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Historia de la decadencia de España

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Vino el Almirante á España, y en su lugar fué don Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos. Tenía este hombre reputación de inflexible, y era, por tanto, muy estimado en la Corte, que miraba en esta la mayor de las cualidades para el gobierno de los pueblos; mas aún se equivocaba en ello, porque el de Arcos antes podía contarse por duro que no por inflexible, como se le suponía. Era de esos Ministros á quienes jamás les ve la sonrisa el humilde ó inerme; y delante del fuerte y del armado dejan escapar viles lágrimas: frecuentes en todos tiempos, más en los de decadencia, y propios siempre para ocasionar desdichas.

Tales fueron todos los que intervinieron en los principios de la rebelión de Cataluña. La inflexibilidad del carácter donde hay que ponerla á prueba es en los momentos de peligro ó de desgracia, y harto más resplandece en la autoridad vencida, que sabe morir sin ser indigna, que no en la autoridad triunfante y segura que oprime y tiraniza á mansalva. Buen español sí era el de Arcos, como lo demostró en la embestida de los franceses; probó hasta el punto de no tener dinero con qué volver á España cuando fué separado del virreinato; inteligencia no le faltaba y menos astucia; pero por las calidades que dejamos indicadas, no era sino el peor Virrey que pudiera ir á la sazón á Nápoles. No bien llegó allá tuvo que imponer un nuevo tributo para atender á los gastos de la defensa contra los franceses, y en mal hora se le ocurrió que fuese sobre el consumo de la fruta, porque tales tributos son los más dolorosos siempre, y más debía serlo aquél y en Nápoles donde la gente común no tomaba apenas otro alimento. Tratóse, viéndose el disgusto general, de abolirlo después de establecido; mas aunque se inventaron para ello varios recursos, no se ejecutó al cabo ninguno. Siguió el impuesto sobre la fruta, y con él de día en día fué aumentándose el disgusto hasta parar en cólera y desesperación.

Llegaron las cosas al punto en que sólo falta una cabeza para dar principio á los tumultos, y ésta, como suele suceder, no tardó en presentarse. Fué este caudillo Tomás Aniello de Amalfi, conocido vulgarmente por Masaniello, joven de veintisiete años, y de oficio vendedor de pescado. Desabrido como todo el vulgo con el impuesto sobre la fruta, tuvo además otro motivo para inclinarse á tomar parte en la rebelión: su mujer, á quien él amaba en extremo, fué presa por los aduaneros de la ciudad al querer introducir furtivamente una poca de harina, género también gravado con molesto tributo. De aquí nació que Masaniello se hiciese notar entre los más ardientes instigadores de la sublevación. Comenzó ésta por un altercado entre los rústicos que traían la fruta al mercado y algunos revendedores, sobre quién hubiese de pagar el impuesto: intervinieron los recaudadores, y acalorándose los ánimos cayeron algunas piedras sobre ellos; la primera disparada por Masaniello, con que comenzó á cobrar autoridad entre el vulgo. Luego, subiéndose el propio Masaniello sobre un banco, pronunció las siguientes palabras que vinieron á ser el grito de guerra de la insurrección: «¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen del Carmen! ¡Viva el Papa! ¡Viva el Rey de España! ¡Viva la abundancia! ¡Muera el mal Gobierno! ¡Fuera la gabela!» Y poco después el populacho desenfrenado, dando suelta á su cólera, corría por todas partes, echaba las campanas á vuelo y quemaba las casillas de los recaudadores de tributos. Por último, sin objeto, sin idea fija, sin jefe aún reconocido, se lanzó al Palacio del Virrey.

Hacía días que el duque de Arcos estaba avisado del mal estado del pueblo; sabía lo exaltado de las conversaciones, lo aventurado de los intentos, la ira y la saña que germinaban en él. Pero no se dignó de abrir entrada en su alma al recelo: creía imposible que contra autoridad como la suya intentase nada el pueblo, y además tenía por infalibles remedios para atajar la sublevación si venía, los grillos y los dogales de la justicia. No cuidó de reforzar la guarnición de Nápoles, ni tomó precaución alguna de resistencia. Mas cuando vió desde sus balcones cómo desembocaban las turbas en la plaza de su Palacio, en qué número, con qué alaridos, con cuáles demostraciones de saña, toda la confianza antigua desapareció de un golpe, convirtiéndose en lo que suelen confianzas tan insensatas, en miedo. Si en aquel punto hubiese parecido tan animoso como antes se mostraba; si hubiera acertado á ser en trance de armas tan resuelto como era en el despacho pacífico de los negocios, todavía la rebelión hubiera podido contenerse. Montando á caballo, llamando á sí las tropas españolas y tudescas, convocando á los nobles de la ciudad, irreconciliables enemigos de la plebe, y atrincherándose en el Palacio ó saliendo valerosamente al encuentro de los rebeldes, estos hubieran sido indudablemente deshechos, faltos de armas, de organización, de caudillo, de todo lo necesario para el combate. Pero D. Rodrigo, con mengua y escarnio de su reputación de inflexible, y con afrenta de sus heroicos mayores, no supo más que temblar en la ocasión; dejó al populacho que rompiese las puertas, que invadiese los salones y se apoderase de su persona, soportando insultos y sujetándose á los más vergonzosos tratamientos. Al fin, merced á la astucia del Arzobispo de Nápoles, el Cardenal Filomarino, muy respetado del pueblo, pudo huir y refugiarse en el castillo de San Telmo, de donde luego disfrazado pasó al de Castelnovo, cuyo alcaide era D. Nicolás de Vargas Machuca, muy buen soldado y de familia de ellos. Allí poco á poco se fueron recogiendo los principales señores y caballeros.

El pueblo en tanto, aclamó por su caudillo á Masianello, que se había distinguido entre todos por su ardor y arrojo, y á quien favorecían con sus simpatías algunos de los demagogos más furiosos, entre otros un cierto Julio Genovino, anciano octogenario y sagaz que tuvo no poca parte en los posteriores sucesos. Soltáronse los presos de las cárceles, saqueáronse las armerías, formáronse pelotones diversos de gente armada, y pronto el número de los sublevados tocó, si es que no pasó, el número de cien mil hombres. Luego fueron quemadas las casas de los principales arrendadores de contribuciones y amigos del Virrey. Pero era tanto el amor de aquella gente á España; era tal aún su respeto á la Corona, que cuando en medio del saqueo encontraban retratos de Felipe IV y de sus antecesores, apartábanlos con mucho cuidado, improvisaban doseles en las esquinas, y allí los colocaban con fervientes aclamaciones. Sus caudillos y tribunos improvisados no cesaban de predicar obediencia y respeto al Rey de España, limitándose á censurar el mal Gobierno.

No se sabe que fueran perseguidos en el primer tumulto los españoles domiciliados; antes la furia común descargó principalmente sobre los Ministros y logreros napolitanos que tiranizaban y robaban á sus hermanos bajo el amparo de los Virreyes. El actual, D. Rodrigo Ponce de León, desde Castelnovo comenzó á negociar con el pueblo, pensando recobrar por maña lo que por fuerza había perdido; mas éste se negó á todo concierto que no fuese la abolición completa de los impuestos sobre consumos. No se hizo esperar el empleo de las armas: dentro de San Lorenzo, que era una especie de Casa Consistorial, en un torreón muy fuerte, había un depósito de artillería y guarnición de cuarenta soldados españoles. Acometió aquel puesto Masianello con hasta diez mil hombres ya bien armados y un cañón, y después de tres horas de mortífero combate tuvieron aquellos valientes, reducidos á mucho menos número, que rendirse á partido. Tras esto acometieron y deshicieron los sublevados algunas compañías de españoles y tudescos que acudían de diversas partes al refuerzo de la gente del Virrey. Éste en tanto, no desalentado con los primeros desaires que había recibido del pueblo, movió nuevos tratos con él, y mediando el arzobispo Filomarino, con indecible constancia entonces, logróse llegar á concierto. Mas como algunos forajidos, instigados por uno de los grandes señores enemigos de la rebelión intentasen matar á Masianello durante la ceremonia donde habían de jurarse los pactos, el pueblo, furioso, los hizo pedazos, y derramándose por la ciudad cometió ya infinitos excesos contra todo género de personas, abandonándose por el pronto toda idea de acomodo.

Al fin, las exhortaciones de Filomarino y el haber ganado con dinero ó promesas el favor de Julio Genovino, aquel octogenario que en los principios de la sublevación había figurado tanto, fueron parte para lograr nuevo concierto, que por esta vez llegó á ejecución. Pero fué inútil. La verdad era que en el punto en que estaban las cosas, como siempre que el vulgo ha llegado á triunfar de las autoridades y del Gobierno, no había más que ceder del todo ó recobrar con la fuerza lo perdido. Las concesiones, utilísimas y loables para evitar y precaver, no lo son para sosegar y vencer á los que ya han ejercitado el valor del brazo y probado con él que son capaces de obtener por sí lo mismo que quieren concederles otros.

Bien hubiera hecho el duque de Arcos en oir las quejas de aquel pueblo leal, que no pedía más que pan y frutas con que entretener las vidas y ganar tesoros que ofrecer á España. Ya que de las quejas había pasado el pueblo á las armas, no era ocasión sino de sustentar con honra la autoridad y de hacer respetar el mando. Mas el de Arcos, como antes el de Olivares cuando la insurrección de Cataluña, presuntuoso y terco, más bien que no firme, aguardó para ceder la peor de las ocasiones. Consintió en que se levantasen todos los nuevos impuestos, en que se aboliesen las gabelas, no conocidas en tiempo de Carlos V, y aun no fué esto lo más malo, por cierto, sino que compartió con el miserable Masianello el gobierno, le dió tratamiento de Grande, puso á sus órdenes las galeras con que Juanetín Doria, rescatado ya de sus prisiones, había venido á socorrerle, dejando el crucero de aquellos mares que le estaba encomendado é hizo que su guardia le prestase iguales honores que á él. Su esposa, Grande de España, prostituyó la dignidad de su clase, hasta el punto de tratar familiarmente con la mujer del vendedor de pescados, poco antes presa por el contrabando de harina en que la sorprendieron los aduaneros. Llegó la vileza del de Arcos hasta á limpiarle el sudor del rostro, adulando bajamente á Masianello delante del pueblo. Entonces se vió una cosa prodigiosa para el común de las gentes, de clara explicación para los que estudian los misterios de la naturaleza humana.

 

Masianello, el pobre vendedor de pescado, nacido era la abyección y criado entre el vulgo más soez del mercado de Nápoles, se mostró intrépido, generoso y hasta inteligente, mientras solamente se trató de combatir, mientras no hizo más que ser el primero en las determinaciones y en los peligros, cubierto de harapos, apellidado sólo por su nombre vil. Pero no bien trocó los harapos por un vestido de riquísima plata, que el Arzobispo le obligó á tomar por cierto; no bien notó los honores que le dispensaba la guardia del Virrey; no bien entró en los salones perfumados de éste, sintió sus adulaciones y vislumbró todo el poder, sintió pasiones desconocidas, y se trocó en otro hombre. Tuvo recelos de que le matasen y sacrificó á tal recelo centenares de víctimas; tuvo sed de sangre, sed de mando, sed de oro; derribó cabezas por capricho sólo y como para convencerse de que tenía poder para tanto; imaginó construirse un soberbio palacio; celebró banquetes magníficos; corría las calles á caballo con la espada desnuda afrentando á cuantos encontraba y vino al fin á parar en demente. El pueblo, que le idolatraba, llegó á aborrecerle con aquellas demostraciones, y aprovechándose de esto unos asesinos, enviados por el duque de Arcos sin duda, le sorprendieron en un convento y allí mismo acabaron con su vida. Entonces el pueblo bajo insultó su cadáver y lo arrastró en triunfo como días antes había arrastrado tantos por mera indicación de Masianello. Así acabó el imperio de aquel hombre singular, que aunque sólo duró nueve días, merece años de meditación y estudio, por las grandes lecciones que ofrece y los notables ejemplos que propone. ¿Llegó á pensar en levantar un Trono? No se sabe, ni es fácil decidirlo: la verdad es que rechazó las proposiciones que le hicieron mensajeros franceses que llegaron pronto á la ciudad para sacar partido de tales sucesos, y que hasta el último punto aparentó ser súbdito leal del Rey de España. Creyó el Virrey restablecida con esto la autoridad y sosegadas las cosas, y aun volvió á morar en su palacio y á gobernar desde allí como antes; pero hubo nueva ocasión de conocer cuán cierto es que contra un pueblo que toma una vez las armas y sale triunfante, no bastan ya concesiones y conciertos, y que es preciso, ó sujetarse á él en un todo, ó imponerle de nuevo con la fuerza el respeto perdido.

Pocas horas después de la muerte de Masianello ya había encontrado el pueblo nuevo motivo para renovar los pasados excesos; ya se lloraba aquella muerte como una gran desdicha, y los mismos quizás que habían arrastrado su cadáver por el cieno de las calles, se apresuraban á recogerle y á honrarle de mil maneras. No faltó quien le tuviese por santo y por mártir; pocos dejaron de celebrarle como á héroe, y el Virrey tuvo que refugiarse de nuevo á Castelnovo. Volvió á aplacarse el tumulto, pero no por eso cesaron los excesos: cada día se cometían nuevos atentados; cada día eran mayores las exigencias, hasta que por fin se declaró de nuevo abierta insurrección. Aún el motivo no está bien conocido; pero el espíritu de revuelta, las pasiones desenfrenadas antes, mal avenidas ahora con el orden, las artes de los revoltosos de profesión, deseosos de medrar en las revueltas, y acaso las de los emisarios franceses, pueden explicar los acontecimientos que sobrevinieron. De repente el pueblo, guiado sin concierto por varios caudillos, se arrojó cierto día sobre algunos puestos militares y los forzó fácilmente; estableció baterías que dominaban los castillos de Castelnovo y San Telmo; atacó la plaza de Palacio á mano armada, y, como hiciese fuego para defenderla la guardia tudesca, comenzó por todas partes un combate sangriento y una matanza horrible de españoles, tudescos y nobles napolitanos, sin perdonar edad ni sexo.

Lograron el primer día las turbas con lo inopinado del ataque grandes ventajas, y al siguiente pensaron en elegir un caudillo de experiencia y valor que los mandase. Fijáronse todos los ojos en el noble Carlos La Gatta, el cual se negó á ello resueltamente, con singular lealtad y ánimo; y en seguida propusieron el cargo al marqués D. Francisco Toralto ó Toralto de Aragón, príncipe de Massa y Maestre de campo general, bien conocido por la honrosa defensa que había hecho de Tarragón. El Príncipe se resistió al principio con noble entereza á condescender con los deseos del pueblo; pero llevado del amor de su mujer, que estaba en poder de los sublevados, por una parte, y creyendo por otra atajar la sublevación con el nombre y autoridad de caudillo que le daban, se prestó al fin á ello. Era Toralto honrado y leal, mas desprovisto de las altas cualidades de carácter que dan al hombre la conciencia y el gobierno exclusivo de sí mismo, encadenándolo, según sea, al deber, al deleite ó á la conveniencia. Naturaleza de aquéllas que hacen el mal obrando bien y que se envilecen con nobles propósitos y acciones. Su nombre quedó infamado para siempre; mas á la verdad no era tan digno de desprecio como de lástima. Púsose el nuevo General en comunicación con el buen Arzobispo, que no dejaba un punto de trabajar en demanda de la paz, y con el Virrey, desbaratando con astucia los intentos de sus mismos subordinados y avisando á los españoles cuanto pudiera importarles.

Todo el reino, harto conmovido ya con los anteriores sucesos, se declaró ahora en rebelión; y la capital, amaestrada en ellos, hizo su rebelión más terrible que nunca. Impacientes por pelear los caudillos del tumulto, sin aguardar órdenes de Toralto, embistieron formalmente el palacio donde se había fortificado el tercio viejo de napolitanos, mandados por D. Próspero Tuttavilla, soldado de valor, y á pesar de su esforzada defensa, les pusieron á poco en cuidado. Entonces el Virrey desde Castelnovo rompió el fuego contra la ciudad, haciendo señal para que lo imitase al castillo de San Telmo. Contestaron los rebeldes con su artillería, y se trabó un combate encarnizado, durante el cual cierto Andrea Pólito, audacísimo caudillo de las turbas, llegó á poner, con una mina que abrió diestramente, en no poco apuro á la fortaleza de San Telmo. Gobernaba en ella D. Martín Galiano, aquel valeroso defensor de Valencia del Pó, en el Milanés, contra franceses y saboyanos, y á éste se debió que Pólito no lograse al punto su intento, interviniendo también Toralto sagazmente, de modo que se paralizasen los trabajos de la mina.

Hubo tras esto nuevas capitulaciones y algunas horas de reposo, cuando se avistó la armada española de D. Juan de Austria y del viejo Carlos Doria, enviada de España, no bien se supieron acá tan graves acontecimientos, la cual se componía de veintidós galeras, doce naves gruesas y catorce buques menores. Traía esta armada á su bordo tres tercios de españoles y uno de napolitanos, recogidos en el ejército de Cataluña, donde se contarían hasta tres mil quinientos infantes.

Dió la venida del socorro sospechas y recelos á los sublevados, y valor y soberbia al Virrey, para que unos y otros de consuno quebrantasen las capitulaciones. Imaginóse un ataque general á todos los puntos ocupados por los rebeldes, para restablecer por la fuerza la autoridad del Rey; y el de Arcos y D. Juan de Austria de consuno tomaron todas las disposiciones. Á un tiempo rompieron el fuego sobre la ciudad los castillos y lugares fuertes guarnecidos de los nuestros y los bajeles de la armada, mientras la gente de desembarco emprendía en diversos trozos el ataque de algunos puestos enemigos. Mas el populacho, ordenado y dirigido por muchos soldados viejos italianos, de los licenciados que habían servido debajo de nuestras banderas, animado ya descaradamente por algunos agentes de Francia, y hasta por una parte de la gente de Iglesia, principalmente los frailes capuchinos que predicaban la rebelión abiertamente, armado todo, con copiosa artillería, y reforzado con las turbas más desaforadas de las provincias y no pocos bandidos, opuso tenacísima defensa. Toralto, aunque luchando hasta el último instante por lograr un acomodamiento, llegado el caso, sirvió á la sublevación con una lealtad funesta. Sus hábiles disposiciones y el número de su gente, que pasaba ya mucho de cien mil hombres, contrapuestos á nuestras escasas guarniciones y columnas, dieron á la rebelión notorias ventajas. Peleóse muchos días sin fortuna, perdiéndose algunos puestos, cuyas guarniciones pagaban con la vida lo heroico de la resistencia. Logró Toralto que en medio de la pelea y á pesar de sus ventajas, propusiesen los rebeldes una tregua; y el de Arcos, tomándolo á flaqueza de los contrarios, no quiso aceptarla. Mas continuándose el combate y viendo que á cada momento perdían terreno los nuestros, rebajó de nuevo su altivez y propuso á Toralto la tregua que antes había rehusado, implorando también humildemente la intercesión del Arzobispo, que de la propia suerte había desairado poco antes. Negóse Toralto y negóse ya el pueblo á escuchar las voces de concierto, y más que aquel estaba ya muy sospechado de amigo de los españoles y vigilado muy de cerca por sus propios parciales, y el Arzobispo, indignado con el anterior desaire, no quiso tampoco mediar ahora con su influjo siempre poderoso. Aun llevó el Prelado tan lejos su indignación, que llegó á concebir el intento insensato y traidor de tomar aquel reino para el Papa aprovechándose de la revuelta: cosa indigna no menos que de su talento, del elevado carácter que antes había mostrado. Sin embargo, no por eso fué estéril la idea que germinaba ya en todos los caudillos de la sublevación; pronto dieron un manifiesto á Europa declarándose independientes de España. No sorprendió esto á nadie, porque á tal punto habían venido las cosas, que aquello no era más que formular explícitamente lo que de hecho parecía.

Prosiguiéronse las hostilidades y como atacasen los rebeldes furiosamente un convento defendido por los nuestros y que era muy importante para el triunfo, habiendo estallado una mina dirigida por D. Francisco Toralto con más daño de los suyos que no de los nuestros, el pueblo harto receloso ya comenzó á apellidar traición, si con razón ó sin ella se ignora, y pasando pronto de las palabras á las obras, hizo pedazos al desventurado caballero. Así acabó su extraña y contradictoria conducta el príncipe Toralto de Aragón.

Nombraron en seguida las turbas por generalísimo en lugar suyo á un cierto Jenaro Annesio, de oficio maestro arcabucero, hombre zafio, ignorantísimo y cobarde, muy conocido ya en las anteriores revueltas; mas el gobierno verdadero de las armas lo pusieron en el Maestre de campo Brancaccio, soldado antiguo que había servido con venecianos y fué siempre muy ardiente enemigo de España. Habían los nobles, entre tanto, levantado tropas en la campiña, principalmente de caballería, formando en Aversa un pequeño ejército, el cual fué á mandar de parte del Virrey el general Tuttavilla; con tales fuerzas corrían los nuestros los alrededores de Nápoles y traían bloqueada á la ciudad. Salió contra ellos Jaime Rosso, caudillo popular, animoso y entendido en la guerra, con muchedumbre de gente armada: comenzó por atacar unas casas valerosamente defendidas por el capitán Ignacio Retes con cincuenta españoles, y luego, acudiendo al socorro Tuttavilla, se empeñó un combate general, en el cual llevaron al fin la peor parte los que seguían nuestras banderas. Resarciéronse bien de esta pérdida tanto Tuttavilla como los nobles napolitanos, destrozando en muchos encuentros parciales á los amotinados y estrechándolos á punto que Nápoles entera comenzó á sentirse aquejada del hambre. Annesio y Brancaccio no lograron ventaja alguna dentro de la ciudad, y así la causa de los rebeldes volvió á hallarse un tanto decaída. Tornáronse á entablar negociaciones de paz, pero el duque de Arcos ni el pueblo mostraron propósito de arreglar las cosas. Y en esto la rebelión entró casi impensadamente en su último período, en el que más peligro parecía ofrecer para nosotros; y lejos de eso, nos proporcionó la recuperación de todo y una completa victoria.

Fué el caso que Enrique de Lorena, duque de Guisa, de la casa de Francia, descendiente por línea femenina de Renato de Anjou, y por tal título no destituído de pretensiones á la Corona napolitana, después de largas y laboriosas negociaciones con los caudillos del pueblo, llegó á Nápoles por mar burlando la vigilancia de nuestros bajeles, y se puso al frente de la rebelión, cesando el villano Jenaro Annesio en el cargo y empleo de generalísimo que tenía. El monarca francés, que había pensado en apropiarse aquel reino, no vió con buenos ojos la empresa de Guisa; con todo se inclinó á enviarle una armada, esperando acaso convertir en su provecho el socorro. Con esto el de Guisa y los napolitanos se juzgaban ya triunfantes, y proclamaron solemnemente la república napolitana. Vióse en la ceremonia al arzobispo Filomarino, olvidando su antigua dignidad y constancia por los desaires del de Arcos, bendecir la espada del nuevo caudillo. Y éste, queriendo acabar pronto su obra ó dar señalada muestra de su valor, no bien se puso al frente del pueblo, dió rabiosa embestida á uno de los puestos españoles; pero fué rechazado con gran pérdida. No mucha más fortuna tuvo en el campo. Porque habiéndose puesto delante de Aversa, plaza de armas de Tuttavilla y los señores napolitanos, con buen golpe de infantes y caballos y artillería, salieron á él hasta mil quinientos caballos de los nuestros, y hubo un combate sangriento, no lejos del puente de Fignano, en el cual, aunque peleó valerosísimamente de su persona, fué obligado á cejar, dejando á los nuestros la victoria.

 

Llegó en esto la armada francesa al mando del duque de Richelieu, compuesta de veintinueve naves gruesas y cinco barcas de fuego con hasta cuatro mil hombres de desembarco. Reunióse diestramente la española diseminada por aquellas costas; reparóse lo mejor que pudo, aprovechando la indecisión de los enemigos, y luego fué con ella D. Juan de Austria á presentarles batalla, la cual duró seis horas con mucha furia, mas sin tener éxito decisivo. Comprendió, sin embargo, el de Richelieu que para desalojar á los españoles de aquellos mares era preciso arriesgar mucho, y no pareciéndole la ganancia en proporción del riesgo, puesto que veía al duque de Guisa apoderado de todo, desabrido también con éste que, lleno de soberbia, y temeroso ya de que Francia quisiese quitarle el fruto de la victoria, no le prestaba atención alguna, sin empeñar de nuevo la batalla, se hizo á la vela, tornándose á las costas de Francia.

No sintió tanto como debía este suceso el duque de Guisa, cada vez más desvanecido con sus grandezas. El barón de Módena, su teniente, después de un largo bloqueo, obligó á salir de Aversa á Tuttavilla con la gente de la nobleza napolitana, refugiándose en Capua, por no ser socorrida aquella plaza, causa de disgustos entre el General y la nobleza, con que algunos caudillos populares lograron ciertas ventajas contra los nuestros. Pero el Virrey, quitando el mando á Tuttavilla para que no se aumentasen los disgustos entre él y los nobles, envió en su lugar al valeroso y experimentado Maestre de campo Luis Poderico, el cual supo resarcirse de tales pérdidas. Ardía la guerra civil en las provincias, por tal manera causando infinitos males; y en la ciudad, notando el desvanecimiento del de Guisa y sus licenciosas costumbres, recordando los más con amor el gobierno de España, comenzó á advertirse favorabilísimo disgusto. Ayudaron también á ello poderosamente las intrigas y manejos del de Arcos, que era en tal género de hostilidades muy diestro; con que en público aparecían ya hartas señales de decaimiento en la rebelión. Fué á tiempo que por nuestra parte se tomó una medida, de mucho antes solicitada, sin la cual no podía haber concierto alguno, y era la destitución del duque de Arcos.

Tomó el gobierno D. Juan de Austria, apoyándose en los poderes que le envió su padre para componer aquellos desdichados disturbios, y con parecer y opinión de un consejo de capitanes, entró él mismo á ejercer el mando. Portóse en él con prudencia superior á sus años, que no pasaban entonces de diez y ocho, dejando entrever de sí mayores esperanzas que frutos dió en adelante. Mas no quiso la Corte dar entera aprobación á un hecho, ilegal al cabo, y sin reprender á D. Juan de Austria, confirió el Virreinato al conde de Oñate, D. Iñigo Vélez de Guevara, hombre de largos servicios y de verdadera severidad y destreza, Embajador á la sazón en Roma y antes en el Imperio por muchos años, donde contribuyó sobremanera á desbaratar los planes de Gustavo Adolfo, y luego la conspiración de Walstein, haciendo representar á nuestra diplomacia importantísimo papel en todos aquellos acontecimientos. Tiempo había que la Corte de España no hacía nombramiento más acertado, puesto que sólo el del buen Almirante pudiera compararse con éste. Desplegó el nuevo Virrey una actividad prodigiosa: empleó de tal manera sus agentes y confidencias, que desacreditó en breves días al de Guisa; puso de su parte á varios caudillos populares, y no menos hábil guerrero que negociador, trajo á perfecta ordenanza las armas. Ya D. Juan de Austria en el corto tiempo que desempeñó el Virreinato había escarmentado al enemigo durísimamente, mediado el mes de Febrero de 1647, donde el ataque fué general á todos los puntos, guarnecidos de los nuestros y por todas las fuerzas de dentro y fuera de la ciudad con que pudiese contar la rebelión. Peleóse desesperadamente, menudeando los asaltos, y asordando el aire por todo un día y parte de la noche el fuego de la artillería; pero los españoles mostraron tan heroico esfuerzo á confesión de sus propios enemigos, que peleando uno contra diez sostuvieron todos sus puestos sin perder uno solo. Ahora, bajo el gobierno del de Oñate, lo que habían dejado por hacer las negociaciones, lo hicieron las armas de un golpe.

Ya el pueblo murmuraba continuamente del duque de Guisa; ya éste había tenido que castigar con la muerte á algunos conspiradores, con que se atrajo mucho odio de la plebe; ya se notaban síntomas evidentes de su perdición, cuando el ligero y vano Príncipe imaginó el mayor de sus desaciertos, que fué salir de la ciudad con hasta cinco mil hombres de sus mejores tropas y muchas barcas armadas con el propósito de embestir la isla de Nisida, á fin de asegurarse en ella un fondeadero. No pudiera desear más el conde de Oñate. Pronto, como el relámpago, se aprestó á aprovecharse de su ausencia, embistiendo las trincheras y los puestos de los amotinados, que aunque abandonados ya de toda la gente que tenía que perder en la ciudad y con el desabrimiento del de Guisa, todavía en mucho número se mantenían en armas, bien hallados con aquel estado de cosas que les proporcionaba vivir holgadamente sin trabajo ni miseria, satisfaciendo todo género de gustos y licencias, sin miedo de represión ó castigo. Mirábase, pues, reducida la rebelión á los díscolos y malvados de condición; pero éstos eran cabalmente los que la habían comenzado y los más temibles. Ordenó Oñate las cosas de esta manera: sus tropas disponibles, guarnecidos los castillos, no pasarían en todo de tres mil españoles, tudescos y napolitanos, y eso porque de la península y de Sicilia habían venido algunas de refuerzo; sin embargo era número pequeñísimo para tan grande empresa, pues todavía era más que sextuplicado el de los contrarios.

Lo que sí sobraban eran capitanes de fama. Además de D. Juan de Austria y el conde de Oñate, hallábanse allí el marqués de Torrecusso, que, como soldado leal, dejó su retiro de nuevo y vino á ponerse á las órdenes del Virrey; D. Dionisio de Guzmán, aquel su teniente que se halló con él en Portugal; el nombrado D. Carlos de La Gatta; el barón de Batteville, noble borgoñón, consejero del Príncipe y militar muy aventajado, que había dirigido la defensa de los puestos españoles desde que llegó á aquellas costas la armada; el general Tuttavilla, vuelto del mando de los Nobles, donde había sido reemplazado por Poderico. Contábanse también muchos Maestres de campo y Capitanes de cuenta: Monroy, Biedma, Vargas, D. Diego de Portugal y el marqués de Peñalba, noble portugués partidario de España; Visconti, el príncipe de Torella, Caraffa y muchos que fuera ocioso enumerar.