Jalisco 1810-1910

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Guadalajara al momento de la Independencia

Guadalajara, capital del reino de la Nueva Galicia, en la época en que se proclamó la independencia de México, era una ciudad de 45,000 habitantes, modesta y bien hallada con el gobierno colonial porque el atraso intelectual en que se encontraba, y la falta de comunicación con poblaciones más cultas, hacían que fuese bien cortas sus aspiraciones.

Sus casas, con muy reducidas excepciones, eran todas de un solo piso, con grandes salones, numerosos patios y enormes corrales; atendiendo sus constructores a la solidez del edificio, descuidaban por completo la simetría y adorno exterior, de suerte que mientras sus paredes medían uno y dos metros de espesor, rara vez tenían dos puertas de la misma altura. Las calles anchas y bien orientadas carecían de empedrados y aun de aceras, y la irregularidad de las altas ventanas casi todas desiguales y con rejas de madera, les daban un aire triste y desagradable. La plaza rodeada de corpulentos fresnos, las numerosas plazuelas cubiertas de zacate y las calles escuetas, imprimían a la ciudad un aspecto melancólico que revelaba el poco movimiento que reinaba en ella.

En el interior de las casas, mientras abundaban las vajillas de plata y era raro el que, perteneciendo a la clase medianamente acomodada, carecía de ellas y de su tabaquera de oro, faltaban los objetos más preciosos para la comodidad y que aun siquiera se conocían. No se usaban las alfombras, viéndose apenas en los estratos de la mejor sociedad, tiras angostas de gruesas esteras que en pequeños espacios cubrían los polvorosos y cacarizos ladrillos; incómodos canapés forrados de seda de color rojo o amarillo subido, cubiertos por blanquísimos forros de lienzo de algodón, que se mudaban dos veces por semana, unas mesas rinconeras y unas sillas de bejuco con alambre amarillo incrustado, formaban el menaje de las salas, en las cuales se veían por adornos algún mal cuadro de la Virgen de Dolores o de Guadalupe, tres o cuatro estampas iluminadas de María Estuardo y algún espejo de cortas dimensiones con ancho marco de pino pintado, con columnitas delgadas con capiteles dorados. En el comedor veíanse espaciosísimas mesas de finas maderas sin pintar, a las que se sentaban por los dos lados en bancas de pino con anchos y lucientes clavos y en equipales a la cabecera, sirviéndose comidas frugales, como valiosas eran las vajillas en que se presentaban; y si se recorrían las piezas de habitación, se encontraban amuebladas por camas de madera y enormes roperos de pino pintado, con estampas en las puertas que representaban en grandes dimensiones el Ojo de la Providencia, con motes muy legibles que decían “Dios me ve”. Entraba la luz a las recámaras al través de los postigos de las puertas, cubiertos con papel de estraza, viéndose en una que otra casa, azulados cristales…

Una de las primeras noticias que se recibieron en Guadalajara del levantamiento de Dolores, fue la que comunicó el 21 de septiembre D. José Simeón de Uría que iba de diputado a las Cortes de Cádiz, por un propio enviado desde Arroyo Zarco, avisando al Ayuntamiento que D. Domingo Allende ha atacado varios pueblos, según se expresaba el brevete.

Fragmento tomado de: Velasco, Sara. Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899). México, Universidad de Guadalajara, 1982, pp. 211-216.

Nuestros insurgentes ya andan rondando en el pueblo,

ya empezaron a susurrar en nuestros oídos:

Recuerden que son ustedes nuestros hijos,

griten que nuestra historia no ha terminado

Comuneros de Mezcala

-Estos indios se tienen que rendir —dijo el coronel Celestino Negrete a Fidencio, su asistente, mientras limpiaba su arma y miraba desde la embarcación la isla de Mezcala.

—Pos tá cabrón, coronel, ya van seis misiones que regresan jodidas desde que empezó este revoltijo hace un año, quién sabe cómo chingados se las gastan estos aborígenes —replicó Fidencio, quien tomó el arma limpia para enfundarla y guardó silencio ante la mirada amarga de su superior.

—Mira, Fidencio, mejor cállate el hocico. Conmigo se van a chingar, no pasa de mañana esa bola de mugrosos, van a salir de su islita pidiendo perdón y vomitando sangre —concluyó el coronel en tanto se desplomaba en la cama para dormir con la confianza a cuestas del arsenal a bordo y los más de 600 hombres a su mando.

Fidencio enmudeció. En sus adentros, el miedo y el coraje le recorrían de las vísceras a la piel. Porque, aun cuando se consideraba un soldado leal, también tenía mucho de indio; así le decían en el cuartel: “El Indio”. Las noticias de las derrotas del ejército realista ante los indígenas de Mezcala le hacían brincar más rápido el corazón. Un orgullo secreto le removía el pecho. No se sentía traidor al ejército, prueba de ello era su asignación como el hombre de confianza del coronel, pero el llamado de su raza se le arraigaba en el alma conforme se hacía viejo y se sentía más cerca de la muerte que, según él, lo esperaba siempre en la siguiente batalla.

Salió a cubierta y encendió su pipa. Observó, en la tranquilidad del lago de Chapala, el reflejo del cielo estrellado envuelto en la claridad de la luna llena. A lo lejos, la isla de Mezcala semejaba una bestia inmóvil en espera de su presa. Jaló aire, aventó el humo y miró al cielo pidiendo, una vez más, que los indios isleños libraran el ataque del día siguiente y con ello dejaran claro, de nueva cuenta, que eran dueños de su territorio.

Fidencio lo sabía tras los años de reclutamiento de muchos indígenas de la región que se agregaban al ejército para sobrevivir a los azotes españoles contra las comunidades ribereñas. Ahora, en la batalla que le aguardaba, la vida lo haría testigo de la lucha de un pueblo por su derecho legítimo.

Era la madrugada del 20 de junio de 1813. El lago del Chapala en calma y la extrema organización naval del capitán Felipe García —experto marino asignado a la misión— favorecían la estrategia militar de Celestino Negrete: atacar el noroeste de la isla por ser el lado más vulnerable. Fidencio se colocó entre ambos, al pendiente, como era su deber, de las instrucciones inmediatas de su coronel, quien mostraba un gesto de confianza por la ofensiva. El capitán García sentenció:

—Esta islita nos la llevaremos arrastrada entre las anclas de nuestros barcos —y miró a Negrete quien respondió con una sonrisa de tranquilidad.

Fidencio miró de costado las embarcaciones navegando en forma de flecha. Eran buques de guerra grandes, cabían en ellos, por lo menos, 50 soldados. Los habían construido en el puerto de San Blas con la consigna de acabar de una vez por todas con los rebeldes de la isla. La imaginación de Fidencio se afanaba comparando el armamento que cargaban los barcos, contra los escasos fusiles de los indios; el número de soldados bien alimentados, contra los hombres descalzos que esperaban el contingente; los planes de ofensiva naval del capitán Felipe García, contra la improvisada furia indígena. Fidencio, entonces, comenzó a vislumbrar lo que le esperaba al grupo de insurgentes. Sentía, ahora sí, lástima por ellos. Porque, luego de la derrota, seguirían los ahorcamientos de los cabecillas y sus familias, la quema de los pueblos, el arrebato de cosechas y ganado y, lo principal, el despojo de tierras. Para él, ese día era el final de esos indios. Los ojos de Fidencio se resistían a humedecerse para mantener la vista clara hacia el frente y proteger a Negrete ante cualquier peligro que parecía, en ese momento, imposible.

Después de dos horas de surcar el agua, los barcos se detuvieron frente a la isla y recibieron los primeros cañonazos sorpresivos por parte de los isleños. El capitán García propuso a Negrete replegarse, por lo menos, hasta que asomara la luz del día. Negrete ordenó el retroceso inmediato.

—Con que bravos los inditos, ya verán lo que les espera en cuanto amanezca —dijo el coronel Negrete al capitán García, quien respondió con un dejo de prepotencia.

—Esto no es nada a lo que estoy acostumbrado, les espera el exterminio, coronel, voy a acabar con ellos.

—Vamos, capitán, vamos, no se le olvide que en esto estamos juntos, mi gobernador José de la Cruz va estar muy contento con el resultado de esta misión. Es cosa de unas cuantas horas las que les quedan a estos alzados —concluyó al mismo tiempo que revisaba la cámara de su fusil recién lustrado.

—Muy bien, coronel, de acuerdo. El siguiente paso será cercar completamente la isla, así no habrá escapatoria por ningún frente, ¿le parece? —preguntó en tono más de mando que de negociación, pero Negrete aceptó porque coincidía con la estrategia militar que él mismo había planeado.

Fidencio escuchaba. La recepción de cañonazos como defensa de los rebeldes le hizo recuperar la fe en que los indígenas no saldrían tan mal librados de la batalla. Deseó en ese momento convertirse en viento que avisara de la emboscada a los isleños. Y de nuevo se atuvo al cielo y pidió que un milagro salvara a su raza.

Amaneció y se reanudó la orden de ataque, esta vez con instrucciones de mayor carga ofensiva: disparos continuos a mayor velocidad de las naves. Los insurgentes no respondieron. El ejército, entonces, avanzó firme hasta lograr el plan de cercar la isla; sin embargo, a pocos metros de su objetivo, las embarcaciones se atascaron en un muro de piedra submarino y se incrustaron en las estacas inclinadas que los rebeldes clavaron bajo el agua. Las embarcaciones naufragaron y el ejército fue recibido a cañonazos, disparos y pedradas.

 

Ante la masacre, Fidencio cubrió al coronel Negrete para que éste empuñara su fusil y se defendiera, pero en cuanto el coronel logró tomar el arma, una pedrada le reventó los dedos. Fidencio tuvo que hacerse cargo de él hasta que, por fin, después de todas las embarcaciones hundidas, más de 200 soldados muertos y la pérdida del capitán García en pleno combate, ordenó la retirada.

Con dos dedos menos y el honor apedreado, el coronel Negrete regresó al campamento. En el interior de su tienda, el coronel fue atendido por el médico.

—¿Es posible que con una pinche piedra me hayan chingado la mano estos indios? —dijo Celestino Negrete a Fidencio.

Fidencio, sin decir palabra, siguió lustrando las armas de su coronel.

La defensa de la isla de Mezcala se prolongó tres años más, hasta la rendición insurgente el 25 de noviembre de 1816.

Valentín Gómez Farías

PRECURSOR DEL LIBERALISMO Y PRESIDENTE DE MÉXICO

Nació en Guadalajara, Jalisco, el 14 de febrero de 1781. Estudió medicina y la practicó por breve tiempo; su espíritu patriótico lo llevó a concentrarse en la política. Formó parte del Congreso General Constituyente de la Nación. Fue cinco veces presidente de México, tres en el mismo año de 1833, siendo su periodo más corto de quince días. Predicó la separación del Estado y la Iglesia en el gobierno del país, y el derecho a la libre expresión. Y de alguna manera, siempre estuvo a la sombra de Antonio López de Santa Anna cuando a éste le gustaba más batallar que gobernar. Se opuso terminantemente al Tratado de Guadalupe-Hidalgo que cedía la mitad del territorio a los Estados Unidos. Murió en la ciudad de México el 5 de julio de 1858.


Esther Tapia de Castellanos

POETA


Nació en Morelia, Michoacán, el 9 de mayo de 1842. Residió en Guadalajara, lugar donde habría de relacionarse con jóvenes escritores y daría a conocer su obra poética en los periódicos de la época. También publicó Flores silvestres (1871) y Cánticos a los niños (1880). Falleció el 8 de enero de 1897 en la capital jalisciense.

Vuelve a mí

Vuelve a mi lado, arcángel de mi sueño,

visión hermosa que en infancia vi,

haz que yo escuche, mi adorado sueño,

la dulce voz que en otro tiempo oí.

Ven a batir tus alas en mi frente,

y calmarás su fuego abrazador:

ven, murmura en mi oído dulcemente,

gratas palabras de placer y amor.

Ven en la tarde, que te espero ansiosa,

quiero en tu frente tu pasión leer;

déjame en tu pupila cariñosa

la fe del alma con la paz beber.

Ven en la noche, cuando aislada lloro,

a enjugar mis mejillas con amor;

ven, dulce bien, a quien constante adoro,

di una palabra y morirá el dolor.

Tomado de: Velasco, Sara. Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899).

México, Universidad de Guadalajara, 1982, p. 163.


La morena le diagnosticó tristeza. Agujero negro en el alma, le decía ella. Le hizo tragar un líquido viscoso de olor regular, extraño, de flores de campo echadas a perder. Al beberlo sintió en la garganta un trajinar de hormigas. Don Aurelio regresó a la escritura.

Había consumido varios días en el intento de lograr un buen prefacio para su libro “Romances y ensayos poéticos”, una introducción decente, digna, sin la llorera en la que su intimidad se ahogaba últimamente. Tuvo la idea de recontar la conversión del teatro en la capital tapatía: desde la representación al aire libre como único medio de propagar la fe cristiana a los indígenas hasta el Teatro Principal, al que conoció por charlas de su madre como un jacalón de adobe y madera techado con zacate, alumbrado por mecheros de aceite de coquillo, y el que años después, convertido en un recinto decoroso, sería su sepultura pública. Rechazó la ocurrencia, le pareció demasiado trágica para un libro de versos. Las hojas se amontonaban en su escritorio de ébano. Publicar un libro tan lejos de la patria, en donde tan poco florecen las letras españolas, parecerá a muchos una empresa temeraria, aunque en realidad no es otra cosa que el cumplimiento de un voto sagrado.

Don Aurelio hablaba solo todo el tiempo. Rumiaba las injusticias y la falta de equilibrio entre las fuerzas del bien y del mal desde el principio de los tiempos. La historia hablaba por sí sola. Así, entre uno y otro de sus monólogos, supo la morena de la crueldad de Cortés al cometer torturas y sacrificios de la realeza azteca, de la indignación de los muchos criollos y mestizos hartos de los abusos de poder de los peninsulares. Entonces se sentía mujer azteca. También le encantaba la historia del mito de la aparición de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego. Nada entendía de órdenes políticas, pero su condición indígena se enarbolaba con las palabras de don Aurelio. La morena era la hija de Moctezuma, era Xóchitl, era la Virgen María Purísima, pero sobre todo, era la Patria, de la que don Aurelio más hablaba. El sitio donde nacimos, el árbol a cuya sombra jugábamos los niños, el lugar venerado donde reposan las cenizas de nuestros mayores; la sonrisa de nuestra madre y el primer ósculo de nuestra amada.

A los barrios tapatíos les había escrito de manera abundante. Pensar en ellos arañaba dolorosamente su memoria. Se consoló pensando que lo suyo seguía siendo suyo, aún tan lejos, seguían siendo sus barrios. El de Mexicaltzingo con su plazuela para los tianguis donde a Dios dar se exhibían tamales, sombreros, pollos vivos y muertos, cueros pintados, jarros, flores… en un tiradero exuberante de aromas y colores, de tierra bendita. El de San Juan de Dios y el primer hospital para socorrer a los heridos, el del Santuario, el del Carmen, el del Pilar, el de la Parroquia… Todo ha influido en dar un tinte vaporoso y melancólico a mis poéticas imaginaciones, a inspirar con un soplo de religiosa ternura esas plañideras notas de mi harpa proscrita y solitaria.

Pensar en la ciudad sin sus compatriotas no tenía sentido. Sabía que el doctorcito José María Delgado acababa de presentar “Un pedante como hay muchos”. Juntos habían revisado los parlamentos, hasta dejar una obra limpia, bien estructurada, pulida. Ignoraba el porqué José María no la había presentado antes, quizás por el revuelo causado tras la última presentación de “Los Mártires de Tacubaya”. El doctor estaba curado de espanto, su “pedante” no era más que una serie de sátiras políticas de simpatía liberal. Bien aceptadas por la crítica, por cierto. Le gustó la noticia de la presentación, saber de los amigos desde tan lejos le aliviaba los escozores del alma. Se encontraban en un nivel inalcanzable por los sentidos físicos, pero tenían una butaca preferencial en su memoria.

La morena le preparó unas enchiladas de queso fresco con salsa de jitomate, manzana de oro, le llamaba ella. Le arrimó dos tamales de piloncillo y mezcal. Nunca supo don Aurelio cómo en aquella tierra de nadie podía esa muchacha conseguir las delicias de la tierra sagrada de Quetzalcóatl. Pero así eran los chamacos, los jóvenes lo sorprendían todo el tiempo.

Antes del destierro, había tenido la gloriosa (y dolorosa) oportunidad de conocer la vida y obra de Pablo Jesús Villaseñor. “Un reo de muerte” lo había dejado impresionado por varios días y no se diga “Clementina”, una estrofa lo convulsionaba últimamente por lo mucho que tenía que ver con su propia tragedia interior. ¡Señor! Y Tú que en la altura/Mi llanto y mi pena ves/Tú no quieres para esposa/A la que tiene un amor/A la ofrenda dolorosa/De una mujer que llorosa/Al claustro le tiene horror. ¿Cómo podía Villaseñor conseguir, con un ritmo tan acelerado, modular el drama a partir de emociones de comprensión popular? ¿Cómo un jovencito de menos de veinte años era capaz de partirlo en dos, sacudir sus entrañas ya de por sí lastimadas, mostrarle el triste camino de los rebeldes sensibles? Respeto y envidia era lo que Villaseñor le provocaba, él casi le doblaba la edad y no creía haber conseguido, ni lejanamente, la finura de las líneas desgarradoras, el trémulo final de cada cambio de verso, la nota musical escondida en los monólogos que hacían ponerse de pie a la concurrencia entera del Teatro Principal.

Sabía que escribir era su camino, el único. El éxito de otros sólo acicateaba sus intenciones de la única cosa anhelada al publicar: conmover. Su obra maestra, “María Antonieta de Lorena”, apenas había hecho ruido en el clamor popular, sin embargo, pesara a quién le pesara, había sido aclamada por los críticos. Pero el reguero de pólvora había sido ocasionado por los cinco actos de sus “mártires”. Las pócimas de la morena eran efímeras para sanar el mal del recuerdo (bien dicho, tristeza), nada era mejor que reproducir los hechos y vivirlos de nuevo para sufrir el desgarre una vez más, la penitencia por haber gritado una y otra vez el dolor de la patria entera en público: a la vista de los feroces enemigos. Sin embargo, y con tanta añoranza encima, no estaba arrepentido, lo volvería a hacer si Dios le permitiera reunir a sus camaradas actores y cometer la barbaridad de organizar el mismo aquelarre otra vez. Había sido su jugada más heroica, por una vez la Providencia le había dado la oportunidad de ser guerrero y de batirse a muerte por su pueblo. Además, no era la primera vez que se atrevía, se vanagloriaba de su pluma valerosa, atractiva para las almas delicadas a las que clamaba con una nueva obra. Si el indiferentismo religioso y la recrudecencia de las opiniones políticas no han roto en mis compatriotas esa fibra del corazón humano que responde siempre que se le toca… espero aún encontrar el eco de generosas simpatías.

A veces perdía la fe. Su asidero era situarse en la pérdida misma, se imaginaba no “hombre” sino “patria” y al parque “Los Colomos”, el “Ave María” que con su sagrado toque bombeara agua para que el centro de la capital de su estado amado, ahora su corazón, palpitara de nuevo. Las magnificentísimas decoraciones de una naturaleza siempre lozana y virgen; la limpidez y transparencia de un cielo de oro y lápízlázuli tachonado de constelaciones de fuego. Pensó en su tierra tibia y se sintió el más solitario de los hombres, un inútil servidor de Dios que aleteara como avispa sobre sus raíces, sin tocarlas jamás. Las palabras lo habían sacado a flote siempre, no lo dejarían morir sin besar por última vez la tierra abandonada contra su voluntad. Sin embargo, nadie podría, aunque quisiera, decir que lo bravío de sus antepasados no corría por su sangre. Su Santa Mujer, como le gustaba llamarla, Dios te tenga en su Gloria, había sido la más exacta para definir una personalidad como la suya.

Los pies descalzos de la morena lo sacaron de sus pensamientos. Se deslizaban en pasos pequeños, casi mudos. Sin embargo el movimiento ocasionaba un leve temblor en el ambiente, una especie de escalofrío circulaba por la habitación, como si las paredes y el mobiliario respiraran. Recogió el plato a medio comer y dejó en su lugar un vaso de agua de limón y un molde de barro con frutas curtidas. No preguntaba su parecer, se arriesgaba a la negativa y en un tácito acuerdo estaba hablar lo menos que fuera posible. Así era desde el primer día, en el pleno amanecer del destierro, en país extraño.

El primero al que había convocado en una austera reunión de cerveza y mezcal, había sido a Desiderio Guzmán quien empezaba a despuntar como galán de sainetes. Aceptó de inmediato, movido por esa ambición exacerbada por el riesgo, el olor del peligro lo mareó a tal grado que al primer ensayo se sabía sus parlamentos al pie de la letra y fue capaz de transmitir el odio animal de Leonardo Márquez, sin por ello alebrestar el ánimo del auditorio. Las presentaciones sucedieron una tras otra sin inconvenientes, con lleno total y gran jolgorio popular. “Los Mártires de Tacubaya” se vendía de boca en boca, de zaguán en zaguán no se hablaba de otra cosa. Aurelio reconoció en el aire al éxito, el olor del reconocimiento fue el mejor sedante para su alma sensible, siempre anclada al dolor. Aurelio Luis Gallardo, con nombre y apellidos, era vitoreado por la ciudad entera por ser un hombre de verdad, un valiente de los pocos que le quedaban al país. Como una jugada satírica, de las varias que le había jugado la existencia, poco después asumió el papel de Márquez un verdadero carnicero de la actuación: Serapión Mendiola, quien encarnaba con diabólica precisión al asesino y que levantó al público indignado en una ola gigantesca incapaz de ser acallada. Aurelio ordenó se cambiara de inmediato de traje al terminar la función para evitar un linchamiento por parte de la concurrencia enfurecida. No sabía entonces que el auténtico peligro lo corría él, el creador de la masacre visual con la que el público se estremecía. El gritón de la muerte, dijeron algunos cuando la noticia del destierro empezara a regarse por todos lados.

 

El incendio lo había alcanzado y nadie, ni su Santa Mujer, ni la Virgen, ni su Madre, habían llegado a tiempo a socorrerlo. Se había quedado solo y lo habían corrido de su casa y de su patria como a un infeliz picado por la viruela o cogido por el cólera morbus. Tres días completos no quiso comer. La quema de su obra fue lo mismo que arder él en carne viva, frente a sus seres queridos muertos o vivos, con sus pellejos vueltos cenizas ante la mirada del pueblo y la vergüenza del escarnio público. ¿Cómo reponerse de algo así? ¿Cuándo iría a levantar la mirada del suelo? ¿Le alcanzaría la vida para volver a su Patria a decirle a su pueblo que no estaba arrepentido de sus actos rebeldes a pesar del aislamiento y la distancia?

La morena lo miraba en silencio, recogía los trastos sin tocar y los reemplazaba sin descanso, en espera del momento en que don Aurelio se decidiera a dejar caer un bocado en su estómago vacío. De sus antepasados sabía que los demonios de la tristeza son los peores y que un buen remedio es hacerse una cortadita en una vena, con una astilla o fragmento de vara, y dejar que fluya el pensamiento fúnebre, el doloroso, que salga en sangre y purulencia. Pero esas eran curas mayores que don Aurelio jamás aceptaría, porque en contraposición a su enorme corazón y a su valentía de alma, tenía una frágil coraza para el dolor, nada más por eso.

Don Aurelio repitió para sí mismo las palabras valiosas: patriotismo, libertad, muerte, destino, lucha, religión, amor imposible, honor, infierno y gloria. Todas ellas habían sido representadas en las noches de gloria de su obra trágica. Las que le habían llegado por adivinación al ser tocado por los dioses el día que se supo poeta y platicador de verdades. Escribió y escribió de lo imposible de esas letras, de las palomas blancas que se llamaban Esperanza, Fe, Dios y Virgen María. Se avergonzó de dudar en los dioses que habían bendecido su Santísimo Matrimonio, y el pudor de que su mujer lo viera convertido en un incrédulo lo atemorizó. Lo vigilaba desde el cielo, no dejaría de ver por él nunca. Hasta que cariñosos labios depositen en mis ojos el último beso. La morena levantaba del suelo bolas de papel repletas de honor, religión, amores imposibles. El poeta se reblandecía en los recuerdos. Le permitió que le sobara la coronilla después del baño con aceite de sangre de ébano y eso por respeto a la sabiduría indígena que, seguro estaba, corría por las venas de la morena. Sus caderas se retiraron al vaivén de una pluma de poeta que dibuja un cuerpo de mujer transparente.

Don Aurelio miró por la ventana la noche platinada. Lo estremeció la oscuridad casi metálica de esa metrópoli del pacífico. Le pareció escuchar la gritería en la plaza en una noche feliz de Noche Buena, la concurrencia ataviada con alhajas regias y sus mejores galas, las principales hembras en codeo festivo unas con las otras, los niños de pecho bramando, las campanadas llamando a la misa de gallo y el gusto de todos por llegar a tiempo a la gran fiesta de todos los años. Nubes de violeta y púrpura cruzaban como ligeras gasas por el cielo. Se dijo que su patria seguía siendo suya, mientras la siguiera reclamando en los días y atardeceres que le quedaran por vivir, a pesar de los pesares y del llanto contenido. Intentó dormir. Resolvió que la sucesión de líneas poéticas, de su pasado al presente, no le ayudarían a tener un sueño de verdad, como los que tenía cuando era niño y nada le preocupaba. Cuando el olor a gorditas dulces de su madre lo acompañaba hasta quedar bien dormido, como angelito. Se esforzó por construir mejor colores y latidos. Y así se fue sumiendo en un sueño de mayor a menor sonoridad: del estruendo de la orquesta a los cuchicheos enamorados; de vendedores de pastelitos y charamuscas, de mujeres de color profundo en la piel, con faldas rabonas a media pantorrilla y zapatos color de perla, de dulces de canela, casitas de popote, matracas y muñecas. En el aire una esencia, casi un rumor, el clamor de un nomeolvides: don Aurelio Luis Gallardo, poeta, don Aurelio…

Francisco Márquez

NIÑO HÉROE

Nació el 8 de octubre de 1834 en Guadalajara. Muerto su progenitor, su madre se casó con un capitán de caballería, quien le despertó la vocación por las armas a muy temprana edad. El 4 de enero de 1847, con tan sólo trece años de edad, entró al Colegio Militar en el Castillo de Chapultepec, en ciudad de México, luego de que su madre solicitara por escrito la aceptación de su hijo en la institución. El Colegio lo recibe tomando en consideración el puesto del padrastro que se batía en ese tiempo contra los norteamericanos en Coahuila. A sólo ocho meses de su ingreso, el Castillo es atacado por el ejército estadounidense. Resultó ser el menor de los seis niños héroes que defendieron con todo su valor la Patria ese 13 de septiembre de 1847. Murió entonces. Su cuerpo fue encontrado al lado de su compañero de lucha, Juan Escutia.


Isabel Prieto de Landázuri

POETA


Nació en Alcázar de San Juan, provincia de la Ciudad Real, España, el 1 de marzo de 1833. A los cuatro años se trasladó a Guadalajara y permaneció ahí hasta que su esposo, Pedro Landázuri, fue designado cónsul de México en Hamburgo, Alemania, donde falleció el 28 de septiembre de 1876. Escribió 17 obras teatrales, pero apenas cuatro fueron representadas, entre ellas Los dos son peores (1862).

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