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Historia de la decadencia de España

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Y al llegar á este punto conviene que hagamos resaltar cierta circunstancia tan notable como poco observada; y es que la ciencia española de aquella época, lejos de defender la libertad del entendimiento y de protestar contra la intolerancia y la exageración del principio religioso, las ayudó en su obra. Es la filosofía madre y generadora de toda la ciencia, y á cultivarla con mucha aplicación y esmero se consagraron los españoles desde muy temprano. Pedro, el español, fué el asombro de Italia á mediados del siglo xiii, y mereció ser cantado del Dante. Raimundo Lull ó Lullio llenó con su nombre los primeros años del siglo xiv, y dejó escritas una multitud de obras de todo género, que fueron y son todavía estimadísimas de los sabios. Matemático profundo, propendía al empirismo y á la observación y experiencia, dejando sometido á reglas casi geométricas y mecánicas el arte de pensar; y si las ciencias siguieran el camino que él las trazó en sus obras, fueran harto mayores y más rápidos sus primeros pasos. Pero su doctrina se perdió en el caos de doctrinas dogmáticas que ocupaban las escasas escuelas de entonces. Juan Luis Vives vino después de Lullio á sostener ya la necesidad del método empírico, y uno y otro antes que el inglés Bacon conocieron la imperfección de la filosofía escolástica, y trataron de remediarla mejorando los estudios. Mas no era tiempo aún de lograr semejante fruto. En vano Vives, en el tratado De corruptione artium et scientiarum y en el De tradendis disciplinis esforzó sus argumentos para convencer á los sabios de su tiempo de los errores de la dialéctica. En vano quiso sustituir á ella su método de pensar, vicioso al cabo, pero más á propósito para ir desenvolviendo las ciencias y la razón en su cuna. No alcanzó otra cosa sino la gloria, mucho tiempo desconocida, de haber mostrado antes que algún otro á la Europa el camino que vino á seguirse en adelante. Por lo pronto, el escolasticismo y aristotelismo continuaron reinando en las escuelas, y, sobre todo, en las de España produjeron copiosos frutos. Durante el siglo xvi florecieron entre estos escolásticos Francisco Vitoria, catedrático de Salamanca, que escribió un tratado sobre la potestad eclesiástica y otro sobre la potestad civil, de donde Grocio tomó no pocas de sus doctrinas; Domingo Yáñez, catedrático también de aquella Universidad sapientísima, y el famoso Domingo de Soto, autor del tratado De justitia et jure, aún hoy tenido en mucho por los jurisconsultos, y de otros varios libros sobremanera apreciados por sus contemporáneos dentro y fuera del reino. De los aristotélicos fué el más grande Juan Ginés de Sepúlveda, traductor y anotador de las obras del maestro, hombre de inflexible lógica y de vasta erudición y doctrina. Negar el talento y la ciencia en tales escritores sería injusticia ó locura, y la historia de la civilización humana habrá de reparar al cabo el olvido en que les tiene, señalándoles alto puesto á todos ellos. Pero la índole particular de una y otra filosofía produjo las extrañas resultas que arriba indicamos.

Perdidos los escolásticos en el laberinto sin salida de su dialéctica, y aplicándola á asuntos de suyo tan sutiles como los teológicos, llegaron á formar una logomaquia perpetua en las escuelas, impidiendo que dedicasen sus esfuerzos al estudio de las grandes verdades morales y políticas. Achaque fué éste, que sintieron todas las escuelas del mundo por aquel tiempo; pero como en ninguna de ellas hallase el escolasticismo tanto cultivo y entusiasmo como en España, ni en otra alguna parte se viese tan protegido y apoyado por el clero, aconteció que aquí primero, allá después, se fueran disipando sus tinieblas, y entre nosotros se hiciesen cada vez más densas é impenetrables. No era más favorable la filosofía griega que lo fuera de por sí el escolasticismo al principio de libertad y á la generación de las ideas modernas. Formóse una amalgama extraña de la Providencia cristiana con el fatalismo griego, de la moral de Jesús con la de Epicteto y los demás estoicos, de las verdades del Calvario con las del Pórtico y la Academia. Entonces, á impulso de las mismas ideas que precedieron y protegieron acaso las tiranías de Filipo y de Tiberio y la esclavitud romana y griega, se fueron desenvolviendo en lo íntimo del catolicismo español, que de tan puro y severo se preciaba, principios esencialmente paganos é hijos de la civilización idólatra. Halláronse en solemne contradicción y lucha la idea cristiana en su pureza y la idea pagana en su más franca y terminante expresión, cuando disputaron en Valladolid sobre el tratamiento que había de darse á los indios conquistados, el doctor Sepúlveda de una parte, y de otra el virtuoso obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas. Aprobó el primero cuantas crueldades se cometían con aquellos desdichados «por la rudeza de sus ingenios, decía, que son de su natura gente servil y bárbara y por ende obligada á servir á los de ingenio más elegante, como son los españoles.» Doctrina enteramente aristotélica y sacada palabra por palabra del libro III de la Política. Contestóle el padre Las Casas con la sencilla doctrina de los cristianos de que Dios hizo hermanos á todos los hombres; ¡idea de fecundidad inmensa, conquista la más alta que hayan hecho las ciencias morales en el mundo! Pero fué en vano; la Filosofía tenía de su parte el interés particular y el egoísmo, y la Iglesia, encerrada en el Estado y confundida con él en deseos y conveniencias, no hizo lo que pudiera por sacar triunfante la doctrina purísima de Las Casas. Así, Sepúlveda y su filosofía pagana triunfaron, y los indios continuaron siendo tan maltratados como al principio por los conquistadores. Viéronse al propio tiempo predicadores y dogmatizantes invocando los principios estoicos de Epicteto y proponiendo sus lecciones por modelo á los cristianos. La idea de la servidumbre, tan opuesta al cristianismo, se fortificó así entre nosotros, y con ella, como hermana y compañera, tuvo entrada en todos los ánimos la justificación de la tiranía, cobrando más fuerza el instinto de opresión al flaco y al vencido. Y lejos de recibir la nación de la filosofía doctrinas de progreso y sentimientos de humanidad, no recogió otra cosa que la resignación de los estoicos, cierto espíritu de pequeñez, de nimiedad, de sofistería, producto de la lógica ergotizante, y mayor suma de intolerancia, si cabe, que la que daba de sí el catolicismo. Así fué también como llegaron tiempos en que Nicolás Antonio pudo contar en España hasta doscientos catorce autores que tratasen filosóficamente de la Summa de Santo Tomás, y ciento cincuenta que hubiesen hecho libros de enseñanza ó de texto para las escuelas, encerrando en ellos las más altas materias de la filosofía, sin que entre tantos se encontrara uno solo que haya influído después en las ciencias, ni que lograse entonces contener la decadencia que á tan tristes extremos iba llegando.

Sólo la exageración del principio religioso y esta filosofía ergotizante tan bien anudada con ella, trajeron males capaces de trastornar cualquier grandeza de monarquía: primero, la emigración de muchos miles de moros y judíos y luteranos, expulsos ó perseguidos del Santo Oficio; luego, la ruina, el envilecimiento y la destrucción de tantas familias como vinieron á los autos de fe; además la parálisis de las ciencias y su muerte lenta, pero completa, mientras por todas las naciones de Europa, al calor de las disputas y de la libertad de pensamiento y de controversia, nacían ideas fecundas, asomaban descubrimientos útiles y desarrollábase lozana y gloriosamente el progreso humano; por último, que fué lo más fatal, la transformación del carácter en la nación. Era España joven, vigorosa, libre en el pensamiento, y en el obrar, franca, entusiasta, alegre, aunque grave, dada á seguir los vuelos de la fantasía y á obedecer á las inspiraciones de la voluntad, aunque piadosa y prudente. Vino sobre ella una vejez temprana, contemplativa y descontentadiza; vino una timidez penosa en el pensamiento y en las determinaciones; vino un íntimo recelo de todas las cosas, que inclinaba á las personas á desconfiar hasta de sí propias; vino la indiferencia terrenal de quien no funda ilusiones sino sobre los bienes del otro mundo; vino cierta melancolía antipática á las otras naciones, y enemiga de adelantos; vino cierto espíritu de obediencia pasiva y de resignación fatalista á cuanto parecía disposición del cielo que encadenó aquella voluntad poderosa, que antes todo estorbo lo hallaba leve y toda resistencia desproporcionada á sus fuerzas. Quedaron relegadas á lo más hondo de los pechos para ser transmitidas secretamente de padres á hijos aquellas antiguas y nobles cualidades del carácter de España; en las obras, en las palabras fueron desapareciendo primero en el mayor número, luego en el menor, por último en el limitado guarismo de almas excepcionales y privilegiadas que Dios suele conceder á las naciones, hasta borrarse del todo. Fué muy bien secundada la represión religiosa por la represión política, y así pudo decirse que apenas quedaba un español á la muerte de Carlos II.

Ni en el reinado de los Reyes Católicos ni en los del Emperador y de Felipe II se sintió, sin embargo, tal decadencia de carácter. Y aunque á la verdad, las persecuciones del Santo Oficio pesaron sobre casi todos los hombres ilustres, perseguidos ó no, hubo, de todas suertes, en tiempo de este último príncipe, médicos y matemáticos que levantasen las ciencias; escritores satíricos que criticasen, hasta con licencia, las costumbres del Clero y de los poderosos; jurisconsultos que profesasen ideas muy libres y muy altas; canonistas que defendiesen con enérgica franqueza los derechos del Estado; pensadores, en fin, que fuera de España eran oídos con asombro en las cátedras de la orgullosa Sorbona y en las Universidades de Italia y Alemania. Andrés Laguna, Hurtado de Mendoza, Arias Montano, Melchor Cano, Garcilaso, fray Luis de León y Herrera, escribieron en aquella era, y es harto conocido tal siglo por el siglo de oro de nuestras letras, para que no pareciera ocioso el citar otros nombres. Pero la Inquisición siguió adelante, y poco á poco fué enroscándose, á manera de serpiente, en torno del pensamiento español, hasta que, debajo del imperio de los sucesores de Felipe II, estrechó su anillo tanto que lo ahogó en él y le dió muerte. Y cada vez fué creciendo el empeño en mantener guerras religiosas, y las medidas de intolerancia y de persecución fueron en aumento de tal modo, que pudieran causar, por sí solas, la total ruina.

 

Los monarcas estuvieron ciegos, sobre este punto, como los pueblos: ni los unos ni los otros conocieron el precipicio adonde aquel funesto tribunal podía conducir á la Monarquía. Los Reyes Católicos habían dejado que ardiesen los tesoros de la ciencia árabe que se hallaron en la Alhambra; habían expulsado á los judíos, que tan buenos servicios prestaran á la nación, sobre todo en la guerra de Granada; habían permitido los bautismos forzosos de Cisneros, las hogueras de Lucero y el enjuiciamiento del buen arzobispo Hernando de Talavera, confesor de la Reina misma. Carlos V autorizó las mayores persecuciones contra sus continuos y amigos, tildados por el Santo Oficio. Felipe II dejó luego que se persiguiese á fray Luis de León y al grande arzobispo de Toledo fray Bartolomé Carranza, y que se atreviese la Inquisición hasta á la vida particular de los grandes y de los príncipes; dejó también que alimentasen las santas hogueras millares de sus vasallos, y dijo, tratándose de los de Flandes, aquella frase famosa: «Más quiero no tenerlos, que tenerlos herejes». Tiempos habían de venir forzosamente en que ni el Rey mismo estuviese seguro, como lo probó Carlos II en su persona y en que un millón de pobladores inteligentes y laboriosos, la flor de nuestras provincias meridionales y occidentales, tuviesen que abandonar nuestro suelo, llevándose consigo los restos de nuestra riqueza agrícola, industrial y comercial, y abriendo en el corazón de la Monarquía tan honda llaga, que apenas han podido cauterizarla dos siglos.

No menos funesto que el fanatismo religioso fué, para la Monarquía española, el provincialismo, que es la falta de unidad civil y de unidad política. La separación y discordancia de las diversas provincias de España, se advierte en la Historia desde los primeros tiempos. Quizá la tierra misma se prestó á ello, dando á cada localidad opuesto clima y distintas producciones y poniendo entre ellas límites y fronteras naturales; quizá ayudó eficazmente al establecimiento de colonias de diversas naciones. La dominación romana impuso algo de unidad en la Península, pero la invasión de las diversas naciones septentrionales, que ocuparon diversas provincias, volvió á separar las partes mal unidas y á dar á cada provincia distintas tradiciones y leyes. No bien establecida la unidad por los godos en el reinado de Sisebuto, se perdió en D. Rodrigo la Monarquía, y los moros, que ocuparon la mayor parte, no tardaron en repartirse en muy distintas soberanías, al propio tiempo que los cristianos, que huyendo de las desdichas del Guadalete se refugiaron en las montañas, tomaban allí distintos jefes, lejos los unos de los otros, sin poder comunicarse ni entenderse en la empresa común. Y muchas dinastías y muchas leyes y muchas historias se formaron antes que el valor y la fortuna pusiesen todos aquellos estados en manos de los Reyes Católicos, menos la parte de Portugal, constituyéndose la Monarquía española.

Pero, al entrar en ella, cada pueblo se conservó como era: con sus mismos usos, con su propio carácter, con sus leyes, con sus tradiciones diferentes y contrarias. Ni siquiera era igual la condición de todos los Estados: los había de condición más y menos noble, más y menos privilegiados; éstos, libres, y aquéllos, casi esclavos; como que la unión había ido ejecutándose por muy diversos motivos, viniendo unos pueblos voluntariamente, como pretenden los vascongados, y otros por medio de matrimonios, como Castilla y León de una parte, y, de otra, Aragón y Cataluña; tales como Valencia y Granada, que estaban pobladas de moros todavía, por fuerza de armas; tales, mitad por derecho, mitad por fuerza, como Navarra. Y no era esto sólo sino que, dentro de una misma provincia, cada población tenía un fuero y cada clase una ley. España presentaba, de esta suerte, un caos de derechos y de obligaciones, de costumbres, de privilegios y de exenciones, más fácil de concebir, que de analizar y poner en orden. Era imposible saber con cuántos hombres y con cuánto dinero pudiese contar la Monarquía; imposible enumerar sus fuerzas ni sus flaquezas; ni siquiera, en algunas ocasiones, dónde estaban sus verdaderas ventajas ni sus peligros y pérdidas. Para colmo de confusión, tuvo esta Monarquía, desde sus principios y antes de fundarse, muchas posesiones y colonias extranjeras. Trajo consigo el reino de Aragón á Sicilia y Cerdeña; descubriéronse los dilatados imperios del Nuevo Mundo; Gonzalo de Córdoba puso á Nápoles debajo de nuestras banderas; el casamiento de Felipe el Hermoso con Doña Juana la Loca, nos dió los Países Bajos; al cardenal Cisneros debimos algunas posesiones en África, y Carlos V redujo á su obediencia el Milanesado. Al contemplar en los mapas tantos y tan diversos países, se asombra el ánimo y no hay más que exclamaciones líricas en los labios para celebrar la grandeza de España; pero, á poco que la razón cobra su imperio, se trueca en pena el primer contento. La situación de la verdadera Monarquía, de lo que era la verdadera nación, repartida en tantos intereses y en tantos pensamientos, no podía ser más peligrosa. Y la inmensa balumba de posesiones y territorios que pesaban sobre aquella desconcertada máquina, debía hacer temer desde el principio que, no acudiendo muy eficazmente al remedio, viniesen las catástrofes que acontecieron al cabo.

Á la verdad, la falta de unidad en las diversas partes de la Península, que era lo primero que debía mirarse, parecía cosa de muy difícil remedio y muy lento. No podían alterarse en un año aquellas costumbres tan antiguas y tan diversas, aquellas leyes tan respetadas y tan contrarias. Pero era preciso emprender la obra con resolución y constancia si había de llegarse alguna vez á buen término.

Dos caminos se ofrecían. Era el uno igualar á todas las provincias en derechos políticos, transportar lo bueno y ventajoso de estas á las otras, y quitar de todas ellas los gravámenes inútiles y las cosas dañosas al común. De este modo hubieran podido formarse más tarde unas Cortes generales en España, en las cuales los brazos de Aragón y Castilla, Navarra y Andalucía y Cataluña hubieran entrado con igualdad de derechos y de influencia; y no hay duda de que aquel gran Congreso, representando la libertad general del país, habría acabado por establecer naturalmente y sin esfuerzo la unidad apetecida. Ninguna provincia perdía nada con que las demás se igualasen á ella en libertad; ninguna habría podido fundar agravios en que lo mejor y lo substancial de sus instituciones se comunicase á las otras. Harto más difícil habría sido el reunir en un solo Congreso á los brazos de todas las provincias y el ir suprimiendo las malas instituciones y remediando los errores añejos. Pero la fuerza del bien general y de la libertad de todos, tenía que ser, por fuerza, tan grande, que poco á poco habría desaparecido toda resistencia injusta y no fundada en razón ó conveniencia. La libertad de todos, representada en estas Cortes generales de la Monarquía, habría uniformado los nombres que tanta influencia suelen tener en las cosas; habría creado un lenguaje político común, y antes de mucho la legislación civil y criminal y los intereses y las aspiraciones de todos hubieran venido juntándose y fundiéndose y creándose una nación sola de tantas naciones diferentes. Teníamos, para favorecer esta empresa, la unidad religiosa que nos costaba tanto, y no habría sido difícil contar con el apoyo de la nobleza más ilustrada, de una parte, y, de otra menos disconforme en su composición y más semejante aquí y allá en derechos y en intereses, que no las municipalidades y los pueblos. Así también el régimen representativo, por el cual hemos trabajado tanto después y con tan poca fortuna, se habría encontrado por sí mismo constituído en España.

Á ninguna nación le hubiera sido más fácil que á la nuestra su ejercicio en aquella sazón, y acaso la Inglaterra misma, con su Carta magna, hubiera tenido que imitar algo en nosotros, en lugar de tanto como nosotros imitamos en ella. Había aquí ya costumbres públicas, pueblos enseñados á entender en sus intereses y grandes que no sabían ceder al trono en sus empeños; había leyes como aquella segunda del Libro de las leyes, que decía: «Doncas faciendo derecho el Rey debe haber nomne de Rey; et faciendo torto, pierde nomne de Rey. Onde los antigos dicen tal proverbio: Rey seras si fecieres derecho é si non fecieres derecho, non seras Rey»; y aquella otra del octavo Concilio Toledano: «é si alguno dellos for cruel contra sus poblos, por braveza ó por cobdicia ó por avaricia, sea escomungado»; había fueros como el de Sobrarbe, donde se establecía «que Rey ninguno no oviese poder nunquas de facer cort sin conseyllo de los ricos hombres naturales del Reyno, et ni con otro Rey ó Reina guerra et paz ni tregoa»; había antecedentes de resistencia, como aquellos de Epila y Olmedo. Y porque tales leyes y tal principio de resistencia no engendrasen, por salvar la libertad, la anarquía, teníamos un grande y general amor á la institución del trono, nunca puesta en duda, nunca y en ninguna parte combatida hasta entonces, y teníamos leyes que, así como las que arriba citamos, amonestaban á los malos reyes ordenasen al pueblo completa y total obediencia á los buenos. Ahí están las Partidas, declarando que los reyes que no fuesen tiranos y no «tornasen el Sennorío que era derecho en torticero», son «vicarios de Dios cada uno en su regno puestos sobre las gentes para mantenerlas en justicia.» Sentados estaban los cimientos del régimen representativo, sin que se echase alguno de menos: la libertad y el orden, la resistencia y la obediencia, antítesis de difícil resolución en una sola tesis general y fecunda, pero indispensable para que tal régimen subsista.

Bien conocemos que era mucho pedir en los reyes de entonces el que acometiesen con sinceridad y energía tal empresa. Pero si los reyes no querían procurar la unidad de la Monarquía á costa de extender las libertades y de cercenar su poderío, todavía contaban con otros medios para traer á punto la unidad deseada.

Fuera de las sendas de la libertad había otro camino por donde llegar á ella, harto contrario, aunque no de más fácil logro; y era nivelar todos los derechos, no á medida del más alto, sino á medida del más bajo; era quitarles á todos la libertad política y las exenciones civiles, y dejarlos por igual sujetos á la voluntad del soberano. Así fué como la Francia llegó al punto de unidad que siglos hace alcanza. Necesitábase para ello emplear dentro del reino las fuerzas que se emplearon fuera, y dedicar al logro de tan grande empresa toda la atención política y todo el poder de la corona. No había que transigir con uno solo de los privilegios, porque con eso desaparecía la autoridad y la fuerza de la nivelación, al propio tiempo que se interrumpía la unidad misma. Un día y otro, un año y otro empleados en esta tarea, y la ayuda de la Inquisición y las sangrías que ocasionaban á las provincias las Américas y las guerras extranjeras, habrían acabado por hacer posible semejante empresa, que con ser mala en sus fines y en sus principios, que con ser injusta, habría proporcionado algún beneficio á la Monarquía, trayéndole la unidad: mas con lo que se hizo, ni se ganó la unidad ni se excusaron tamaños males.

Hubo represión, hubo tiranía, hubo atentados contra la libertad antigua de los ciudadanos y de los pueblos, mas no se logró por eso la unidad. Hallaron los monarcas que, lo mismo en Aragón que en Castilla, cabezas de la Monarquía, los grandes y los plebeyos estaban divididos desde muy antiguo en enemistades y emulaciones. Miraban de reojo los grandes la libertad que alcanzaban las ciudades, y los ciudadanos llevaban muy á mal las exenciones y el poder de la nobleza, mayores en Aragón que en Castilla, pero en ambas partes muy grandes. Comenzaron los monarcas á excitar y aumentar aquella rivalidad, fundada en los diversos intereses de las dos clases. Primero se concedieron fueros y cartas pueblas, no con otro ánimo que con el de libertar á los pueblos de la tiranía de los grandes; después se fué aumentando el poder del brazo popular en las Cortes, hasta el punto de equilibrarse con su poder el poder del brazo noble. Acostumbráronse por tal manera los pueblos á hallar protección en el trono y á considerar como adversarios á los grandes y ricos-hombres; y éstos, despreciando la enemistad de los pueblos, redoblaron sus abusos y acrecentaron su soberbia. Declaráronse los pueblos por uno de los bandos, y los grandes por otro en las discordias que hubo en Castilla durante el siglo xv: los primeros se inclinaron á Doña Juana la Beltraneja, y los segundos, á los Reyes Católicos; aquéllos tomaron la parte de Felipe el Hermoso contra su suegro D. Fernando, y estotros sostuvieron á Don Fernando á todo trance. La muerte impensada de Felipe dió al fin la victoria al suegro, y algunos grandes de los más soberbios é independientes, de los que por sus padres y por sí propios habían hecho temblar al trono en tantas ocasiones, hubieron de emigrar á Flandes, y desde allí asistieron despechados al júbilo de sus contrarios, que, como todos los que vencen, no sabían disfrutar de la victoria sin abusar de ella. Vino Carlos de Austria á reinar, y aunque los grandes vinieron con él y se agruparon en torno suyo, no lograron reparar sus pérdidas, ni pudieron considerar la vuelta como victoria, porque el poder que nace de la fuerza y de la ocasión sin fundamento racional muy evidente, si una vez se pierde, no se recobra jamás: así ha de decirse que entonces cayó la nobleza castellana. Pero no tardaron en llegar los días de Villalar, y, peleando con todo su poder contra los pueblos, tomó de su afrenta desdichada venganza. En vano el noble Hurtado de Mendoza formuló la unión indispensable de nobles y plebeyos en aquella sentencia enérgica que conservan sus manuscritos: «El clamor de la injuria del pueblo despierta é incita á la venganza el ánimo de los nobles.» Ya era tarde, y el poder real, apoyado por los grandes, acabó en Castilla con las franquicias populares, lo mismo que á aquéllos los habían humillado antes con el favor del pueblo.

 

Buen pago dió la corona á los grandes por tamaño servicio. Caliente estaba aún la sangre de Villalar cuando en 1539 los echó Carlos V de las Cortes de Toledo, porque se negaban á contribuir con pechos y tributos á los gastos del Estado, alegando la exención de que disfrutaban, resto injusto de la libertad antigua, y el pueblo más que nunca debió tomar aquella humillación á propio desagravio.

Una cosa harto distinta había sucedido en Inglaterra. El rey Enrique I tuvo ya que modificar muchas leyes de Guillermo el Conquistador, hostigado por los nobles y los plebeyos coaligados. Fuése perfeccionando sin sentir tal alianza durante los reinados de Enrique II y Ricardo corazón de león, por manera que cuando Juan sin tierra abusó de las prerrogativas reales, pudo formarse contra él aquella confederación general que le obligó á firmar en Runymede la Carta de bosques y la Carta magna, principios y aún hoy día fundamentos de la Constitución inglesa.

Como en Castilla no se pudo llegar á tal concierto, se perdieron las libertades. Mirándose aquí absolutos, puesto que no quedaba más que una vana apariencia de libertad en las Cortes, los monarcas quisieron serlo en todo y en todas partes; pero no supieron llevarlo á cabo. Cayeron los privilegios del reino de Valencia casi al mismo tiempo que los de Castilla, vencidas las facciones y bandos que allí se levantaron con nombre de germanías. Y aunque las de Aragón, mal vistas y amenazadas ya por Isabel la Católica, subsistieron más tiempo, vinieron á morir, en fin, á manos de Felipe II, legítimo sucesor y continuador de la política de aquella Reina, notándose en su perdición las mismas causas que se vieron en Castilla, y, principalmente, el propio desconcierto y división que allí hubo entre los grandes y los pueblos. Fomentó muy especialmente la antigua discordia Felipe II antes de dar el golpe que meditaba á los fueros aragoneses. Pretendían todavía los señores la absoluta, que así se llamaba el derecho de bien, y maltratar á los vasallos, y ejercitábanlo de hecho con harta dureza. Insurreccionáronse por este motivo contra el duque de Villahermosa sus vasallos los ribagorzanos, y el Rey les hizo dar todo género de ayuda, excitando más que aplacando los excesos que de una y otra parte se cometían. Lo propio aconteció con otros, y hasta llegó á proteger el Rey á algunos vasallos que, cansados de la tiranía del señor, se alzaron en armas y le dieron muerte. Así se vió que, cuando llegada la ocasión acudieron los grandes á las armas, apenas encontraron gente que viniese á servir debajo de sus banderas, y los que vinieron depositaban muy poca confianza en ellos. Las Universidades ó Municipios que regían las principales ciudades y villas grandes á manera de señorío, tuvieron más fe en las seguridades que daba el Rey que no en los reparos de la nobleza, que con harta razón no creía en ellas. Sólo Zaragoza se puso en armas, y ella sola y los nobles llevaron el castigo. Contra éstos no escasearon los suplicios, claros y manifiestos unos, encubiertos otros, é ignorados hasta nuestros días, en que se han abierto de repente los archivos que guardaban aquellos dolorosos misterios.

No tuvieron mejor suerte que los aragoneses, ni en verdad la merecían, los moriscos ó cristianos nuevos que poblaban algunas provincias. No disfrutaban éstos de derechos políticos; pero los disfrutaban civiles de mucha cuenta y exenciones que, en lugar de atraerles afrenta, les proporcionaron mayor holgura y riqueza; como que á causa de ellos no entendieron ni en las guerras, ni en la colonización inmensa que por entonces empobrecieron y despoblaron las provincias del reino. Es indudable que aquella gente de raza enemiga, de poco firmes creencias, distinta de nosotros en usos y leyes, ofrecía muchos peligros, repartida como estaba en las costas meridionales y occidentales del reino, donde tras de no servir para defensa, brindaba con un apoyo probable, cuando no cierto, á nuestros adversarios. Así que el alejarlos de los puertos y lugares de desembarco, reemplazándolos en ellos por una población enérgica y numerosa de cristianos viejos, habría sido determinación prudente y que debió tomarse desde los principios. Mas era preciso al propio tiempo con tolerancia en las cosas pequeñas y domésticas y con rigor inflexible en las grandes y que tocasen á la seguridad del Estado, ir dando tiempo á que nuestras costumbres fuesen las suyas y suyo de corazón nuestro culto, como ya lo era el habla. Así había acontecido sin afán y estrépito en otras provincias del reino que habían ocupado también los moros, y donde ya en el siglo xvi apenas podía hallarse rastro de ellos. No se hizo esto; antes con prohibiciones impertinentes y odiosos mandatos contra sus costumbres y usos domésticos, se provocó aquella rebelión de los Alpujarras que tanta sangre costó y tantas pérdidas, dejando en el corazón de los vencidos la saña que á tales extremos obligó en adelante. Y al propio tiempo que así se obraba en Castilla, en Aragón y en contra de los moriscos, dejábanse intactos los fueros de Cataluña, Portugal, Navarra y las Provincias Vascongadas, no menos contrarios y enemigos de la unidad nacional que los que con tanto empeño se habían suprimido. No había allí, ciertamente, las mismas causas que en Aragón y Castilla para que la libertad se perdiese. Vióse siempre en las Provincias Vascongadas la gente noble de la parte misma que la plebeya; porque ni tuvo aquélla privilegios odiosos, ni ésta pudo acopiar agravios, por consiguiente; y en Cataluña y Navarra, donde había también harta desigualdad de condiciones, mostráronse todos unidos, grandes y pequeños, para la defensa de los fueros. Pero ya que la obra estaba comenzada, ya que en otras partes no los había, era flaqueza ó error grave el dejarlos allí imperar y echando cada día más profundas raíces, porque eso mataba la unidad pretendida y dejaba la llaga del provincialismo ó fuerismo, tanto más exclusiva y privilegiada, cuanto más profunda y peligrosa en el corazón de la Monarquía. Sobre todo, fué notable lo de Portugal. Esta provincia, que por ser tan importante y por tener menos vínculos con la Monarquía que ninguna otra, á causa de su larga separación y de su unión tan inmediata, exigía más robustez que ninguna en la administración y más fuerza en la autoridad, conservó después de la conquista todas sus franquicias, aun aquéllas que claramente favorecían su emancipación, como se vió por desdicha más tarde. Y desde luego se advirtió, tanto en Portugal como en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas, que fueron las provincias donde se toleraron las antiguas franquicias, una cosa, para ellas de provecho y honra, fatal para la unidad del Estado, que fué que al calor de la libertad se conservó más entero y más firme el carácter individual que en las demás partes de España. No tuvo medios para hacerse tan eficaz la represión religiosa, ni dejaron nunca los ciudadanos de pensar y de discurrir para atender á los intereses públicos, que en mucha parte les estaban confiados; y así se hallaron todavía fuertes y enérgicos cuando los castellanos y aragoneses habían caído ya de su antigua firmeza. Error de aquellos tiempos que también tuvo influjo en las revueltas posteriores. Todavía en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas se nota cierta superioridad de carácter sobre el resto de España, producto de la desigualdad de condiciones que entonces alcanzaron.