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Historia de la decadencia de España

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Voló las fortificaciones de muchas plazas por no tener soldados con que guarnecerlas, entre ellas á Armentieres, Condé y San Gillain: quiso hacer lo mismo con Charleroy, donde tenía á medio acabar grandes obras de fortificación; pero no llegó á tiempo de lograrlo. El Monarca francés en persona tomó esta ciudad é hizo acabar las fortificaciones. Jamás se ha hecho una campaña más ventajosa ni más ponderada que la que éste hizo en aquella ocasión; pero tampoco se ha hecho menos honrosa. Pobre sería la reputación de las armas de Francia, si hubiera de formarse con tales hazañas como entonces hicieron: pasear con cincuenta mil hombres y formidables trenes de artillería un país indefenso, tomar plazas voladas ya ó desmanteladas, sin víveres ni guarniciones, era cosa que cualquier Monarca hubiera hecho aún sin llamarse, como Luis, el Grande, y que la nación menos esforzada de Europa hubiera sabido llevar á cabo.

Mientras el rey Luis fortaleció á Charleroy, el mariscal D'Aumont con diez mil hombres tomó á Bergues, y á Furnes, valerosamente defendida, á pesar de todo, por su gobernador D. Juan Toledo. Luego el propio Rey, continuando su paseo militar, entró en Ath sin resistencia, y con poca en Tournay y D'Aumont se apoderó de Courtray, Oudenarde y Alost. Douay ofreció ya á Luis alguna resistencia, y dió tiempo á que se acabase de aprovisionar á Lila, que era la plaza inmediatamente amenazada. El conde Croy, capitán flamenco de nombre, entró en ella con buena guarnición, y se dispuso á sostenerla hasta el último punto. No tardó en sitiarla el Monarca francés con todo su ejército, levantando formidables baterías: la defensa fué como se esperaba; pero al cabo de diez y ocho días de trinchera abierta, aportillados los muros por todas partes, fué preciso capitular. En tanto el de Castel-Rodrigo había levantado algunos regimientos alemanes y otros de naturales, con los cuales, que sumarían seis mil hombres, envió al conde de Marsín al socorro de la plaza. Llegó tarde aquella gente; pero aun cuando hubiera llegado antes, era harto exiguo su número para que pudiese obrar cosa de provecho. No bien supo Luis que venía acercándose á su campo, deseando hacer un simulacro de batalla, y volver á París con la gloria de haber arrollado, á diez contra uno, nuestras banderas, envió numerosas tropas á su encuentro. Retiróse el de Marsín en buen orden; pero los franceses cerca del canal de Brujas alcanzaron su retaguardia, la cual no obstante lo desigualísimo del número, se defendió tan bien, que con pérdida de ochocientos hombres mató más de mil á los enemigos. Sin embargo, fué arrollada, que era lo que Luis XIV quería. Así acabó la campaña.

Sorprendida con ella nuestra Corte, dejóla comenzar y acabarse sin acertar á poner algún remedio. Lo primero que se discurrió fué hacer las paces con Portugal, atendiendo á que mantener la guerra en ambas fronteras contra tan pujantes enemigos era imposible. Y si semejante paz, que rompía para muchos siglos al menos nuestra unidad, pudiera ser en alguna ocasión por necesaria disculpable, en esta lo era. Sin embargo, fuera mejor aún abandonar ó vender toda Flandes con tal de sostener aquí la guerra, que no dejar de hacerla aquí para sostenerla en defensa de aquellas provincias. Mas el honor nacional, vilmente insultado por Luis XIV, excitaba de una parte el deseo justo de la venganza, y de otra, como la guerra con Portugal había sido tan desgraciada, todo el mundo suspiraba por la paz en Castilla. Opusiéronse todavía alguna cosa los Consejos y Ministros á quien se consultó; pero al cabo cedieron, y por medio de aquel marqués de Heliche y del Carpio, prisionero en Lisboa desde la batalla de Villaviciosa, se entablaron las negociaciones; y siendo mediador y fiador el Rey de Inglaterra, se ajustaron las paces al empezar Febrero de 1668.

En ellas se acordó restituir á Portugal las plazas que durante la guerra habían recobrado las armas del rey Católico, y al Católico las que durante la guerra le tomaron las de Portugal, con todos sus términos, quedando las plazas con la artillería que tenían cuando se ocuparon, y los moradores libres para ausentarse ó quedarse, como mejor les conviniera; declarando que en tal restitución de plazas no entrase la de Ceuta, con la cual había de quedarse el rey Católico, por ciertas razones que se consideraban, y fueron sin duda el notar que ésta no había dejado de estar un momento bajo nuestro dominio, y que por su voluntad se había unido á nuestra corona, no reconociendo nunca al de Braganza. Restableciéronse todas las cosas del comercio y tráfico al punto que tenían cuando murió el rey D. Sebastián, y se devolvieron de ambas partes los bienes confiscados.

Entonces, libre nuestra Corte por este lado, volvió toda su atención á Francia. Imaginóse un préstamo que podían hacer las personas pudientes del reino, mil de ellas á mil ducados, y otras á mil quinientos; mas este préstamo no llegó á ejecutarse. Lográronse sólo ciertos donativos de personas particulares, con que se reunieron algunos miles de escudos que enviar á Flandes. Permitíase, á pesar de la guerra que el Embajador francés, que era el Arzobispo de Embrún, permaneciese en Madrid y espiase nuestras acciones, cosa que de mucho antes venía sucediendo, á punto, como en otra ocasión hemos dicho, que más se sabían en París que en Madrid mismo nuestras flaquezas. De este Embajador quedan despachos sobre el tal donativo, donde se dan curiosos detalles: señalóse el viejo marqués de Mortara, dando, á pesar de los apuros de su casa, no de las más ricas, mil patacones; el Almirante de Castilla también contribuyó con mil pistolas, los Consejeros de Castilla cedieron la mitad de sus emolumentos de un año, y el conde de Peñaranda, el Arzobispo de Toledo, el cardenal duque de Montalto y otros grandes contribuyeron de la propia manera. Impúsose un tributo sobre los carruajes y las mulas; rebajóse un quince por ciento más á la deuda de juros reales; no hubo cosa en que no se pensara por sacar dinero, hasta el apoderarse de la plata que venía de América para los particulares, consejo de que se culpó en lo sucesivo á D. Juan de Austria, y no se llevó á efecto. Al propio tiempo se mandó al duque de Osuna, Virrey á la sazón de Cataluña, que hiciese una diversión en el territorio francés: juntó éste un pequeño ejército, y con él, no hizo más que entrar en algunos lugares abiertos de la frontera y amenazar á Bellegarde. Pero en el ínterin Inglaterra, Holanda, Suecia, y además varios Príncipes alemanes, alarmados con las ventajas obtenidas con Luis XIV en Flandes, ajustaron un tratado por el cual se comprometieron á arreglar las diferencias de España y Francia, obligando á ceder por las armas á cualquiera de estas Potencias que se empeñase en continuar la guerra. Comenzaron por proponer la suspensión de armas, y el Rey de Francia se avino á conceder una tregua de tres meses; pero fué acabada la campaña de 1667, y cuando el invierno dificultaba las operaciones militares; de modo que el marqués de Castel-Rodrigo hubo de contestar, según se cuenta, que ya no necesitaba de más treguas que las que la estación había naturalmente de ofrecerle.

Esto bastó para que Luis XIV, queriendo hacer un nuevo alarde de poderío y aparentar que desafiaba las estaciones, resolviera la conquista del Franco Condado en medio del invierno. Esta provincia, enteramente desguarnecida y abandonada casi por nuestra Corte, estaba separada de Flandes por la Borgoña y la Lorena; de suerte que el marqués de Castel-Rodrigo no podía acudir á ella, y por lo mismo en cualquier estación su conquista era obra de algunos días. Sin duda el de Castel-Rodrigo no pensó más que en sus provincias de Flandes al despreciar la tregua en invierno, á causa de que el Franco Condado, después de la paz de los Pirineos, había vuelto al estado de neutralidad en que siempre se había mantenido; y ahora, después de rota la guerra, continuaba el tratado de neutralidad, y seguía pagando por él la provincia cierto canon al Rey de Francia. Aquella dificultad de defenderla aislada en mitad de Francia hacía tal neutralidad y tributo indispensable, y explica cómo fué esto reconocido en tiempo del mismo Felipe II. Mas resuelto ya Luis XIV á no respetar la neutralidad, y no contento con la dificultad de la defensa y las facilidades que de por sí ofrecía la conquista, hizo cuanto pudo para hacer aquélla más difícil, y más fácil ésta.

Vergüenza da de algunas de las precauciones que tomó, y asombran en un Príncipe que aspiraba á la gloria militar, en una nación que pretendía ser ya la primera en las armas, y en un hecho que ha sido considerado como heroico por la vanidad francesa. Ingenieros disfrazados entraron primero en la provincia y examinaron sus fortificaciones y defensa; luego que hubo ya conocimiento de todo, se empezaron á acopiar municiones en las fronteras, enviándolas empaquetadas á manera de mercaderías y objetos de tráfico; por último, pretextando que marchaban á defender á Cataluña del duque de Osuna, se reunieron hasta diez y ocho mil hombres en las provincias limítrofes, entre tanto que daba Luis XIV las mayores seguridades al Franco Condado de que respetaría su neutralidad, y su Embajador en Suiza negociaba con los de aquella provincia la continuación del tratado. Cuando tuvo ya á punto las cosas, se quitó de repente la máscara, y el Príncipe de Condé se arrojó sobre Dole, la ciudad más importante del Franco Condado. Tomóla en cuatro días, á pesar del esfuerzo con que la defendieron algunos españoles que allí había; la capital de Besanzon, Salins y sus fuertes sin soldados ni municiones, también se entregaron al punto; el marqués de Jenne, Gobernador de la provincia por España, no pudo hacer nada en su defensa, y Luis XIV vino en persona á asistir á aquel mezquino triunfo. Cray, donde se encerró el marqués de Jenne, se sostuvo más, pero sin fruto: y los líricos franceses cantaron con vanidad harto fundada, que catorce días le habían bastado al gran Rey para conquistar el Franco Condado, luchando con nuestras armas y con el rigor del invierno. Más y más alarmadas las naciones aliadas, con el propósito de la paz, redoblaron sus instancias; celebróse un congreso en Aquisgrán, y allí se estipuló que Luis XIV conservaría todas las once plazas que había conquistado en Flandes, devolviendo sólo el Franco Condado: errado y torpe concierto de nuestra parte, pues más que nada nos convenía ceder el Franco Condado, imposible de conservar como acababa de demostrarse. Pero todo pareció preferible á continuar entonces la guerra, y se enviaron órdenes precisas al marqués de Castel-Rodrigo para que no esquivara ningún género de condiciones, Y en seguida se continuaron con más actividad que antes los preparativos para la defensa de Flandes, sospechando que el francés no tardaría en ponerse de nuevo en campaña debajo de un pretexto cualquiera.

 

Este socorro de Flandes, antes y después de las paces, fué el pretexto de que se valió la Reina para alejar á D. Juan de Austria. No era D. Juan más diestro que el marqués de Castel-Rodrigo, ni más celoso; pero como él era el Gobernador y Capitán general de aquellos estados por nombramiento de muchos años antes, confirmado en el testamento del Rey, siéndolo no más que interinamente Castel-Rodrigo; como era grande el peligro y grande la confianza que ponían en él algunos, esperando de su mano victorias, y á otros parecía conveniente que en tales circunstancias hubiese en Flandes hombre de su representación, nadie extrañó que la Reina le ordenase pasar allá con el socorro. Ni él mismo osó negarse abiertamente á la obediencia. Pero no se sometió sin hacer del confesor y de la orden de la Reina sangriento escarnio. Porque habiéndose presentado delante de la Junta de gobierno, donde como individuo de ella asistía el Padre Nithard, antes de aceptar el encargo es fama que dijo estas palabras: «¿Por qué no enviáis á Flandes al reverendo confesor, que, puesto que tan santo es, no dejará el cielo de concederle victorias de franceses? ¿No basta el lugar en que está para persuadirse de los milagros que sabe hacer?» Y replicándole el confesor que su profesión no era la milicia, contestó más enojado: «Como esas, Padre, le vemos hacer cada día cosas bien ajenas de su estado.» Disimuló el confesor, y partió D. Juan á Galicia, en cuyos puertos había de hacerse el embarco; llegó desde Cádiz para ejecutarlo D. Fernando Carrillo con ocho naves de guerra apresuradamente aparejadas; enviáronse hasta novecientos mil escudos de plata, que fué todo lo que se pudo recoger, en los galeones que acababan de arribar felizmente, y de la gente empleada contra Portugal en Galicia, y nuevas levas allí hechas, hasta nueve mil soldados.

Todo estaba ya á punto, y sin embargo D. Juan no partía. Pretextó que no se le enviaban todos los caudales que se le habían ofrecido, hasta que se le completaron. Satisfecho en esto, alegó luego que una armada francesa de treinta y seis navíos y seis brulotes estaba en las costas de Galicia, dispuesta á cerrarle el camino, lo cual, como cierto que era el fundamento, á nadie causó sorpresa. Hasta pretendieron los franceses quemar nuestra pequeña armada dentro de la ría de Vigo, y sin duda lo consiguieran á no ser por la prudencia del almirante D. Fernando Carrillo, que desembarcando la artillería de las naves, coronando con ella las riberas, y poniendo á la defensa de la boca de la ría algunas lanchas bien guarnecidas de mosquetería, impidió el que los brulotes ó navíos de fuego lograsen entrar y cumplir su intento. Con tal suceso halló medio D. Juan para dificultar más su salida, viendo tan prevenidos á los franceses; y para que no se le acusase de dilatar el socorro, de Flandes fué enviando allá en fragatas y otras naves menores á la deshilada el caudal y soldados, consiguiendo que llegasen sin daño á su destino. Pero en esto, hechas las paces, cesó el motivo de temer que le cerrase el camino la armada francesa; y sin embargo, no por eso se apresuró á poner por obra las órdenes que tenía. Lo que hizo fué avivar el fuego de la conspiración que indudablemente estaba urdiendo para no salir de España y alzarse con el Gobierno.

No tardaron la Reina y su privado en sospechar lo que sucedía; y fuera verdadero temor, fuera pretexto para cargarse de razón contra D. Juan, comenzaron á manifestar recelo de que pretendiese, no ya gobernar el reino en nombre del joven Rey, sino usurparle la corona. Procuraron buscar el hilo de sus tramas, y empezaron á ejercer rigores. Habiendo corrido en la corte el rumor de que iba á bajarse de nuevo la moneda, subieron los precios de todo, y muchos se negaron á vender sus géneros, comenzándose á padecer la misma hambre y escaseces que siempre que tal alteración se ejecutaba. Túvose por cierto haber dado origen á ello el duque de Pastrana y del Infantado, D. Gregorio de Silva, con haberse anticipado á cobrar su renta, y fué desterrado rigurosamente de la corte y condenado á pagar gruesa multa, suponiéndole en connivencia con D. Juan de Austria, y causando alarmas de propósito para favorecer sus planes. Bien que no tardaron en remitírsele al de Pastrana ambas penas. Pocos días después de estos sucesos, que alborotaron algo á la corte, tuvo lugar la retirada del conde de Castrillo de la presidencia del Consejo de Castilla, más escandalosa por lo mismo que hubo más misterios. Después de una larga conferencia con la Reina se retiró el Conde, sin que entonces pudiera saberse el motivo: fué que el de Castrillo tampoco llevaba á bien la privanza y gobierno del confesor, y que la Reina dió en juzgarle á él más afecto á D. Juan de Austria que no á su persona. Vino á recaer la plaza en D. Diego Sarmiento Valladares, Obispo de Plasencia, grande amigo del Padre Everardo: nuevo motivo de murmuración y alarma. Por último, llevó á último punto el escándalo un sangriento suceso. Prendió cierto día un alcalde de Corte á D. José de Malladas, hidalgo aragonés muy del cariño de D. Juan, que se hallaba en la corte, y dos horas después se le dió garrote en la cárcel, en virtud de orden escrita de mano de la propia Reina, sin que el Presidente de Castilla defendiese los fueros de Castilla de tal modo hollados, ni pudiera saber nadie el delito que hubiese cometido aquel hombre. Hoy es y todavía no está averiguada la causa cierta que pudo impulsar á la Reina á ordenar con tan horrible procedimiento aquella muerte; sospéchase que fué porque era el Malladas, alma de la conjuración de D. Juan, y aun no faltan razones para creer que la Reina vió en él con verdad ó sin ella á la persona encargada de asesinar á su confesor. Da cierto valor á tales sospechas la cólera con que recibió don Juan en Galicia la ejecución de Malladas, dado que no era tanto su buen corazón que pueda atribuirse á piedad sola. Representó al punto que no podía pasar á Flandes, y admitió la dimisión la Reina; pero al admitirla envió un Decreto á todos los Consejos, manifestando que no teniendo por bastante la causa de salud que había alegado para determinación tan intempestiva y de tan gran perjuicio al Estado, le ordenaba que sin llegar en distancia de veinte leguas á la corte pasara á Consuegra y allí se detuviese, quitándole la propiedad del Gobierno y generalato de Flandes.

Esparcióse este Decreto de la Reina por toda la corte; y D. Juan, más encolerizado, desde Consuegra apresuró sus intrigas para apoderarse por fuerza del Gobierno; esto al menos se sospecha de los sucesos. Llegó cierto día á Palacio un capitán solicitando hablar á la Reina; hablóla por largo rato, y tales cosas debió comunicarla, que fué preso D. Bernardo Patiño, hermano del Secretario de D. Juan, ocupándosele los papeles y comenzando á formársele proceso. Nadie dudó ya de que el hilo de la conspiración de D. Juan estuviese en poder de la Reina, y más cuando al día siguiente se vió salir de Madrid para Consuegra con órdenes reservadas al marqués de Salinas, capitán de la Guardia Española, acompañado de cincuenta hombres escogidos, dándose por cierto que aquellas órdenes reservadas eran de llevarle preso á una fortaleza. Pero cuando llegó el de Salinas á Consuegra no encontró más que una carta de D. Juan á la Reina diciéndola, «que el motivo verdadero que tuvo para no pasar á Flandes, fué el querer apartar de su lado y del Gobierno aquella fiera de confesor tan indigna del lugar sagrado que ocupaba, y que esto pensaba ejecutarlo sin escándalo ni más violencia que la precisa, sin tocarle á la vida, aunque según su conciencia y lo que toda razón pedía, debía quitársela por las causas comunes del bien de la Corona y particulares suyas y conforme á lo que le habían aconsejado y aun instado grandísimos teólogos.» Amenazaba también tomar satisfacción hasta del menor daño que se hiciese á sus parciales, compadeciendo con lastimosas palabras la suerte de Malladas á quien apedillaba inocente, y á su sentencia, horrible y nefanda tiranía.

Con noticia, sin duda, de lo que pasaba en Madrid, habíase salido D. Juan la noche antes de Consuegra acompañado de hasta sesenta hombres armados, entre sus criados y algunos parciales, encaminándose por despoblados á Aragón, y desde allí, disfrazado, á Barcelona. Recibióle esta ciudad con muestras de amor, porque fué estimada su conducta cuando allí estuvo, y el verlo perseguido del jesuíta Nithard, allí muy aborrecido, aumentó el amor con que le miraban, de modo que toda la nobleza y pueblo se puso de su parte. Gobernaba el Principado el duque de Osuna, el cual, no atreviéndose á ir contra la general opinión, le festejó bastante; pero en su particular pidió instrucciones á la Corte. Ordenóla éste acaso que se apoderase de don Juan; pero él, viéndolo tan amado del pueblo, no osó emprender cosa que podía levantar en armas toda la provincia. Sólo la sospecha que hubo de que iba á embarcársele un día para sacarle fuera del reino por fuerza, causó en Barcelona viva alarma. Desde la torre de Lledó, donde estaba aposentado, escribió D. Juan á la Reina exigiendo ya sin empacho alguno el destierro de Nithard; y los magistrados de Barcelona y la Diputación y cabildo la escribieron también intercediendo por el Príncipe.

No era mujer la Reina que así cediese de sus empeños: consultó al Consejo de Castilla sobre el castigo que podría imponerse á D. Juan, remitiéndole los papeles hallados en casa de Patiño, que eran poco importantes, excepto uno que contenía un horóscopo hecho al Príncipe en Flandes y que al parecer le señalaba más alta dignidad que la que tenía; y contestó que el único medio de que se arreglasen las diferencias, era que D. Juan volviese á Consuegra ó se acercase á la corte, bajo seguro de que su persona sería respetada. No se descuidó en tanto el jesuíta Nithard, y sostenido por los de su hábito que tomaron como propia su causa, publicó un manifiesto, justificando su conducta y acusando la de D. Juan, al paso que otras manos inferiores llenaban la corte y la nación de libelos y sátiras contra éste, procurando de todos modos deshonrarlo. Replicaron de todos modos los amigos de D. Juan, y se empeñó una polémica vivísima en hojas subrepticiamente impresas, toleradas las unas, perseguidas las otras por la Reina y su Gobierno. Ya á este tiempo la Corte estaba dividida en dos partidos: hasta las damas de la Reina, unas se llamaban everardas y austriacas otras.

La nación, cansada de favoritos como tan afligida de ellos, al nombre tal que llevaba el Padre Nithard no podía menos de desear el triunfo de D. Juan de Austria. Preferíase también naturalmente el gobierno de un soldado al de un fraile, que puesto que la devoción fuese mucha, no era tanta que hubiese de desconocerse la inconveniencia de tal género de ministro. Pero la especie de indiferencia en que habían caído los ánimos españoles, el fatalismo cristiano que la exageración del principio religioso había traído aquella conformidad con las desgracias, aquella especie de respeto á los males que se creían originados del cielo, el hábito antiguo de obediencia á la autoridad, y de ciego culto al Trono, y la costumbre de no discutir ó juzgar sobre tales materias, hicieron que lo más de la nación, y en particular los reinos de Castilla, permaneciesen mudos en sus opiniones. Escribió D. Juan desde Barcelona sendas cartas á las ciudades de voto en Cortes, representándoles los motivos de su conducta; y de ellas hubo algunas que suplicaron á la Reina que oyese bien la pretensión del Príncipe echando de España al Padre Everardo; mas el mayor número enviaron á la Reina las cartas que habían recibido vendiendo la fineza de que ni siquiera se habían permitido leerlas. No estaban así los reinos de la Corona de Aragón: mientras que Barcelona se esforzaba en dar muestras de amor á D. Juan lo mismo que toda Cataluña, en Zaragoza se hacían también en su favor grandes demostraciones. Y de todas suertes harto más ventajosa era la situación de don Juan que la de la Reina, claramente favorecido de unas provincias, tácitamente deseado de otras, mientras ella, aunque dentro de la corte hallase quien defendiera á su favorito, apenas tenía en el resto de la nación quien no le aborreciese. Insistía la Reina en que D. Juan volviese á Consuegra; negábase éste, alegando que allí no se contaba por seguro de las traiciones del confesor, y así estuvieron muchos días yendo y viniendo cartas de una á otra parte. Por fin D. Juan, bien aconsejado de sus amigos de la corte, conociendo la flaqueza del partido contrario que en Madrid mismo donde tenía su fuerza apenas podía igualarse con el suyo, se determinó de repente á tener por bastante el seguro de la Reina y á acceder á su solicitud, acercándose, no ya á Consuegra, sino á las mismas puertas de la capital.

 

Púsolo por obra, con gran satisfacción al principio de la Reina y de los de su partido; pero aguóse sobre manera al saber que con pretexto de venir escoltado y con el decoro que le correspondía, había sacado de Cataluña tres buenas compañías de caballos, prestándose á ello por no chocar con el poder que ya aparecía como vencedor, el duque de Osuna. Ofreciéronse muchos miqueletes á acompañarle; pero D. Juan no quiso por entonces admitirlos; que si no, trajera un ejército consigo. Ni fué esto lo peor, sino que orillas del Llobregat y del Segre, los pueblos catalanes tan exagerados en sus sentimientos, salieron á saludar á D. Juan, llenándole de aclamaciones, y no bien pasó el Cinca comenzaron á traerle en triunfo los aragoneses hasta el Ebro y Zaragoza. Tenía ya puesto la Reina por Virrey en esta ciudad al conde de Aranda, uno de sus mayores parciales y grande enemigo de D. Juan de Austria, á fin de asegurarse de ella y del reino; y envió órdenes estrechas para que al paso de éste no se hiciese demostración alguna de regocijo. Pero la Diputación del reino, á cuya cabeza estaba el Obispo de Albarracín, alegando sus fueros y derechos, se negó á cumplir la orden y salió á recibir solemnemente á D. Juan. Salió también inmensa muchedumbre victoreándole y aclamándole, aunque D. Juan por excusar un conflicto escribió al Virrey y á la ciudad rogando que se le dejase pasar como incógnito sin demostración alguna. Hubo á la par desórdenes. Quiso el pueblo furioso contra el Virrey quemar su casa y también la del Arzobispo que pasaba por afecto á la Reina: algunos magistrados fueron detenidos por las turbas y obligados á gritar ¡viva D. Juan! y ¡muera el Padre Everardo!, y los jesuítas, acusados de defender la causa de su hermano el confesor, no pudieron andar por las calles, so pena de correr grave peligro. Por último, algunos estudiantes y otra gente osada, hicieron un maniquí de paja, vistiéndolo á manera de jesuíta, y con demostraciones de escarnio lo condujeron á las puertas de la casa de la Compañía; allí, forzando con amenazas al Rector de ella á que se presentase en los balcones, en su presencia lo arrojaron á una hoguera.

Siguiendo D. Juan su camino á Madrid sin detenerse un momento, ni querer más escolta, aunque ya á esta sazón llevaba además de las tres compañías de caballos, doscientos buenos infantes, llegó sin tropiezo á Torrejón de Ardoz. Allí, puesta su gente á punto de guerra, comunicó á la capital su llegada. En ésta, en tanto, todo era confusión y ruido. No bien supo la Reina el acompañamiento que D. Juan traía consigo, se preparó á la defensa, ayudándola el P. Everardo y los jesuítas poderosamente: hízose El Pardo cuartel de doscientos buenos caballos traídos de las provincias limítrofes, y las compañías de infantería que había repartidas en los Carabancheles, Toledo y Segovia, recibieron orden de acercarse á la Corte. Al propio tiempo convocó la Reina á todos los Grandes parciales suyos, y éstos á todos sus allegados; alistáronse secretamente compañías de soldados licenciados ó reformados; compráronse caballos para montarlos; nombróse General de las fuerzas al marqués de Peñalva, de los portugueses afectos á España y de los mayores amigos del Padre Everardo, y hasta se quiso sacar el pendón real y levantar en armas la villa, todo, en fin, como si hubiera un ejército á las puertas de la capital. Eran los principales que ayudaban y seguían á la Reina en este empeño, además del Peñalva, el Presidente del Consejo de Castilla, D. Diego Sarmiento, el marqués de Aytona, D. Ramón Guillén de Moncada, y el Almirante de Castilla D. Juan Gaspar Enríquez de Cabrera. Pero los amigos de D. Juan, que eran más y más poderosos, el duque de Pastrana y del Infantado, el conde de Castrillo, el famoso marqués del Carpio y Heliche D. Gaspar de Haro y Guzmán, el duque de Alba, el de Maqueda, el conde de Frijiliana y otros, no se descuidaron por su parte.

Lograron estos que el Consejo de Estado y el de Aragón, consultados por la Reina, declarasen que, en su concepto, lo que correspondía era «que el Padre Everardo saliese al punto de España». El de Castilla, consultado también, se dividió en pareceres. Pasaron luego los de los tres Consejos á la Junta grande, que así se llamaba la de Gobierno, y ésta, con asistencia del Arzobispo de Toledo, el Presidente de Castilla, el Vicecanciller de Aragón, el conde de Peñaranda y el marqués de Aytona, y, en presencia de la Reina misma, opinó, por tres votos contra dos, que saliese el confesor del reino. Oyó la Reina, disgustada ya con la contrariedad de los Consejos, profundamente irritada, este fallo, y cuando todos esperaban que cediese, se contentó con declarar «que no hallaba razón para que el Padre Everardo saliese».

Ya en esto, con la llegada de D. Juan á Torrejón de Ardoz y su amenazador continente, con los dictámenes de los Consejos y de la Junta magna que se hicieron públicos, y las intrigas de los enemigos del confesor y de la Reina, había pasado la corte, de la confusión y el ruido, al alboroto y la alarma. Los preparativos de defensa de la Reina, aunque muy ruidosos, eran tan exiguos que no bastaban para resistir á D. Juan, y éste podía estar seguro de llegar á la corte con su reducido número de soldados y entrar sin dificultad. Esto dió valor á Pastrana y á Heliche para pedir una audiencia á la Reina, á fin de manifestarla el estado de las cosas. No quiso oirlos ella; pero no se retiraron sin decir antes á su secretario en el despacho universal, don Blasco de Loyola, cuán á pique estaba de perderse, si no tomaba resolución en que saliese luego el Padre Nithard, añadiendo «que, de no hacerlo Su Majestad, tendrían que ponerlo ellos en ejecución, para evitar el daño que amenazaba». Tan insolente demanda fué seguida de otro hecho no menos osado. Fueron los mismos Pastrana y Heliche al lugar donde se reunía la Junta de gobierno; hablaron ante ella sin más permiso que el que á sí propios se dieron, y autorizando sus palabras con los gritos de la muchedumbre, que llenaba ya calles y plazas, vitoreando á D. Juan y amenazando al confesor de muerte, convencieron á todos los señores de que extendiesen el decreto expulsando á éste de la corte dentro de tres horas y luego del reino, enviándolo á rubricar á la Reina. No tuvo ya valor para resistir la Reina (1669), y firmó el decreto con apariencia de buen semblante, protestando hipócritamente que no quería más que el mejor servicio de Dios en todas las ocasiones.