Una Vez Atraído

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Aus der Reihe: Un Misterio de Riley Paige #4
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Una Vez Atraído
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Una Vez Atraído
Una Vez Atraído
Hörbuch
Wird gelesen Adriana Rios Sarabia
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CAPÍTULO DOS

Riley se sintió horrible cuando vio las dos fotos en las pantallas que estaban encima de la mesa de la sala de conferencias de la UAC. Una era una foto de una chica despreocupada con ojos brillantes y una sonrisa. La otra era su cadáver, horriblemente demacrado y acostado con los brazos apuntando en direcciones extrañas. Riley sabía que debía haber otras víctimas como esta ya que había sido ordenada a asistir a esta reunión.

Sam Flores, un técnico de laboratorio inteligente con gafas negras, estaba andando la pantalla multimedia para los cuatro agentes sentados alrededor de la mesa.

“Estas fotos son de Metta Lunoe, diecisiete años de edad”, dijo Flores. “Su familia vive en Collierville, New Jersey. Sus padres denunciaron su desaparición en marzo, había escapado de casa”.

Vieron un enorme mapa de Delaware en la pantalla que indicaba una ubicación con un puntero.

Él dijo: “Su cuerpo apareció en un campo en las afueras de Mowbray, Delaware el dieciséis de mayo. Alguien había fracturado su cuello”.

Flores colocó otras fotos, una de otra chica joven vibrante, la otra mostrando su cuerpo casi irreconocible con brazos estirados de manera similar.

“Estas fotos son de Valerie Bruner, también de diecisiete años, una chica que se había escapado de Norbury, Virginia. Ella desapareció en abril”.

Flores señaló otra ubicación en el mapa.

“Su cuerpo fue encontrado en un camino de tierra cerca de Redditch, Delaware el 12 de junio. Obviamente el mismo MO del asesinato anterior. El agente Jeffreys tuvo la tarea de investigar”.

Esto sorprendió a Riley. ¿Cómo pudo Bill haber trabajado en un caso sin ella? Entonces lo recordó. Había estado hospitalizada en junio, recuperándose de su terrible experiencia en la jaula de Peterson. Aún así, Bill la había visitado con frecuencia en el hospital. Él nunca había mencionado que también estaba trabajando en este caso.

Se volvió hacia Bill.

“¿Por qué no me dijiste nada al respecto?”, preguntó.

El rostro de Bill se veía sombrío.

“No fue un buen momento”, dijo. “Tenías tus propios problemas”.

“¿Quién fue tu compañero?”, preguntó Riley.

“El agente Remsen”.

Riley reconocía el nombre. Bruce Remsen se había transferido a otra oficina antes de su regreso.

Después de una pausa, Bill agregó: “No pude resolver el caso”.

Ahora Riley podía leer su expresión y su tono de voz. Después de años de amistad y compañerismo, entendía a Bill como nadie. Y ella sabía que estaba profundamente decepcionado consigo mismo.

Flores colocó las fotos del médico forense de las espaldas desnudas de las chicas. Los cuerpos estaban tan descompuestos que apenas parecían reales. Ambas espaldas tenían cicatrices y verdugones.

Riley se sentía incómoda por todas partes. Esta sensación la sorprendía. ¿Desde cuándo se sentía revuelta al ver fotos de cadáveres?

Flores dijo: “Ambas estaban casi muertas de hambre cuando sus cuellos fueron fracturados. También habían sido muy golpeadas, probablemente durante un largo período de tiempo. Sus cuerpos fueron trasladados al lugar donde fueron encontradas post mórtem. No tenemos idea dónde fueron asesinadas realmente”.

Tratando de no dejar que su creciente inquietud la dominara, Riley pensó en las similitudes de este caso con los casos que ella y Bill habían resuelto durante los últimos meses. El llamado “asesino de las muñecas” había dejado los cuerpos de sus víctimas donde podían ser fácilmente encontrados, posados desnudos en posiciones grotescas que asemejaban muñecas. El “asesino de las cadenas” colgaba los cuerpos de sus víctimas, cubiertos violentamente en cadenas pesadas.

Ahora Flores colocó la foto de otra mujer joven, una pelirroja que se veía alegre. Junto a la foto había una de un auto Toyota destartalado.

“Este carro pertenece a una inmigrante irlandesa de veinticuatro años llamada Meara Keagan”, dijo Flores. “Ella fue dada por desaparecida ayer por la mañana. Su carro fue hallado abandonado a las afueras de un edificio de apartamentos en Westree, Delaware. Trabajaba allí para una familia como criada y niñera”.

Ahora habló el agente especial Brent Meredith. Era un afroamericano sensato, intimidante y grande con rasgos angulares.

“Terminó de trabajar a las 11:00 de la noche”, dijo Meredith. “El carro fue encontrado la mañana siguiente”.

El agente especial encargado Carl Walder se inclinó hacia delante en su silla. Él era el jefe de Brent Meredith, era un hombre infantil con un rostro pecoso y pelo rizado color cobre. Él no le agradaba. Ella no creía que era muy competente. Tampoco ayudaba el hecho de que la había despedido una vez.

“¿Por qué creemos que esta desaparición está relacionada con los asesinatos anteriores?”, preguntó Walder. “Meara Keagan es mayor que las otras víctimas”.

Ahora Lucy Vargas intervino. Era una brillante joven novata con cabello oscuro, ojos oscuros y tez oscura.

“Puedes verlo en el mapa. Keagan desapareció en la misma zona donde los dos cuerpos fueron encontrados. Podría ser una coincidencia, pero no parece probable. No durante un período de cinco meses”.

A pesar de su creciente malestar, Riley se complació al ver a Walder hacer una mueca de dolor. Lucy lo había puesto en su lugar sin querer. Riley esperaba que no encontrara la forma de devolvérsela más adelante. Walder podía ser bastante ruin.

“Eso es correcto, agente Vargas”, dijo Meredith. “Nuestra suposición es que las jóvenes fueron secuestradas mientras hacían autoestop. Muy probable que en esta carretera que se extiende por la zona”. Señaló una línea específica en el mapa.

Lucy le preguntó: “¿El autoestopismo no está prohibido en Delaware? Obviamente puede ser difícil hacer cumplir esa ley”.

“Tienes razón sobre eso”, dijo Meredith. “Y esta no es una carretera interestatal, ni siquiera una carretera estatal, así que los autostopistas probablemente la utilizan. Al parecer el asesino también lo hace. Uno de los cuerpos fue encontrado junto a la carretera y los otros dos a menos de diez millas de ese. Keagan fue tomada aproximadamente sesenta millas al norte en esa misma ruta. Con ella usó un truco diferente. Si sigue su patrón habitual, podrá mantenerla hasta que casi muera de hambre. Entonces romperá su cuello y dejará su cuerpo botado de la misma forma”.

“No dejaremos que eso suceda”, dijo Bill con una voz firme.

Meredith dijo: “Agentes Paige y Jeffreys, quiero que se pongan a trabajar en este caso de inmediato”. Empujó una carpeta manila llena de fotos e informes hacia Riley. “Agente Paige, aquí está toda la información que necesitas para estar al corriente”.

Riley alcanzó la carpeta. Pero su mano se movió hacia atrás con un espasmo de angustia horrible.

“¿Qué me pasa?”, se preguntó.

Su cabeza estaba dando vueltas e imágenes borrosas comenzaron a formarse en su cerebro. ¿Era TEPT del caso de Peterson? No, era diferente. Era algo totalmente diferente.

Riley se levantó de su silla y huyó de la sala de conferencias. Las imágenes en su cabeza se agudizaron mientras caminó por el pasillo hacia su oficina.

Eran rostros, rostros de mujeres y niñas.

Vio a Mitzi, Koreen y Tantra, call girls jóvenes cuyo vestuario respetable enmascaraba su degradación, incluso de sí mismas.

Vio a Justine, una puta vieja encorvada con una copa en un bar, cansada y amargada y totalmente preparada para morir una muerte horrible.

Vio a Chrissy, prácticamente encarcelada en un burdel por su esposo proxeneta abusivo.

Y vio a Trinda, una muchacha de quince años que había vivido una pesadilla de explotación sexual que no la dejaba imaginar una vida diferente.

Riley llegó a su oficina y se desplomó en su silla. Ahora entendió su oleada de repugnancia. Las imágenes que había visto hace un momento habían sido el desencadenante. Habían traído a la superficie sus dudas más oscuras sobre el caso de Phoenix. Había detenido a un asesino brutal, pero ella no había logrado obtener justicia para las mujeres y las niñas que había conocido. Ese mundo de explotación seguía vivo. Ni siquiera había arañado la superficie de los males que soportaban.

Y ahora estaba más atormentada que nunca. Esto le parecía peor que el TEPT. Después de todo, podía darle rienda suelta a su rabia y horror privado en un gimnasio de sparring. No tenía forma de deshacerse de estos nuevos sentimientos.

¿Y podría trabajar en otro caso parecido al de Phoenix?

Entonces oyó la voz de Bill en la puerta.

“Riley”.

Ella levantó la mirada y vio a su pareja mirándola con una expresión triste. Estaba sosteniendo la carpeta que Meredith había intentado darle.

“Te necesito en este caso”, dijo Bill. “Es personal para mí. Me vuelve loco el hecho de que no pude resolverlo. Y no puedo evitar preguntarme si no di lo mejor de mí porque mi matrimonio se estaba desmoronando. Conocí a la familia de Valerie Bruner. Son buenas personas. Pero no me mantuve en contacto con ellos porque... bueno, los defraudé. Tengo que resolver este caso para ellos”.

Puso la carpeta en el escritorio de Riley.

“Solo échale un vistazo. Por favor”.

Salió de la oficina. Se quedó sentada mirando la carpeta en un estado de indecisión.

Ella no era así. Sabía que tenía que recuperarse.

Recordó algo de su tiempo en Phoenix mientras siguió analizando las cosas. Había sido capaz de salvar a una niña llamada Jilly. O al menos lo había intentado.

Ella sacó su teléfono y marcó el número de un refugio para adolescentes en Phoenix, Arizona. Escuchó una voz familiar al otro lado del teléfono.

 

“Habla Brenda Fitch”.

A Riley le alegró que Brenda contestara la llamada. Había logrado conocer a la trabajadora social durante su caso anterior.

“Hola, Brenda”, dijo. “Habla Riley. Quise llamar para ver cómo estaba Jilly”.

Jilly era una chica que Riley había rescatado de la trata de blancas, una morena flaca de trece años de edad. Jilly no tenía familia excepto por un padre abusivo. Riley llamaba cada cierto tiempo para averiguar cómo estaba Jilly.

Riley oyó a Brenda suspirar.

“Me alegra que siempre llames”, dijo Brenda. “Ojalá más personas mostraran más preocupación. Jilly todavía está con nosotros”.

A Riley se le cayó el alma. Esperaba que algún día le dijeran que Jilly se había ido con una bondadosa familia de acogida. Este no sería ese día. Riley estaba preocupada.

“La última vez que hablamos, tenías miedo de que tendrías que enviarla de regreso con su padre”.

“Ah, no, resolvimos eso de forma legal. Incluso tenemos una orden de restricción para mantenerlo lejos de ella”.

Riley dio un suspiro de alivio.

“Jilly pregunta mucho por ti”, dijo Brenda. “¿Quieres hablar con ella?”.

“Sí. Por favor”.

Brenda puso a Riley en espera. Riley de repente se preguntó si esta era una buena idea. Cada vez que hablaba con Jilly terminaba sintiéndose culpable. No sabía por qué se sentía de esa manera. Después de todo, había salvado a Jilly de una vida de explotación y abuso.

“¿Pero la salvé para qué cosa?”, se preguntaba. ¿Qué clase de vida esperaba por Jilly?

Oyó la voz de Jilly.

“Hola, agente Paige”.

“¿Cuántas veces debo decirte que no me llames así?”.

“Lo siento. Hola, Riley”.

Riley dejó escapar una risita.

“Hola, Jilly. ¿Cómo te has sentido?”.

“Supongo que bien”.

En ese momento cayó un silencio.

“Una adolescente típica”, pensó Riley. Siempre era difícil hacer que Jilly hablara.

“¿Qué haces?”, preguntó Riley.

“Me acabo de despertar”, dijo Jilly, sonando un poco aturdida. “Voy a desayunar”.

Riley luego se acordó que era más temprano en Phoenix.

“Siento llamarte tan temprano”, dijo Riley. “Sigo olvidando la diferencia horaria”.

“No te preocupes. Más bien es amable de tu parte el llamarme”.

Riley oyó un bostezo.

“¿Irás a la escuela hoy?”, preguntó Riley.

“Sí. Nos dejan salir todos los días de la prisión para hacer eso”.

Era un chiste constante de Jilly el comparar el refugio a una prisión. A Riley no le parecía muy gracioso.

Riley dijo: “Bueno, voy a dejarte desayunar y prepararte”.

“Oye, espera un momento”, dijo Jilly.

Hubo un momento de silencio. Riley pensó que oyó a Jilly sofocar un sollozo.

“Nadie me quiere, Riley”, dijo Jilly. Ahora estaba llorando. “Las familias de acogida siguen escogiendo a otras. No les gusta mi pasado”.

Riley estaba atónita.

“¿Su 'pasado'?”, pensó. “Dios, ¿cómo podría una niña de trece años tener un 'pasado'? ¿Qué le pasa a la gente?”.

“Lo siento”, dijo Riley.

Jilly habló dificultosamente a través de sus lágrimas.

“Es como... bueno, ya sabes, es...Riley, parece como si fueras la única persona a la cual le importo”.

La garganta de Riley le dolía y sus ojos le ardían. No podía responder.

Jilly dijo: “¿Podría irme a vivir contigo? No sería mucha molestia. Tienes una hija, ¿cierto? Ella podría ser como mi hermana. Podríamos cuidarnos. Te extraño”.

Riley no podía hablar.

“No...No creo que eso sea posible, Jilly”.

“¿Por qué no?”.

Riley se sintió devastada. La pregunta fue como un golpe en la cara.

“Solo... no es posible”, dijo Riley.

Todavía podía oír a Jilly llorando.

“Está bien”, dijo Jilly. “Tengo que ir a desayunar. Adiós”.

“Adiós”, dijo Riley. “Llamaré de nuevo pronto”.

Oyó un clic cuando Jilly finalizó la llamada. Riley se inclinó sobre su escritorio con lágrimas corriendo por sus mejillas. La pregunta de Jilly seguía haciendo eco en su cabeza...

“¿Por qué no?”.

Había miles de razones. Ya estaba bastante ocupada con April. Su trabajo consumía demasiado de su tiempo y energía. ¿Y estaba preparada para lidiar con las cicatrices psicológicas de Jilly? Obviamente no.

Riley se secó las lágrimas y se sentó derecha. Caer en la autocompasión no ayudaría en nada. Ya era el momento de volver al trabajo. Niñas estaban siendo asesinadas, y ellas la necesitaban.

Ella cogió la carpeta y la abrió. ¿Era el momento de volver al campo de juego?

CAPÍTULO TRES

Diablito estaba sentado en el columpio del porche viendo a los niños pasar en sus disfraces de Halloween. Generalmente disfrutaba esta época del año. Pero le pareció una ocasión agridulce esta vez.

“¿Cuántos de estos niños estarán vivos en unas semanas?”, se preguntaba.

Él suspiró. Probablemente ninguno de ellos. La fecha límite estaba cerca y nadie le estaba prestando atención a sus mensajes.

Las cadenas del columpio estaban chirriando. Estaba lloviendo ligeramente, y esperaba que los niños no se enfermaran. Tenía una cesta de dulces en su regazo, y estaba siendo bastante generoso. Se estaba haciendo tarde, y pronto no habría más niños.

En la mente de Diablito, abuelo aún se estaba quejando, a pesar de haber muerto hace años. Y no importaba que Diablito era un adulto ahora, nunca estaba libre de ese viejo.

“Mira a ese con la capa y la máscara de plástico negra”, dijo el abuelo. “Eso ni siquiera puede llamarse un disfraz”.

Diablito esperaba que él y el abuelo no estuvieran a punto de tener otra pelea.

“Él está disfrazado de Darth Vader, abuelo”, dijo.

“No importa quién demonios se supone que es. Es un disfraz barato que fue comprado en una tienda. “Yo siempre hacía tus disfraces para Halloween”.

Diablito recordaba esos disfraces. Para convertirlo en una momia, abuelo lo había envuelto en sábanas rotas. Para convertirlo en un caballero en armadura brillante, abuelo le había puesto cartulina cubierta con papel de aluminio, y él había llevado una lanza hecha con un palo de escoba. Los disfraces del abuelo siempre eran creativos.

Aún así, Diablito no recordaba esos Halloween con cariño. Abuelo siempre maldecía y se quejaba mientras le colocaba esos trajes. Y cuando Diablito llegaba a casa luego de terminar de recoger dulces... Diablito se sintió como un niño pequeño en ese momento. Sabía que el abuelo siempre tenía razón. Diablito no siempre entendía el por qué, pero eso no importaba. El abuelo tenía razón, y él estaba equivocado. Así eran las cosas. Así es como siempre habían sido las cosas.

Diablito se había sentido aliviado cuando ya se había hecho demasiado mayor para seguir recogiendo dulces. Desde entonces, había estado libre para sentarse en el porche dándoles caramelos a los niños. Se sentía feliz por ellos. Le alegraba que estuvieran disfrutando de su infancia, aunque él no había disfrutado de la suya.

Tres niños subieron hasta el porche. Un niño estaba disfrazado de El Hombre Araña, una chica de Gatúbela. Se veían como de nueve años de edad. El disfraz del tercer niño hizo a Diablito sonreír. Una niña de siete años llevaba un traje de abejorro.

“¡Dulce o truco!”, gritaron todos frente a Diablito.

Diablito se rio entre dientes y rebuscó entre la cesta para dulces. Les entregó los dulces a los niños. Ellos le dieron las gracias y se fueron.

“¡Deja de darles dulces!”, gruñó el abuelo. “¿Cuándo vas a dejar de alentar a los pequeños bastardos?”.

Diablito había estado desafiando al abuelo durante un par de horas. Tendría que pagar por ello más tarde.

Mientras tanto, el abuelo todavía estaba quejándose. “No olvides que tenemos trabajo por hacer mañana en la noche”.

Diablito no respondió, solo escuchaba el columpio del porche chirriar. No, no olvidaría lo que tenía que hacer mañana por la noche. Era un trabajo sucio, pero tenía que hacerlo.

*

Libby Clark siguió a su hermano y a su primo al bosque oscuro que estaba detrás de todos los patios del vecindario. Ella no quería estar allí, quería estar en su cama.

Su hermano, Gary, estaba liderando el camino con una linterna. Se veía extraño con su disfraz de El Hombre Araña. Su prima Denise seguía a Gary en su traje de Gatúbela. Libby estaba trotando detrás de ambos.

“Apúrense”, dijo Gary, avanzando.

Se deslizó entre dos arbustos fácilmente. Denise lo siguió, pero el traje de Libby era grande y se quedó atrapado en unas ramas. Ahora tenía algo nuevo que temer. Si arruinaba el disfraz de abejorro, mamá se volvería loca. Libby logró desenredarse y corrió para alcanzarlos.

“Quiero irme a casa”, dijo Libby.

“Adelante”, dijo Gary, avanzando a buen ritmo.

Per Libby tenía miedo de regresar. Habían avanzado demasiado ya. No se atrevía a volver sola.

“Tal vez todos deberíamos regresar”, dijo Denise. “Libby está asustada”.

Gary se detuvo y se dio la vuelta. Libby quería ser capaz de ver su rostro detrás de esa máscara.

“¿Qué pasa, Denise?”, dijo. “¿También estás asustada?”.

Denise se echó a reír de los nervios.

“No”, dijo. Libby sabía que estaba mintiendo.

“Entonces sigamos”, dijo Gary.

El pequeño grupo siguió moviéndose. El suelo estaba empapado y lodoso, y Libby estaba en malezas húmedas que llegaban hasta sus rodillas. Por lo menos había dejado de llover. La luna estaba comenzando a salir de detrás de las nubes. Pero también había más frío, y Libby estaba húmeda y estaba temblando, y tenía mucho, mucho miedo.

Los árboles y arbustos finalmente dieron a un gran claro. Vapor se elevaba de la tierra mojada. Gary, Denise y Libby se detuvieron justo en el borde del espacio.

“Aquí está”, susurró Gary, señalando. “Miren, es un cuadrado, como si debía haber una casa o algo más allí. Pero no hay una casa. No hay nada allí. Ni los árboles ni los arbustos pueden crecer aquí. Solo malas hierbas. Eso es porque esta tierra está maldita. Aquí habitan fantasmas”.

Libby recordó lo que su papá le había dicho.

“Los fantasmas no existen”.

Aún así, sus rodillas temblaban. Tenía miedo de orinarse encima. Eso no le gustaría a mamá.

“¿Qué son esas?”, preguntó Denise.

Ella señaló a dos formas alzándose de la tierra. A Libby le parecían grandes tuberías que fueron dobladas en la parte superior, y estaban casi completamente cubiertas de hiedra.

“No lo sé”, dijo Gary. “Me recuerdan a los periscopios de los submarinos. Tal vez los fantasmas nos están observando. Ve a echar un vistazo, Denise”.

Denise dejó escapar una risa.

“¡Échale un vistazo tú!”, dijo Denise.

“Está bien, lo haré”, dijo Gary.

Gary caminó hacia el claro y se acercó a una de las formas. Se detuvo en seco a un metro de ella. Luego se dio la vuelta y se unió de nuevo a su prima y su hermana.

“No sé qué es”, dijo.

Denise dejó escapar una risa de nuevo. “¡Eso es porque ni siquiera miraste!”, dijo.

“Sí lo hice”, dijo Gary.

“¡No lo hiciste! ¡Ni siquiera te acercaste!”.

“Sí me acerqué. Si estás tan curiosa, échale un vistazo tú misma”.

Denise se quedó callada por un momento, luego comenzó a acercarse a la forma. Logró acercarse un poco más que Gary, pero entonces se regresó trotando sin detenerse.

“Tampoco sé qué es”, dijo.

“Es tu turno, Libby”, dijo Gary.

El miedo de Libby estaba comenzando a abrumarla.

“No la hagas ir, Gary”, dijo Denise. “Ella es muy pequeña”.

“No es muy pequeña. Está creciendo. Es hora de qué actúe”.

Gary le dio a Libby un empujón fuerte. Se encontró un metro dentro del claro. Se dio la vuelta y trató de regresar, pero Gary estiró su mano para detenerla.

“No”, dijo. “Denise y yo fuimos. Tienes que ir también”.

Libby tragó grueso y se dio la vuelta al gran espacio con sus dos cosas dobladas. Tenía la sensación escalofriante de que podrían estar mirándola también.

Recordó las palabras de su papá de nuevo...

“Los fantasmas no existen”.

Su papá no mentiría sobre algo como eso. ¿A qué le tenía miedo de todos modos?

 

Además, estaba enojándose con Gary por portarse como un bravucón. Estaba casi igual de molesta que de asustada.

“Ya lo verá”, pensó.

Sus piernas aún temblando, dio paso tras paso hacia el espacio cuadrado grande. Mientras caminaba hacia lo metálico, Libby realmente se sentía más valiente.

Cuando logró acercarse bastante, más de lo que Gary o Denise se habían acercado, se sintió muy orgullosa de sí misma. Aún así, no sabía qué era lo que estaba mirando.

Con más coraje que hasta incluso pensaba que tenía, extendió su mano hacia la forma. Empujó sus dedos entre las hojas de hiedra, con la esperanza de que su mano no fuera comida o que quizás le sucediera algo peor. Sus dedos se acercaron al tubo metálico.

“¿Qué es esto?”, se preguntó.

Sintió una ligera vibración en la tubería. Y escuchó algo. Parecía que el sonido venía de la tubería.

Se inclinó bastante a la tubería. El sonido era débil, pero sabía que no lo estaba imaginando. El sonido era real, y era el de una mujer llorando y gimiendo.

Libby alejó su mano de la tubería. Estaba demasiado asustada como para moverse o hablar o gritar o hacer cualquier cosa. No podía ni siquiera respirar. Se sentía como aquella vez en la que se había caído de un árbol de espalda y no había podido respirar por unos segundos.

Sabía que debía alejarse. Pero se quedó congelada al lugar. Fue como si tuviera que decirle a su cuerpo cómo moverse.

“Date la vuelta y corre”, pensó.

Pero simplemente no pudo hacerlo por unos segundos terroríficos.

Sus piernas parecieron comenzar a correr por sí solas, y se encontró corriendo hacia el borde del claro. Estaba aterrada de que algo realmente malo la jalara.

Cuando llegó al borde del bosque, se inclinó, esforzándose para poder respirar. Ahora entendió que no había estado respirando todo este tiempo.

“¿Qué pasa?”, preguntó Denise.

“¡Un fantasma!”, dijo Libby entre jadeos. “¡Escuché a un fantasma!”.

No esperó una respuesta. Se fue corriendo de regreso por el mismo camino por el que habían venido. Oyó a su hermano y a su prima corriendo detrás de ella.

“¡Oye Libby, detente!”, gritó su hermano. “¡Espéranos!”.

Pero no había forma de que dejara de correr hasta que estuviera a salvo en su casa.