que, a pesar de las disminuciones que a través del tiempo se registran en los indicadores generales de pobreza, este fenómeno continúa teniendo un marcado carácter rural.


Figura 13.1 Población en situación de pobreza extrema y pobreza en Colombia (cifras nacionales)

Fuente: CEPAL–CEPALSTAT (Información revisada al 24 de septiembre de 2019).

Generalmente, cuando se habla de pobreza y de las poblaciones que la sufren, se tiende a pensar en los lugares más alejados de los principales centros de producción económica. Sin embargo, estudios recientes, han acuñado la expresión la paradoja de la pobreza, la cual se refiere a que actualmente la mayoría de las personas pobres realmente no viven en los países más pobres. Los trabajos mencionados encuentran que cuatro quintos de la población que vive con menos de dos dólares diarios están viviendo en países de ingresos medios. Latinoamérica no es la excepción. El 60% de los pobres están en solo tres países: Brasil, México y Colombia. Estos países no son los más pobres del continente, sino los mayores generadores de riqueza en la región. En esto consiste la paradoja.

La pobreza en la vejez es la expresión de la desigualdad al final del curso de vida. En contextos poco propicios, los ancianos se tornan particularmente vulnerables y el riesgo de caer en la pobreza puede ser más alto en este grupo etario, ya que su capacidad de generación de ingresos es menor y el retorno de su capital humano es comparativamente bajo. En América Latina, los datos muestran que en la mayoría de los países de la región se mantienen niveles elevados de pobreza en la vejez. La condición de pobreza de los ancianos está relacionada con fases particulares de vulnerabilidad en el curso de vida, es decir, la edad pasa a constituirse en una condición de fragilidad en la que los individuos descienden bruscamente del nivel de subsistencia al de pobreza con más facilidad que en otras etapas de la vida. Además, los ancianos son más vulnerables a la incertidumbre, pues tiene menor probabilidad de recuperarse ante una pérdida de ingreso o por el gasto de servicios médicos.

En los países en desarrollo, las transiciones hacia el retiro y la viudez reducen los ingresos ajustados por necesidades y aumentan la probabilidad de pobreza en los hogares con ancianos, y ello no radica solamente en la edad, sino que depende de las características individuales y generacionales en que ha transcurrido la historia laboral y de la acumulación de activos de las actuales generaciones de ancianos. Las condiciones de seguridad económica en la vejez continúan siendo deficientes y, por ende, en ella se reproducen las desigualdades acumuladas durante el curso de vida.

Sin embargo, resulta interesante cómo los hogares compuestos por ancianos tienen menor incidencia de la pobreza que aquellos sin ancianos. Esta situación responde a los patrones de acumulación patrimonial durante el curso de vida expresados en activos materiales o, como ya se mencionó, en ingresos obtenidos a través del sistema de seguridad social. Esta acumulación patrimonial permite a otras generaciones satisfacer necesidades elementales y en algunos casos descansar en los ancianos la función proveedora, mientras se logran niveles autónomos de seguridad de ingresos.

5. Trabajo, ocupación y envejecimiento

El trabajo se refiere a la actividad productiva y supone una situación vital permanente, con criterios de estatus y promoción, es decir, una estructura ocupacional hasta la ancianidad. Es una actividad fundamental definidora de la personalidad, que proporciona un marco de relaciones estables (familiares y de clase), un poder económico definido, referentes de prestigio, amistad, solidaridad, hábitos, rutinas, patrones de conducta, es decir, configura la vida.

El trabajo y el producto que este permite obtener varían a lo largo de la vida de una persona dependiendo de factores biológicos y culturales, así como de las instituciones y del deseo o la necesidad de consumir. Esto da lugar a un curso de vida económico con períodos prolongados al principio y al final, en los que las personas consumen más de lo que producen. Hasta cierto punto, esos períodos se compensan en la edad de trabajar, en la cual se produce más de lo que se consume.

A diferencia del trabajo, el empleo es una relación contractual entre dos partes, la una vende el trabajo y la otra lo compra y paga por ello. Aunque con la jubilación cese solamente el empleo, se han confundido los dos términos y sus finalidades.

En la sociedad actual el trabajo ha cambiado cualitativamente por la creciente tecnología que conlleva y cuantitativamente porque hoy existe menos trabajo disponible. Además, ha aparecido el desempleo en todas las economías del mundo. Esto unido a la disminución de la población activa al disminuir la edad de jubilación y aumentar el tiempo de formación para los jóvenes, que entran más tarde a mercado laboral, lleva a una gran crisis que afecta en mayor medida a los ancianos, puesto que no están preparados para enfrentar estos cambios.

De otro lado, como la jubilación se asocia con la edad cronológica se ha asumido como definidora de la capacidad laboral. Así, cuando se es viejo esta capacidad no existe. Esto era cierto en las sociedades agrícolas en las que el esfuerzo físico era la norma; actualmente, las exigencias físicas y la tecnología han cambiado y en este siglo se modificarán aún más, sin embargo, no se han previsto políticas al respecto, puesto que aún no se ha medido el impacto real de la jubilación.

Lo que sí es bien conocido es que para el anciano la jubilación puede implicar altos costos, por ejemplo, la pérdida de identidad al perder los marcos de referencia de los roles y las funciones sociales brindados por el empleo representa la pérdida de estatus, la desconexión con el medio social y comunitario (pérdida de referentes) y un creciente sentido de inutilidad. Se considera que la jubilación es un rito de paso desestructurador porque segrega a los individuos de una categoría social y no les da a cambio un contenido distinto en otra categoría, también es desestructurado puesto que segrega de la vida social y no existe un modelo formal y universal de rito de paso que permita la reinserción del individuo.

Esto ocurre especialmente en los hombres, acostumbrados al espacio público y a ser proveedores, aunque en este sentido, en un futuro cercano también afectará en la misma medida a las mujeres. El problema que la jubilación plantea a los hombres es de tipo instrumental y social (pérdida de prestigio, de identidad, de relaciones, de poder económico), mientras que en el caso de las mujeres pone de relieve nuevamente la situación familiar, dado que las ancianas de hoy han estado dedicadas a las labores del hogar y a las funciones familiares.

También se confunden jubilación y retiro; los valores que orientan la vida individual y colectiva después de los 65 años se subordinan a una ética del retiro, situación que se ha denominado jubilación, la cual ha significado durante muchos años, y aún persiste el concepto, el evento de la vida que marca el comienzo del fin del curso de vida de un individuo, puesto que se le desvincula sin posibilidades de reinserción. Siempre se asume como una profesión o como un estado en el cual cesa la vida productiva, dando paso a un nuevo estilo de vida donde prima el ocio y el tiempo libre. Sin embargo, en términos reales la jubilación representa la finalización del empleo, pero no del trabajo, ni de la vida productiva. Jubilación y retiro se asumen como sinónimos y dependientes de la edad, de hecho, el criterio laboral (mantenimiento o pérdida de actividades laborales y del rol productivo) es el factor determinante para definir la vejez. De esta manera, jubilación, retiro y vejez pasan a ser sinónimos y llevan consigo una visión pesimista que implica la idea de pérdida de los roles sociales y de las funciones familiares.

 

Para las políticas sociales, la jubilación, más que el retiro, es una ganancia y un privilegio de quienes han dedicado “su vida” al trabajo y supone un merecido descanso, una retribución a la labor de toda una vida, pero la realidad individual puede ser otra, debido a que puede llegar a representar el punto final para mantener las posibilidades de estatus y las relaciones sociales al perder todos los referentes vitales, un “rol sin rol”, antes se era panadero, oficinista o médico, ahora se es jubilado, por ello existe un polémica en torno a la jubilación: privilegio vs. imposición, para algunos es una recompensa, mientras que para otros es la muerte social. A principio del siglo pasado la vida estaba integrada por los años escolares y los del trabajo, con una esperanza de 46,3 años las personas solo pasaban en promedio 1,2 años jubiladas, pero ya en el 2013, con una esperanza de vida de 70,9 años para los hombres y 77,1 para las mujeres, una persona promedio pasaba al menos una cuarta parte de su vida como jubilada.

No obstante, el problema real no es la jubilación, la pensión o el retiro, sino la pérdida de la capacidad adquisitiva por la pobreza en la gran mayoría de las familias colombianas, que no permite una estabilidad económica para los viejos. Se trata de una población que debe trabajar por necesidad y no por placer. Aun los pensionados necesitan completar sus ingresos, pero actualmente no existen oportunidades de empleo para los mayores de 60 años, lo cual los lleva a tener un bajo nivel de vida que se expresa en carencias cualitativas y cuantitativas de vivienda y de servicios públicos, desnutrición y malas condiciones de salud, todo lo cual influye en la prevalencia de enfermedades carenciales y condiciones crónicas, un mayor índice de letalidad por ausencia de atención médica oportuna y adecuada y por la carencia de recursos para atender necesidades más allá de la subsistencia. Los resultados de las investigaciones muestran una fuerte, consistente y graduada asociación entre el ingreso económico y la reducción de la actividad física, de las funciones psicológicas y cognoscitivas y de la salud en general.

Otro aspecto determinante de la ocupación relacionado con el envejecimiento es lo atinente al manejo del tiempo, pues a pesar de la estimación oficialmente positiva que tiene la jubilación en nuestras sociedades, como presunto estado de ocio placentero indefinido, los ancianos no están preparados para esta situación, dado que el ocio no ha constituido una parte importante ni de su vida ni de su proceso de socialización. De esta manera, el manejo del tiempo supone otra fuente de preocupaciones y ansiedades, ya que afecta las relaciones familiares, especialmente la vida en pareja, porque modifica los ritmos vitales. Las modificaciones van desde el cambio de hábitos y rutinas, qué hacer, cuándo, cómo y con quién, ahora que ya no se trabaja, hasta el rediseño del trabajo familiar y la participación en las actividades cotidianas. Esto es complejo y conflictivo, sobre todo, para los hombres, ya que “las mujeres nunca se jubilan”, siempre llevan consigo la responsabilidad del trabajo doméstico. A diferencia de ellas, los hombres deben asumir otras responsabilidades y tareas que antes eran consideradas exclusivamente femeninas o que se habían delegado a otros miembros de la familia, por ejemplo, colaborar en las actividades domésticas.

El estudio SABE Colombia, acerca de la ocupación del tiempo entre los ancianos, muestra que cerca de una tercera parte (30,4%) trabaja y que mientras 45,4% de los ancianos entre 60 a 64 años trabaja, entre los mayores de 80 años solo 6,4% lo hacen.

Además, trabajan más los ancianos hombres, no parientes del jefe del hogar, los más pobres, en la zona rural y que viven solos; en tanto que los menores porcentajes de los que trabajan se encuentran entre los ancianos de 79 años, que son suegros, padres o cónyuges, mujeres, viudos y que viven en familias extensas incompletas.

Por otra parte, a medida que aumenta el índice de riqueza, disminuyen las proporciones de los que trabajan. Los que trabajan son de estratos más bajos, tienen necesidad del ingreso o lo hacen para ayudar a la familia. En tanto que en los de estratos medio y alto trabajan más para estar ocupados, para sentirse útiles o porque les gusta el trabajo.

De otro lado, al preguntar las razones para trabajar y para no trabajar, se encontró que:

• La mayor parte de quienes trabajan (60,7%) lo hacen porque lo necesitan, 13,2% quieren ayudar a la familia, 9,3% trabajan para estar ocupados, 7,5% para sentirse útiles y 9,4% porque les gusta el trabajo. Es decir, la principal motivación para trabajar es la necesidad económica.

• Los ancianos que no trabajan dan las siguientes razones para no hacerlo: tienen problemas de salud (39,4%), están jubilados (24%), no consiguen trabajo (9,1%) y las familias no quieren que trabajen (11%), solamente 3% refirió no necesitarlo.

• A medida que aumentan los niveles del índice de riqueza, aumentan las proporciones de los que no trabajan. Mientras los que están en el índice de riqueza bajo y más bajo no trabajan porque no han conseguido trabajo o por problemas de salud, los jubilados se encuentran en los índices alto y más alto, lo mismo que los que están cesantes o aquellos cuyas familias no quieren que trabajen.

En el país existe un porcentaje importante de población mayor de 60 años que continúa haciendo parte del mercado laboral. Pero no precisamente como resultado de la efectividad de las políticas de protección, ni como conquista de espacios por parte de un sector de la población que no es protagonista en las discusiones sociales. Esto es el reflejo de la necesidad de supervivencia de un colectivo de personas que han corroborado que trabajar durante toda su vida no les ha propiciado los medios necesarios para gozar de lo que se podría considerar una vejez digna.

6. Ayudas familiares

El papel que las ayudas familiares tienen en la seguridad económica de los ancianos es fundamental. En la vejez, como en otras etapas del curso de vida, cuando una persona no logra, por razones individuales o estructurales, alcanzar una cierta seguridad económica, operan distintos mecanismos de transferencia a través de las familias. Estas transferencias pueden ser intra o extra-domésticas y usualmente no ocurren en una sola dirección, sino que forman parte de un intercambio.

La importancia de las ayudas familiares en la seguridad económica es un asunto que cada vez adquiere mayor reconocimiento y es relativamente frecuente encontrar estudios que cuantifican estas ayudas. En algunos casos, esta inclusión se realiza bajo el amplio término de “transferencias familiares” o de “rentas provenientes de la asistencia privada”. En otros se registra como “ayudas familiares” y dentro de estas se distingue entre “ayudas familiares dentro del país” y “ayudas familiares de fuera del país”. En todos los casos, sin embargo, alude a un contenido similar: ayudas en forma de dinero en efectivo a aquellos que, de no mediar dicha transferencia, tendrían un probable riesgo de quedar en la pobreza. En la vejez, las ayudas familiares adquieren un significado diferente a las demás etapas del curso de vida, debido a que en esta edad la obtención de recursos para satisfacer las necesidades proviene de fuentes que no siempre son asimilables a aquellas de las restantes generaciones.

Esto es así porque, como ya se ha mencionado, a medida que avanza la edad el ingreso por remuneraciones al trabajo va perdiendo importancia, y al contrario de lo que ocurre en países desarrollados con sistemas de seguridad social más evolucionados, solo una pequeña proporción descansa únicamente en ingresos provenientes de jubilación o pensión. En este contexto, el apoyo familiar gana importancia, especialmente entre los grupos con bajos ingresos y que no cuentan con apoyo institucional.

Las transferencias de ingreso remiten al funcionamiento de redes sociales de diversa índole que proporcionan recursos para satisfacer las necesidades cotidianas de los ancianos. En América Latina y el Caribe, un estudio realizado con base en la encuesta SABE en siete ciudades de la región, reveló que en Buenos Aires el 59% de los ancianos entrevistados recibían ayuda en dinero, en Brasil este porcentaje alcanzaba al 61%, en Barbados y Uruguay a 65% y en Chile, Cuba y México el porcentaje era superior al 70%. Un estudio mexicano muestra que una proporción bastante significativa (alrededor del 34%) de los hogares encabezados por ancianos de 65 años depende total o parcialmente de las transferencias informales de ingreso y aquellos que dependen exclusivamente de ayudas familiares alcanzan casi el 10%.

En la medida en que los ancianos tengan activas sus redes de soporte familiar, se disminuye el riesgo de una reducción simultánea de todas las fuentes de recursos económicos y no económicos, en consecuencia, el riesgo derivado de las fluctuaciones en su disponibilidad se disipa o reparte entre varios agentes. No obstante, debe tenerse presente que los cambios en los patrones de fecundidad y nupcialidad auguran un futuro, que en algunos países ya es un presente, en el que disminuirá el número de familiares (hermanos, hijos, nietos) con los que el anciano puede contar y es cada vez más frecuente que los ancianos se vean obligados a depender de ellos mismos para satisfacer sus necesidades. De hecho, tal como se ha indicado en este capítulo, en muchos casos deben hacerse cargo de familiares jóvenes. Investigaciones del Banco Mundial demuestran que cuando los ancianos ejercen control sobre sus ingresos, aumenta la probabilidad de que gaste su dinero en cubrir las necesidades del hogar como la escolaridad y salud de los nietos. En Colombia, como se anotó anteriormente, lo utilizan para la propia sobrevivencia en la mayoría de los casos.

Estudios realizados en algunos países de Latinoamérica, así como el estudio SABE, demuestran que la mayoría de las personas cuyos ingresos provienen de ayudas familiares son mujeres. Es importante reconocer que la dependencia de hijos y familiares puede afectar la autonomía de las mujeres y la regularidad de los ingresos. Con frecuencia, el apoyo que reciben las mujeres proviene de los hijos y en especial de las hijas, una “generación intermedia” que aporta a su propio hogar y al bienestar de sus madres.

Dentro de las posibles razones de esta situación se encuentra que las mujeres ancianas, al carecer de salarios formales y de transferencias del sistema de seguridad social, están siendo apoyadas por sus familiares para saldar la débil frontera de la pobreza, por tanto, en el análisis de la situación económica se debe incluir el contar con redes de apoyo para la mantención y cuidado en edades avanzadas.