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Historia de la decadencia de España

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Los frutos de la victoria de Lérida fueron además de la toma de esta plaza, que Solsona, lo mismo que Balaguer y Agramunt, viniesen á la obediencia. Sucedió en el mando al vencedor D. Felipe de Silva, D. Andrea de Cantelmo, italiano de aquellos valerosos, que unidos bajo un cetro con los españoles, peleaban con ellos y por ellos en todos los campos de batalla adonde asistiesen nuestras banderas. Sin embargo, aunque leal y de buenas partes, habiendo desempeñado en Flandes el cargo de Maestre de campo general, y sido uno de los Gobernadores de aquellos Estados después de la muerte del Cardenal Infante, no tenía ganada mucha gloria militar, ni acertó á ganarla en Cataluña. Fué desde Lérida con un trozo del ejército á ponerse sobre la villa de Ager, y la tomó á pesar de la defensa desesperada que en ella hizo el caudillo catalán D. José Zacosta, y como Agramunt estuviese en la obediencia del Rey, acercándose los franceses á recuperarla, se vieron acometidos y puestos en derrota por dos de nuestros tercios que ya había allí acuartelados. Para vengar tantos descalabros reunió La Motte Hodancourt al improviso toda la gente que pudo, y con doce mil hombres y gran tren de artillería se presentó delante de Tarragona, mientras el marqués de Brezé cerraba con una armada la boca del puerto. Dióla en cuarenta días que allí se mantuvo trece ataques y uno general en que llegó á apoderarse de la torre del muelle; disparó contra los muros hasta siete mil cañonazos, y abrió muchas brechas en el recinto de la plaza. Pero el marqués de Toralto que allí mandaba, con algunos de los mejores tercios que quedaban de infantería española, rechazó todos los ataques, reparó las brechas, llenó de cadáveres enemigos los fosos, y aún hizo salidas con que causó daño inmenso en los sitiadores. Avergonzado el General francés, no sabía ya que partido tomar contra aquella resistencia desesperada, cuando supo que D. Andrea de Cantelmo con el ejército español de diez mil infantes y dos mil seiscientos caballos venía por tierra al socorro, y por mar aquel Carlos Doria, padre de Juanetín y duque de Tursis, que mandaba las galeras de Nápoles: con esto alzó el cerco después de haber perdido inútilmente más de tres mil soldados. Esta rota le costó el empleo á La Motte, que fué separado.

Fué esta campaña de 1644 la primera que tal pudo llamarse en Portugal después de cuatro años que la insurrección caminaba triunfante. Ya por este tiempo habían acudido á las banderas de los portugueses multitud de aventureros franceses y holandeses y aun regimientos enteros: tenían ya armas, instrucción, capitanes y cuanto se necesita para la guerra. Nombrado el marqués de Torrecusso por Capitán general de nuestras armas en aquellas fronteras en lugar del conde de Santisteban, llegó allá y reunió de la gente antigua que había y la mejor de las milicias que acudieron, un ejército pequeñísimo para las empresas que se esperaban, pero valeroso y robusto; porque el nuevo General pensaba con razón que era preferible poca gente y buena á mucha tumultuaria sin disciplina ni aliento. Mandaba la caballería el Barón de Molinghen, belga, que á poco tomó el cargo de Maestre de campo general; D. Dionisio de Guzmán la artillería. Reformó Torrecusso las costumbres de los soldados, restableció la disciplina, y luego comenzó las operaciones. Ya los portugueses, tomada Valverde, osaban amenazar á Badajoz. Comenzó el de Torrecusso por hacer en su territorio tal correría, que tomó y trajo consigo hasta dos mil cabezas de ganado. Vengáronse los portugueses quemando un lugar llamado la Zarza, y el de Torrecusso hizo quemar á Villamayor, que era de ellos. Tomaron también los portugueses á Montijo y Membrillo y saquearon ambas poblaciones. Luego, adelantando sus intentos, se fueron á poner sobre la plaza de Alburquerque. Socorrióla á tiempo Torrecusso, y además, para quebrantar la audacia de los contrarios, no pudiendo él asistir, ordenó al buen Barón de Molinghen que á toda costa les diese batalla.

Día del Corpus de aquel año, á las puertas de Montijo, se encontraron ambos ejércitos. Montaba el de los portugueses á ocho mil hombres de todas armas con seis piezas de artillería; el de los españoles sólo se componía de cuatro mil infantes, mil setecientos caballos y dos cañones. Mandaba á los portugueses el general Matías de Alburquerque: su infantería ocupaba el centro, y la caballería los costados, puesta al derecho la portuguesa y al izquierdo la de auxiliares extranjeros. Molinghen comenzó el combate; rompió nuestra caballería á la extranjera que cubría el ala izquierda de los portugueses, y acudiendo parte de la de éstos, que defendía el ala derecha, al socorro, fué también deshecha: entonces el centro fué acometido por todas partes y envuelto de manera que en un momento se puso en derrota. Matías de Alburquerque, aprovechándose sin embargo de la codicia de los nuestros que se entregaron al despojo y presa de los vencidos, logró ordenar la retirada, saliendo con honra del campo. Quedaron de los portugueses tres mil doscientos hombres en él y seiscientos prisioneros: nuestra pérdida no pasó de quinientos muertos y trescientos heridos, muchos de ellos personas y capitanes principales. Cantaron los portugueses la victoria, mas sólo por no desalentar á los pueblos: la verdad fué que la victoria, infeliz para ambas naciones hermanas, quedó aquella vez por Castilla. Que cierto puede decirse de pocas en aquella guerra. Tras esto rindió Torrecusso á Serpa y Alconchel, que á poco vino á perderse, y á Villanueva de Barcarota y otros lugares poco importantes, mas no á Elvas, aunque llegó á amagarla. Entre tanto el duque de Alba, que mandaba en la frontera de Ciudad-Rodrigo, contenía aunque sin recursos á los enemigos por aquella parte. Habiéndose acercado un grueso de ellos á la villa de Alberguería, no lograron efecto alguno, valiéndose el capitán nuestro que allí estaba de una industria no conocida por allí hasta entonces, que fué cargar los cañones con balas de mosquetes, con que los enemigos, imaginando por el número de las balas, que había dentro mucha gente, se retiraron, siendo así que la guarnición era muy flaca. Sucedió en el mando al de Alba D. Fernando Tejada, el cual, como muy experimentado en la guerra, tendió una emboscada á la guarnición de Almeida, en la cual murieron ciento y quedaron sesenta prisioneros.

Tales fueron los frutos de la campaña. El único descalabro que padecieron nuestras armas por estas partes de España, fué en el mar y después de un suceso dichoso. Porque habiendo sitiado los moros á Orán ó solicitados de nuestros enemigos ó sabedores de los apuros de la Monarquía, fué enviado allá al socorro un trozo de nuestra armada al mando del general D. Martín Carlos de Mencos, y lo logró de manera que los infieles, rechazados ya en varios asaltos, tuvieron que levantar el sitio; mas á la vuelta fueron acometidos nuestros bajeles enfrente de Cartagena por la armada de Francia que mandaba el marqués de Brezé, y después de un furioso combate en que pelearon los nuestros con gran valor, tuvimos dos navíos quemados, otros dos echados á pique y uno presa de los contrarios.

Las cosas de Italia no iban bien en tanto, pero tampoco ofrecían grandes disgustos. Rindió el príncipe Tomás de Saboya, nombrado Capitán general de las armas francesas, la plaza de Trin, que poseían los nuestros en el Piamonte, después de cincuenta días de sitio. El marqués de Velada, que había reemplazado en el mando al conde de Siruela, comenzó por demoler el fuerte de Sandoval levantado por el gran conde de Fuentes, cerca de Vercelli, por ahorrar la costa de mantenerlo: medida con razón censurada, porque habiéndose de devolver aquella plaza que era de Saboya en cualquiera paz, habíamos de quedar por allí sin alguna defensa. Luego sorprendió el castillo de Astí, que fué recobrado por el príncipe Tomás al poco tiempo y el propio Príncipe rindió á San Yá después de un largo asedio.

En Flandes, después de la rota de Rocroy, pareció que los enemigos iban á apoderarse de los Estados. El duque de Enghien entró en el Haynaut, tomó algunos fuertes, y adelantó partidas hasta las mismas puertas de Bruselas. Luego, dispuestas todas las cosas, se puso delante de Thionville, plaza importantísima porque dominaba el Mosa, cubría á Metz y abría á los franceses el camino del electorado de Tréveris. La defensa de la plaza no pudo ser más esforzada por parte de los españoles; pero al fin, falta de socorro, tuvo que rendirse con honrosos partidos. Clamaron los Estados porque se sacase de allí al marqués de Tordelaguna, á quien acusaban de tamañas desgracias, y nuestra Corte vacilando en el sucesor, envió por lo pronto al conde de Piccolomini, duque de Amalfi, á gobernar las armas. Pero entre tanto se logró un triunfo que si no puede decirse que se debiera á Mello, no dejó de servirle de algún mérito. Había invadido la Alsacia un ejército francés de diez y ocho mil hombres al mando del general Rantzau, en el cual se contaban muchos generales franceses de fama como Schomberg y Sirot, con el intento de expulsar de aquella provincia á los alemanes y españoles. El duque de Lorena, Mercy y Juan de Wert, que mandaban el ejército imperial y las tropas españolas de la provincia, determinaron salirles al encuentro y pelear con ellos sin demora; y D. Francisco de Mello, que supo el trance que se preparaba y de cuanta importancia habían de ser sus resultas para la Flandes española, envió de refuerzo dos mil caballos nuestros y dos mil infantes á cargo del Comisario general de la caballería de Alsacia D. Juan de Vivero. Halló nuestra gente al ejército enemigo acampado en los alrededores de Tutelinghen y de improviso cayó sobre él. Ya estaban los escuadrones de caballería española y alemana en medio del campo, ya eran dueños del parque de artillería, y todavía Rantzau no sabía á qué atenerse ignorando la ocasión del tumulto. Así la rota fué completa; quedó preso Rantzau con todos los generales, coroneles y capitanes, cuarenta y siete banderas, veintiséis estandartes, catorce cañones y dos morteros, que era toda la artillería, municiones, carros y bagajes. Los muertos no fueron muchos, porque la embestida fué tan repentina y tan vigorosa, que los franceses acobardados, apenas osaron ponerse en defensa; los heridos fueron más, y sobre todo los prisioneros y dispersos, á punto que de diez y ocho mil, apenas dos mil soldados se salvaron. Debióse lo principal del suceso al General de la caballería D. Juan de Vivero, que con los coroneles Vera, Villar y otros extranjeros de su mando, penetró en el campo enemigo no bien dada la señal del combate. Dió este hecho reputación á nuestra caballería; levantándose sobre la de la infantería, que, aniquilada en Rocroy, no acertaba ya con nueva gente á hacer nada importante, y como al propio tiempo en Cataluña se mostrase la caballería superior á la infantería, vino á resultar un cambio total en el género de reputación de nuestras armas, cambio no dichoso por cierto. El triunfo de Tutelinghen hubiera producido copiosos frutos en Alemania y en Flandes, á no andar flojos los nuestros y muy activos los enemigos. Estrechóse con él la alianza entre los holandeses y franceses, y unos y otros pusieron mayores fuerzas que nunca en campaña.

 

El duque de Orleans, con un ejército poderoso, donde iban por tenientes suyos los Mariscales de la Meilleraie y de Gassion, se puso delante de Gravelingas, mientras una armada holandesa establecía el bloqueo. Mandaba en la plaza el Maestre de campo D. Fernando de Solís; y aunque, ó por su culpa ó por culpa de nuestros generales, la guarnición no pasaría de mil quinientos hombres, cuando debiera ser doble en número, y así constaba en los asientos de España, fué la defensa bizarra, rechazando en cuatro asaltos á los franceses con horrible pérdida. Mas al fin, reducidos los nuestros á la tercera parte, y viendo aportillados por todas partes los muros, se rindió con honrosos partidos. Acudieron al socorro Piccolomini, que acababa de llegar á Flandes, y el mismo D. Francisco de Mello, con el conde Fuensaldaña y todas las fuerzas disponibles, mas no pudieron conseguirlo. Y entre tanto, el Príncipe de Orange, viendo desguarnecidas con aquel socorro nuestras fronteras, invadió el territorio, tomó tres fuertes nuestros poco importantes y el llamado de San Esteban, y logró circunvalar de esta vez el Saxo de Gante. Habíalo intentado ya antes, y estorbádoselo D. Francisco de Mello: ahora lo consiguió sin dificultad alguna. La plaza era pequeña, pero importantísima, porque desde allí se podía inundar á mansalva con los diques toda la campiña de Gante, y por estar á corta distancia de esta ciudad y de Amberes, abriendo puerta á todo el Brabante: era muy fuerte, pero guarnecida por solo trescientos hombres. Logró el Sargento mayor Espinosa, mozo muy alentado, meterse en la plaza con novecientos hombres, rompiendo las líneas enemigas, y esto prolongó la defensa por algún tiempo; pero al cabo de seis semanas tuvo que rendirse la plaza, no pudiendo tampoco socorrerla el marqués de Tordelaguna, D. Francisco de Mello. Suceso funestísimo que terminó la desgraciada campaña de 1644 por aquella parte, y que puso en horrible descrédito á Mello, á quien públicamente insultaban los naturales acusándolo de flojo é inepto. Su mujer, dama orgullosa, acabó de concitar contra él todas las iras, y al fin el Rey, aunque con honrosas distinciones, se vió obligado á separarlo del mando.

Á fines de este año murió la Reina Doña Isabel de Borbón. El Rey, que había ido á Aragón con intento de que jurasen los brazos del Reino por heredero al príncipe D. Baltasar, y á preparar las cosas de la nueva campaña, volvió á Madrid y manifestó sentirlo sobre manera. Ya por este tiempo estaba del todo declarada la privanza de D. Luis de Haro. Hubo asomos de disgusto y de resistencia en los Grandes á reconocerla; y aun llegaron á escribirse graves disertaciones, discutiendo la cuestión de si el Rey debía ó no tener favoritos. Las costumbres no habían mejorado por parte de los Tribunales y gente del Gobierno. La Universidad de Salamanca quiso trasladarse á Palencia por no poder más soportar los desafueros que allí se ejecutaban en sus estudiantes. Hubo auto de fe en Valladolid, donde murió quemado D. Francisco de Vera, noble caballero, acusado por su propio hermano de negar algunos artículos de la fe: y en Córdoba y otras ciudades habíalos á la par como siempre. Quemáronse públicamente en Madrid monederos falsos, y hombres acusados de pecado nefando y multiplicáronse los desafíos y las quiebras de negociantes.

Entre los hechos escandalosos, lo fué sobre manera la prisión y causa de D. Jerónimo de Villanueva, aquel famoso protonotario de Aragón amigo del Conde-Duque que tanto contribuyó á las revueltas de Cataluña, secretario de Estado de Flandes y España, por cuya mano habían corrido los mayores asuntos de la Monarquía; y las de Doña Teresa Valle de la Cerda, abadesa del convento de San Plácido, de Madrid, y tres de sus religiosas, ejecutadas y seguidas por el tribunal de la Inquisición. Amó D. Jerónimo á la Doña Teresa en sus mocedades, y tanto que estuvieron para contraer matrimonio. Arrepintióse ella inesperadamente de aquel trato, y sin que bastasen á disuadirla algunos ruegos, determinó meterse monja. Entonces D. Jerónimo, ó con su solo caudal ó con el suyo y el de su amada junto, edificó aquel convento, de donde ella fué abadesa, y al lado una gran casa que él habitaba. Visitaba frecuentemente el convento D. Jerónimo en compañía del Conde-Duque, y esto y la proximidad de la casa al convento, y los pasados amores, hicieron rugir á la murmuración sacrílegas y misteriosas historias. Al fin la Inquisición tomó parte, y aunque nada resultó, á lo que parece de los procesos que se formaron, fué acontecimiento que produjo doloroso escándalo. Tal sucede en los tiempos de depravación, donde la murmuración halla pretextos continuos: perviértese la opinión, dáse crédito á todo, porque todo se ve posible, y padecen tanto la moral y las costumbres con la verdad como con la sospecha.

Seguían los jueces, perezosos ó pervertidos como antes, de modo que sólo podía decirse que entendían en dar tormento, el cual aplicaban con horrible dureza. Padeciólo inocente Alonso Cano, el célebre artista, por haber hallado á su mujer muerta en el lecho, asesinada en su ausencia. Señalábase por la crueldad en esto de dar tormento, cierto alcalde de Corte llamado D. Pedro de Amezqueta, que apenas dió uno que no originase muerte. No cesaban las procesiones y funciones de iglesias, y alguna vez aún solía haber toros y fiestas. Pero no obstante, habíase aminorado notablemente el deseo de este género de entretenimiento.

Ahito el Rey de placeres y liviandades, y lleno acaso de remordimientos, no ponía tanta atención en ello; y la muerte de su mujer, á la cual en los últimos tiempos había vuelto todo su cariño, y la de su hijo, el príncipe D. Baltasar, acabaron de inclinar su corazón á la melancolía. Sintieron las comedias los primeros efectos de esta nueva disposición de ánimo del Rey. Diéronse ya en 1644, antes de la muerte de la Reina, unas leyes, por las cuales se prohibía que pudieran componerse ni representarse de otros argumentos que de vidas y hechos de santos; que hubiese cómicas que no fuesen casadas, y que los señores de la Corte pudiesen visitar á las comediantas arriba de dos veces: dictadas unas por la ignorancia y la hipocresía, ridículas otras y completamente ineficaces. Si algo había de prohibirse por profano é indigno, eran cabalmente las comedias de santos. Y no podía disculparse en el Rey y sus Consejeros que pasasen de la vida de comediantes que ellos propios con mengua de sus altos empleos hacían, á suprimir las comedias: lo único grande y la única recompensa, pequeña á la verdad, que nos hubiese quedado de tanta pérdida y desdicha, como aquella alegre y poética Corte nos había traído.

Muerta la Reina se puso ya en tela de juicio, como lo estuvo en los días de Felipe III, si eran ó no lícitas y convenientes las comedias; hubo papeles en pro y en contra, y al fin se suspendieron por dictamen del Consejo de Castilla, «hasta que Dios se sirva, decía, dar fin á las guerras tan vecinas con que Castilla se halla». Graves palabras y dictamen, que mirando la ocasión en que se dijeron, no pueden censurarse aún por los que más amen el divino arte dramático. Agravada luego la tristeza del Rey con la muerte de D. Baltasar, heredero presunto de la Corona, estuvieron suspensas las comedias por entonces. Por estos mismos años, llegado á mayor edad, fué reconocido por hijo del Rey, D. Juan Antonio de Austria, tenido en la famosa comedianta, llamada la Calderona. Púsosele casa en 1644; hízosele prior de San Juan, y comenzó á imaginarse qué cargo correspondería á su afición y nacimiento. Pronto se notó en él amor á las armas: quísosele hacer gobernador de Flandes, ó darle mando en los ejércitos de España; pero al fin se prefirió la marina. Fué nombrado, por tanto, Generalísimo de la mar, dándole por segundo á Carlos Doria, con otros capitanes antiguos y experimentados.

Nuevos vaivenes y borrascas se preparaban en tanto á dar el último golpe á nuestro poderío, agotando del todo nuestras fuerzas. Y eso que no podemos decir que en tales borrascas y combates no nos ayudase la fortuna; por el contrario, ella, declarándose muchas veces por nosotros, hizo aún dudar al mundo, si era ó no España todavía la nación potente de Felipe II. Faltan por ver prodigios del valor español; aun hay que ver cómo defienden piedra á piedra la grande herencia de sus padres por dentro y por fuera contrastada, los nobles hijos de Aragón y Castilla, á pesar de todas las faltas de su Gobierno. En Italia el príncipe Tomás se apoderó de Roca de Vigevano; mas recobráronla los españoles el año siguiente, y rindieron á Niza de la Palla, logrando mantener en el Piamonte la guerra que los enemigos querían traer al Milanesado. Viendo el Gobierno francés cuán poco adelantaba por aquella parte, imaginó embestir á Nápoles, donde el príncipe Tomás tenía algunos parciales, y donde había al parecer menos defensa. Para preparar el camino salió de las costas de Provenza una escuadra francesa al mando del duque de Brezé, compuesta de treinta y cinco naves, diez galeras y sesenta buques menores; tomó á su bordo al príncipe Tomás, con ocho mil soldados, y desembarcándolos en la playa de Siena, se apoderaron de Telamon y de los fuertes de Salinas y San Stephan, lugares descuidados y no bien provistos. Luego llegaron delante de Orbitello, plaza fuerte y defendida con buena guarnición por aquel valeroso Carlos la Gatta, que tan nobles pruebas dió de sí en el sitio de Turín.

Era Virrey de Nápoles el duque de Arcos; porque ya el ilustre almirante de Castilla, por causas que luego apuntaremos, había dejado aquel Gobierno, tornándose á España. No bien supo el de Arcos el sitio de Orbitello, levantó tropas, y con copia de bastimentos y dinero las envió en siete bajeles al socorro, el cual se logró felizmente. No fué tan afortunado otro socorro que envió el de Arcos á los pocos días en buques pequeños, porque sorprendidos por la armada de Brezé, que había quedado á la mira de las costas, fueron destrozados. Pero en esto, sabido el caso en España, se juntaron apresuradamente algunas galeras al mando de Don Diego Pimentel, hijo del conde de Benavente, las cuales, reunidas con las napolitanas, compusieron una armada de sesenta y cinco velas y diez barcos de fuego ó brulotes. Dió vista esta escuadra á la francesa en las costas de Toscana y al punto se trabó el combate, que duró tres días, aunque no con mucha furia; nosotros perdimos un brulote, que se incendió por sí mismo; los enemigos una nave gruesa y el Almirante, que murió de un cañonazo, con lo cual se dieron por vencidos y se alejaron á toda vela de aquellos mares, dejando triunfantes nuestras banderas. Mas aunque algunos de nuestros bajeles llegaron á la costa, no hallaron medios de enviar socorros á la plaza, cerrada completamente por los sitiadores, y así se temía su pérdida.

Desplegó el de Arcos una actividad loable; juntó un grueso de infantería que envió por mar á aquellas costas, y otro de caballería, por tierra y á dobles marchas; y todo el ejército lo puso á las órdenes del marqués de Torrecusso. Habíase este General retirado á Nápoles después de la batalla de Montijo; y cierto que la elección del Virrey no podía ser más acertada. Justificóla Torrecusso forzando valerosamente las líneas del príncipe Tomás delante de Orbitello, y poniendo en completa fuga á sus tropas. Ganó mucha gloria Carlos La Gatta, que en una salida deshizo todos los trabajos de los sitiadores, que estaban casi terminados, obligándolos á emprenderlos de nuevo. Quitó Mazzarino el mando de los ejércitos franceses al príncipe Tomás de resultas de este desastre, y envió una nueva expedición á aquellas costas, en naves francesas y algunas portuguesas, con un ejército al mando de los mariscales de La Meilleraie y de Plessis, el cual se apoderó de Piombino, que pertenecía á un pariente del Pontífice, por castigar á éste de cierto desaire que al Ministro francés había hecho. Luego los dos Mariscales desembarcaron en la isla de Elba y se apoderaron en veinte días de Portolongone, poseído por los españoles. Y parte de la armada que los trajo á aquellas costas adelantó su osadía hasta mostrarse amenazadora en el Golfo de Nápoles. Salieron á ella los bajeles españoles, que por acaso había en el puerto, y los napolitanos, tripulados por la nobleza de la ciudad, y no se dudaba del triunfo, cuando una calma repentina impidió el combate, y á favor de las sombras huyeron luego los franceses para evitarlo.

 

Piombino y Portolongone iban á caer en manos de los españoles de nuevo, cuando impensados sucesos vinieron á trastornar todas las cosas. Fué el primero el alboroto ocurrido en Sicilia á principios de 1647. Estaban los pueblos de aquella isla muy cargados de tributos, como todos los de la Monarquía. Las últimas empresas de los franceses en las costas de Toscana habían obligado al Virrey, que era el marqués de los Vélez, tan desgraciado en Cataluña, á reunir á toda prisa hombres y dinero con que defender sus costas, y atender al socorro de Nápoles y Toscana, y por lo mismo había acrecentado las derramas y había hecho levas considerables con gran disgusto del pueblo. Aconteció en tan mala ocasión una extraordinaria sequía, y con ella se declaró el hambre en toda Sicilia. No faltaba más para traer al último punto de la desesperación á los naturales. Incierto y confuso, y poco diestro, como siempre, el de los Vélez, oyendo el clamor del pueblo y temiendo ya sus excesos con el pasado escarmiento, comenzó á imaginar remedios para atajar el daño, y no se le ocurrió otro mejor que prohibir á los panaderos que subiesen el precio del pan, con pena de muerte. Retiráronse de tan peligroso ejercicio los panaderos; creció la miseria; aumentóse el desconcierto y, por último, impulsados por la desesperación, tomaron las armas tumultuariamente los naturales de Palermo, y acaudillados por un cierto Tomás Alesio, artesano, quemaron y saquearon las casas de los usureros y recaudadores, y las de los nobles y amigos del Virrey, abrieron las cárceles, y durante tres días fué dueña de aquella capital la anarquía. No hizo nada el de los Vélez para reprimirla: refugiado en las galeras desde los primeros instantes, no supo más que ceder á todo cuanto quiso solicitar de él la muchedumbre. Abolió las gabelas, devolvió al pueblo sus privilegios y concedió un perdón general á todos los culpables. Las turbas, insaciables, como siempre, no se contentaron con eso y continuaron los desórdenes en Palermo y luego en toda Sicilia, llegando á haber en las principales ciudades como Siracusa, Agrigento y Catania, barruntos de sacudir el dominio de España, dándose á los franceses. Pero Mesina se mantuvo fiel, y el mismo pueblo de Palermo hizo pedazos al Strático, que era el primer funcionario de la ciudad, por tachársele de agente de los franceses. Además, los varones ó señores feudales, de origen catalán en mucha parte, parciales de España y enemigos del pueblo, se pusieron del lado del Virrey, y así se logró atajar por entonces la insurrección, que muy amenazadora se presentaba. Harto peores resultas y cuidado ofreció el disgusto de Nápoles, que comenzó á mostrarse por los mismos días.

Era ésta de las provincias extranjeras de la Monarquía la más fiel y la que más había hecho en todas ocasiones por España. Sus ejércitos y sus armadas, lo mismo que sus tesoros, no se habían escaseado jamás: con los españoles se habían empleado copiosamente en las campañas que en el Nuevo y Viejo mundo había sostenido la Monarquía desde principios del siglo xvi. Sujetos sus soldados á la severa disciplina española, pronto adquirían la propia intrepidez, la misma firmeza, el mismo deseo de gloria que los tercios nacionales, á punto de no distinguirlos en las batallas. Napolitanos fueron muchos de los mejores capitanes que antes y después tuvo España; napolitanos muchos de los bajeles que tanta gloria dieron á nuestro pabellón en el Mediterráneo. Apenas puede decirse que las diversas provincias de España se tuvieran por tan españolas como aquella Nápoles, conquistada por la fuerza y sin otra razón ni derecho poseída. Aun por eso había menos cuidado en guardar aquel reino que ningún otro, y á principios de 1647 no pasaban de dos mil los soldados españoles que guarnecían todo aquel reino.

Pero á medida que Nápoles contribuía tanto á mantener el Estado, los Ministros de Felipe IV, como suele suceder, redoblaban sus exigencias. Así, en los veinte últimos años solamente, se calculaba en cincuenta mil hombres, número desproporcionado para aquella edad, y en ochenta millones de ducados lo que se había sacado de Nápoles para las guerras. Esto y la mala administración del reino, singularmente en los últimos años, lo habían traído á lamentable pobreza. Ni el conde de Monterrey, ni el duque de Medina de las Torres, deudos del de Olivares, que allí fueron Virreyes uno tras otro, pensaron en más que en esquilmar á los pueblos, y no ya sólo para servir y auxiliar á España, sino para enriquecerse ellos propios y contentar la codicia de sus favorecedores. Así andaban entonces todas las cosas. El pueblo napolitano, ligero é inflamable, aunque dado á la obediencia y leal á España, no podía ya menos de murmurar altamente del Gobierno, y aumentándose cada día la despoblación y la miseria, íbanse también aumentando las quejas, hasta el punto de producir profundo y general descontento. Y cierto que no era de despreciar éste: ya una vez lo había demostrado en tiempo de Carlos V, con motivo del establecimiento de la Inquisición, y hubo que renunciar á ello: después, en diversas ocasiones, había aparecido terrible.

Ni faltaba entre la muchedumbre quien se inclinase á la emancipación y á echar del reino á los españoles por cualquier modo, para darse á los franceses; y aunque estos reformadores fuesen pocos y flacos, todavía eran de precaver sus intentos y de repararlos con tiempo. Mas los Ministros y los Virreyes españoles no pusieron en nada de esto la atención más pequeña. Funestas y más tempranas habrían sido las resultas, á no mediar una circunstancia tan favorable para los españoles como desfavorable para la rebelión, y era la división entre nobles y plebeyos. Tal división, que perdió las libertades de Aragón y Castilla, mientras la unión conservaba las de las Provincias Vascongadas, y que daba vida á la insurrección de Cataluña, y facilitaba la desdichada emancipación de Portugal, era antigua en Nápoles. Vióse de ella una muestra durante el virreinato del gran duque de Osuna. No pudieron conllevar los nobles que fuera tan querido del pueblo, el cual no le amaba tanto sino porque lo creía enemigo de los nobles: lograron éstos desposeerle del virreinato, y aquél estuvo para tomar las armas en su defensa, no dependiendo quizás, sino de Osuna que no lo hiciese. Pero si esto retardó la rebelión y sacó al fin triunfante de ella nuestras banderas, no pudo impedirla ni estorbar sus excesos, que fueron luego tan horribles. Previóla el Almirante de Castilla, Enríquez de Cabrera, sucesor del de Medina de las Torres, que ya había sabido preveer la de Cataluña quince años antes que aconteciese, y desde el primer momento, comenzó á mejorar y moralizar la administración, y escribió á Madrid representando el peligro y la imposibilidad de sobrecargar á Nápoles con nuevas derramas y contribuciones, avisando al propio tiempo como buen soldado, que no eran bastantes las guarniciones españolas que allí había para mantener la obediencia, si el descontento llegaba á estallar en armas. Pero en Madrid, con la ordinaria imprevisión y el orgullo insensato de siempre, no se dieron oídos á sus avisos; antes, como en otro tiempo por los de Cataluña, se le tachó ahora de apocado y débil, á él que era de los poquísimos capitanes y Ministros de corazón heroico que aún tenía España. Entonces el Almirante, afligido por los nuevos males que miraba venir sobre la patria, hizo renuncia de su cargo, diciendo: «que no quería que en sus manos se rompiese aquel tan hermoso cristal que se le había confiado.»