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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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CAPÍTULO XLVI

Se reanuda la obra de propaganda. – Aventura en Cobeña. – El poder del clero. – Autoridades rurales. – Fuente la Higuera. – El contratiempo de Victoriano. – La cárcel del pueblo. – La cuerda. – Un recado de Antonio. – Antonio, en misa.

En el capítulo anterior he dicho que inmediatamente después de llegar a Madrid, comencé a disponerlo todo para inaugurar las operaciones en los contornos de la capital; y no tardé en acometer efectivamente mis trabajos. Un triunfo considerable coronó mis débiles esfuerzos en pro de la buena causa, por lo que ahora, transcurridos algunos años, todavía al volver la vista atrás doy gracias al Omnipotente.

En menos de una quincena recorrimos todos los pueblos que hay dentro de un radio de cuatro leguas al Este de Madrid, y vendimos cerca de doscientos Testamentos. Esos pueblos son casi todos muy pequeños; algunos no tienen arriba de una docena de casas, o más bien chozas miserables. Dejé a Antonio, mi griego, en Madrid, encargado de nuestros asuntos, y yo salí con Victoriano, el lugareño de Villaseca, en la dirección ya mencionada. Pero nos separamos pronto, echando por caminos diferentes.

El primer pueblo en que intenté alguna cosa fué Cobeña, a tres leguas de Madrid. Iba yo vestido como los campesinos de las cercanías de Segovia, en Castilla la Vieja, a saber, en la cabeza una especie de capacete de piel o montera, y el chaquetón y los calzones del mismo material. Esto me daba el aspecto de un hombre entre los sesenta y los setenta años; delante de mí llevaba un borrico, con un saco lleno de Testamentos atravesado en el lomo. En las afueras del pueblo encontré a una mujer joven, de muy gentil parecer, que llevaba un niño de la mano. A punto de cruzarme con ella, dirigiéndole la habitual salutación de ¡Vaya usted con Dios!, la mujer se detuvo, y, tras de mirarme un momento, dijo:

– ¡Tío!, ¿qué lleva usted en el borrico? ¿Es jabón?

– ¡Sí! – repliqué – . ¡Jabón para limpiar las almas!

Me preguntó qué daba a entender con eso, y le dije que llevaba, para vender, libros muy buenos y baratos. Pidió ver uno, y, manifestando un ejemplar que llevaba en el bolsillo, se lo entregué. Al instante comenzó a leerlo en voz alta, y así estuvo lo menos diez minutos, exclamando de vez en cuando: «¡Qué lectura tan bonita, qué lectura tan linda!» Por último, como le dije que iba de prisa y no podía aguardar más tiempo, exclamó: «¡Es verdad, es verdad!», y me preguntó el precio del libro. «Sólo tres reales», contesté. A esto repuso que, con ser tan poco lo que yo pedía, era más de lo que tenía proporción de dar, pues en aquellas partes había muy poco o ningún dinero. Dije que lo sentía, pero que me era imposible vender los libros a menos precio, y, tomando el que le había dado, me despedí y la dejé. Pero no había andado treinta varas cuando el niño echó a correr detrás de mí, gritando, casi sin aliento: «¡Párate, tío!, ¡el libro, el libro!» Me dió alcance, pagó los tres reales en monedas de cobre, y, apoderándose del Testamento, volvió corriendo hacia la que debía de ser su hermana, blandiendo el libro sobre su cabeza con gran júbilo.

En llegando al pueblo, dirigí mis pasos a una casa en torno de cuya puerta vi reunida alguna gente, mujeres en su mayoría. Desempaqueté los libros, y, picada al instante su curiosidad, no tardaron en tener cada una un ejemplar en la mano, y muchas leían en voz alta; pero aunque esperé casi una hora, sólo pude vender un ejemplar, quejándose todos amargamente de lo malos que estaban los tiempos y de la casi total carencia de dinero, aunque, a la vez, reconocían que los libros eran de maravillosa baratura y, al parecer, muy buenos y cristianos. Ya iba a recoger la mercancía y a marcharme, cuando de pronto se presentó el cura del pueblo. Examinó los libros un buen rato con gran atención, me preguntó el precio de cada ejemplar, y, al saber que era sólo tres reales, replicó que la encuadernación valía más, y mucho temía que no los hubiese robado, por lo que quizás su deber era enviarme a la cárcel por sospechoso; pero añadió que los libros eran buenos libros, comoquiera que los hubiese adquirido, y acabó comprando dos ejemplares. La pobre gente, en cuanto oyó al cura alabar los libros, entró en vivos deseos de adquirirlos, y corrió de aquí para allá en busca de dinero, de modo que se vendieron de veinte a treinta ejemplares casi en un instante. Esta aventura no sólo es un ejemplo del influjo que en España aún conserva el clero en el ánimo del pueblo; pero demuestra que ese influjo no siempre se ejerce en pro del mantenimiento de la ignorancia y de la superstición.

En otro pueblo, al mostrar el Testamento a una mujer, dijo que compraría con gusto un ejemplar para un hijo que tenía en la escuela; pero que antes necesitaba saber si el libro le serviría. Se fué, y a poco volvió con el maestro, seguido de todos sus alumnos; entonces, enseñándole al maestro el libro, la mujer le preguntó si era a propósito para su hijo. El maestro la llamó necia por hacerle tal pregunta, y dijo que conocía el libro muy bien, y que no lo había igual en el mundo.

Al instante compró cinco ejemplares para sus alumnos, deplorando no tener más dinero, «que a tenerlo – dijo – compraría toda la partida». Oído esto, la mujer compró cuatro ejemplares: uno para su hijo, otro para su «difunto marido», un tercero para sí, y el cuarto para su hermano, a quien, según dijo, esperaba de Madrid aquella noche.

En esta forma proseguimos, aunque no siempre con el mismo éxito. En algunas aldeas, la gente estaba tan pobre y necesitada, que carecía literalmente de dinero; pero aun en tales casos nos las arreglábamos para vender algunos ejemplares, a cambio de cebada y otras especies. Al entrar en una aldehuela, Victoriano se vió detenido por el cura, quien, enterado de lo que vendía, le intimó a marcharse en el acto, ó de lo contrario le haría prender y escribiría a Madrid denunciando sus idas y venidas. La excursión duró unos ocho días. En cuanto volví, envié a Victoriano a Carabanchel, pueblo inmediato a Madrid, el único que por la parte Oeste dejé de visitar el año anterior. En una hora que estuvo allí, vendió veinte ejemplares, y se volvió a Madrid luego, porque era de muy pocos ánimos y tuvo miedo de tropezar con los ladrones que por las noches infestaban el camino.

Poco después de estos sucesos, ocurrió un incidente que quizás haga sonreír al lector inglés; mas no deja de tener interés como muestra de los sentimientos dominantes en algunos de los apartados pueblos de España respecto de cuanto sea novedad o lo parezca, y de las acciones singulares que a veces cometen las autoridades rurales y los curas, sin el más leve temor de que les llame a cuentas; pues como viven completamente aparte del resto del mundo, se tienen por personas de insuperable importancia, y apenas sueñan que exista un poder superior al suyo propio.

Estaba yo a punto de emprender una excursión a Guadalajara y los pueblos de la Alcarria, distantes de Madrid unas siete leguas; en realidad, sólo aguardaba para salir el regreso de Victoriano, a quien había enviado con unos pocos Testamentos en aquella dirección a manera de explorador, a fin de conocer por sus noticias la disposición de ánimo de la gente respecto de la compra de libros, y poder formar una opinión aproximada acerca del número de ejemplares que necesitaría llevar conmigo. Pero estuve quince días sin recibir noticias suyas, y al cabo, un campesino me trajo una carta, fechada en la cárcel de Fuente la Higuera, pueblo a ocho leguas de Madrid, en la campiña de Alcalá: en esta carta me decía Victoriano que ya llevaba ocho días preso, y que si yo no tenía medio de libertarle, permanecería en la cárcel hasta que se muriese de hambre, lo cual ocurriría, sin duda alguna, tan pronto como se le acabase el dinero. De mis averiguaciones posteriores resultó que, pasada la ciudad de Alcalá, empezó a vender libros con muy buen éxito. Todo su repuesto consistía en sesenta y un Testamentos, y en el solo pueblo de Arganza16 vendió, sin la menor dificultad y sin interrupción, veinticinco; los pobres labriegos le cubrían de bendiciones por proveerles de libros tan buenos a tan bajo precio.

Ya sólo le quedaban diez y ocho libros cuando tomó el camino de Fuente la Higuera. Este pueblo le era bastante conocido por haberlo visitado en otro tiempo cuando recorría aquellos términos vendiendo cacharras. Sintió, pues, ciertas inquietudes en el camino, porque el pueblo tuvo siempre mala fama. A la llegada, en cuanto dejó su caballejo en la posada, fué a ver al alcalde y le pidió permiso para vender los libros, permiso que aquel dignatario otorgó en el acto. Entró luego en una casa y vendió un ejemplar, y lo mismo en otra. Animado por el éxito entró en una tercera, al parecer la del barbero del pueblo. Este personaje acababa de comer y estaba en el zaguán sentado en un sillón de brazos cuando se presentó Victoriano. Era hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto truculento y bárbaro. Tomó un Testamento que le ofrecía Victoriano y se puso a examinarlo; pero en cuanto paró los ojos en la portada rompió a reír, exclamando:

¡Ja, ja, don Jorge Borrow! ¡El hereje inglés! ¡Al fin damos con él! ¡Loados sean la Virgen y los Santos! Hace tiempo que aquí estamos esperándoles, y al fin han llegado.

Preguntó el precio del libro, y al saber que era tres reales le arrojó dos y salió corriendo de la casa con el Testamento en la mano.

Alarmado Victoriano, decidió marcharse del pueblo lo antes posible. Volvió, pues, precipitadamente a la posada, pagó el pienso de su caballo, entró en la cuadra, y echándole el aparejo a las costillas se disponía a salir, cuando de pronto se presentaron el alcalde del pueblo, el barbero y hasta doce hombres más, algunos armados con escopetas. En el acto prendieron a Victoriano, embargáronle libros y caballo, y con muchos denuestos llevaron al preso a la que llamaban cárcel, cuarto reducido y húmedo, con una pequeña ventana enrejada, donde le dejaron encerrado. A los tres cuartos de hora volvieron y se lo llevaron a casa del cura, donde estaban reunidos en cónclave; el cura, completamente ciego, presidía, y el sacristán oficiaba de secretario. El barbero formuló su acusación contra el preso, a saber: que le había sorprendido en el acto de vender una versión de las Escrituras en lengua vulgar, y el cura interrogó a Victoriano, preguntándole su nombre y lugar de residencia. Respondió que se llamaba Victoriano López, y que era natural de Villaseca, en la Sagra de Toledo. El cura le preguntó entonces qué religión profesaba, y si era mahometano o francmasón; el preso contestó que católico romano. Debe advertirse que Victoriano, aunque bastante listo, era un pobre labrador de sesenta y cuatro años, y hasta aquel momento no había oído hablar de mahometanos ni francmasones. El cura se enojó, le llamó tunante, y dijo: «Ha vendido usted su alma a un hereje; hace mucho tiempo que conocemos su conducta de usted y la de su amo. Usted es el mismo López a quien rescató el año pasado de la cárcel de Villalos, en la provincia de Avila. Deseo de todas veras que intente hacer aquí la misma cosa.»

 

«¡Sí, sí! – exclamaron los demás del cónclave – : que se atreva a venir y regará con su sangre esas piedras». Así estuvieron hablando cerca de media hora. Al cabo, levantaron la sesión, llevando de nuevo a Victoriano a su encierro.

Mientras estuvo preso vivió con regular comodidad, porque llevaba algún dinero. Dos veces al día le enviaban la comida de la posada, donde su caballo permanecía en secuestro. Una o dos veces pidió permiso al alcalde, que le visitaba a diario mañana y noche con su escolta armada, para comprar papel y pluma con el fin de escribir a Madrid; pero le negaron en absoluto ese favor, y a todos los habitantes del pueblo se les prohibió, bajo terribles penas, proveerle de los medios de escribir ni llevar recado suyo más allá de las cercas del lugar; debajo de la ventana de su encierro pusieron dos chicos de plantón para estar a la mira de cuanto le llevasen.

Ocurrió un día que, teniendo Victoriano necesidad de una almohada, envió a decir a la gente de la posada que le mandasen las alforjas. En ellas había por casualidad una cuerda que en España llaman soga, con la que acostumbraba sujetarlas al lomo de la jaca. Los chicos, al ver colgar de las alforjas la punta de la cuerda, corrieron a decírselo al alcalde.

Ya entrada la noche, el alcalde visitó al prisionero, a la cabeza de sus doce hombres, como de costumbre.

– Buenas noches– dijo el alcalde.

– Buenas noches tenga usted– contestó Victoriano.

– ¿Para qué ha mandado usted buscar una soga esta tarde? – preguntó el funcionario.

– Yo no he mandado por la soga– respondió el preso – . Mandé por las alforjas para que me sirvan de almohada, y la cuerda estaba dentro por casualidad.

– Es usted un bribón, embustero, mal intencionado – replicó el alcalde – . Usted pretende ahorcarse para perdernos a todos, porque nos echarían la culpa de su muerte. Deme la soga. – El mayor insulto que puede hacerse a un español es acusarle de intentar suicidarse. El pobre Victoriano, presa de violenta cólera, le disparó al alcalde varios nombres poco corteses, sacó la soga de las alforjas y se la tiró a la cabeza, diciéndole que se la llevase para emplearla en su propio cuello.

Al fin, los dueños de la posada se apiadaron del preso, percatándose de que le maltrataban sin motivo; resolvieron, pues, darle ocasión de informar a sus amigos de lo que le sucedía, y le mandaron plumas y tintero dentro de un pan, y un pedazo de papel diciendo que este último era para cigarros.

Victoriano escribió la carta; pero surgió la dificultad de enviarla a su destino, porque nadie del pueblo quería llevarla a ningún precio. Aquella buena gente convenció a un soldado cumplido, de otro pueblo, que por ventura estaba en Fuente la Higuera en busca de trabajo, para que se encargase de llevar la carta, asegurándole que le pagarían bien. El hombre, aprovechando una ocasión, recibió la carta de Victoriano por la ventana, anduvo toda la noche sin parar y me la entregó sin contratiempo en Madrid.

Así quedé libre de la ansiedad en que estaba y sin ningún temor acerca de la conclusión del asunto. Al instante fuí a ver a un amigo, con grandes posesiones en las cercanías de Guadalajara, provincia a que pertenece Fuente la Higuera, quien me dió cartas para el gobernador civil de Guadalajara y para las principales autoridades; estas cartas se las entregué a Antonio, que solicitó encargarse del cometido de libertar al preso. Se encaminó lo primero a Fuente la Higuera, donde, encontrándose en casa del alcalde, le dijo resueltamente a lo que iba. El alcalde, creyendo que yo estaría para llegar con un ejército inglés a fin de rescatar al preso, se alarmó mucho, y al instante envió a su mujer a convocar la escolta; pero al asegurarle Antonio que no había propósito de emplear la violencia, se tranquilizó algo. A poco, Antonio fué citado ante el cónclave y su ciego y sacerdotal presidente. Al principio quisieron asustarle alzando mucho la voz, y hablando de la necesidad de matar a todos los extranjeros, y en especial al aborrecido don Jorge y sus dependientes. Pero Antonio, que no era hombre para dejarse intimidar tan fácilmente, se burló de sus amenazas, y, enseñándoles las cartas que llevaba para las autoridades de Guadalajara, dijo que pensaba ir allá a la mañana siguiente y denunciar su conducta ilegal; añadió que era súbdito turco, y que si se atrevían a cometer con él la más leve desconsideración escribiría a la Sublime Puerta, junto a la que los más poderosos reyes del mundo son pobres gusanos, y no dejaría de vengar los agravios hechos a su hijo, dondequiera que estuviese, en forma demasiado terrible para mencionada. Luego se volvió a la posada. El cónclave quedó deliberando a solas, y resolvió enviar el prisionero a Guadalajara al otro día, poniéndolo en manos del gobernador civil.

No obstante, para conservar una apariencia de autoridad, pusieron dos hombres armados a la puerta de la posada donde vivía Antonio, como si también estuviese preso. Los hombres, cada vez que el reloj daba la hora, exclamaban: «¡Ave María! ¡Mueran los herejes!» Por la mañana temprano, el alcalde se presentó en la posada; pero antes de entrar dirigió desde la puerta un discurso a la gente que había en la calle, diciendo entre otras cosas: «Hermanos, estos individuos han venido a robarnos nuestra religión.» Entró luego en el aposento de Antonio, y tras de saludarle con gran cortesía le invitó a ir con él a la iglesia a oír la misa mayor, que estaba para empezar. A esto, Antonio, aunque ciertamente no era un traga-misas, se levantó y fué con él, y permaneció dos horas, según me contó luego, de rodillas en las frías losas, muy a disgusto; los fieles no le quitaron ojo durante todo el tiempo.

Después de la misa almorzó y se fué a Guadalajara. Victoriano había salido ya con escolta. En llegando, presentó las cartas a las personas a quien iban dirigidas. Al gobernador civil le dió un ataque de risa al oír de labios de Antonio el relato de lo sucedido. Victoriano fué puesto en libertad, y los libros, retenidos bajo secuestro en Guadalajara; el gobernador declaró, no obstante, que si bien su deber era retenerlos por el momento, me los enviarían en cuanto yo quisiese reclamarlos; añadió que haría lo posible para castigar severamente a las autoridades de Fuente la Higuera, porque en todo aquel caso habían procedido en forma tiránica y cruelísima, excediéndose de sus atribuciones. Así terminó el asunto; uno de esos menudos incidentes que alternan en la vida del misionero en España.

CAPÍTULO XLVII

Término de nuestros trabajos rurales. – Alarma del clero. – Una nueva tentativa. – Triunfo en Madrid. – Duende o alguacil. – El bastón de mando. – El corregidor. – Una explicación. – El Papa en Inglaterra. – La exposición del Evangelio. – Obras de Lutero.

Proseguimos la tarea de repartir las Escrituras, con éxito vario, hasta mediados de marzo, en que resolví marcharme a Talavera para ver si era posible hacer algo en esa ciudad y sus cercanías. Salí, por tanto, en aquella dirección acompañado de Antonio y de Victoriano. Al paso nos detuvimos en Navalcarnero, pueblo grande, a cinco leguas al Oeste de Madrid, donde permanecí tres días, enviando a Victoriano a las aldeas circunyacentes con pequeñas partidas de Testamentos. La Providencia, que hasta entonces nos favoreció por modo tan notable en nuestras expediciones rurales, nos retiró su apoyo, y nos redujo a terminarlas de repente, porque en todos los lugares donde poníamos a la venta los escritos sagrados eran en el acto embargados por personas que, al parecer, estaban en acecho; eventos que me obligaron a variar el propósito de ir a Talavera y a regresar sin dilación a Madrid.

Supe posteriormente que, alarmado el alto clero por nuestra campaña al otro lado de Madrid, presentó una queja en forma ante el Gobierno, quien envió inmediatamente órdenes a los alcaldes de los pueblos, grandes y chicos, de Castilla la Nueva, para que secuestrasen los Testamentos en cuanto salieran a la venta; pero amonestándoles, al mismo tiempo, para que pusieran el mayor cuidado en no detener ni maltratar a la persona o personas que intentasen venderlos. Una puntual reseña de mi persona acompañaba a las órdenes, y se exhortaba a las autoridades, lo mismo civiles que militares, a tener mucho cuidado conmigo y con mis mañas y maquinaciones, porque, como el documento decía, un día estaba yo en un sitio y a la mañana siguiente en otro distante del primero veinte leguas.

Este golpe no me desalentó mucho ni realmente me cogió de sorpresa. Resolví, con todo, variar de campo de acción y no exponer los libros sagrados a un secuestro a cada paso que diera para difundirlos. En mis últimas tentativas consagré mi atención exclusivamente a los pueblos y a las ciudades pequeñas, en las que le era muy fácil al Gobierno frustrar mis esfuerzos mediante circulares a las autoridades locales, puestas así sobre aviso, y cuya vigilancia era imposible burlar, pues cualquier novedad ocurrida en un pueblo pequeño se esparce sin tardanza. El caso sería muy distinto tratándose de la muchedumbre de la capital, donde podía continuar mis trabajos con relativo secreto. Formé el plan de abandonar los distritos rurales y ofrecer en Madrid el sagrado libro de casa en casa al mismo reducido precio que en los campos. Sin dilación llevé a efecto mi plan.

Como tenía muchos conocimientos en el pueblo bajo, escogí ocho personas inteligentes para que cooperasen en mi tarea; cinco de ellas eran mujeres. A todos los proveí de Testamentos y los repartí por todos los barrios de Madrid. El resultado de sus esfuerzos superó mis esperanzas. Menos de quince días después de volver de Navalcarnero se habían vendido en las calles y avenidas de Madrid cerca de seiscientos ejemplares de la vida y palabras del Nazareno; hecho que se me permitirá mencionar con júbilo y con el regocijo conveniente en el Señor.

Una de las calles más ricas es la calle de la Montera, donde residen los principales comerciantes y tenderos de Madrid. Es, en efecto, la calle del comercio, y por tal motivo, como por ser un lugar favorito de los paseantes, corresponde a la muy famosa Nefsky de San Petersburgo. Cada casa de esa calle recibió un Testamento, y lo mismo puede decirse de la Puerta del Sol. Más: en algunas ocasiones, cada habitante de la casa, hombres y niños, criados y criadas, adquirió un ejemplar. Antonio, el griego, hizo maravillas en ese barrio; es de justicia decir que, a no ser por su mediación, en muchos casos no habría podido yo dar tan buena cuenta de la difusión de la Biblia en España. Hubo un tiempo en que tenía yo la costumbre de decir: «tenebroso Madrid», expresión que, gracias a Dios, era ya de abandonar, porque sería poco justo seguir llamando tenebrosa a una ciudad en la que estaban en circulación y en uso diario mil trescientos Testamentos por lo menos.

Entonces utilicé una partida de Biblias que me habían mandado en rama desde Barcelona en los comienzos del año anterior. La demanda de las Escrituras completas era grande; tanto, que no podíamos dar abasto, y los libros se vendían más de prisa de lo que tardaban en encuadernarlos los hombres empleados en esta tarea. Un pedido de veintiocho ejemplares me lo pagaron por adelantado. Muchas de estas Biblias fueron a parar a las mejores casas de Madrid. El marqués de… tenía una familia numerosa; pero todos sus individuos, viejos y jóvenes, poseían una Biblia y un Testamento, por recomendación, cosa rara, del capellán de la casa. Uno de mis agentes más celosos en la propaganda de la Biblia fué un eclesiástico. Nunca salía a la calle sin un ejemplar debajo del manteo, y a la primera persona que le parecía poder comprarlo se lo ofrecía. Otro colaborador excelente fué un noble de Navarra, ya anciano, riquísimo, que continuamente adquiría ejemplares por su cuenta para mandarlos, según me dijeron, a su provincia natal y repartirlos entre sus amigos y los pobres.

 

Cierta noche me retiré a descansar algo más pronto que de costumbre, sintiéndome ligeramente indispuesto. Dormí con profundo sueño unas horas, y de pronto me desperté al sentir abrirse la puerta del cuartito en que descansaba. Me incorporé, y vi entrar en el cuarto a María Díaz con una luz en la mano. Observé que sus facciones, notables por su calma y placidez habituales, parecían un tanto alteradas.

– ¿Qué hora es – pregunté – y qué pasa?

– Señor– respondió cerrando la puerta y acercándose a la cama – , es cerca de media noche; pero acaba de llegar un policía que quiere verle a usted. Le he dicho que era imposible, porque estaba usted en la cama, y me ha contestado, después de estornudar en mi misma cara, que le vería a usted aunque estuviese de cuerpo presente. Tiene todo el aire de un duende y me ha asustado. Ya sabe usted que yo no soy miedosa, don Jorge; pero confieso que cada vez que veo a uno de esos malvados polizontes me faltan los ánimos; los conozco demasiado bien y sé de lo que son capaces.

– ¡Bah! – dije yo – . No tenga usted miedo; que entre; no le temo, sea alguacil o duende. Pero quédese usted a la puerta para ser testigo de lo que ocurra, porque es muy probable que venga a molestarme a esta hora intempestiva buscando la ocasión de dar malos informes de mí a sus jefes, como hizo aquel otro individuo la vez pasada.

La patrona salió del aposento, y oí que decía una o dos palabras a alguien en el pasillo; sonó luego un estruendoso estornudo, y un instante después apareció en la puerta una figura rara. Era un hombre muy viejo, de largos cabellos blancos, que se escapaban por debajo de las alas de un sombrero extremadamente picudo. Iba muy encorvado y avanzaba con lentitud. No pude verle bien la cara, que, por hallarse la patrona detrás de él con la luz, quedaba en profunda sombra. Observé, sin embargo, que sus ojos chispeaban como los de un hurón. Se acercó a los pies de la cama, en la que aún permanecía yo preguntándome lo que tan extraña visita pudiera significar; allí se detuvo, mirándome durante un minuto por lo menos, sin proferir una sílaba. De pronto adelantó una mano seca y rugosa, que hasta entonces tuvo oculta bajo la capa, y me apuntó al rostro con una especie de bastoncillo con remate de metal, como si fuese a empezar un exorcismo. Pareció que iba a hablar; pero las palabras, si quiso decir alguna, fueron ahogadas al nacer por un estornudo que de pronto se le escapó, tan violento, que la patrona se echó para atrás, exclamando: «¡Ave María purísima!», y a poco deja caer la luz con el susto.

– Buen hombre – dije yo – , ¿qué significa esta ridícula aparición? Si tiene usted algo que decirme, despache pronto y váyase a sus asuntos. No me encuentro bueno y está usted privándome del descanso.

– En méritos de este bastón – dijo el viejo – y por la autoridad que me confiere para decir y hacer lo que convenga, le mando, ordeno y requiero para que mañana, a las once, comparezca en el despacho de mi señor el corregidor de esta villa de Madrid, para que con la humildad y reverencia debidas oiga usted lo que tenga a bien decirle, y, si fuese necesario, se someta a recibir los castigos que sus delitos, leves o enormes, merezcan. Tenez, compère– añadió en perverso francés – , voilà mon affaire; voilà ce que je viens vous dire.

En diciendo esto, me miró un momento, inclinó por dos veces la cabeza, metió de nuevo el bastón dentro de la capa y salió del cuarto y de la casa, lanzando en el pasillo un estornudo de despedida.

Al día siguiente, a las once en punto, me presenté en las oficinas del corregidor. Ya no ocupaba el cargo el mismo individuo en cuya cólera incurrí en otra ocasión y que tuvo a bien encarcelarme, sino otro distinto, creo que catalán, cuyo nombre también he olvidado. En aquella época, los cargos se daban y se quitaban de la noche a la mañana, y quien se sostenía en alguno de ellos siquiera un mes, podía considerarse funcionario antiguo. No tuve que esperar; en cuanto di mi nombre me llevaron a presencia del corregidor, personaje de unos cincuenta años, de buen parecer, corpulento y bien vestido. Cuando entré escribía en un bufete; pero casi al instante se levantó y vino hacia mí. Me clavó los ojos en el rostro, y yo, sin cortarme, puse los míos en el suyo. Quizás esperaba una actitud menos firme, y verme temblar y rebajarme ante él; se juzgó, pues, desacatado en su propia madriguera, y su levadura española antigua fermentó. Se tiró de las patillas con furia, y dirigiéndome una mirada colérica dijo:

– Escuchad: tengo que hacerle a usted una pregunta.

– Antes de responder a las preguntas de vuecencia – dije – voy a tomarme la libertad de dirigirle una: ¿Qué ley o qué razón hay para que a un hombre pacífico y extranjero vayan a molestarle a media noche unos duendes con el requerimiento de presentarse en una oficina pública como si fuese un delincuente?

– No dice usted la verdad – exclamó el corregidor– . La persona que fué a requerirle a usted no es un duende, sino uno de los empleados más antiguos y respetables de esta casa, y, lejos de enviarle a media noche, faltaban por mi reloj veinticinco minutos para esa hora, y como usted vive cerca de aquí, debió de llegar a su casa lo menos diez minutos antes de media noche; de modo que no es exacto lo que usted dice, ni guarda usted miramientos con la verdad.

– Esa diferencia no importa nada – repliqué – . A mí me molesta lo mismo que me interrumpan el sueño a las doce de la noche que a las doce menos diez. Respecto al emisario, podría no ser un duende, pero lo parecía, y con seguridad se propuso asustar a la dueña de la casa, como lo consiguió, hasta el punto de que casi se desmaya, a fuerza de muecas horribles, de estornudos y aspavientos.

El corregidor. – Es usted un… ¡No sé lo que iba a decir! ¿Ignora usted que puedo mandarle a la cárcel?

Yo. – Tiene usted veinte alguaciles que acudirán a la primera señal, y, por tanto, es claro que puede usted prenderme, como hizo su antecesor, que casi perdió el puesto por eso; pero usted sabe perfectamente que no tiene derecho para hacerlo, porque no estoy bajo su jurisdicción, sino bajo la del capitán general. Si he obedecido su requerimiento ha sido porque tengo mucha curiosidad de saber lo que usted necesita de mí, y no por otra cosa. En cuanto a lo de prenderme, permítame usted decirle que cuenta con mi pleno consentimiento para ello; en la cárcel es donde se encuentra en Madrid la gente más cortés; y como ahora estoy compilando el vocabulario de los ladrones madrileños, tendré, si me llevan a la cárcel, una excelente ocasión de completarlo. Hasta en la cárcel se puede aprender mucho; porque, como dicen los gitanos, «perro que mucho corretea encuentra hueso».

El corregidor. – Ese lenguaje no es propio de un caballero. ¿Olvida usted dónde está y con quién habla? ¿Es este un lugar adecuado para hablar de gitanos y de ladrones?

Yo. – No conozco, a la verdad, otro más a propósito, no siendo la cárcel. Pero estamos perdiendo el tiempo, y ansío saber para qué me han llamado, si por delitos leves o enormes, como decía el emisario.

16¿Daganzo?