Cadenas en China

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Capítulo 3

Chen y Ruolan se encontraron en el hogar-iglesia donde Chen adoraba cada sábado. Ella había sido invitada por una amiga, y había quedado intrigada por el espíritu de comunidad que había encontrado allí. La iglesia se preocupaba mucho por los pobres y los enfermos, y parecía que siempre estaba lista para ayudar a los que estaban en dificultades. Cuando un miembro de la iglesia perdía su trabajo, otro miembro aparecía en su puerta con comida y ropa. Cuando alguien del grupo de la iglesia enfermaba, algún otro iba a su casa, para darle tratamientos con hierbas y otros remedios.

Y cuando Ruolan se unió al grupo de estudio de la Biblia que dirigía Chen, ella se dio cuenta de por qué los miembros eran tan bondadosos y amantes. Era porque estaban llenos de la paz y el amor de Dios. Jesús había muerto por ellos para salvarlos de este mundo lleno de tragedia. Si oraban a él, él los ayudaba con sus dificultades. Si embargo, lo más importante para Ruolan era la increíble noticia de que este Dios, llamado Jesús, vendría pronto para llevarlos al cielo.

Fue así que Ruolan aprendió acerca de las grandes verdades bíblicas. Ella era joven, con ojos brillantes e inteligente, y parecía saber exactamente lo que quería. Estaba entusiasmada con las ideas que escuchaba, y compartía su alegría por su recién encontrada fe durante los momentos de testimonio personal. No siempre entendía todo lo que escuchaba de la Biblia, pero se sentía atraída por ese mensaje, y por estas personas que le habían enseñado las buenas nuevas de la salvación.

Semana tras semana, Chen se encontró esperando los cultos del sábado. Semana tras semana, se encontraba más atraído hacia esta mujer, que llenaba de vida a su iglesia. Pasaron horas paseando juntos en bicicleta durante los fines de semana, caminando por los parques y cocinando sus platos favoritos.

No obstante, él no podía saber que estaba pisando terreno peligroso. Aunque veía el camino que se extendía por delante, no podía divisar la curva en el camino, y esta falta de previsión fue lo que sería su caída.

Una cosa que le molestaba a Chen más de lo que estaba dispuesto a admitir, era la falta de interés misionero en la vida de Ruolan. Parecía que a ella le gustaba el mensaje de esperanza que la iglesia adventista le había traído, pero que no sentía una necesidad real de compartirla con otros fuera del círculo de la iglesia. Reflexionando sobre esto mucho más tarde, Chen supo que, en lo que se refería a Ruolan, él había estado pensando con su corazón, y no con su cabeza. Pero en ese entonces Chen era joven, y no pudo prever las dificultades que esto pudiera generar en una relación.

Otras cosas que deberían haber alertado a Chen eran las fuertes conexiones políticas de Ruolan y un orgullo nacional que era casi obsesivo. Chen pensó que su gran devoción a China era un rasgo admirable, excepto en las ocasiones en que los llevó a discusiones que no tenían solución. Ruolan estaba a favor de un gobierno comunista más fuerte, y Chen no. Ella deseaba que hubiera menos influencia cultural de Occidente, y él estaba en favor de esa influencia. Ruolan sentía que el país estaría mejor en lo económico con una jornada laboral más larga, mientras que Chen recordaba sus largos días de trabajo en la fábrica e insistía en que esa no era la solución. “Permitir que la gente maneje sus propios negocios familiares pequeños es el camino a un futuro económico más brillante para China”, decía él.

Hubo personas que trataron de razonar con Chen acerca de Ruolan. Ella era joven y recién convertida. ¿Qué sabía realmente Chen acerca de ella, y de sus antecedentes? ¿No sería mejor dar más tiempo a esa relación, antes de entregarse tan completamente a los encantos de ella? ¿Y sus antecedentes políticos? ¿No era eso una preocupación para él?

Chen no quería admitir que estos problemas podrían estorbar su felicidad y la de Ruolan. Para él, la vida era un gran horizonte de cielo azul, y Ruolan era el centro de ese horizonte. Se encontraba irresistible e incontroladamente enamorado de esta hermosa mujer.

Su romance fue un torbellino, y antes de mucho, estaban casados. Ahora, la luz del sol iluminaba a Chen cada día, y para él la vida no podía ser mejor.

Sin embargo, lamentablemente, esto no habría de durar.

En 1949, el nuevo gobierno comunista, que Ruolan había deseado, llegó al poder. La llegada del revolucionario Mao Zedong (o Mao Tsé Tung) a la escena política produjo mucha alabanza entusiasta, especialmente de parte de aquellos que eran jóvenes de corazón.

Pero para los cristianos en toda China, no podría haber ocurrido un desastre mayor. Todas las iglesias tuvieron que ocultarse, reunirse en secreto, y eso hizo que fuera muy difícil para Chen y para Ruolan adorar con los demás creyentes. Tenían que ser muy cuidadosos acerca de cuándo adoraban y con quién. Generalmente, se reunían en lugares inesperados, lugares en que los espías del gobierno nunca pensarían en buscar, y esos sitios tenían que cambiarse cada semana. Pero aun así, algunas personas se infiltraban procurando hacer amigos entre los cristianos, buscando creyentes que no sospechaban nada, para luego poder atraparlos en un acto de adoración.

La fe de Chen prosperaba durante esos tiempos difíciles, por causa de la manera en que había sido criado. Aun bajo circunstancias difíciles, encontraba formas de ganar algún dinero para vivir y testificar en favor de Jesús. Conseguía preciosos ejemplares de la Biblia o de libros de Elena de White, y los vendía a personas que expresaban una necesidad de las cosas espirituales. Si la gente no podía adquirirlos, a menudo los regalaba. También trabajaba como tutor enseñando a los niños a leer, y luego daba estudios bíblicos a los padres tarde por la noche, después de terminar las lecciones. No ganaba mucho dinero con esas actividades misioneras, pero estaba ayudando a llevar el evangelio a quienes buscaban la verdad.

Para Ruolan, las cosas eran diferentes. Sus raíces cristianas no eran muy profundas. Había sido cristiana poco tiempo, y no sentía el deseo ni la responsabilidad de compartir el evangelio, como le sucedía a Chen. Ella no podía entender su gran deseo de testificar de Jesús, y cuando los fuegos de la persecución comenzaron a arder, su fe se debilitó. ¿Por qué pasaba Chen todo ese tiempo haciendo obra misionera?, le preguntaba. ¿Por qué no se conseguía un trabajo, como todos los demás, que le diera un salario regular?

Y cuando ella dio a luz a un hijo, Zian, su primer niño, las cosas se pusieron más difíciles; ya no podían subsistir con lo poco que Chen llevaba a la casa. Día tras día, Ruolan le rogaba a Chen que consiguiera un trabajo verdadero que pudiera sostenerlos, y al final él consintió.

Encontró trabajo en una línea de ensamblaje en una planta farmacéutica, y la paga era bastante buena, considerando lo que eran los salarios luego de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el nuevo gobierno comunista había tomado todas las fábricas, y desde el comienzo Chen pudo ver que tendría conflictos. La fábrica requería una semana de seis días de trabajo, así que, se esperaba que los operarios trabajaran los sábados. Chen sabía que él nunca estaría dispuesto a hacerlo. ¿Cómo podría deshonrar a Dios, violando el santo día sábado?

Chen decidió pedir los sábados libres antes de que llegara el primer fin de semana. Daría a conocer sus deseos y descubriría dónde estaba parado su supervisor, o perdería su trabajo intentándolo. El supervisor se rehusó, pero sorprendió a Chen enviándolo a otra sección de esa fábrica. Esta decisión fue una suerte inesperada para Chen, y le dio esperanzas de que Dios tenía algo para él allí.

El administrador en esa nueva área descubrió que Chen era un hombre que trabajaba bien. Siempre llegaba temprano y, a menudo, se quedaba hasta tarde. Era organizado y eficiente, y se llevaba bien con los demás operarios. También era honrado, algo que el nuevo gobierno comunista valoraba altamente. Esto puso a Chen en una buena relación con su nuevo supervisor, y cuando Chen pidió el sábado libre, el administrador aceptó. Más sorprendente aún fue que Chen recibiera permiso para trabajar cinco días en lugar de seis, pero por el mismo salario.

Ese primer sábado, el testimonio personal de Chen en la iglesia fue de alabanza por las bendiciones increíbles que Dios le había otorgado en su nuevo lugar de trabajo. Todos se alegraron con él, y con Ruolan. Las cosas parecían ir mejor para la joven pareja, y esto fortaleció su fe en el cuidado de Dios por ellos.

Chen miró de reojo a Ruolan y al pequeño Zian, sentados junto a él en el hogar-iglesia, y agradeció a Dios por su bondad. Tener una esposa y un hijo amantes, y un buen trabajo donde pudiera ganar un sueldo aceptable y testificar de su fe, era más de lo que había esperado.

En 1953, la iglesia de Shanghai abrió un nuevo seminario para preparar instructores bíblicos. Las clases se daban de noche, para permitir que asistieran los hombres que trabajaban durante el día, y Chen era uno de ellos. Esto comenzó una nueva fase para Chen, que cambiaría su vida para siempre.

La escuela nocturna fue una bendición para todos, y Chen progresaba bien. En realidad, él mostró ser un alumno tan bueno que pronto le pidieron que ayudara a escribir las lecciones bíblicas que usaban cada noche.

Lamentablemente, después de casi un año de trabajar en la planta farmacéutica, comenzó a tener problemas. El administrador fue transferido y llegó un nuevo jefe. El Sr. Jiang era un hombre bajo, de contextura sólida, algo encorvado, y con un rostro esculpido en piedra. “No creo que haya sonreído una sola vez en su vida”, le dijo Chen a Ruolan ese primer día con el nuevo administrador.

El Sr. Jiang no sabía nada de los arreglos previos de Chen para tener los sábados libres; ni le importaba. Por supuesto, Chen no sabía esto, y suponía que se le permitiría mantener los privilegios del sábado libre como antes. Sin embargo, estaba equivocado.

 

Capítulo 4

Ese primer sábado bajo la nueva administración, Chen participó del servicio de adoración a Dios con su grupo regular, sin pensar en el trabajo. El sábado era su día favorito de la semana. En este día especial, él y su familia se gozaban cantando himnos sencillos, leyendo las Escrituras y socializando con creyentes de igual pensamiento, mientras adoraban a su Hacedor. Y además, celebraban el santo día de Dios, podían compartir sus problemas, y testificar con alabanzas que la bondad de Dios era la razón de su esperanza de salvación.

En todo esto, Chen estaba dichosamente inconsciente de un obstáculo que pronto perturbaría su vida. El lunes de mañana, encontró en el tablero de anuncios de la fábrica una nota con su nombre en grandes letras, anunciando que no debería faltar más al trabajo los sábados. Chen se quedó pasmado, mirando atónito el anuncio por un largo tiempo. Dios lo había bendecido con el sábado libre durante casi un año, y él había llegado a dar por sentada esa situación, pero ahora podía ver que se había terminado esa bonanza. Satanás estaba en pie de guerra. Era solo cuestión de tiempo, antes de que su trabajo estuviera en la balanza. Si había de mantenerse fiel en su devoción al santo sábado de Dios, probablemente, muy pronto quedaría sin trabajo.

Sin embargo, el sábado siguiente Chen fue a la iglesia, esta vez, desoyendo la clara advertencia que había permanecido en el tablero de anuncios durante casi una semana. Honraría el sábado sin importarle nada. Dudas molestas lo apremiaban en la orilla de sus pensamientos. ¿Le daría su jefe el lunes otra vez un aviso público?

No obstante, y para su sorpresa, cuando el lunes de mañana llegó al trabajo, su jefe no le dijo nada. Todo el día cumplió sus responsabilidades en la línea de montaje. Chen estaba sobre ascuas, esperando la confrontación inevitable con el jefe. Pero cuando llegó la hora de dejar el trabajo, marcó su tarjeta en el reloj y salió, sin que el administrador se hubiese acercado a él.

Al pasar los días de esa semana sin que le dijeran nada, Chen comenzó a pensar que el administrador le daría otra vez un pase y le permitiría continuar faltando al trabajo los sábados.

Sin embargo, el viernes el administrador lo llamó aparte, y le advirtió severamente que si no iba a trabajar al día siguiente, le pediría que renunciara. El corazón de Chen dio un vuelco, sabiendo que sus temores más graves finalmente se habían hecho realidad. ¿Qué podría hacer? Sus opciones eran limitadas. Ser fiel a sus convicciones y buscar trabajo en otra parte, o trabajar los sábados y mantener su puesto. En su mente, no tenía dudas sobre lo que debía hacer, pero eso no hizo que el resultado fuera menos difícil. Él sabía que tenía que guardar el sábado, pero también sabía que necesitaba un trabajo para sostener a su esposa y a su hijo.

Chen decidió guardar el sábado, por supuesto, y le comunicó al administrador su decisión.

–No tengo otra opción –le dijo Chen–. Le debo eso a mi Creador. Él hizo que el sábado fuera un día santo, y me pide que descanse ese día, para adorarlo. No importa lo que me cueste, no puedo deshonrarlo trabajando en sábado.

El administrador se quedó mirando a Chen.

–Entonces, supongo que sabes lo que tienes que hacer el lunes próximo. Trae tu nota de renuncia –respondió fríamente–. Es tu sábado libre o tu trabajo. No puedes tener las dos cosas.

Encogiéndose de hombros, se fue. Entonces, Chen supo que a menos que Dios interviniera de alguna manera, este sería su último día de trabajo en la fábrica.

La mañana siguiente amaneció clara y brillante, y Chen pensó que nunca en su vida había visto un día más hermoso para estar vivo. Le pareció que los pájaros cantaban más alegremente que nunca, mientras caminaba la corta distancia para adorar con el grupo de creyentes. Las flores de cerezo en el parque de la ciudad eran aún más fragantes de lo que recordaba que pudieran ser. Sin embargo, otra vez Chen encontró difícil relajarse y gozar realmente del día de reposo, que él más amaba. Todo parecía confuso, al recordar vez tras vez la conversación que había tenido con su jefe en la fábrica: “Es tu sábado libre o tu trabajo. No puedes tener las dos cosas”.

Y adorar a Dios en la iglesia, ese sábado, fue una batalla. Él amaba los himnos, aunque no era un gran cantante, pero encontraba difícil lograr que su alabanza fuera genuina. Leer las Escrituras para el grupo parecía un enigma, ya que su mente estaba preocupada con la creciente certeza de perder su trabajo. No dio su testimonio, porque tenía miedo de que se notara su falta de fe en Dios.

Y Chen se preguntaba: ¿Sabrá Ruolan de la lucha que me está torturando por dentro? Ella no había ido a la iglesia ese día porque no se sentía bien, había dicho. Él supuso que Ruolan había percibido que algo andaba mal, por la forma en que lo había mirado durante el desayuno. Había tensión en el aire entre ellos, y varias veces Chen había tenido que pedirle que repitiera lo que ella había dicho. Chen no quería admitirlo, pero las cosas decididamente se estaban enfriando entre ellos.

No obstante, si Ruolan sospechaba algo, no lo había expresado ni lo había señalado, y por esto Chen estaba contento. Él no quería tener que luchar con su calamidad inminente, y también darle la mala noticia a ella. Habría tiempo suficiente para hacerlo el lunes.

El lunes, el administrador estaba en su oficina esperando a Chen. Sin decir nada, el Sr. Jiang se sentó a su escritorio y miró a Chen fijamente, por encima de sus gafas con marcos de alambre; aunque no habló, su mirada decía mucho. Él mostraba una confianza en su mirada que no podía negar, como si esperara que Chen hubiera cambiado su decisión.

Chen se quedó de pie, cambiando su peso de un pie al otro, preguntándose cómo darle mejor la noticia. Como si postergar el anuncio hiciera que el resultado fuera más fácil. Pero no había una forma buena o fácil de decir lo que tenía que decir.

–He decidido escribir la nota de renuncia –anunció finalmente Chen.

Miró fijo al Sr. Jiang, sabiendo que esta era la decisión más importante que alguna vez hubiese tomado, y añadió:

–He decidido que no puedo renunciar al sábado como día de adoración a Dios. Tenía la esperanza de que usted hubiera cambiado su decisión y me permitiera tener los sábados libres, señor, pero sospecho que eso no ocurrirá.

–Yo podría decir lo mismo de usted –dijo el administrador, incrédulo–. Realmente estoy sorprendido. Pensé que después de reflexionar durante el fin de semana, su respuesta esta mañana sería diferente –el Sr. Jiang hizo una pausa, para tomar un sorbo del té que tenía en una taza sobre la mesa–. Usted es un hombre de familia, ¿verdad? Su esposa es Ruolan, ¿no? ¿Qué dice ella acerca de todo esto?

Chen lo miró con cuidado. ¿Qué estaba queriendo decir? ¿Cómo sabía el nombre de Ruolan? ¿Sabía el administrador algo que Chen desconocía? ¿Era todo esto algo armado?

–He oído que usted pronto se divorciará –siguió diciendo el Sr. Jiang–. Esas no pueden ser buenas noticias para nadie. Piense en lo que eso significará para usted y para su hijo.

–¡Un divorcio! –tartamudeó Chen–. ¿De qué está hablando?

Su mente daba vueltas, y su visión se nubló mientras miraba fijamente al Sr. Jiang, que seguía sentado detrás de su escritorio. ¿A dónde quería llegar el administrador de la fábrica con su última expresión?

–¡Mi esposa no sabe nada de esto! –logró, finalmente, decir Chen.

–Ella lo sabe –replicó el Sr. Jiang–. Hemos estado en conversaciones con ella por algún tiempo, y es algo que a ella le gustaría decirle.

El Sr. Jiang levantó el teléfono de su escritorio y marcó un número.

–Camarada Ruolan, aquí habla el Sr. Jiang, de la fábrica farmacéutica. Su esposo está aquí. Puede hablarle a él ahora –y el Sr. Jiang le pasó el teléfono a Chen–. Hable. Cuéntele de su decisión –le ordenó con frialdad.

Chen miró fijamente al administrador, sin poder creer lo que oía. Su boca se abrió mientras tomaba el teléfono. Al principio no pudo hablar, pero la voz de Ruolan lo llamaba incesantemente por el teléfono. Él podía escucharla débilmente, y como si estuviera lejos, pero todo le parecía una pesadilla.

–¡Chen! ¡Chen! –ella estaba casi gritando–. ¿Me oyes?

–Estoy aquí –tartamudeó–. ¡Te oigo! No tienes porqué gritar.

Chen logró recobrar la compostura, y comenzó a molestarle que ella lo tratara de ese modo. ¿Dónde estaba la mujer diligente y respetuosa que había prometido ser cuando se enamoraron y se casaron, hacía unos pocos años?

–Dime que no es cierto –Chen podía oír el hielo en la voz de Ruolan–. Dime que no hemos llegado a esto. ¿Preferirías que Zian y yo pasemos hambre, antes que trabajar los sábados?

–¿Dejarte con hambre? –Chen no podía creer lo que oía–. Tú no pasarás hambre aunque yo pierda este trabajo. Tú sabes que nunca permitiré que eso ocurra. ¿Qué clase de esposo crees que soy?

¡Un esposo perfectamente loco!, resopló ella aparte. Y luego él pudo oír que la voz de Ruolan estaba dirigida de nuevo al teléfono:

–¡Yo no tendré un esposo que elige su religión por encima de su esposa y su hijo!

Capítulo 5

-¿Qué está pasando, Ruolan? –Chen bajó la voz, al ver que el Sr. Jiang lo seguía mirando–. Tú sabes cuál es mi convicción acerca del sábado. Siempre lo supiste. ¿Por qué esta repentina preocupación sobre algo en lo que sabes que no cederé?

–Es que los tiempos son difíciles, y ¡no creo que le preocupe a Dios que trabajes de vez en cuando en sábado! No cuando él sabe que tu familia necesita del dinero.

–Pero no será de vez en cuando, Ruolan.

Chen estaba comenzando a irritarse, y le molestaba que a ella no le importara tener esta conversación por teléfono, en público.

–Ellos quieren que yo trabaje cada sábado, y tú sabes que no puedo hacer eso.

–¿No puedes hacerlo, o no quieres hacerlo? –argumentó ella.

–¿No puedo hacerlo? ¿No quiero hacerlo? ¿Cuál es la diferencia? –Chen se estaba enojando otra vez, ante su insistencia–. No seguiré esta conversación por teléfono.

–¿Le darás a tu jefe tu nota de renuncia? –demandó ella, fríamente–. El Sr. Jiang dijo que eso es lo que vas a hacer.

–Cuando llegue a casa te explicaré todo.

–¡Oh, no, no lo harás! –contestó ella.

Para ese entonces, su voz se había vuelto tan fría como un témpano de hielo

–Si presentas esa nota, no te molestes en venir a casa.

Chen no podía dar crédito a lo que oía. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le había ocurrido a Ruolan? ¿Cómo podía ella tratarlo tan rudamente, y sobre algo tan precioso como el sábado?

–¿Qué quieres decir con que no vuelva a casa? –pudo decir finalmente–. ¡Es mi casa!

–¡Ya no lo es más! No lo es, si eliges el sábado por sobre tu familia –aseguró ella enfáticamente–. Yo ya preparé mis papeles para el divorcio. Si firmas esa carta de renuncia, puedes firmar al mismo tiempo tu renuncia a nuestro matrimonio.

Ella colgó el teléfono, y Chen se quedó parado, con el teléfono en la mano. El Sr. Jiang lo miraba fijamente, esperando su decisión. Pero Chen no decía nada.

–Bueno –dijo, al final, el administrador– sospecho que estamos perdiendo nuestro tiempo aquí. Acabemos con esto –añadió, sacando una hoja de papel y una lapicera. Las empujó sobre la mesa hacia Chen.

–No entiendo...

Los hombros de Chen fueron cayendo, mientras tomaba la lapicera, sosteniéndola sin moverla.

–¿Qué le sobrevino a mi esposa? Nunca fue así.

–Le diré lo que le sobrevino –respondió el Sr. Jiang, mientras sacaba una carpeta del cajón de su escritorio, y comenzaba a hojear su contenido–. Ella recuperó sus sentidos y volvió a lo que ama más. No sé qué clase de cristiana era ella, pero ella es una muy buena comunista.

–¿Comunista? –Chen se quedó mirando la sonrisa maliciosa del Sr. Jiang.

Su mente retrocedió a las discusiones que habían tenido sobre cómo debía manejarse el gobierno, y se asombró de cuán ingenuo había sido él, por no haber visto antes cuáles eran las lealtades políticas de ella. ¿Cómo pudo haber sido tan ciego? ¿Cómo pudo haber despreciado los consejos que otros le daban acerca de los antecedentes de ella? Sin duda, el partido comunista había convencido a Ruolan de que trabajara junto con la fábrica y el Sr. Jiang para presionar a Chen. Evidentemente, ella había accedido, y el Sr. Jiang lo había sabido todo ese tiempo. Pero ¿qué le habían hecho a Ruolan, para que diera ese giro de 180º en sus previas convicciones como cristiana? Ella no era una persona débil; aunque era cierto que había sido cristiana solo un tiempo muy corto.

 

–Escribiré esa carta, sin importar las consecuencias –dijo Chen, tomando resueltamente la lapicera–. Pero tengo una pregunta: ¿Qué le hicieron a Ruolan, para que se volviera contra mí?

–No fueron bondadosos –el Sr. Jiang no pudo mirar a Chen a los ojos–. Pero esto puedo decirle: creo que tuvo algo que ver con su hijo.

–¡Esos miserables bribones! –murmuró Chen en voz muy baja, al darse cuenta de lo que eso significaba.

Los líderes comunistas debieron de haber amenazado a Ruolan respecto de la seguridad de su hijo. Eso hizo que Chen se enojara. ¿Vendrían ellos para llevarse al pequeño Zian, a fin de alejarlo de la influencia del cristianismo? Chen sabía que los líderes comunistas hacían esa clase de cosas a menudo, a fin de asustar a la gente y hacerla obedecer.

Pero ahora mismo, él sabía que no podía hacer nada. Los comunistas habían trazado una línea en un movimiento calculado, desafiándolo a cruzarla. Él había hecho eso mismo en sus esfuerzos para honrar a Dios y el sábado, y ahora tendría que pagar un precio muy alto. ¿Habría cambiado su decisión, si hubiese sabido todo lo que significaría ese paso? Tal vez no, pero Chen nunca estaría seguro porque, para cuando se hubiera asentado el polvo sobre todo este problema, sería demasiado tarde para volverse atrás. Al final de ese día, había perdido su trabajo, su esposa, su hijo y su hogar.

Esa noche, mientras dormía en el suelo en la casa de un amigo bondadoso que lo había recibido, Chen miraba fijamente el techo, preguntándose una vez más dónde había fallado. ¿Qué podría haber hecho él en forma diferente? Y llegaba siempre a la misma conclusión. Se había casado con Ruolan conociendo sus diferencias y, tal vez, ese había sido su mayor error. Pero ¿y el sábado? Él nunca renunciaría a sus convicciones acerca de lo sagrado de ese día, y nunca renunciaría a su derecho y privilegio de adorar a Dios como lo requería el cuarto Mandamiento.

“Acuérdate del sábado, para consagrarlo”, Chen comenzó a repetir los bien conocidos versículos en su mente. “Trabaja seis días, y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el día séptimo será un día de reposo para honrar al Señor tu Dios. No hagas en ese día ningún trabajo, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni tampoco los extranjeros que vivan en tus ciudades. Acuérdate de que en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y que descansó el séptimo día. Por eso el Señor bendijo y consagró el día de reposo”.1

Esas palabras de algún modo le trajeron algo de consuelo. Él no sabía cómo podía ser eso. Su devoción al cuarto Mandamiento era la razón por la que ya no tenía familia ni hogar. El trabajo que había perdido no era realmente importante en su mente; algún día, en algún lugar, podría conseguir otro trabajo. Pero ¿su esposa y su hijo? Ellos constituían su hogar y le daban felicidad. La desesperanza de ese pensamiento casi lo abrumó, pero luego se detuvo cuando se puso realmente a pensar en esa idea. ¿Había algo mal en ese cuadro? ¿Era cierto que solamente una mujer, un hijo y un hogar podían darle felicidad?

Chen contempló las formas de las sombras danzarinas que jugaban en el techo. ¿Quién podría saber que la luz de un débil farol callejero y las ramas de un árbol cerca de la casa podían fabricar tales caricaturas en el cielorraso? Tal vez su vida era como una de esas imágenes; tal vez, Dios estaba obrando de maneras misteriosas, usando diversas circunstancias para producir un plan más amplio y profundo para la vida de Chen. Después de todo, si ponía a otros por encima de Dios, ¿qué sentido tendría decir que era cristiano? ¿No había advertido Jesús a sus seguidores exactamente acerca de eso? ¿No se había entregado Jesús a sí mismo, cuando dejó al Padre y vino para morir por la raza humana?

Más pasajes de las escrituras vinieron a su mente, mientras seguía mirando el cielorraso. “Ustedes serán traicionados aun por sus padres, hermanos, parientes y amigos [...] Todo el mundo los odiará por causa de mi nombre”.2 “Los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz cada día y sigue en pos de mí, no es digno de mí”.3

Chen no quería ser traicionado por miembros de la familia, pero tampoco quería vivir sin Dios en su vida. Eso sería peor que la muerte misma. Cerró los ojos, y trató de echar fuera tales pensamientos. No le gustaba la idea de vivir sin Ruolan y sin la compañía del pequeño Zian. Tal vez, Ruolan cambiaría de idea. Probablemente, ella volvería a buscarlo por la mañana. O, tal vez, ella simplemente necesitaba algunos días para reflexionar sobre la situación. Quizás en una semana, o algo así, ella volvería a sus sentidos, y se daría cuenta de que la sangre familiar que corría por sus venas era más valiosa que su lealtad a alguna ideología gubernamental.

Tal vez sí... pero quizá no. Si había una cosa que Chen conocía acerca de Ruolan, era su orgullo porfiado. Ella se aferraría a esto por más tiempo de lo que la mayoría de las mujeres lo haría, y para ese entonces, los oficiales comunistas la habrían atrapado totalmente. ¿Quién sabía qué medidas estaban tomando en ese mismo momento, para asegurar sus planes? ¿Quién sabía qué mentiras le estarían diciendo acerca de él?

Chen era un joven de apenas 26 años, pero parecía que su vida ya era un fracaso. Había perdido su trabajo y su hogar. Su esposa de hace pocos años lo había echado, y se había quedado con el único hijo de ellos. ¿Volvería a ver alguna vez a su hijito, Zian? Él había pensado que era un buen esposo y padre, pero ¿de qué le valieron todas sus buenas cualidades? Sin ninguna duda, había llegado al peldaño más bajo de la escalera.

Chen consideró nuevamente cuál era la causa de esta situación. Evidentemente, los antiguos vínculos de Ruolan con el partido comunista habían sido demasiado fuertes para ella; y su amor por la iglesia había sido solo superficial. Ahora, él estaba cosechando el resultado de las decisiones que había tomado hacía unos años, y volvía a estar solo, sin familia.

Chen pensó en todo el dolor y el sufrimiento que padecía... ¿habían valido la pena su devoción al servicio a Dios y a la iglesia? Su padre había sufrido por los sacrificios que había hecho para ver que otros oyeran las buenas noticias del evangelio, ¿y qué recompensa había obtenido? Nada más que una vida errante; ningún lugar que pudiera llamar su hogar.

1 Éxodo 20:8-11 (NVI).

2 Lucas 21:16, 17 (NVI).

3 Mateo 10:36-38.

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