Introducción a la teoría de la argumentación

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Una gran influencia sobre la teoría de la argumentación, y de hecho sobre la teoría de la comunicación en general, ha sido el enfoque del constructivismo social. Charles A. Willard en un artículo de 1978 titulado “A Reformulation of the Concept of Argument: The Constructivist/Interactionist Foundations of a Sociology of Argument” (“Una reformulación del concepto de argumentación: los fundamentos constructivistas/interaccionistas de una sociología de la argumentación”) utiliza la teoría de los constructos personales y el interaccionismo de la Escuela de Chicago para definir la argumentación “como una clase específica de relación o encuentro social” (1978, p. 121). Más particularmente, nos dice que “una argumentación es una especie de interacción en la que las personas mantienen lo que construyen como proposiciones mutuamente exclusivas” (1978, p. 125, subrayado en el original). Este enfoque, popular en la teoría de la comunicación, significaba que la teoría de la argumentación juega un papel descriptivo al tiempo que conserva su función tradicionalmente normativa. A fin de entender la argumentación debemos comenzar con los argumentadores. Las argumentaciones para Willard sólo existen en cuanto usadas por personas que argumentan, y además cuando las personas están argumentando prácticamente cualquier cosa que hacen podría ser un argumento.

Con la enunciación de esta postura de golpe nos encontramos con teorías que compiten. Los extremos estaban representados en un polo por Willard y su muy amplio concepto de ‘argumentación’ y ‘argumento’, y en el otro (por ejemplo) por Brant Burleson (1981), quien sostenía que las concepciones de ‘argumentación’ y ‘argumento’ deben ajustarse a los estudios de la argumentación, que las argumentaciones tenían que ser esencialmente verbales, y que las definiciones debían específicamente excluir acciones y estilos que no sean dignas del título honorífico ‘argumento’. En vista, nos dice que se trata de un concepto ampliamente usado y difuso, una caracterización “basada en el uso ordinario será necesariamente tan inclusiva que cubra un amplio rango de eventos que tienen poco sentido teórico como ‘argumentos’” (p. 969). La teoría de la argumentación, de acuerdo con Burleson, no tiene nada que ver con gente que habla a gritos, se pelea, llora o alega por alegar.

Los teóricos del habla, como podríamos llamarlos, llegaron a la teoría de la argumentación desde una perspectiva diferente que los lógicos informales. Parten ellos de un argumentador como un individuo que se enfrenta a la tarea de persuadir (un término que para ellos no es peyorativo). Mucho más involucrados con la tradición retórica, los teóricos del habla y la comunicación necesitan que el discurso esté asociado con el hablante para que la cosa tenga sentido o se deje analizar. El lógico informal en cambio se ha enfocado históricamente al argumento como un artefacto, una cosa que puede analizarse con relación a si es válido, falaz y adecuado con independencia del contexto en que se usa. En términos de actos de habla uno puede decir que, mientras los filósofos se enfocan al acto locutivo, los estudios del debate se interesan más por el acto ilocutivo y cómo el argumento se crea y usa. Así resulta importante para ellos estar en posición de definir la argumentación de una manera lo suficientemente amplia como para permitir su uso en muchas situaciones naturales, pero lo suficientemente estrecha como para que se mantenga un significado constante.

La escuela de Ámsterdam

Mientras los estudiosos en Estados Unidos y Canadá debatían el alcance y sentido del término ‘argumentación’, en Holanda se desarrollaban acercamientos más formales a la argumentación interactiva. El primero de ellos fue introducido por Frans van Eemeren y Rob Grootendorst en la Universidad de Ámsterdam. Llamado pragma-dialéctica, este acercamiento se basa en las prácticas y aserciones reales de argumentadores en una argumentación situada, y se enfoca a dos o más personas que argumentan y no al argumento como artefacto. Así, su acercamiento es pragmático porque se ocupan de la tarea práctica de argumentar, y dialéctico porque ven la argumentación como un proceso social que ocurre entre dos argumentadores. La escuela pragma-dialéctica se deriva de la rama de la teoría de la comunicación conocida como análisis del discurso, y se nutre abundantemente del concepto del acto de habla de Austin (1975) y sobre todo de Searle (1969). Las argumentaciones para la escuela holandesa pretenden justificar un punto de vista a satisfacción de un juez racional de acuerdo con ciertas reglas previamente acordadas, con lo cual se asemejan al ‘auditorio universal’ de Perelman y Olbrechts-Tyteca (1958).

Puesto que su interés es la dialéctica, los actos de habla utilizados por Austin y Searle no son lo suficientemente complejos para la argumentación, la cual requiere interacción entre unidades individuales. Por consiguiente, Van Eemeren y Grootendorst introducen la noción de complejo de actos ilocutivos (illocutionary act complex):

Este complejo de actos está compuesto de ilocuciones elementales que pertenecen a la categoría de asertivos y que en el nivel oracional mantienen una relación uno-a-uno con las oraciones (gramaticales). La constelación total de las ilocuciones elementales constituye el complejo de actos ilocutivos de la argumentación, el cual en el nivel superior mantiene, en cuanto una sola totalidad, una relación de uno-a-uno con una secuencia de oraciones (gramaticales). (1984, p. 34)

Con otras palabras, una argumentación está compuesta de actos de habla individuales que tomados colectivamente forman un solo complejo de actos ilocutivos. Para que sea exitoso, el acto ilocutivo debe ser comprendido por el escucha (de allí la importancia de Grice para este enfoque).

Es claro, sin embargo, que ser simplemente entendido no es suficiente para la mayoría de los disputantes. Cuando transmitimos un argumento requerimos que se nos entienda, pero también queremos que el argumento logre algo, a saber, convencer a nuestro escucha. Por esta razón Van Eemeren y Grootendorst, a diferencia de Austin y Searle, ponen mucha importancia en el aspecto perlocutivo del acto de habla. Cuando argumentamos el efecto que buscamos, a saber, convencer, es crucial para comprender el proceso como un proceso de argumentación. De hecho, los autores holandeses se preocupan mucho por distinguir entre decisiones racionales del escucha que provienen de consideraciones intencionales del comunicador y todo aquello que o bien es accidental o bien pretendía lograr otros efectos no racionales, como despertar las emociones del escucha. En la argumentación “se espera que el escucha decida sobre bases racionales si debe o no permitir que se lleve a cabo el efecto perlocutivo deseado por el hablante…” (1984, p. 28).

Al extender el análisis de Searle a un conjunto de oraciones que comprenden juntas una argumentación, Van Eemeren y Grootendorst están en posición de especificar la felicidad (felicity), sinceridad, reconocimiento, satisfacción y demás cualidades de una argumentación en pro o en contra. Un acto de habla puede, por ejemplo, tener éxito en el nivel ilocutivo como argumentación por ser entendida como tal, pero podría no tener éxito en el nivel perlocutivo por no lograr convencer. El enfoque pragma-dialéctico también les proporciona a los autores holandeses una plataforma para analizar la argumentación en fases procesuales, con lo que se pueden examinar las interacciones que ocurren en cada intercambio argumental y así hacer un análisis más profundo. Les permite igualmente un análisis de los argumentos entimemáticos (1982, 1983) y de las falacias (1987).9

La escuela holandesa de Van Eemeren y Grootendorst es un intento de modelar cómo se argumenta al tiempo que se aferran a los cánones de racionalidad y orden. No sorprende que una gran parte de lo que la gente ordinaria describiría como argumentación (o discusión) se perdería como resultado de ser no-racional, insuficientemente verbal (y así demasiado ambigua y por ello difícil de identificar), o bien por seguir procedimientos o estilos de argumentación que se alejan de los modelos establecidos. Muchas de las argumentaciones y discusiones no siguen un procedimiento suficientemente rutinizado como para poder identificar los componentes que requiere la teoría de los actos de habla (cf. Jacobs, 1989). De hecho, para que una argumentación en condiciones naturales se procese y convierta en una susceptible de análisis lingüístico se requieren, de acuerdo con la descripción de Van Eemeren y Grootendorst, no menos de cuatro “transformaciones dialécticas”. Las instrucciones para la aplicación de estas reglas de traducción recuerdan sobre todo a la formalización que va del lenguaje ordinario a la lógica formal. En la transformación conocida como ‘borrado’, por ejemplo, se nos dice que los elementos irrelevantes incluyen “elaboraciones, aclaraciones, anécdotas y digresiones” (1989, p. 375). Es muy posible, sin embargo, que estos trozos que se descartan pudieran muy bien contener la información más significativa que permitiría al escucha entender el argumento. Así, a menudo ocurre que una reiteración, una digresión o un ejemplo tienen más fuerza comunicativa que el argumento que se supone es “realmente” medular. Por consiguiente, debemos estar alerta para que un modelo en principio útil no vaya, en nombre de la uniformidad, a llevarse por la borda la naturalidad que se supone estaba específicamente tratando de identificar.

El formalismo de Barth

Con un talante que se confiesa más formal y clásicamente lógico encontramos a Else M. Barth, una autora con gran influencia en el desarrollo y propagación de sistemas de dialéctica formal. Estudiante de Arne Naess y E. W. Beth, pertenece a una tradición que se remonta a Paul Lorenzen y Kuno Lorenz, en la cual la dialéctica formal es capturada en términos de lógica formal. Hasta ahora tal empresa se ha articulado con mayor plenitud en la colaboración de Barth con Erik Krabbe, From axiom to dialogue (1982). En este libro los autores escriben:

 

Siguiendo a Lorenzen y Kuno Lorenz, mostraremos que las constantes lógicas pueden definirse de varias maneras mediante reglas para su uso en diálogos críticos, y los conceptos de verdad lógica y argumento lógicamente válido también, de tal manera que las extensiones de estos conceptos son exactamente las que conocemos de otras presentaciones (‘vestimentas’) de las lógica bivalente o constructiva o mínima. Se obtienen exactamente las mismas “verdades lógicas” y exactamente los mismos argumentos válidos que en otras descripciones de esas tres lógicas. (1982, p. 24; cursivas en el original)

Como indica este sentimiento, las bases de los sistemas que presentan Barth y Krabbe están profundamente enraizados en la lógica formal elemental. A los elementos usuales ellos añaden operadores que dan cabida a los aspectos interactivos del proceso dialéctico. Se incluye aquí afirmar la intención que se tiene de defender un aserto o preguntar cómo lo defenderá el oponente, y declarar una carga (burden) proposicional para uno mismo o indicar la del oponente.

Los conflictos de opiniones declaradas comienzan con el acuerdo, por parte de quienes discuten, de un sistema formal de reglas del diálogo. Comienzan entonces a explorar el conjunto de compromisos de cada uno, preguntan por las defensas y otros compromisos, y aspiran a resolver el desacuerdo mostrando que uno o el otro sostienen un conjunto inconsistente, con lo que se fuerza a uno u otro a abandonar el enunciado en disputa. Antes de llegar a ese resultado, la discusión debe llevarse a cabo de acuerdo con reglas reconocidas de conducta racional. Las reglas dialécticas de Barth y Krabbe se basan en las leyes clásicas de la lógica proposicional, por ejemplo si uno de los interlocutores se compromete a P Q, y se muestra que ese interlocutor está comprometido también con P, entonces el interlocutor está ipso facto comprometido con Q. De modo similar, si el interlocutor afirma [P (Q & R)], y se muestra que P es falso, entonces el interlocutor está comprometido a afirmar Q & R. Los sistemas incluyen también reglas de conducta que específicamente prohíben acciones abusivas, irrelevantes u otras acciones argumentativas inapropiadas. Una regla fuerte disponible para su adopción es tal que si se adopta, entonces “si a una persona que debate se la insulta, ridiculiza o de alguna otra manera se abusa de ella (se la despide de su trabajo, se la manda a un manicomio o se la lastima físicamente) sin que ella haya a su vez cometido ninguna acción […] no permitida en el curso de la discusión, entonces esa persona ha ganado la discusión como tal” (1982, p. 63).

Se podría preguntar cuánto consuelo un argumentador a quien se ha encerrado en un manicomio podría obtener de tales derechos de gritar victoria sobre un oponente más malvado o poderoso. Se podría igualmente preguntar cuántos argumentos involucran en la realidad solamente acciones susceptibles de representarse dentro del cálculo proposicional. Ciertamente, algunas acciones que se hacen en muchos argumentos serán representables de esta manera, pero muchas otras no lo serán. Barth y Krabbe son muy conscientes de esto. Ven su propuesta como parte de la teoría de la argumentación, no como la historia completa: “El área de estudio llamada ‘lógica’ corresponde a esa parte de la teoría de la argumentación que estudia sistemas de reglas dialécticas formales3 en cualquier lenguaje y reglas dialécticas formales2 específicas de un lenguaje basadas en reglas sintácticas (formales2)” (1982, p. 75, en cursiva en el original; en este enunciado la expresión “formal2” indica la figura de un objeto y “formal3” significa ‘formal’ en el sentido de seguir reglas especificadas). De manera que para ellos la lógica en tanto que parte de la teoría de la argumentación es el estudio de las reglas dialécticas de procedimiento que se aceptan en todas las lenguas y reglas dialécticas transformacionales que son inherentes a la estructura lingüística basada en las reglas deductivas clásicas de la lógica formal.

Los lógicos informales

Uno de los aspectos más profundos de toda la teoría de la argumentación es la tensión existente entre lo normativo y lo descriptivo. Tradicionalmente, la argumentación no se ha estudiado tanto cuanto se ha prescrito. Cuantas investigaciones se han hecho sobre la argumentación per se se han organizado en torno al deseo de aumentar la propia habilidad de argumentar racionalmente. Si bien es parte integral del estudio de la argumentación al menos un componente descriptivo modesto, para los lógicos informales tradicionales, esto podría involucrar no más que la identificación de premisas y conclusiones, argumentos y subargumentos, falacias e irrelevancias. Se nos instruye sobre cómo presentar argumentos de acuerdo a cierta forma, es decir a “describir” o “diagramar” el argumento de una manera oficial estandarizadas (véase por ejemplo Johnson y Blair, 1983). Con otras palabras, se presta comparativamente poca atención a la manera en que las personas efectivamente conducen sus argumentaciones en oposición a la manera en que ellas deberían conducirlas.

Prácticamente cualquier texto utilizado en los cursos de razonamiento y pensamiento crítico contiene métodos para presentar argumentos, y al hacerlo el analista selecciona aquellos componentes que son cruciales para comprender el argumento y excluye aquellos que se consideran inesenciales, equívocos, triviales o redundantes. (Esto no es un hábito exclusivo de los lógicos informales. Como se mencionó arriba, Van Eemeren y Grootendorst siguen la misma línea en el enfoque pragma-dialéctico.) Johnson y Blair, por ejemplo, nos dicen que debemos “filtrar la retórica” (1983, p. 80) a fin de llegar al argumento propiamente dicho, como si hubiera alguna delineación clara entre lo que es “meramente retórico” y lo que es “claramente substantivo”.10 El supuesto crucial de la lógica informal no es simplemente que hay una diferencia entre retórica y no retórica, sino 1) que la diferencia es fácilmente identificable, y 2) que lo retórico, a diferencia de lo no-retórico, no es crucial para comprender y/o analizar un argumento.

El pan de cada día del lógico informal es la falacia, que puede describirse como un error, o como un argumento que parece bueno pero no lo es, o bien como una trampa sofística que tiende un argumentador poco escrupuloso, y de hecho una falacia puede ser cualquiera de estas tres cosas. Tradicionalmente (y con ello quiero decir hasta hace poco tiempo), las falacias habían sido descritas junto con explicaciones, ejemplos y/o criterios de identificación (por ejemplo, Gilbert, 1979, 1996; Johnson y Blair, 1983, 1993; Fogelin y Sinnott-Armstrong, 1991). Recientemente, sin embargo, ha habido un cambio radical. La visión actual se acerca cada vez más a la idea de que las falacias, si han de ser en absoluto útiles para el análisis, deben ser comprendidas en su contexto de uso. Es decir, cualquier “falacia” puede etiquetarse como tal sólo después de determinar que la situación específica en que se ha usado es impropia. Mientras que las raíces de esta visión se remontan a Hamblin (1970), su propuesta reciente se debe a Walton (1989), quien escribió que cuando algo se juzga como falacia “debe acompañarse de evidencia proveniente del texto o discurso dado particular en que se expresa el argumento que estamos examinando” (1989, 170). Esta visión, aunque de ninguna manera universalmente aceptada (tanto Johnson y Blair, 1987, como Govier, 1987, se opondrían a ella), es convincente. Lo es especialmente en vista de que siempre es posible presentar ejemplos de argumentos que cumplen los requisitos de una falacia específica, pero que, sin embargo, parecen ser buenos argumentos. Walton cita el argumentum ad verecundiam como una falacia que a menudo no es falaz; siempre necesitamos expertos y la pregunta es cómo los utilizamos y no simplemente que los utilicemos. Las amenazas, por citar otro ejemplo, son casos del argumentum ad baculum. Pero si una empleada amenaza a su supervisor diciendo que lo va a acusar de acoso sexual si no deja de decirle cosas inapropiadas, ¿acaso se ha cometido una falacia? Se diría que no. Por lo tanto, la instrucción “no cometas falacias” debe alterarse o al menos explicarse de modo que signifique que no se deben llevar a cabo ciertas acciones argumentativas en ciertas situaciones.

El cambio esencial a la teoría de la argumentación desde el punto de vista de la lógica informal es el énfasis en la situación. El impacto es grande porque el campo es tan pesadamente prescriptivo. Cuanto más prescriptivo es un enfoque, tanto más importante es estar en posición de producir reglas generales de conducta. Si la lógica informal sólo puede determinar tales reglas examinando situaciones individuales, entonces su generalidad y habilidad para proporcionar una guía para la conducta argumentativa son limitadas. Los cambios que aguardan a la lógica informal como resultado de este nuevo énfasis en la situación serán dramáticos por cuanto la perspectiva debe cambiar de una enfocada a identificar patrones supuestamente regulares a una dedicada a inspeccionar situaciones particulares en busca de claves contextuales. Según aumente el contacto entre los grupos divergentes, aumentará también la presión para que la lógica informal se ocupe de situaciones argumentativas más reales (testigo de ellos es, por ejemplo, Walton, 1992). Dicho en palabras sencillas, el ideal debe acercarse más y se acercará más a la realidad si es que esta área de estudios quiere mantener su importancia dentro del campo general de la teoría de la argumentación.

Los teóricos de la comunicación

El énfasis sobre la particularidad, si bien algo extraño a la filosofía, es inherente en aquella parte del análisis del discurso que se enfoca en la interacción conversacional. Este campo –una subárea de la teoría de la comunicación– estudia conversaciones reales a fin de determinar las reglas y procedimientos seguidos por los participantes. Scott Jacobs y Sally Jackson articulan así el supuesto básico: “La presencia de una argumentación (discusión) señala dificultades potenciales o actuales en la conversación mientras que su ausencia indica la presencia de un ‘acuerdo funcional’ en la conversación” (1982, 206). Para el análisis del discurso la presencia de una argumentación discusión significa que algo salió mal y necesita reparación. La base es que a toda enunciación no fática en una conversación (digamos, una solicitud) se puede reaccionar con una respuesta preferida (se cumple lo solicitado) o no preferida (se niega lo solicitado). Si ocurre la respuesta no preferida, entonces la conversación tiene que hacerse cargo de esa disrupción al tiempo que se mantiene un equilibrio suficiente como para que la conversación continúe.

El enfoque desde el análisis del discurso considera a una argumentación no como específica a una situación, sino también como algo que utiliza reglas y procedimientos que son tanto una función de esa situación como de la naturaleza y relaciones y personalidades precisas de los participantes. Esto se aplica a nociones tan básicas como prueba y aceptabilidad, pues “los receptores y autores de turnos en la discusión elaboran juntos la cantidad y tipo de apoyo requerido para obtener acuerdo” (1980, 262). Esto arroja, por ejemplo, una luz interesante sobre los entimemas. Hasta dónde deba un entimema ser explicado será una función de los argumentadores, su acuerdo o desacuerdo. Un interlocutor escéptico demandará una explicación más completa que un interlocutor dócil o uno conciliador. De esa manera, mientras que los lógicos informales usan la expresión ‘buen argumento’ para indicar ese proceso de racionalidad crítica que se aplica en todas o la mayoría de las situaciones, el análisis del discurso considera el acuerdo como algo operacionalmente conveniente en un contexto social. Cada una de estas dos perspectivas lleva a conclusiones distintas sobre qué es una buena o mala argumentación.

 

Con respecto a la importancia de las diferencias individuales, Barbara O’Keefe (1988) ha llevado a cabo trabajos interesantes que son relevantes a la argumentación, especialmente cuando se trata de determinar las posibles causas de su éxito o fracaso. La autora describe tres tipos diferentes de “lógica para el diseño de mensajes” (message design logic o MDL). Cada una de tales lógicas determina cómo alguien construye (y muy probablemente interpreta) mensajes comunicativos. La primera lógica, conocida como ‘expresiva’, es bastante literal. El propósito de la comunicación, desde el punto de vista de esta MDL es expresar los propios pensamientos y respuestas e impartirlos al interlocutor. El receptor expresivo asume que se pretende que los mensajes se tomen tal como parecen, y así los toma. La segunda MDL es la ‘convencional’. Un comunicador convencional comprende que la conversación, la argumentación, y en general la comunicación, están gobernadas por reglas sociales, y cuando comunica está, como quien dice, jugando un juego. Para la MDL convencional algunas cosas pueden omitirse o al menos no decirse directamente de acuerdo con las convenciones sociales que gobiernan la situación particular. La MDL más sofisticada es la ‘retórica’. El comunicador retórico no sólo ve que hay reglas que gobiernan la interacción comunicativa, sino que el asumir diferentes roles o personae termina él mismo por crear y utilizar reglas diferentes. Por consiguiente, la lógica retórica para el diseño de mensajes puede crear situaciones mediante la adopción de roles y patrones retóricos óptimamente ajustados a un contexto dado.

Las implicaciones para la teoría de la argumentación son complejas. Para empezar, parecería que el ideal del mejor argumentador que plantea la lógica informal clásica sería, en el modelo de O’Keefe, una lógica expresiva para el diseño de mensajes. Después de todo, prácticamente todo texto de pensamiento crítico explica de qué manera todo, excepto el mensaje medular, debe eliminarse del argumento antes de que pueda someterse a análisis. Así, dada la naturaleza delimitada por reglas de la argumentación tal como es concebida por la lógica informal, podría ser que la MDL convencional sea la opción más apropiada para lo que es “mejor”. Sin embargo, es muy interesante (si no incluso irónico) que los comunicadores más sutiles, atentos y flexibles, los que usan una MDL retórica, casi con toda certeza no van a ser aquellos que la lógica informal identificaría como los mejores argumentadores. Este último grupo descansa demasiado en la situación y contexto particulares y demasiado poco en el argumento en tanto que argumento.

Otra pregunta se suscita si tratamos de pensar en el establecimiento de reglas en todas las lógicas para el diseño de mensajes. Quizá la manera en que uno se comunica es relevante para las reglas que uno debe seguir para comunicar. Finalmente, varias equivocaciones, falacias y errores podrían construirse como tales sencillamente porque el observador utiliza una lógica para el diseño de mensajes diferente de la de los participantes, lo cual resulta en (digamos) una estimación negativa de una forma de argumento extraña al observador.

Otra área de la investigación en teoría de la comunicación relevante a la teoría de la argumentación incluye trabajos acerca de los fines como componentes de todos los episodios comunicativos y especialmente argumentativos. En el área de investigación de fines se da por sentado que todas las interacciones comunicativas e ipso facto todas las argumentaciones involucran una variedad de fines. Siempre estarán incluidos ciertos fines personales (personal goals, ego goals, face goals) tanto como fines que pertenecen a la relación entre los argumentadores. Esto, aparte del fin estratégico que podría (o no) ser el ímpetu real del argumento. La relevancia del análisis de fines puede ejemplificarse, por citar un caso, en la obra de Bavelas y cols. (1990), donde se concluye que los comunicadores mejores, más sofisticados, eligen usar el equívoco y la ambigüedad en ciertas situaciones antes que lastimar los sentimientos de alguien o parecer desagradables. En este modelo, el no declarar su desacuerdo directamente y enunciar la propia posición sin ambages no es un ejemplo de la ‘falacia’ de equívoco, y ni siquiera de una pobre técnica argumentativa, sino el signo de un comunicador sofisticado que se mueve con sigilo en un contexto de manejo delicado.

Preocupaciones feministas

Hay una última corriente que alimenta los desarrollos recientes de la teoría de la argumentación que requiere mención. En 1983, Janice Moulton publicó un artículo que criticaba el ‘método oposicional’ (adversary method) que ella veía como el modelo básico de las disputas filosóficas. Esta postura fue recogida y amplificada por Karen Warren en 1988 cuando arguyó que el ‘marco conceptual’ medular sobre el que se basa la argumentación filosófica (y otras argumentaciones de alto nivel) es esencialmente patriarcal, enemigo de las mujeres, y diseñado para coadyuvar a suprimirlas. Andrea Nye, en su historia de la lógica, Words of power (1990), concluye también que los modos de pensamiento abstractos y lineales, que valoran el seguir reglas sobre todo lo demás excluyen a las mujeres y otros grupos que no tienen acceso a la educación requerida, o cuyo modo de ser, psicológico o sociológico, no se presta para las estructuras de razonamiento dominantes, propias de los varones blancos europeos. Finalmente, Deborah Tannen (1990), una teórica de la comunicación, expone en detalle cuán diferentes son los procesos naturales utilizados por las mujeres de los preferidos por los hombres. El resultado es, por decir lo menos, una dificultad en comprenderse y comunicarse a través de las barreras de género.

Si bien estas tesis son controvertidas incluso dentro de la comunidad feminista, los resultados de los argumentos producidos por las escritoras feministas de la antilinealidad a lo menos indican que es necesario cuestionar los supuestos tradicionales. Si las reglas y procedimientos que han sido históricamente enseñadas por los lógicos informales son excluyentes y hacen más fácil argumentar para (muchos) hombres que para (la mayoría de) las mujeres, entonces existe una injusticia. Lo que es más, existe una fuerte probabilidad de que los patrones considerados como naturales o básicos podrían serlo solamente para un grupo u otro, siendo el resultado una vez más la necesidad de identificar cuáles son las reglas de la argumentación, o al menos la necesidad de expandir las técnicas y alterar las definiciones clave. La ideología tradicional mantiene, por ejemplo, que un buen argumento es un argumento fuerte que elimina efectivamente, o al menos debilita dramáticamente, la postura del oponente. En varios modelos, sin embargo, este enfoque carece severamente de ingredientes considerados por algunos autores o autoras como crucial. Los sentimientos de un oponente, su ego, la futura relación entre proponente y oponente, y la continuación de un discurso agradable, son todos ellos factores (entre otros) que podrían intervenir para encontrar una mediación entre lo que es “bueno” y lo que no lo es.

La nueva perspectiva

Correcta o erróneamente ha habido desde Aristóteles una separación entre lógica, dialéctica y retórica. De varias maneras esto se refleja en la separación de mente y cuerpo, y la división de los argumentos entre aquellos que persuaden y aquellos que convencen. La lógica informal desde sus inicios se ha ocupado primariamente con la inculcación de valores y técnicas que se ven como pertenecientes a la dialéctica, al convencer, y así como opuestas a la retórica que se ocuparía según esto con la (mera) persuasión. El resultado de ello es que ciertos factores muy humanos tales como la emoción y la intuición han sido vistos como extraños a la argumentación en sentido estricto y solamente como el dominio de otras disciplinas (la psicología y la teoría de la comunicación), o peor: como del interés de sofistas y manipuladores. Además, el énfasis ha recaído sobre el examen de argumentos en forma aislada de su contexto y de la situación social, política o cultural de los argumentadores.11

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