Kostenlos

Bocetos californianos

Text
0
Kritiken
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

De este modo, con poca comida, mucho Homero y el acordeón, transcurrió una semana que con paciencia soportaron los fugitivos. De nuevo los abandonó el sol, y otra vez los copos de nieve de un cielo plomizo, cubrieron el congelado suelo. Poco a poco les fue estrechando cada vez más el círculo de nieves, hasta que los muros deslumbrantes de blancura se levantaron a veinte pies por encima de la cabaña. El fuego fue cada vez más difícil de alimentar; los árboles caídos a su alcance, estaban sepultados ya por la nieve. Y no obstante, nadie se quejaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro, y eran felices, y don Jorge se resignó tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Flora; sólo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y fenecer poco a poco. A media noche del décimo día, llamó a su lado a don Jorge:

–Me voy—dijo con voz de quejumbrosa debilidad.—Le ruego no diga nada a los corderitos; tome el lío que está bajo mi cabeza y ábralo.

Efectuándolo, don Jorge vio que contenían intactas las raciones recibidas por la madre Shipton durante los últimos ocho días.

–Delas a la criatura—dijo, señalando a la dormida Flora.

–¡Infeliz! ¡Se ha dejado morir de hambre!—dijo el jugador con sorpresa.

–Así se llama esto—repuso la mujer con voz apagada.

Se acostó de nuevo, y volviendo la cara hacia la pared, entró en una rápida agonía.

Aquel día enmudecieron el acordeón y las castañuelas, y se olvidó la Iliada y sus héroes.

Al ser entregado el cuerpo de la madre Shipton a la nieve, don Jorge llamó aparte al Inocente y le mostró un par de zuecos para nieve, que había fabricado con los fragmentos de una vieja albarda.

–Hay todavía una probabilidad contra ciento de salvarla; pero es hacia allí—añadió señalando a Poker-Flat.—Si puedes llegar en dos días, cantaremos victoria.

–¿Y usted?—preguntó Tomás.

–Yo me quedo—contestó secamente.

La pareja se despidió con un estrecho y efusivo abrazo, al que siguieron algunas lágrimas. ¡Don Jorge! ¿También se va usted?—preguntó la Duquesa cuando vio a aquél que parecía aguadar a Tomás para acompañarle.

–Hasta el cañón—contestó.

Y, diciendo esto, besó a la Duquesa, dejando encendida su blanca cara y rígidos de asombro sus entumecidos nervios.

La soledad nocturna vino otra vez, pero no don Jorge. Trajo otra vez la tempestad y la nieve con sus torbellinos. Avivando el expirante fuego, vio la Duquesa que alguien había apilado a la callada contra la choza, leña para algunos días más. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las ocultó a Flora.

Dominadas por el terror, aquellas vírgenes durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara comprendieron su común destino, observando el más riguroso silencio. Flora, haciéndose la más fuerte, se acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo, en cuya disposición mantuviéronse todo el resto de la jornada. La tempestad llegó aquella noche a su mayor furia, destrozó los pinos protectores e invadió la misma cabaña.

Al romper el nuevo día, no pudieron ya avivar el fuego, que se extinguió poco a poco.

A medida que las cenizas se amortiguaban, la Duquesa se acurrucaba junto a Flora, y por fin rompió aquel silencio que parecía eterno:

–Flora; ¿puedes rezar aún?

–No, hermana…—respondió Flora dulcemente.

La Duquesa, sin saber por qué, sintiose más libre, y apoyando su cabeza sobre el hombro de Flora no dijo más. Y así, reclinadas, prestando la más joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora hermana, quedaron dormidas. El viento, como si temiera despertarlas, cesó. Muchos copos de nieve, arrancados a las largas ramas de los pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron sobre aquel grupo sublime. Diana, la de argentinos rayos, contempló al través de las desgarradas nubes aquel lugar selváticamente bello. Toda impureza humana se había fundido, todo rastro de dolor terreno había desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente desde arriba.

Todo aquel día durmieron su apacible sueño, y al siguiente no despertaron, cuando voces y pasos humanos rompieron el silencio de aquel mudo paraje. Y cuando manos piadosas separaron la nieve de sus marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual que ambas respiraban, cuál fuera la que se había manchado. La misma ley de Poker-Flat lo reconoció así y se retiró, dejándolas todavía enlazadas una en brazos de otra.

En la embocadura del desfiladero, sobre uno de los mayores pinos, encontrose un dos de bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de monte. Contenía la siguiente inscripción, hecha con vigorosos trazos de lápiz:

AL PIE DE ESTE ÁRBOL YACE EL CUERPO DE
DON JORGE
QUE DIO CON UNA VENA DE MALA SUERTE
EL 23 DE NOVIEMBRE 1850
Y ENTREGÓ SUS PUESTAS EL 7 DE DICIEMBRE 1850

Y, en efecto. Allí, frío y sin pulso, con un revólver a su lado y una bala en el corazón, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat, cosas ambas que se leían todavía a través del rostro apacible pero enérgico del jugador.

UNA NOCHE EN WINGDAM

Todo el día había corrido en diligencia y me sentía atontado por el traqueteo y molestias de tan pesado viaje. De modo que cuando al caer de la tarde descendimos rápidamente al pueblecito arcadiano de Wingdam, resolví no pasar adelante y salí del carruaje en un estado dispépsico insoportable. Sentía aún los efectos de un pastel misterioso, contrarrestados un tanto por un poco de ácido carbónico dulcificado que con el nombre de «limonada carbónica», me había servido el propietario del mesón de Medio Camino. No alcanzaron siquiera a interesarme los chistes del galante mayoral que conocía los nombres de todo el mundo en el trayecto; que hacía llover cartas, periódicos y paquetes desde lo alto de la vaca; que mostraba sus piernas en frecuente y terrible proximidad a las ruedas, subiendo y bajando cuando íbamos a toda velocidad; cuya galantería, valor y conocimientos superiores en el viaje nos admiraban a todos los viajeros, reduciéndonos a un silencio envidioso, y que cabalmente entonces estaba hablando con varias personas con visible interés y entusiasmo. Quedeme sombriamente de pie con mi manta y saco de viaje bajo el brazo, contemplando la diligencia en marcha, y eché una mirada de despedida al galante conductor, que, colgado del imperial por una pierna, encendía su cigarro en la pipa de un postillón que corría. Después, me volví hacia el apacible hotel de la Templanza, en Wingdam.

No sé si por causa del tiempo o por causa del pastel, la fachada no me hizo una impresión muy favorable. Quizá era porque el rótulo, extendido a lo largo de todo el edificio, con letras dibujadas en cada ventana, hacía resaltar de mala manera a aquellos que miraban por ellas, o quizá porque la palabra templanza siempre ha despertado en mí la idea de bizcochos flojos y chocolate de poca consistencia. A la verdad, la casa no convidaba. Podíasele haber llamado fonda de la abstinencia, según era la falta de todo lo necesario para deleitar o cautivar al pasajero. Presidió, sin duda, a su construcción cierta tristeza artística. De excesivas dimensiones para el campamento y destartalada no producía la más remota idea de confort. Tenía, además, una rústica condición: sentíase en ella la humedad del bosque y el olor del pino. La naturaleza violentada, pero no sometida del todo, retoñaba en lagrimillas resinosas por puertas y ventanas. No sé por qué me pareció que instalarse allí, debía asemejarse a pasar un día de campo perpetuo. Al hacer mi entrada en el hotel, los habituales huéspedes de la casa salían de un profundo comedor y se esforzaban en quitarse por la aplicación del tabaco en varias formas, el sabor detestable de la cena recién ingerida. Algunos se colocaron inmediatamente en torno de la chimenea, con las piernas sobre las sillas, y en aquella postura se resignaron silenciosamente a la labor ímproba de una pesada digestión.

En atención a mi estado gástrico, no acepté la invitación que para cenar me hizo el posadero, pero me dejé conducir al salón. Era el tal posadero un magnífico tipo barbudo del hombre animal. Pasó por mi imaginación un personaje dramático. Con la vista fija en el chisporroteante fuego, pensaba para mis adentros cuál podría ser, esforzándome en seguir el hilo de mis memorias hacia el revuelto pasado, cuando una mujercita de tímido aspecto apareció en la puerta, y apoyándose pesadamente contra el marco, dijo con voz débil.

–¡Marido!

Al volverse el posadero hacia ella, el singular recuerdo dramático centelleó claramente ante mí en un par de versos:

 
Dos almas con un solo pensamiento
y palpitando acorde el corazón…
 

Se trataba de Ingomar y Partenia, su mujer. Ni más ni menos.

In mente di en seguida al drama un desarrollo diferente:

Ingomar se había traído a Partenia a la montaña, donde tenía un hotel a beneficio de los allemani que acudían allí en número no escaso.

Partenia iba bastante cansada y desempeñaba el trabajo sin criados de ningún género. Tenía dos bárbaros, pequeños aún, un niño y una niña; estaba ajada, pero conservaba aún sus trazos bellos.

Permanecí sentado, hablando con Ingomar, que parecía encontrarse en su centro. Contome varias anécdotas de los allemani, que exhalaban todas un fuerte aroma del desierto, y sobre todo guardaban cabal armonía con la siniestra casa: habló de cómo Ingomar había muerto algunos osos terribles, cuyas pieles cubrían su cama; de cómo cazaba gamos, de cuya piel hermosamente adornada y bordada por su esposa, se vestía; de cómo había muerto a varios indios y de cómo él mismo estuvo una vez a punto de seguir la misma suerte. Esto, explicado con el ingenuo candor que tan bien sienta en un bárbaro, pero que un griego hubiese considerado de sabor poco ático.

 

Recordando a la fatigada Partenia, comencé a considerar que otra hubiese sido su suerte, de casarse con el antiguo griego del drama; al menos habría vestido siempre decente y sin aquel traje de lana pringado por las comidas de un año entero y las grasas de cocina, no se hubiese visto obligada a servir la mesa con el cabello sin peinar, ni se hubieran colgado de sus vestidos los dos niños con los dedos sucios, arrastrándola inconscientemente a la sepultura.

Estas poco optimistas cavilaciones las supuse inducidas por el pastel que todavía tenía en el estómago, de manera que me levanté y dije a Ingomar que me mostrara la habitación, pues quería acostarme.

Siguiendo al terrible bárbaro, que blandía una vela de sebo encendida, subí por la escalera arriba, hacia mi cuarto. Hízome notar que era el único que tenía con una sola cama, y que lo había construido para los matrimonios que pudiesen hacer alto allí; pero que no habiéndose presentado aún ocasión, lo había dejado a medio amueblar. Una de las paredes estaba tapizada y la otra tenía grandes grietas. El viento que soplaba constantemente sobre Wingdam, penetraba en el aposento por diferentes aberturas; la ventana era sobrado pequeña para su rompimiento, donde colgaba dando extraños chirridos. Parecíame todo repugnante y desaseado. Antes de retirarse Ingomar me trajo una de las pieles de oso, y echándola sobre una especie de ataúd que estaba en un rincón, aseguró que me abrigaría cómodamente y se despidió, deseándome un feliz sueño.

Me estaba todavía desnudando, cuando la luz se apagó a la mitad de esta operación; me acurruqué bajo la piel de oso y traté de acomodarme lo mejor posible para conciliar pronto el sueño. Sin embargo, estaba desvelado. Oí el viento que barría de arriba abajo la montaña, agitaba las ramas de los melancólicos pinos, entraba luego en la casa y forcejeaba en todas las puertas y ventanas del edificio. Fuertes corrientes de aire esparramaban a menudo mi cabello sobre la almohada con extraños aullidos. La madera verde de las paredes despedía humedad, que penetraba aún al través de la piel de plantígrado que me habían entregado. Me sentí como Robinson Crusoe en su árbol, después de retirar la escalera, o bien como el niño a quien se mece en la cuna. Al cabo de media hora de insomnio, sentí haberme parado en Wingdam. Después del tercer cuarto de hora me arrepentí de haberme acostado, y al cabo de una hora de inquietud, me levanté dispuesto a vestirme. Animome la creencia de que había visto lumbre en la sala común, y que tal vez estaba ardiendo todavía. Salí fuera de mi habitación y seguí a tientas el corredor que resonaba con los ronquidos de los allemani y con el silbido del viento implacable. Me deslicé escaleras abajo, y por fin, entrando en la sala, vi que ardía aún el fuego. Acerqué una silla, lo removí con el pie y me quedé sorprendido de ver a Partenia sentada allí también, con una criatura de demacrado rostro en el regazo.

Díjele si no sería indiscreción preguntarla por qué estaba levantada todavía.

No se acostaba los miércoles hasta la llegada del correo, para llamar a su marido si había pasajeros a quienes atender.

¿No se cansaba?

A veces, pero Abner (el nombre del bárbaro) le había prometido darle quien le ayudase, a la primavera siguiente, si el negocio prosperase.

¿Cuántos huéspedes tenían?

Calculaba que acudirían unos cuarenta a las comidas de hora fija y había parroquia de transeúntes, que eran tantos, que ella y su marido podían servirlos, pero él trabajaba también.

¿Qué trabajo?

¡Oh! descargar leña, llevar los equipajes de los pasajeros…

¿Hacía mucho tiempo que estaba casada?

Unos nueve años; había perdido una niña y un niño y tenía otros tres. Él era de Illinois; ella de Boston. Había sido educada en la escuela superior de niñas de Boston; sabía un poco de latín y griego y matemáticas. Cuando murieron sus padres vino sola al Illinois para poner escuela; lo vio; se casaron… un casamiento por amor… (Dos almas… etc.) Emigraron después al Arkansas; desde allí, a través de las llanuras, hasta California, siempre a orillas de la civilización.

¿Deseaba quizá alguna vez volver a su casa?

No le hubiera desagradado por motivo de sus niños, pues hubiese querido darles alguna educación. Ella les había enseñado algo, pero no mucho a causa de la excesiva ocupación. Estaba convencida que el hijo sería, como su padre, fuerte y alegre: temía que la niña se pareciese más bien a ella. Muchas veces había pensado que no estaba educada para ser la mujer de un fondista.

¿Por qué?

Sus fuerzas no eran muchas y había visto mujeres de los amigos de su marido, en el Kansas, que podían hacer más trabajo; pero él no se quejaba: ¡era tan bueno! (Dos almas… etc.)

Contemplela a la luz del hogar, cuyos reflejos jugueteaban en sus facciones ajadas y marchitas, pero finas y delicadas aún. Reclinada la cabeza y en actitud pensativa, tenía en los cansados brazos al niño clorótico y medio desnudo; a pesar del abandono, de la suciedad y de sus harapos, conservaba un resto de pasada distinción y no es de extrañar que no me sintiera yo entusiasmado por lo que ella llamaba la «bondad» de su marido.

Alentada por mi sincera curiosidad, me dijo que poco a poco había abandonado lo que imaginaba ser debilidades de su primera educación, pero notaba que perdía sus ya escasas fuerzas en esta nueva situación. Al pasar de la ciudad a los bosques, se vio odiada por las mujeres, que la tachaban de soberbia y presuntuosa; todo esto engendró la impopularidad de su marido entre los compañeros, y arrastrado en parte por sus instintos aventureros y en parte por las circunstancias, la llevó a otras tierras.

Continuó la narración de la triste odisea. En su memoria no quedaba otro recuerdo del camino recorrido que un desierto inmenso y desolado, en cuya uniforme llanura se levantaba un pequeño montón de piedras, la tumba de su hijo. Hacía tiempo, observaba que Guillermito enflaquecía y lo hizo notar a Abner, pero los hombres no entienden de criaturas, y, además, estaba fastidiado por un viaje con tanta gente y en tales condiciones.

Acaeció que después de pasar Sweetwater, iba ella caminando una noche al lado del carruaje y mirando el centellear de las estrellas, cuando oyó una vocecita que decía:—¡Madre!—Corrió hacia el interior del carromato y vio que Guillermito dormía descansadamente y no quiso despertarlo; un momento después oyó la misma apagada voz que repetía:—¡Madre!—volvió al carruaje, se inclinó sobre el pequeñuelo y recibió su aliento en la cara, y otra vez lo arropó como pudo y volvió a emprender la marcha a su lado, pidiendo a Dios que lo curase, y con los ojos levantados al cielo, oyó la misma voz, ya exánime, que por tercera vez la llamaba:—¡Madre!—y en seguida una grande y brillante estrella cruzó el espacio, apartándose de sus hermanas, y se apagó, y presintió lo que había sucedido y corrió al carromato otra vez, tan sólo para estrechar sobre su dolorido corazón una carita desencajada y fría como el mármol. Al llegar aquí, llevó a los ojos sus manos delgadas y enrojecidas y por algunos momentos permaneció en silencio. Una ráfaga de viento sopló con furia en torno de la casa y dio una embestida violenta contra la puerta de entrada, mientras que Ingomar, el bárbaro, en su lecho de pieles de la trastienda, roncaba con placidez beatífica.

Naturalmente que en el valor y fuerza de su marido habría encontrado siempre una protección contra las agresiones y los ultrajes de todo género.

¡Eso había que decirlo bien claro! Cuando Ingomar estaba con ella, no temía nada; pero era muy nerviosa, y un día le dieron un susto regular.

¿Cómo?

Era en los primeros tiempos de su estancia en California. Habían establecido una casa de bebidas y vendían licores y refrescos a los pasantes. Abner era hospitalario, y bebía con todo el mundo por el aliciente de la popularidad y del negocio; a Ingomar comenzó a gustarle el licor y acabó por tomarle excesiva afición. Una noche en que había mucha gente y ruido en la cantina, ella entró para sacarle de allí, pero únicamente logró despertar la grosera galantería de los alborotadores semiborrachos, y cuando, por fin, consiguió ya llevárselo a su habitación con sus espantados hijos, él se dejó caer sobre la cama como aletargado, lo que le hizo creer que el licor tenía algún narcótico. Y permaneció sentada a su lado durante toda la noche, sin pegar los ojos. A la madrugada oyó pisadas en el corredor, y mirando hacia la puerta vio que levantaban sigilosamente el pestillo, como si intentaran abrir la puerta; sacudió a su marido para despertarlo, pero en vano; finalmente, la puerta cedió poco a poco por arriba (por abajo tenía corrido el cerrojo) como a un empuje exterior gradual, y una mano se introdujo por la hendidura. Movida por un extraño impulso, se levantó como un relámpago, clavando aquella mano contra la puerta con sus tijeras (su única arma), pero la punta se rompió y el intruso escapó lanzando una terrible maldición. Jamás habló de ello a su marido, por temor de que matara a alguien; pero un día llegó a la posada un extranjero, y al servirle el café, le vio en el reverso de la mano una extraña cicatriz.

Continuamos hablando un buen rato; el viento soplaba todavía, e Ingomar roncaba en su lecho de pieles, cuando resonaron en la calle ruedas y herraduras y el relinche de caballos.

Era la diligencia del correo. Partenia corrió a despertar a Ingomar, y casi simultáneamente el galante conductor se apareció ante mí, llamándome por mi nombre y convidándome a beber de una misteriosa botella que llevaba. Abrevaron rápidamente los caballos, terminó su faena el conductor y, despidiéndome de Partenia, ocupé mi sitio en la diligencia. Quedé en seguida profundamente dormido para soñar que visitaba a Partenia e Ingomar, y que era agasajado con pastel a discreción, hasta que a la mañana siguiente me desperté en Sacramento. No podría asegurar si todo esto fue un sueño, pero jamás presencio el drama ni oigo la noble frase referente a Dos almas… sin pensar en los hosteleros de Wingdam.

MORENO DE CALAVERAS

Acababa de llegar la diligencia de Wingdam.

Lo cortés y comedido de la conversación y la ausencia de humo de cigarro y de tacones de bota en las ventanillas del carruaje, indicaban bien a las claras que albergaba una mujer en su interior. Y el cuidado y compostura que desplegaban los holgazanes que estaban parados delante de las ventanillas, según inveterada costumbre, arreglando sombreros y corbatas, indicaba además que la mujer era bonita: todo lo cual observaba desde la banqueta, don Jacobo Melín, con sonrisa filosófica. A la verdad, no era que despreciase el sexo, sino que reconocía en él un elemento engañoso, cuya persecución separaba al hombre de los no menos inconstantes halagos del poker10, en el cual se puede decir que don Jacobo Melín era maestro consumado.

Así es que, cuando colocó su estrecha bota en la rueda para apearse, ni siquiera echó una mirada hacia la portezuela donde revoloteaba un velo verde; sino que haraganeó de arriba abajo con aquella indiferencia negligente y de buen tono, que es acaso la característica de los de su clase. Su grave indumentaria y continente reservado presentaban un señalado contraste con la inquietud febril y emoción ruidosa de los demás pasajeros, y aun estoy convencido de que el mismo Master, graduado en Harvard, con su descuidado vestido y exuberante vitalidad, sus largos discursos acerca del desorden y del barbarismo y su boca llena de bizcochos y de queso, representaba un pobre papel al lado de este solitario calculador de suertes, con su pálida cara griega y su señoril comedimiento.

Oyose al mayoral el grito de: «Al coche, señores», y el señor Melín volvió a ocupar su puesto. Tenía ya el pie en la rueda y la cara a nivel de la corrida ventanilla, cuando sus ojos se encontraron de repente con otros que le parecieron los más hermosos del mundo. Se apeó de nuevo tranquilamente, dirigió unas pocas palabras a uno de los pasajeros, y efectuando con él un cambio de asiento, con tranquilidad sin igual tomó el suyo en el interior, pues don Jacobo no toleraba que su filosofía estorbase la acción pronta y decisiva con que siempre procedía.

 

Creo que esta irrupción de Jacobo infundió alguna reserva en los demás pasajeros, particularmente en los que procuraban hacerse más agradables al bello sexo. Inmediatamente uno de ellos se inclinó hacia la señora del velo, y al parecer la informó con un solo epíteto de la profesión de don Jacobo. Si don Jacobo lo oyó y si reconoció en el informante a un abogado distinguido, al cual, pocas noches antes, había ganado algunos miles de pesos, no podría decirlo con certeza, pues su impasible rostro no reveló el menor indicio de ello. Sus negros ojos, fríamente observadores, giraron con indiferencia, pasando de corrido sobre el caballero legista y descansaron, por fin, sobre las facciones más placenteras de su vecina. La buena dosis de estoicismo indio, que le atribuían como herencia de sus antepasados maternos, prestole inapreciables servicios hasta que las ruedas giraron rechinando sobre los guijarros del río en el vado Scott, y la diligencia se detuvo, a la hora de la comida, en el Hotel Internacional. El distinguido jurista y un diputado de la cámara saltaron del carruaje y permanecieron junto a la portezuela dispuestos a ayudar a la deidad en su descenso, mientras que el coronel Estrella, de Siskyon, cargaba con su sombrilla y su saco de mano. Esta multiplicidad de galanterías produjo una confusión y retardo momentáneos. Entonces Jacobo Melín abrió tranquilamente la portezuela opuesta de la diligencia, tomó la mano a la señora, con aquella decisión y seguridad que un sexo indeciso e inseguro sabe admirar, y en un instante descendiola hasta el suelo. Yuba-Bill, el cochero, desde la banqueta donde estaba, no pudo reprimir una sonora carcajada.

–Tenga cuidado con ese equipaje, coronel—dijo el conductor con afectada solicitud, siguiendo con la vista al coronel Estrella, que marchaba tristemente a la retaguardia de la triunfante procesión.

Don Jacobo no se detuvo a comer. Su caballo le esperaba ya con todos sus arreos.

Montando con rapidez, subió por la arenosa ribera y desapareció en la polvorienta perspectiva del camino de Wingdam como presuroso para alejar de sí una idea ingrata. Las humildes gentes que habitaban las empolvadas cabañas próximas al camino, se cubrían los ojos con las manos para mirarlo y le seguían con la vista; reconociendo al hombre por su caballo, preguntábanse qué le ocurriría al Comanche Jacobo para emprender tan veloz carrera. No obstante, este interés se concentraba ante todo en el caballo, lo que nada tenía de particular en una vecindad donde la carrera recorrida por la yegua de French Pitt al escaparse del magistrado de Calaveras, eclipsó todo el interés para el término fatal de personaje tan digno y benemérito.

Al darse cuenta don Jacobo del sudor que bañaba los costados de su caballo tordo, refrenó, al fin, su velocidad, e introduciendo al animal por un sendero que servía de atajo, tomó un trote corto, dejando colgar con descuido las riendas de sus manos. A medida que adelantaba el camino, variaba el aspecto del paisaje, haciéndose más pintoresco. Descubríanse por entre los claros de las arboledas de pinos y sicomoros, algunos toscos ensayos de cultivo; una cepa en flor trepaba por la puerta de una cabaña y una mujer mecía a su hijo bajo las rosas que tapizaban otra rústica choza. Unos pasos más allá, don Jacobo alcanzó a unos niños que, con las piernas desnudas, removían las aguas de la corriente bajo los sauces, y se familiarizó de tal modo con ellos, gracias a su charla peculiar, que fueron bastante atrevidos para subírsele por las piernas del caballo hasta la silla, y tuvo al fin que afectar una cara exageradamente feroz y largarse dejando tras de sí algunas monedas cuando quiso librarse de ellos. Bien entrado ya en la espesura de los bosques, donde no había huella alguna de habitación, comenzó a cantar, modulando una voz de tenor de tan singular dulzura y un pattus tan suave y tierno, que los pitirrojos y pardillos debieron pararse a escuchar sus notas. La voz de don Jacobo no era una voz cultivada. El tema de su canto, divagación amorosa tomada de los obreros negros, tenía un no sé qué conmovedor y una expresión íntima que la penetraba de un sentimiento indefinible. Era curioso espectáculo, en verdad, el de este matón con una baraja en el bolsillo y un revólver al cinto, enviando delante sí, al través de los espesos bosques, su voz en tiernos lamentos sobre la «Tumba de su Nelly», de una manera que habría arrasado en lágrimas los ojos a más de algún espíritu delicado. Un halcón que acababa de devorar a su apresada víctima, se fijó en Jacobo Melín con sorpresa porque debió reconocerle probablemente un cierto grado de parentesco, al mismo tiempo que la superioridad del hombre, ya que con una capacidad superior para la rapiña, a él no le era dable entonar canciones.

De nuevo don Jacobo en el camino real, emprendió otra vez rápida marcha.

Trozos de pared desmoronados, cuestas áridas, troncos de árbol caídos sucedieron a los bosques y hondonadas, indicando la proximidad del hombre. Levantose a su vista un campanario: había llegado ya al término de su viaje. Poco después resonaban las pisadas de su caballo por una estrecha calle que se perdía al pie de la colina, en una ruina caótica de fosos y acueductos, y se apeó delante de las doradas ventanas de una regia cantina. Después de atravesar la larga nave del Salón Magnolia, empujó una mampara, entró por un oscuro pasadizo, abrió con llave maestra una puerta, y se encontró en un cuarto débilmente iluminado, cuyos muebles, aunque elegantes y de precio para la localidad, daban señales de dejadez. La consola del centro estaba cubierta de discos o manchas, que no habían entrado en el dibujo original; los sillones bordados, descoloridos por el tiempo, y el sofá de terciopelo verde, sobre el cual se dejó caer don Jacobo, estaban manchados por la roja arcilla del camino. Don Jacobo, en su jaula, ya no cantaba, y tendido e inmóvil contemplaba sobre su cabeza la pintura en colores chillones de una ninfa o diosa de la mitología. Quizá por primera vez, se le ocurrió que jamás había visto una mujer semejante, y que si la viera, probablemente no se enamoraría de ella. Tal vez le preocupaba otra especie de beldad. De este modo vagaba con la imaginación, cuando llamaron a la puerta. Tiró sin levantarse de una cuerda que suspendía el pestillo, la puerta se abrió de par en par y entró un hombre. El visitante era de anchas espaldas y constitución robusta; este vigor no se reflejaba en su cara, bella aún, pero singularmente enfermiza y desfigurada por la influencia de una vida desarreglada. La bebida parecía también haber impreso su huella en aquella naturaleza, pues se sobresaltó al ver a don Jacobo, y parecía embarazado y confuso.

–Creí que estaba aquí Catalina…—balbuceó.

Don Jacobo sonrió, con la sonrisa que le hemos conocido en la diligencia de Wingdam, y se incorporó como dispuesto a tratar de graves cosas.

–Pero. ¿No has venido en la diligencia?—continuó el recién llegado.

–No—contestó don Jacobo,—la dejé en el vado Scott. No llegará hasta dentro de media hora.

–Dime, ¿qué tal marcha la suerte, Moreno?

–¡Pésimamente mal!—dijo Moreno con repentina expresión desesperada.—Otra vez me han dejado sin blanca—continuó en tono quejumbroso, que formaba un lamentable contraste con su voluminoso cuerpo;—¿no podrías ayudarme siquiera con un centenar de pesos, hasta que me componga algún tanto? Tengo que remitir dinero a casa, a la parienta, y me han ganado eso y veinte veces más.

La deducción no era muy lógica que digamos, pero don Jacobo pasó por ella, y alargó la cantidad al peticionario.

–El cuento de la parienta está muy gastado—añadió a modo de comentario.—¿Por qué no dices que quieres reponerte jugando al faraón? ¡Ya sabemos que no estás casado!

–Por esas—dijo Moreno con repentina gravedad, como si el contacto del oro en la palma de la mano hubiera comunicado alguna dignidad a su organismo,—tengo en los Estados una mujer, y una bellísima mujer por cierto. Tres años hace que la vi, y un año que no le he escrito, en espera de que las cosas vayan por el buen camino y lleguemos al filón. Cuando esto ocurra, voy a mandar por ella.

10Juego de azar americano.