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Historia de la decadencia de España

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Italia era teatro al propio tiempo de nuevos contratiempos. Había reemplazado al marqués de Leganés en el gobierno de Milán el conde de Siruela, D. Juan Velasco de la Cueva, otro de los privados del Conde-Duque, al cual, ya que no tuviese grandes méritos, no le faltaba alguna sagacidad y prudencia; mas quiso la suerte que desde el primer día se continuase la mala inteligencia con el príncipe Tomás de Saboya, no habiendo cosa al fin en que los españoles y el saboyano estuviesen de acuerdo. Sitió el conde de Harcourt á Montcalvo y la tomó, y en seguida se puso sobre Ivrea. Defendiéronse valientemente los sitiados, rechazando en varios asaltos á los franceses, y en tanto el príncipe Tomás y el conde de Siruela acudieron á levantar el cerco. Hubo un choque empeñado entre los sitiadores y las tropas del príncipe Tomás, mas sin efecto alguno, y negándose Siruela á comprometer una batalla general, discurrieron los aliados para llamar la atención del enemigo ponerse delante de Chivas. No se les malogró el intento; porque apenas lo supo Harcourt, alzándose de sobre Ivrea vino al punto al socorro, y los nuestros, que no pretendían otra cosa, se retiraron sin que el enemigo pudiese obligarlos á venir á la batalla. En seguida rindió Harcourt el castillo y villa de Ceba y la plaza de Mondovi, y luego se puso sobre Coni, plazas de las más importantes del territorio, y á pesar de los esfuerzos de nuestros generales, la tomó á los cuarenta y seis días de trinchera abierta, mientras los españoles sitiaban á Montcalvo. Acudió el francés al socorro de esta última plaza y no pudo conseguirlo, con que tuvo que rendirse á nuestras armas; mas poco después, falto el de Siruela de soldados, sacó la guarnición y demolió las fortificaciones. Al propio tiempo el príncipe Tomás, que quiso sorprender á Querasco, fué rechazado con alguna pérdida. Con esto terminó la campaña de 1641 por aquella parte, quedando más enconados que nunca el conde de Siruela y los príncipes de Saboya.

Enviaron éstos á Madrid Embajadores á quejarse al Rey de la conducta de los Ministros españoles, y hubo varias conferencias y tratos; pero en el ínterin se compusieron ímpesada y cautelosamente con la Corte de Francia y la regente de Saboya y volvieron contra nosotros sus armas. Dió esto ocasión sobrada para que se sospechase que algunas de sus quejas contra los españoles y sus Embajadas, tenían por objeto ocultar el intento de la defección, y hacerla más dañosa. La verdad era, que muerto el conde de Soissons, en la batalla de Sedán, la princesa de Cariñán, su hermana, mujer del príncipe Tomás, que estaba á la sazón en Madrid, tenía á sus bienes pretensiones, las cuales no parecía que pudieran hacerse valer sin reconciliarse con los franceses. Además, tanto Tomás como su hermano Mauricio, viendo claramente perdida la grandeza de España, más querían ser ingratos que víctimas.

De todos modos, el suceso no pudo sernos más funesto. Estuvo oculto el Tratado bastante tiempo para que los príncipes de Saboya pudiesen ir sacando astutamente las guarniciones españolas de la mayor parte de las plazas, y con efecto lo consiguieron, no sospechándose aún su deslealtad, y cuando fué pública, reunido el príncipe Tomás con los generales franceses, tomaron á Niza de la Palla, Verrua, Crecentino y Tortona, valerosísimamente defendida esta última plaza de los nuestros, primero en el recinto de ella, luego en el castillo. Era tan importante, que el conde de Siruela no quiso dejarla perdida, y como vió que los franceses y saboyanos se habían retirado del sitio, llegó allí con sus tropas, hizo reparar las líneas de circunvalación, y se fortificó en ella. Acudieron al socorro el príncipe Tomás y el conde Du Plessis que entonces gobernaba á los franceses; mas vieron tan bien dispuestos nuestros cuarteles, que no osaron acometerlos, y la plaza se rindió á los cuatro meses de sitio. Dejó así con honra el de Siruela el mando, que desde Flandes vino á recoger el marqués de Velada D. Antonio Sánchez de Ávila, tornándose á España. Ni fué la defección de los saboyanos la única que padeciésemos entonces en Italia.

Desde el tiempo de Carlos V tenían los españoles guarnición en Mónaco, cabeza del Principado de este nombre, y puerto, aunque pequeño, esencialísimo para la navegación de España á Italia y para el socorro de aquellos Estados, mucho más habiéndose dejado perder el de Final, que con este objeto tomó el gran conde de Fuentes. Era ahora príncipe de Mónaco D. Honorato Grimaldi, príncipe de Carpiñano, ricamente heredado en Nápoles y Milán, y hasta entonces leal vasallo de España; y viendo tan decaídas las cosas de España, abrió las puertas de la ciudad á los franceses. Los soldados españoles del presidio, aunque sorprendidos con aquella traición impensada, y sueltos y desarmados, no dejaron de defenderse por eso, muriendo muchos antes de abandonar la plaza, entre otros el capitán Esporrin, natural de Jaca, que los mandaba, peleando gloriosamente por su persona; mas al fin tuvieron que ceder. Pérdida también muy sensible y de mucha consecuencia para en adelante.

Volvíanse en esto todos los ojos y todas las esperanzas de España á Flandes. Allí era donde estaban recogidas las reliquias de los temibles tercios de Carlos V y de Felipe II; allí donde se conservaba la antigua escuela militar, el antiguo estímulo y hasta la antigua gloria; y allí, por último, estaba el hombre de más mérito que quedase en la Monarquía: el Cardenal Infante. Formóse aquel ejército con los mejores tercios españoles que pasaron de Italia al mando del duque de Alba casi ochenta años antes, y habíase luego repuesto con la gente vieja de Nápoles, Sicilia y Lombardía, y con los tercios que trajo el Infante cuando vino á los Estados y vencieron en Nortlinghen. Durante tan largo espacio de años mantúvose peleando y venciendo casi siempre en batalla, muriendo hoy uno, luego otro al filo de la espada, todos los capitanes y soldados, y rellenándolos lenta y perezosamente tal ó cual aventurero impaciente, tal otro perseguido en la Patria por pendenciero y retador, muchos sedientos de gloria, y no pocos sin familia ni hogar, ganosos de fortuna. Conforme iban llegando de España los bisoños, recogíanles los antiguos cabos, adiestrábanles y les enseñaban los severos principios de aquella milicia, y así todos se hacían unos á poco tiempo, y parecían los tercios de ahora los mismos que vencieron en Mulberg y en Pavía.

Ni era su general indigno de los de aquella época de gloria, ni sus capitanes, el conde de la Fontaine, el duque de Alburquerque y otros desmerecían de los primeros. Aguardábase por lo mismo en España que con poderosas diversiones por aquella parte se llamase de tal modo la atención de los franceses, que no pudieran acudir con fuerzas muy grandes á Cataluña y á Portugal é Italia. Y cierto que á los principios bien pudieron dar aliento á tales esperanzas, porque fueron muy gloriosos. Mas aconteció lo que entonces acontecía ya en todo, que al paso que los extranjeros reparaban fácilmente sus pérdidas, nosotros no podíamos sobrellevar las nuestras, porque nuestros grandes capitanes no hallaban sucesores ni reemplazo los valientes soldados: así todo lo ganado á mucha pena en largo tiempo y con grandes triunfos, perdíase de un golpe en una sola derrota. No había, como solía suceder, recursos ni dinero para comenzar nuevas campañas después de aquélla que concluyó con la toma de Arras por los franceses. La gente estaba desnuda y falta de todo; mas el Cardenal Infante, con su buen gobierno, logró recoger subsidios de los pueblos, y hubo capitanes, como el duque de Alburquerque, que con patriótico desprendimiento vistieron á su costa los tercios y sacrificaron la propia hacienda para mantener la campaña. Comenzáronla los enemigos coaligados sitiando el mariscal de la Meillerie la importante plaza de Ayre, y el de Orange la de Genep. El conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con un trozo de españoles se opuso á este último; pero no pudo salvar á Genep, y Ayre se rindió también, aunque después de defenderse valerosísimamente. En esta ocasión dió una muestra insigne de sus talentos militares el Cardenal Infante.

No teniendo reunido bastante ejército para el socorro, se estuvo apostado en las inmediaciones mientras duró el asedio, esperando refuerzos, y llegando tarde con ellos el barón de Lamboy, no pudo impedir la rendición de la plaza. Los enemigos antes de alzarse de su campo fortificado quisieron, naturalmente, dejar aprovisionada la plaza, y para eso enviaron por un gran convoy; mas el Cardenal Infante maniobró de suerte que se puso entre el campo francés y el convoy, tomando por asalto la importante villa de Liliers y enseñoreándose de todo el país. Entonces los franceses se vieron forzados á dejar sus líneas separándose como media legua para salvar el convoy, y el Infante, que no deseaba otra cosa, se metió rápidamente en ellas, sin que pudiesen ya estorbárselo. Allí, fortificado en los mismos reductos y baterías de los franceses, que no habían tenido tiempo de deshacerlos todavía, sitió de nuevo la plaza, la cual, no provista de municiones ni bastimentos, tuvo que rendirse. En vano los enemigos, burlados tan extrañamente y reforzados con numerosas tropas que trajo el mariscal de Brezé al de la Meillerie, intentaron forzar las líneas que ocupaba el Cardenal Infante; habíanlas ellos tan cuidadosamente fortificado antes, que ahora á su abrigo fueron invulnerables los nuestros.

Pero esta fué la única hazaña del Cardenal Infante; ni siquiera tuvo la satisfacción de ver rendida la plaza tan hábilmente ganada. Su salud, ya decadente con tantas fatigas y trabajos, acabó de llevar el último golpe con unas malignas tercianas que le acometieron en el campamento, y tuvo que dejarlo y retirarse á Bruselas, donde murió á poco tiempo de padecer penoso, llorado del ejército y del país por sus buenas cualidades, y muy sentido en España, aunque no tanto como merecía lo grande de la pérdida. Su cadáver vino al Escorial, donde reposa entre sus antepasados. Desde la muerte de Ambrosio de Spínola no había habido otra tan irreparable y tan dolorosa. Hábil político y capitán valiente y diestro, tenía también el Cardenal Infante muy alto patriotismo y una abnegación y dignidad que comenzaban á echarse harto de menos en la corrompida Corte de España. Así, cuando se habla de las desdichas de estos años fatales, es imposible dejar de contar entre las mayores su muerte. Ella fué también anuncio y preludio de otras que remataron nuestra ruina. Sucedió en el Gobierno una Junta compuesta de D. Francisco de Mello, conde de Azumar, del marqués de Velada, del conde de la Fontaine, D. Andrés Cantelmo, que eran los primeros jefes de las armas, y el Arzobispo de Malinas, hasta que sabido el suceso en nuestra Corte se nombró por Gobernador único de los Estados mientras iba persona real que lo reemplazase, al de Azumar, D. Francisco de Mello.

 

Era este de noble familia portuguesa, y acaso de las honradas de aquel reino; mas no debía andar sobrado de fortuna, y muy joven aún, se vino á la corte de España para obtenerla. Aquí contrajo amistad muy estrecha con Olivares, y cuando murió Felipe III, no bien comenzada la privanza de aquel Ministro, fué ya nombrado Gentilhombre del Rey. Mantúvose por acá muchos años sin obtener empleo, hasta que por los de 1639 fué enviado al virreinato de Sicilia, cargo harto mayor que sus servicios y merecimientos. Sobrevino allí á poco la rebelión de Portugal, y Mello permaneció fiel á España, y tantas fueron las demostraciones de su lealtad, que al tiempo mismo en que los demás portugueses, por bien reputados que estuviesen, eran cuidadosamente vigilados, cuando no perseguidos, él recibió el mando de la Alsacia, y el cargo de plenipotenciario en Alemania. De estos empleos, sin experiencia alguna de ejércitos, fué traído por el favor solo del Conde-Duque al difícil gobierno de los de Flandes.

Fueron los principios de este General tan prósperos, como desdichados los fines. Tomó el mando del ejército delante de Ayre, y en sus manos se rindió la plaza. Para divertirlo de aquel asedio entró aún la Meillerie por Arras; apoderóse de Lens y Villeta, villa de poca defensa; pasó á la Bassée, puesto importantísimo para cubrir el país de Lila, que á la sazón se estaba fortificando, y por no hallarse acabadas las fortificaciones no se había plantado en ella la artillería; así la tomó en pocos días, con que corrió todo el país. Adelantóse hasta Lila, y acometió dos veces los Burgos, de donde fué rechazado por hallarse allí ya tres mil infantes, con dos mil caballos que habían salido de las líneas de Ayre. Entonces M. de la Meillerie escribió al magistrado pidiendo neutralidad; pero los ciudadanos se mostraron muy fieles, con lo cual se retiró de allí y acometió á Armentieres, desde donde, si la tomaba, podía cortar los víveres al sitio de Ayre, y penetrar en el país hasta Brujas: fué también rechazado. Volvió á dar vista á Lila, y luego se retiró quemando y destruyendo todo aquel país hermosísimo. No pudo sufrir más el de Azumar, y adelantó un Cuerpo de doce mil hombres para salir al apósito. El enemigo fué á sitiar á Bapaume, y en su seguimiento fué Mello esperando alguna buena ocasión para romperle. Entre tanto Ayre pidió capitulación, y con esto terminó la campaña. En la siguiente, que comenzó muy temprano, Mello envió al conde de la Fontaine delante de Lens y la tomó, y después recobró también á la Bassée. Vinieron al socorro de esta plaza los mariscales d'Harcourt y de Grammont, que mandaban ahora las tropas francesas; mas no pudieron lograr su objeto, y permanecieron acampados y fortificados á orillas del río Escalda junto á Honnecourt, en paraje y manera que parecía inexpugnable. El Escalda los espaldaba, y extendiéndose por uno de sus costados, daba lugar á que este fuese defendido por un bajel anclado; el otro costado estaba apoyado en un bosque; el frente lo defendían tres buenos baluartes y una trinchera y foso que saliendo del río con media pica de ancho, volvía á entrar en él, dejando encerrado en su arco el campo francés.

Supo D. Francisco de Mello maniobrar entonces diestramente; envió hacia Hesdin un destacamento de tropas; con lo cual Harcourt, para precaver algún golpe de mano, salió de las fortificaciones con mucha parte de sus fuerzas, dejando dentro al conde de Guiche, conocido por el mariscal Grammont, con el resto, que serían hasta doce mil hombres. Luego al punto embistió las líneas enemigas con veinte mil soldados. El duque de Alburquerque tomó con su tercio los baluartes y la artillería, á pesar de una resistencia desesperada, y el marqués de Velada, que mandaba la caballería nuestra, deshizo al salir de las líneas la de los contrarios; con que después de seis horas de combate fueron estos derrotados dentro de las fortificaciones que juzgaban inexpugnables, y puestos en total fuga y dispersión, dejando en el campo dos mil quinientos muertos, tres mil prisioneros, toda la artillería y bagaje, la caja militar que tenía cien mil escudos, y todas las banderas y estandartes, entre otros el llamado de San Remigio, que era el blanco y no se había perdido nunca, y la bandera de la coronelia del Delfín, las cuales fueron colgadas en los templos de España. Grammont huyó seguido de muy pocos, y no paró hasta Quintín.

Fué gloriosísima esta batalla, y más porque siendo tanto el estrago de los enemigos, no pasó nuestra pérdida de doscientos muertos y pocos heridos; pero no tan fecunda como debía esperarse, porque en todo el resto de la campaña no se hizo otra cosa que vagar por uno y otro lado y hacer algunas incursiones por el territorio enemigo, fatigándose y disminuyéndose las tropas con inútiles marchas. Atribuyóse esto á la división que hubo entre los capitanes españoles, que no tenían á Mello, falto de autoridad y de antiguos servicios, todo el respeto que debieran. Pretendió acaso remediarlo la Corte enviándole á Mello en recompensa de la victoria de Honnecourt, con título de marqués de Tordelaguna, grandeza de España para su casa, y al propio tiempo le instó para que hiciese diversión bastante á sacar á los franceses de Cataluña.

Con estas victorias, para la campaña de 1643 se hicieron los mayores preparativos. Juntáronse hasta veinte mil infantes y seis mil caballos, los mejores de Flandes, en los cuales iba casi toda la gente española que había en los Estados. Dividió el de Tordelaguna y Azumar su ejército en dos trozos, y dejando como en reserva el uno de seis mil hombres á Beck, Coronel de alemanes, que desde la humilde condición de cosaco había llegado á aquel punto por sus servicios y virtud militar se adelantó con el otro, donde había hasta diez y ocho mil infantes y sobre dos mil caballos, llevando al conde de la Fontaine por Maestre de campo general, y al duque de Alburquerque, D. Francisco de la Cueva, por General de la caballería, ausente el marqués de Velada para el gobierno de Milán; y entrando en la provincia de Champagne puso cerco á Rocroy. Acababa de ser nombrado por los franceses gobernador de esta provincia el gran príncipe de Condé, todavía duque de Enghien, joven de veintidós años, muy deseoso de vengar la vergüenza que había hecho recaer sobre su casa la fuga de Fuenterrabía, y bajo su mando estaban los generales de l'Hopital, de Gassion, de Espanau y de la Ferté Semetièrre, con diez y siete mil infantes y tres mil caballos. No bien supo Condé que el marqués de Tordelaguna, D. Francisco de Mello, sitiaba á Rocroy, se determinó á rechazarle de allí á toda costa, á pesar de que los viejos Mariscales que tenía á sus órdenes calificaban de temerario el intento. Eralo sin duda, y á no ser por las grandes faltas que cometieron los nuestros, la ruina del ejército francés hubiera sido completa, como lo fué la de los españoles.

Está Rocroy situada en medio de una llanura, rodeada de bosques y pantanos, sin otra puerta ó entrada que un peligroso desfiladero: con sólo guardar éste por algunas compañías de soldados, era imposible el paso y el socorro intentado por los enemigos. Pero Tordelaguna, que quería la batalla, y que ensoberbecido con sus anteriores ventajas, menospreciaba imprudentemente á los contrarios, les dejó entrar en la llanura pacíficamente, sin tomar otra precaución que la de ordenar á Beck que viniese en su ayuda con la reserva. No faltó luego quien le aconsejase que fortificase ligeramente su campo; pero Mello tampoco quiso dar oídos á consejo tan prudente; antes se salió de él y formó su ejército en batalla. Levantábase un tanto la llanura por la parte de la ciudad que ocupaban los españoles; descendía luego suavemente, y volvía á levantarse por la parte del desfiladero adonde estaban los franceses. De ellos á nosotros corría uno de tantos bosques como por allí había, el cual, comenzando no lejos de la derecha de los franceses, terminaba á la izquierda de nuestro campo. Mello hizo ocupar este bosque por una manga de mil mosqueteros, y al duque Alburquerque D. Francisco de la Cueva, le dió el mando del ala izquierda que en él se apoyaba con buena parte de la caballería y la infantería italiana y walona; en el centro, y allí donde más se alzaba el terreno por nuestra parte, plantó el grueso de la mejor infantería española, gobernada de aquel conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con la artillería; y en el ala derecha se puso él propio con el resto de la caballería, y alguna infantería española y extranjera. El duque de Enghien dió frente á los nuestros á la otra parte alta de la llanura, poniendo al mariscal d'Espenan, aquél que defendió á Salsas, en el centro con el grueso de la infantería francesa y mercenaria; el ala izquierda opuesta á Mello la fió á los mariscales de l'Hopital y de la Ferté: y en el ala derecha contra Alburquerque se colocó él mismo con Gassion, distribuyendo entre las dos alas su numerosa y escogida caballería. Á la espalda dejó en reserva, con buen número de tropas, al Barón de Sirot, soldado de mucha nota. Ambos generales ardían en deseos de venir á las manos: Mello, sin embargo, aguardaba á que llegase Beck con la reserva para comenzarla, y aun por eso quizás no había cuidado de dejar alguna gente á la espalda en su orden de batalla: mas el de Enghien, advirtiendo el propósito de su enemigo, se apresuró á venir á las manos.

Día 19 de Mayo, al amanecer, se rompió el fuego: comenzólo Enghien embistiendo poderosamente el bosque donde apoyaba sus escuadrones Alburquerque, que era la llave de nuestra posición; por lo mismo debieron sostenerlo los nuestros hasta el último extremo, pero no se hizo, y después de una sangrienta escaramuza, nuestros mosqueteros fueron de allí desalojados. Entonces Enghien avanzó con toda su ala formada en batalla; pero la espesura del bosque desordenaba su gente, y para evitarlo hubo de acudir á una traza de más efecto que la que imaginó en un principio. Mientras él continuaba avanzando con la primera línea de sus escuadrones á lo largo del bosque, ordenó al mariscal Gassion que recorriese la segunda, y rodeando con ella el bosque mismo, vino á caer por el otro lado sobre los nuestros. Ejecutólo Gassion con notable presteza y arrojo; halló desprevenido al de Alburquerque, que solo atendía al ataque de Enghien, y aprovechándose de la sorpresa deshizo en pocos momentos nuestra caballería. En vano Alburquerque acudió ya al reparo peleando bien por su persona: fué herido y obligado á retirarse: con que dejó expuestos á la furia de los caballos enemigos los tercios walones é italianos, que no tardaron en tomar la fuga. Entre tanto los mariscales de l'Hopital y de la Ferté habían embestido nuestra izquierda con mucho denuedo; pero saliendo contra ellos D. Francisco de Mello deshizo sus caballos y acuchilló sus infantes, y preso la Ferté y herido l'Hopital, todo se lo llevó por delante en completa derrota.

Hasta aquí la batalla estaba igual por ambas partes: los escuadrones que componían el centro en uno y otro ejército, no se habían embestido todavía: de las alas una por cada parte quedaba deshecha. Pero entonces cabalmente se vió la diferencia de talento en los caudillos. Mello con su caballería no pensaba más que en perseguir á los fugitivos juzgando ganada la batalla, cuando tropezó con el escuadrón de la reserva que traía Sirot, á cuyo abrigo comenzaron á recogerse las reliquias del ala izquierda enemiga. Trabóse un reñido combate, y entre tanto el de Enghien, sabido el destrozo de su ala, repartió acertadamente su gente en dos Cuerpos; con el uno envió á Gassion por detrás de nuestro mismo centro á embestir á la infantería vencedora de Mello, y con el otro fué él propio á sostener á Sirot con nuestra triunfante caballería. Esta, gobernada del mismo Mello, se sostuvo bien al principio, pero acometida por fuerzas tan superiores, no tardó en dispersarse, sin que el General fuese de los últimos que apelasen á la fuga. La infantería por tan breves momentos vencedora, fué acuchillada sin piedad á un tiempo por Gassion que la cogió por la espalda, y por Enghien y Sirot y toda la caballería francesa. Allí murieron muchos, pocos huyeron, algunos se recogieron confusamente al centro donde estaba el grueso de la infantería española, altas las picas, preparados los mosquetes y arcabuces, inmóvil é intacta todavía. El conde de la Fontaine, lorenés, ganó aquel día incomparable prez y gloria. Doblado al peso de los años, y enfermo y desfallecido, se había hecho traer en silla de manos, no queriendo en tal ocasión desamparar á los viejos tercios, que tantas veces había acompañado á la pelea. Desde allí vió los varios trances de la batalla sin poder obrar nada, porque d'Espenan, aunque no osaba acometerle, le amenazaba sin cesar con iguales ó mayores fuerzas, y descomponer su ordenanza habría sido entregar sus infantes al hierro de los caballos enemigos en un momento vencedores. Lo que hizo fué recoger y amparar á los infantes fugitivos que acudieron á sus escuadrones y ordenar á éstos en cuatro frentes: los mosqueteros y arcabuceros en las primeras filas; las picas detrás, y en el centro del cuadro que se formaba, los cañones: de modo que, abriéndose á cada momento los soldados, pudieran disparar sobre seguro los nuestros. No tardó Enghien, recogida su caballería y ordenada, en caer sobre el centro. Serenos é inmóviles los infantes españoles, la dejaron llegar á cincuenta pasos, y allí dispararon sobre ella tal rociada de balas, que la hicieron volver las espaldas con no menos precipitación que venía á dar la acometida. Volvió Enghien á cargar dos veces más, y ambas fué rechazado de la propia suerte con horrible estrago, sin que se notase en los nuestros señal de desorden ó recelo. Entonces todo el ejército enemigo vino á cercar el cuadro, azotándole con la artillería, combatiéndole con furiosos asaltos, y hallando desesperada resistencia.

 

Prolongóse aquel desigual combate mucho tiempo, consumiéndose poco á poco los infantes españoles, mas sin ceder un punto, y acrecentándose cada momento la saña del enemigo al ver que un trozo de infantería desamparado de todo el ejército osase disputarle la victoria. Al cabo, abiertos ya por todas partes los escuadrones, flacos y rendidos, algunos capitanes españoles pidieron capitular. Adelantábase el de Enghien á oir sus proposiciones, cuando otros de los nuestros, ó no queriendo capitular aún en tal extremo, ó interpretando mal el movimiento del general enemigo, y suponiendo que venía á embestirles de nuevo, dispararon su arcabucería. Gritóse traición por ambas partes y de nuevo se comenzó el combate, aunque ya más bien podría llamarse matanza. La caballería francesa, hallando claras las filas, vacíos los puestos de soldados y llenos de cadáveres, penetró al fin en el cuadro y hubieron de lidiar los nuestros, sueltos y sin orden, uno contra veinte, no ya por la victoria ó por la vida, sino sólo por la reputación de su nombre. Cayó el conde de la Fontaine de su silla despedazado de heridas, y pisotearon sus venerables canas los escuadrones franceses; cayó el valiente Maestre de campo Don Iñigo de Velandia y casi todos los capitanes. El de Enghien corría de acá para allá, conteniendo la saña de sus soldados, por salvar las pocas vidas que quedaban de aquellos valientes españoles; mas como ellos no querían ya las vidas y peleaban valerosamente por dondequiera espantando aún á sus enemigos, no hallaban piedad alguna. Sin embargo, logró salvar el de Enghien al Maestre de campo D. Jaime de Castellví y algunos soldados de nota, todos heridos ya, ó sin fuerza para mover el hierro. En esto asombró á los franceses el espectáculo de uno de los tercios, que formado el cuadro de por sí: peleaba con tanta bizarría y resolución como si entonces comenzase la batalla. La comandaba el conde de Villalva D. Bernardino de Ayala, noble caballero enviado á servir en Flandes por castigo, de los más valerosos que hubiese entonces en aquellas provincias. En vano los franceses acometieron una vez y otra aquel tercio invencible: murió Villalva, murieron casi todos los capitanes, y no por eso cejaron los soldados. La artillería francesa inundó de sangre el reducido ámbito que ocupaba el tercio; mas no pudo romper sus frentes. Bramaban de cólera los enemigos al contemplar que un puñado de hombres osase disputarles todavía tan gloriosa victoria; redoblaban á cada momento sus esfuerzos, y siempre en balde. Al fin el de Enghien, joven y valeroso, admirando el valor de aquellos viejos soldados, que no sabían dar la espalda al enemigo, ni rendir las espadas heredadas de los vencedores de Ceriñola y San Quintín, les ofreció honrosos y nunca oídos conciertos, que fué que saliesen del campo con los honores mismos con que suelen salir las guarniciones de las fortalezas, y que libres y con armas fueran puestos en tierra española. Con tales condiciones no pudieron negarse á capitular. Creyóse al principio que los franceses los traerían á Fuenterrabía para cumplir los pactos; pero sin duda les pareció menos peligroso dejarlos en Flandes que ponerlos á punto de reforzar nuestras armas en Cataluña, y allí los dejaron. Años adelante, aquel tercio era conocido aún en Flandes, por memoria de su hazaña, con el nombre de Tercio de la Sangre.

Mucha derramaron en aquella ocasión los enemigos; y tanta ó más los nuestros. Dejamos ocho mil muertos en el campo; los prisioneros llegaron á seis mil, casi todos extranjeros; veinticuatro cañones, las banderas, bagajes y cajas militares. Muy pocos pudieron salvarse al amparo de Beck, que llegó con sus tropas al campo de batalla cuando acababa de capitular el último tercio. Mello se refugió avergonzado en Bruselas. Allí acabó la infantería española que había fatigado á la tierra y encadenado los ejércitos de todo el mundo por cerca de dos siglos. Acabó con tanta gloria, que aún los franceses recuerdan con admiración la respuesta de uno de los capitanes españoles prisioneros, al cual preguntándole por el número de soldados que tenía su tercio, contestó friamente: «Contad los muertos.» La ineptitud de Mello, la flaqueza de nuestra caballería, y aún la poca resistencia que allí tuvieron los tercios italianos y walones, nos arrancaron la victoria que el valor de nuestra vieja infantería hubiera hecho indudable. No contemos más desde este día á España entre las grandes naciones militares: era Roma y va á ser Cartago: manos mercenarias la defenderán casi siempre en adelante (1643).

Llegó á Madrid esta nueva infausta á poco de caer de su privanza el Conde-Duque y cuando la Corte se hallaba aún tan regocijada con tal suceso, que no tuvo espacio para llorarla como debía. No habían desdicho las últimas medidas del favorito del resto de su administración, que toda se volvía imaginar arbitrios buenos ó malos, aplicando sin cordura los malos y dejando de aplicar los mejores. Todavía en 1642, meses antes de su caída, hizo publicar una pragmática, bajando el valor de la moneda de vellón, que él mismo había hecho subir en 1636: de modo que las piezas de seis maravedís valiesen uno solo, con que hubo tal confusión y espanto, que apenas se hallaba de comer en Madrid mismo. Algo menos infeliz anduvo al querer llamar de nuevo á los judíos; pero no era él hombre de llevar á cabo tamaña empresa, y así fué que con sólo haber puesto la Inquisición mal ceño, desistió del propósito; ni era esto tampoco, verdaderamente, para ejecutarlo de pronto, ni para atender á males tan inmediatos y urgentes. Los soldados, testigos de su flojedad y del papel indigno que hacía representar al Rey en paz y en guerra, llegaron á aborrecerle mortalmente, y estando en Molina de Aragón con el Rey, de una compañía que hizo salva al pasar su coche, salió una bala, que hirió dentro de él al enano con que entretenía sus ocios y penas, y puso á riesgo su persona, sin que pudiera averiguarse el autor de tal hecho.