Las Cruzadas

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El mundo mediterráneo en vísperas de las cruzadas

Obviamente la cruzada que Urbano II predicó en Clermont en 1095 no puede entenderse si antes no nos ocupamos, aunque sea con brevedad, de los tres factores que de forma directa o indirecta intervienen en su gestación. En primer lugar el islam, cuyos seguidores, presuntamente fanatizados, habrían puesto en marcha los resortes de la reacción cristiana. En segundo lugar, la cristiandad oriental, cuyo referente político, el imperio bizantino, era responsable no solo de la seguridad de sus amenazadas fronteras sino también protector de las comunidades cristianas que, teóricamente, sufrían la directa y desconsiderada opresión de los infieles. Y finalmente la propia cristiandad occidental, a la que con especial insistencia nos hemos referido en el capítulo precedente, y cuyos intereses espirituales y comerciales podían verse notablemente restringidos por efecto de esa pretendida fanatización de los musulmanes. En seguida veremos que la realidad fue mucho más complicada que todo ello, y por eso mismo es por lo que esa triple ojeada previa se hace imprescindible.

REORDENACIÓN DEL ESCENARIO ISLÁMICO

El islam, en efecto, constituye la razón de ser del movimiento cruzado, la justificación de todo su entramado ideológico y su primer y más patente objetivo de combate. Pero el islam en los años que anteceden a la predicación pontificia de Clermont distaba de ser un fenómeno unitario y de coherente proyección. Estaban muy lejos los días en que la religión predicada por el profeta Muhammad servía de plataforma unificadora para un único califato que se extendía desde el Indo al Atlántico. Tras los primeros califas, los râsidûn, los “bien guiados”, que conocemos como “perfectos” u “ortodoxos”, se sucedieron dos nuevas dinastías califales, la de los omeyas, que gobernarían aún el imperio unido desde Damasco entre mediados del siglo VII y mediados del VIII, y la de los abbasíes, que lo harían a partir de entonces desde Bagdad. Todos ellos se autoproclamaban defensores de la pureza interpretativa del islam, que unía a la palabra de Dios revelada en el Corán el inapreciable valor de la tradición o sunna.

A partir del siglo X el panorama comenzó a cambiar de manera acelerada. Los abbasíes asistieron impotentes a la aparición de alternativas políticas y doctrinales que acabarían formalizando la escisión de la comunidad de los creyentes, la umma, y con ella la del propio imperio árabo-musulmán, unido hasta entonces. A mediados del siglo XI esa división se concreta en la existencia de tres grandes formaciones político-religiosas. La más occidental de todas ellas era el vasto imperio almorávide, cuyos emires, defensores de una ortodoxia rigorista, supieron extenderse desde su lugar de origen a orillas del río Senegal hasta más allá del estrecho de Gibraltar, incorporando buena parte del territorio hispano-musulmán. Más hacia el este, con base en El Cairo, el califato fatimí de Egipto constituye, por su parte, una gran potencia islámica que controlaba las ciudades santas de Arabia e imponía su autoridad en las estratégicas tierras sirio-palestinas del Próximo Oriente; su adscripción ideológica al siísmo la convertía en una amenaza especialmente agresiva frente al califato abbasí. Es éste, o mejor lo que de él quedaba, el tercero de los grandes ámbitos de poder en que se hallaba dividido el islam, aunque, eso sí, un ámbito políticamente desarticulado y controlado, de hecho, por los turcos.

De las tres formaciones aludidas solo nos ocuparemos en el presente capítulo de las dos últimas. Los almorávides, sobre los que habremos de volver más adelante, fueron sin duda motivo de preocupación para el pontificado, pero su alejada posición respecto a Tierra Santa no los convertía en objetivo prioritario de la cruzada.

EL CALIFATO DE LOS FATIMÍES DE EGIPTO

Los fatimíes egipcios sí podían ser considerados como objetivo de cruzada. En torno a 1095, en círculos pontificios, se había elaborado una bula atribuida al papa Sergio IV (1009-1012) concediendo indulgencia plenaria a quien contribuyera a la recuperación del Santo Sepulcro; de este modo, el Papa habría respondido a la sacrílega destrucción de su más preciado santuario ordenada en 1009 por el califa fatimí al-Hâkim (996-1021). Es evidente que en vísperas de Clermont no se había olvidado el ultraje que los cristianos habían recibido más de ochenta años antes por parte de los fatimíes. Pero ¿quiénes eran los fatimíes?

El siísmo ismailí y su radicación en Egipto

Los fatimíes eran los miembros de una secta del siísmo ismailí o septimano. En efecto, el radicalismo legitimista y socialmente revolucionario del siísmo quedó a mediados del siglo VIII dividido en dos grandes bloques. Uno de ellos, el minoritario, es el del ismailismo. Sus miembros creían que Ismâ’îl, séptimo imam descendiente en línea directa de Alí, se había ocultado a los ojos de los hombres para reaparecer al final de los tiempos en forma de mahdi, una especie de mesías escatológico encargado de reconciliar a la humanidad con Dios a través de la restauración final y definitiva de los valores de justicia e igualdad propios del islam. Los ismailíes –los gulat o exagerados, como gustaban calificarlos sus enemigos–, tendieron a una progresiva sectarización de sus adeptos. Una de las sectas en que pronto se dividieron fue la de los fatimíes, especiales reivindicadores de la legitimidad profética a través de la figura de Fátima, única hija superviviente del Profeta y mujer de Alí.

El radicalismo fatimí acentuaba el carácter apocalíptico del movimiento sií, y al tiempo que reivindicaba una mejora social para el conjunto de los musulmanes, mostraba sus contradicciones a la hora de valorar el papel de la mujer en la sociedad: el respeto hacia ella debía manifestarse en la eliminación de todo trato discriminatorio por razón de herencia y también en la evitación de la poligamia, pero como ocurría entre el resto de los musulmanes, y quizá en mayor medida, en ningún caso la mujer podía ejercer el más mínimo protagonismo social fuera del hogar familiar.

Los fatimíes construyeron a principios del siglo X un primer ensayo político de envergadura en las regiones centrales del norte de África, pero muy pronto, antes de finalizar la centuria, se instalaron en Egipto, creando un renovado califato con capital en El Cairo, la ciudad de “la Victoria” –al-Qahira–, levantada entonces junto al viejo emporio de Fustat. Desde un principio el califato fatimí egipcio hizo descansar su compleja arquitectura sobre dos ejes fundamentales: el particular perfil religioso de su califa, y la extraordinaria vocación expansiva del régimen.

Los califas preferían usar el título de imam o líder religioso, y tenían plena autoridad para definir doctrina; a fin de cuentas, eran partícipes de la emanación creadora de Dios. Su poder, por consiguiente, era absoluto, y nada ni nadie podía limitarlo. Tampoco era necesario, porque la chispa divina que se albergaba en el imam y que le convertía en inspirado, le hacía inevitablemente justo e infalible. Ello explica que su acceso al poder fuera exclusiva decisión de su predecesor, que solo revelaba su voluntad en el último minuto, sin que ningún consejo o instancia representativa participara en una formal confirmación. Esta doctrina de Estado –que, aunque desde luego excepcionalmente, llevará a alguno de sus titulares, en concreto al mencionado al-Hâkim, a ser considerado como una auténtica divinidad–, se traducía, como no podía ser de otro modo, en un lujo y un fasto que, influido por la tradicional cultura egipcia, superaba al de los abbasíes.

Otra manifestación de esa misma doctrina es la fuerte centralización administrativa alcanzada, llegando en el terreno económico a un cierto dirigismo, cuyo teórico fin social, en consonancia con los principios ismailitas, era alcanzar cotas de cierta nivelación entre la población. Shaban, por ejemplo, opina que en materia de comercio interior, la sistemática aplicación de tasas y aranceles sobre productos y operaciones mercantiles, tenía este objetivo, ya que al gravarse el gasto y el consumo de quienes estaban en condiciones de llevarlo a cabo, según tarifas meticulosamente establecidas, se obtenían rentas trasvasables a otros sectores menos afortunados.

Hay que decir, por otra parte, que esta teocracia –salvo excepciones que corresponden al divinizado califa al-Hâkim– no se tradujo en políticas excluyentes respecto a súbditos no ismailíes. Conscientes de que gobernaban sobre una población mayoritariamente sunní, los fatimíes ejercieron para con ellos una política de respeto y tolerancia. Ello explica que el mensaje ismailí, reducido a un círculo minoritario de iniciados en sus esotéricas proposiciones, no haya dejado huella duradera en Egipto pese a sus dos siglos de dominación. Tampoco cristianos y judíos fueron por lo general marginados, siendo ampliamente utilizados en la administración, especialmente en la tributaria, lo que acabó generando cierto sentimiento de rechazo popular hacia esas minorías.

También la vocación expansiva fue característica del nuevo régimen. Se encargaba de prepararla un curioso sistema de propaganda misional establecida desde el gobierno, y la posibilitaba la organización de un poderoso ejército, aunque no siempre bien trabado. Pero junto a los factores religioso y militar, la expansión egipcia cuenta con una dimensión comercial de extraordinaria importancia y quizá uno de los elementos más característicos del régimen.

El sistema de propaganda exterior –ya hemos aludido a que en el interior el califato renunció a tareas proselitistas– corría a cargo de una poderosa red de misioneros que, según la tradición ismailí, recibían el nombre de duat [singular: dai]. Su labor propagandista tenía por objeto preparar la conquista egipcia a través de la extensión previa del mensaje ismailí. Los duat, dependientes directamente del Gobierno, recibían su adoctrinamiento en la mezquita cairota de al-Azhar, y desde sus lugares de destino, mantenían una constante comunicación con la capital del califato. Por su parte, el ejército egipcio estaba compuesto por un heterogéneo conjunto de grupos étnicos –bereberes, sudaneses, árabes, cristianos armenios, turcos...– que, pese a conformar un impresionante contingente, acabaría siendo factor de inestabilidad interna. Hasta entonces, la autoridad fatimí –aunque ciertamente de manera no muy sólida– estuvo presente en la franja costera sirio-palestina, y lo haría prácticamente hasta el inicio de las cruzadas.

 

El Egipto fatimí, además, desarrolla una extraordinaria actividad comercial exterior que se veía facilitada por el control de las rutas transaharianas y la obtención, a través de ellas, de ingentes cantidades de oro sudanés. Fueron ejes de atención fatimí tanto el Mediterráneo como el Mar Rojo. En relación al Mediterráneo, hay que destacar la presencia de mercaderes italianos de Amalfi, Génova y Venecia en El Cairo (cerca de 300 amalfitanos se hallaban ya en la capital poco después de la conquista), en Alejandría y Damietta. Buscaban, entre otros productos, lino, papel, azúcar y el preciado alumbre del sur de Egipto. Llegaban también a los puertos sirios de acceso a Palestina. De sobra conocida es la historia de los comerciantes amalfitanos que hacia 1070 levantaron en Jerusalén un monasterio, el de Santa María La Latina, y un hospial adjunto, que sería núcleo originario de la orden militar de los hospitalarios y que se erigía ahora frente al recién reconstruido templo del Santo Sepulcro, todo ello bajo la protección de las autoridades fatimíes. En cuanto al Mar Rojo, hay que decir que el régimen egipcio se encontró con una coyuntura favorable: el comercio a gran escala abandonaba el Golfo Pérsico y se trasladaba al Mar Rojo, donde a partir de este momento recalará la ruta de conexión con la India. Este trasvase cuenta con dos factores explicativos: por un lado, la decadencia económica de Bagdad y del imperio abbasí, y, por otro lado, la circunstancia fortuita de que un terremoto provocara la ruina irreversible del puerto iraní de Siraf. Gran parte de esta actividad comercial del siglo XI nos es bien conocida gracias al hallazgo en una geniza judía de El Cairo (dependencia de almacenaje aneja a las sinagogas) de una ingente cantidad de documentos comerciales, que los judíos guardaban por llevar impresas en sus encabezamientos las correspondientes invocaciones divinas.

La heterodoxia fatimí: drusos y “asesinos”

Desde un punto de vista estrictamente político, la evolución del régimen egipcio contempla desde fechas tempranas inequívocos síntomas de fragilidad estructural. Dada la extraordinaria carga ideológica del sistema, esos síntomas se expresan en forma de cismas religiosos, pero tras ellos, sin duda, se adivinan complejas y contradictorias realidades de orden político.

El primero de esos cismas es el que dio lugar a un movimiento que todavía existe en la actualidad, el de los drusos, un movimiento desvinculado desde muy pronto de las esencias del islam. El cisma tiene su origen en el califato, que ya conocemos, del polémico al-Hâkim (996-1021). Las fragmentarias fuentes que nos permiten reconstruir la etapa de su gobierno nos lo presentan como un auténtico desequilibrado. Probablemente sería preciso matizar esta aseveración, pero el intermitente fanatismo mostrado por el califa –persecuciones o depuraciones contra cristianos, judíos y sunníes, seguidas de períodos de incomprensible tolerancia–, no ayudan a perfilar su figura; como ya sabemos, él fue el responsable, en 1009, de la demolición del Santo Sepulcro de Jerusalén. Tampoco ayuda a entender el significado de su errática política su escandalosa autorrenuncia a ser considerado imam en 1012.

En estas circunstancias, y parece que al margen del propio califa, se fue extendiendo la idea de que, en realidad, al-Hâkim no era sino la encarnación de Dios en la tierra. Algunos duat extremistas abrazaron la idea apasionadamente, y al frente de ellos se colocó un misionero de origen persa, al-Darâzî, que, ante los excesos, fue posiblemente ejecutado por el propio califa. Cuando en 1021 al-Hâkim desapareció misteriosamente, casi con toda seguridad asesinado, los seguidores de al-Darâzî, los drusos, afirmaron que no había muerto, ya que no podía morir quien era encarnación hipostática de la divinidad. Hubieron de abandonar Egipto y se dispersaron por Siria. La doctrina de los drusos no es fácil de conocer dado su radical esoterismo. Desde mediados del siglo XI renunciaron al proselitismo y prohibieron nuevas conversiones fuera de los círculos y familias ya existentes. Parece que su idea fundamental estriba en la creencia de que el universo se identifica con Dios y en la posibilidad de que el hombre pueda acercarse a esa radical unicidad a través del conocimiento. De hecho, los drusos no solo rompieron con el ismailismo sino con el propio islam, derivando hacia un sincretismo filosófico-religioso al que solo tienen acceso los iniciados. Su libro canónico es el llamado Libro de la Sabiduría, que contiene cartas y comentarios de los fundadores y propagadores del movimiento. No poseen lugares de culto y el Corán no es para ellos un libro especialmente sagrado. Actualmente tienen comunidades de cierta importancia en Siria y Líbano.

El segundo de los cismas que preanuncian la desestructuración del califato fatimí se produce en vísperas de la primera cruzada; es el de los nizaríes cuyos miembros acabarían identificándose con la llamativa secta de los “asesinos”. El nuevo cisma presenta una mayor complejidad en su desarrollo. Nizâr era el primogénito y presunto heredero del califa fatimí al-Mustansir (1036-1094), y fue utilizado como bandera de un movimiento cismático que nunca llegó a apoyar. Éste se articuló en torno a otro dai de origen persa, Hasan al-Sabbâh. Su creciente descontento hacia el gobierno califal se concentró en el hombre fuerte del régimen, Badr al-Yamâlî, un militar armenio, gobernador de Palestina, que puso fin a la crisis que en los años sesenta del siglo XI habían protagonizado las distintas facciones étnicas que componían el ejército. Dueño de la situación, consiguió del agradecido califa al-Mustansir plenos poderes que alcanzaron también al sistema religioso, pasando a controlar la red misionera de los duat. El descontento de éstos no se hizo esperar: era inadmisible que se hubiera despojado de este modo al califa de sus atribuciones. Hasan capitalizó el descontento y, junto con sus seguidores, se hizo en 1090 con el control de la alejada fortaleza de Alamut, al sur del Caspio, un inexpugnable bastión rocoso de los montes Elburz.

A la muerte del califa al-Mustansir (1094), el primogénito Nizâr fue apartado de la sucesión por expreso deseo del hijo del “dictador” Badr, que, habiendo fallecido ya, había conseguido consolidar dinásticamente su poder. El nuevo hombre fuerte de la situación, su hijo al-Afdâl, prefirió situar en el trono egipcio al segundo hijo del califa fallecido por la sencilla razón de que lo había convertido en su yerno. La resistencia de Nizâr fue sofocada y él mismo desapareció en prisión. El grupo de Alamut aprovechó la circunstancia para desligarse de la obediencia al califa de El Cairo y proclamar el imamato de Nizâr, que no habría sino iniciado una fase de ocultamiento. En su nombre actuaría Hasan al-Sabbâh, que, al frente de los nizaríes, se aplicó a poner en práctica un activismo excluyente respecto al resto de los musulmanes en el que el asesinato de oponentes era práctica habitual. En el siglo XII sus seguidores fueron llamados hashishiyun porque, se decía, que los activistas encargados de consumar los actos violentos lo hacían bajo el efecto del hasis. La hipótesis resulta hoy día discutible; lo cierto es que de esa designación deriva la palabra “asesino” utilizada en Occidente. El término hashishiyun, en cualquier caso, se lo daban sus enemigos, ellos se autodenominaban fida’i (“fedayin” = “el que se sacrifica”).

A finales del siglo XI se constituye una nueva rama de la misma secta en territorio sirio, en torno a la fortaleza de Masyaf, bajo el control de un persa llamado Rashid al-Din Sinan, el Sayj al-Yabal o “Viejo de la Montaña”, que llegó a constituir un estado prácticamente independiente junto al futuro condado cristiano de Trípoli, “el País de los Asesinos”, en la región montañosa e inaccesible de Nosairi, cerca de Hama y Homs, y no lejos de Hosn al-Akrad, el famoso “Krak de los Caballeros”.

El cisma nizarí marca, ahora sí, el principio del fin del régimen egipcio de los fatimíes. Estamos en el momento en que el movimiento cruzado acaba de ponerse en marcha, y los francos arribados a Tierra Santa aún habrían de contar con la sombra de poder que los egipcios seguían proyectando sobre el litoral sirio-palestino. Incluso por entonces se detecta una cierta reactivación fatimí: aprovechando los primeros efectos que el “peregrinaje armado” estaba produciendo entre los príncipes turcos que le hacían frente, los egipcios reocuparon Palestina y con ella Jerusalén; de hecho, serían los fatimíes quienes habrían de defender la Ciudad Santa contra los cruzados en 1099.

EL CALIFATO ABBASÍ Y LA HEGEMONÍA TURCA

El proceso de intermitente decadencia que sufre el califato fatimí a partir de las décadas centrales del siglo XI tiene mucho que ver con la pujante y expansiva presencia de los turcos en el ámbito de teórica administración abbasí.

Los turcos y el islam

Ya antes del año 1000 el mundo islámico conocía y se aprovechaba de la mano de obra turca, sobre todo, para nutrir sus unidades militares, pero hasta ese momento entre estos turcos del islam y los otros pueblos nómadas de organización tribal, los turcomanos –como los designaban los cronistas musulmanes contemporáneos para distinguirlos de aquéllos–, existía una frontera geográfica y también cultural que iba de norte a sur desde las tierras esteparias situadas más allá de la Transoxiana hasta el norte del actual Pakistán, pasando por el tercio oriental del también actual Afganistán.

Las zonas más orientales del islam, las que estaban en contacto con este mundo turco –básicamente Transoxiana, Jurasán y, más al sur, la región de Sistán– estaban gobernadas, bajo teórica soberanía abbasí, por emiratos autónomos iraníes desde la primera mitad del siglo IX: tahiríes y saffaríes, en el siglo IX, y samaníes durante todo el siglo X. El papel político de estos emiratos iraníes autónomos era el de contener la presión turcomana de las estepas y filtrar a Bagdad, en forma de tributo, esclavos turcos para alimentar las tropas califales. Desde nuestra perspectiva, además, su papel histórico fue el de conformar la conciencia nacional iraní, haciéndolo desde el islam pero resucitando al mismo tiempo la cultura tradicional persa. Eran regímenes identificados con las aristocracias locales de mawali –los antiguos conversos persas convertidos en séquitos clientelares de los grandes linajes árabes–, y contribuyeron, especialmente los samaníes a través de sus ricas actividades comerciales con el mundo de las estepas rusas, a desarrollar grandes emporios urbanos, como las ciudades casi legendarias de Bujara y Samarcanda, en la Transoxiana.

Hacia el año 1000 se produce un desplazamiento histórico. Los samaníes son sustituidos en el poder por los turcos, creándose a partir de aquel momento el primer gran estado turco islámico en el flanco oriental del mundo musulmán. Establecieron su capital en la ciudad afgana de Gazna; de ahí el nombre de la primera dinastía turca convertida al islam sunní, los gaznavíes, responsables de un curioso ensayo político basado en la lógica de la expansión militar y en los lucrativos beneficios del botín, y cimentado en un inestable equilibrio cultural en que los elementos iraníes acabarían dando paso a un indiscutible predominio indio, y es que, desplazados de Irán por otras tribus turcas, harían del oriente de Afganistán y del noroeste de la India su principal base de referencia.

Los selyúcidas

En realidad, esas otras tribus turcas habían iniciado su particular proceso de penetración violenta en el mundo islámico poco después del año 1000, y lo habían hecho a través de la estratégica región de la Transoxiana. No se trataba ya de turcos islamizados que se hacían con el poder de emiratos autónomos, sino de pueblos enteros que, probablemente presionados por los mongoles esteparios, penetraban directamente en la meseta iraní. De entre todas las tribus turcas que inician su marcha hacia el oeste destaca la de los Guzz u Oguz, dirigida por el clan de Selyuq, un converso al islam de la segunda mitad del siglo X. Desde la Transoxiana ocuparon el Jurasán y concretamente el territorio en torno a Merv. De allí expulsaron a los gaznavíes y solicitaron el reconocimiento abbasí de su dominio en la zona hacia 1040. Su caudillo, Tugrul Beg, decidió continuar sus conquistas hacia el oeste llegando en 1055 a Bagdad, y allí desplazó del poder a los buyíes, una dinastía de origen iraní y adscripción religiosa sií que durante un siglo había ejercido la autoridad en el califato abbasí con la obligada aquiescencia de sus titulares. Para éstos, en efecto, la presencia de los selyúcidas supuso un esperanzador elemento de renovación que llegaron a interpretar en clave liberadora, si bien es cierto que los califas ya nunca más recuperarían el poder efectivo. De hecho, y de manera inmediata, los príncipes selyúcidas recibieron del soberano de Bagdad el título de sultán, que precisamente a partir de entonces pasa de significar “poder” o “autoridad” en abstracto a designar la persona apta para ejercerlos. Más aun, los nuevos sultanes recibieron un segundo título más significativo si cabe: emires de oriente y occidente, o lo que es lo mismo, recibieron la capacidad para gobernar de manera efectiva el antiguo califato abbasí, cuyo titular quedaba definitivamente relegado a ser una autoridad formal de proyección exclusivamente religiosa. Precisamente esta circunstancia, la de la autoridad religiosa y la defensa de la ortodoxia, fue la gran baza legitimadora de los turcos que profesaban el sunnismo y que, teóricamente, recibieron el poder de manos del califa para proceder a extirpar la herejía en el ámbito del imperio, y especialmente en Egipto.

 

Fresco del siglo XIII. (Detalle) Un guerrero musulmán derribado por una lanza. Se aprecia la gran belleza de las gualdrapas del caballo

Y muy pronto hubieron de estrenarse en su cometido neutralizando una seria contraofensiva fatimí: un golpe de Estado protagonizado por un general turco aunque dirigido por el régimen egipcio, convirtió en prisionero al califa abbasí en 1059, pero la rápida intervención de los selyúcidas neutralizó el golpe y el califa de Bagdad fue restituido en el trono bajo la atenta y protectora mirada de los nuevos amos de la situación.

Los gobiernos de los sucesores de Tugrul, su sobrino Alp Arslam (1063-1077) y el hijo de éste, Malik Shâh (1072-1092), no hicieron sino afianzar el régimen selyúcida. Así, mientras el primero iniciaba la imparable penetración turca en Anatolia venciendo a las tropas bizantinas en la conocida batalla de Manzikert (1071) y poniendo las bases de la futura “Turquía”, el segundo se aplicó a la neutralización del poder fatimí en Siria incorporando su territorio del norte, incluido Damasco.

En este momento el nuevo sultanato turco, apoyado en el protagonismo militar de su eficaz caballería, logra su máxima extensión territorial; es el llamado “gran imperio selyúcida” que, en nombre del teórico poder del califa de Bagdad, controlaba Jurasán, Irán, Iraq, buena parte de Siria y el oriente de Asia Menor. Pero ya antes de que se produjera la muerte de Malik Shâh en 1092, se dieron los primeros pasos conducentes a la fragmentación del poder político, intrínseco a la idiosincrasia tribal de los turcos, a la compleja realidad geo-política de los territorios ocupados y a la heterogeneidad de sus respectivas señas de identidad cultural. Dos instituciones, una presente ya en la tradición islámica, la feudalizante iqtâ, y otra de importación turca, la figura del atabeg, darán cobertura al proceso de fragmentación.

Sabemos que la iqtâ es una especie de enfeudación de los tributos de un determinado territorio que realiza el Estado a favor de un beneficiario, que solo está obligado a pagar el diezmo correspondiente de los mismos. Se trata de un viejo sistema de concesiones temporales que no privaba al poder público del dominio eminente de las tierras entregadas ni a los campesinos que las trabajaban del dominio útil sobre ellas; tampoco comportaba en principio ningún tipo de gravamen o prestación laboral por parte de dichos campesinos. Con el tiempo, sin embargo, las concesiones de iqtâ se fueron haciendo vitalicias e incluso hereditarias, y sus beneficiarios acabaron arrogándose derechos sobre los campesinos, que poco a poco eran apartados de la comunicación directa con el Estado. Pues bien, los turcos contribuyeron de manera decisiva a la extensión del sistema y a su “feudalizante” evolución en beneficio fundamentalmente de la clase militar.

Por otra parte, el atabeg era, en un contexto como el turco que concebía el poder como algo consustancial al clan, el tutor que el sultán selyúcida asignaba a cada uno de sus hijos u otros príncipes selyúcidas en tanto fueran menores de edad, un tutor que tenía derecho a casar con la madre del pupilo en caso de enviudar. En la práctica, los sultanes selyúcidas utilizaron la fórmula como mecanismo de legitimación a favor de sus propios hombres fuertes, que, en teoría, debían ejercer el poder en nombre de un menor de la dinastía selyúcida, al que invariablemente acababan desplazando; de este modo instauraban en beneficio propio un sistema hereditario que solo en el plano formal seguía ligado al poder selyúcida.

Como ya hemos indicado, el proceso de fragmentación comenzó a producirse antes de la desaparición de Malik Shâh, y lo hizo tanto en Anatolia como en Siria, aunque en la primera no tanto mediante el sistema de atabegs como a través de sultanes y emires de amplias atribuciones. En efecto, antes de 1090 Anatolia estaba ya controlada por los turcos y dividida de hecho en dos grandes territorios: el sultanato de Rum –mitad occidental de Anatolia– con capital primero en Nicea y muy pronto en Iconion –hoy Konia–, cuyo titular era miembro de la dinastía selyúcida, y el emirato de Danishmend, príncipe turco creador de toda una dinastía que llegó a controlar el centro y el norte de la península. En Siria, en cambio, sí triunfó propiamente el régimen de atabegs, destacando los de Alepo y Damasco. Otras regiones del interior persa, como Mosul, fueron asimismo sede de gobiernos provinciales hereditarios bajo la administración de atabegs autónomos.

Resumiendo mucho, podemos decir que en el momento en que el movimiento cruzado se pone en marcha, el Próximo Oriente islámico se halla profundamente dividido. Existían dos grandes potencias, el Egipto fatimí en clara decadencia y el antiguo califato abbasí controlado por los turcos selyúcidas en trance ya de desarticulación territorial. Ambas potencias, no siempre obedeciendo a impulsos unitarios sino en el marco de la lógica que preside la galopante multiplicación de poderes locales, pugnan por el control de la estratégica región sirio-palestina donde se halla ubicada la Tierra Santa cristiana. Los cruzados, por tanto, habrán de entrar en contacto con una realidad islámica muy compleja que, en líneas generales, no fue un obstáculo para su avance sino que más bien lo facilitó.

BIZANCIO Y LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DE ORIENTE

CRISIS DEL IMPERIO

Las provincias orientales del antiguo Imperio Romano, las que sobrevivieron al hundimiento occidental del siglo V y que la historiografía conoce como Bizancio, presentan una trayectoria irregular y profundamente condicionada por momentos críticos que en más de una ocasión parecieron augurar su próximo fin. Uno de esos momentos lo constituyen los cuarenta años que anteceden a la llegada de los cruzados de Occidente a tierras bizantinas.