Anorexia y psiquiatría: que muera el monstruo, no tú

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4. ENFOQUE EN EL SÍNTOMA… Y OTROS TRATAMIENTOS POSIBLES

El llamado sistema sanitario es en realidad un sistema de enfermedad. Se practica una medicina de enfermedad y no de salud.

Dra. Ghislaine Lanctôt

La extrema necesidad de buscar soluciones a la enfermedad de mi hija me hizo rechazar los tristísimos pronósticos y me impulsó a recopilar toda la información posible para comprender cómo actuar y localizar el tratamiento que necesitaba. Como seguía empeorando a pesar de estar hospitalizada, empecé a contactar con diversos profesionales responsables de investigaciones y fui percatándome alarmada de que las intervenciones terapéuticas a las que la sometían eran no solo ineficaces sino además perjudiciales.

Por mi parte, profundizaba en cualquier indicio o referencia que parecía pudiera ayudarnos a comprender mientras veía con desespero que la enfermedad se enquistaba y cada día dominaba más la vida de mi hija. El sondeo sobre otros modelos de intervención médica me hizo tempranamente sospechar que no existía consenso ni en la línea de estudio ni en la de tratamiento efectivo de esta enfermedad, y la esperanza era que cada día estuviéramos más cerca. Compartir esta búsqueda quizá pueda acompañar a quién se inicia en una pesadilla similar y en este mismo momento transita con desconcierto por esos largos pasillos de hospital psiquiátrico, a veces tan desiertos de humanidad. Así que expongo mis hallazgos por si pudieran ayudar o inspirar a seguir investigando.

Recuerdo los primeros tiempos de desconcierto. Cuando mi hija adolescente empezó ya a manifestar un claro rechazo a comer, me pareció prudente asegurar que no existía ningún problema en asuntos escolares o de relación con sus compañeros que pudiera condicionar algún tipo de crisis y me estuviera pasando desapercibido. En esos momentos vivíamos las dos solas y no contábamos con ningún apoyo familiar. Las tutorías académicas me confirmaron que seguía siendo una alumna muy querida por todos, y su tutora se convirtió en una mentora amorosa, muy cómplice conmigo y atenta a participar generosamente en todo lo que se necesitara. Aun así, la situación empeoró. Mi hija se decantó por un mutismo selectivo conmigo y día a día resultaba todo más difícil. Sin embargo, aceptó que conviniésemos una cita médica para revisar su situación y recibir apoyo médico sobre cualquier asunto que pudiera preocuparle. Allí se sinceró con su doctora y empezamos a organizar una red de apoyo para poder gestionar el problema. Aun así, la situación se volvió dramática en cuestión de semanas: mi hija seguía con sus estudios pero se mostraba totalmente hermética en casa, evitaba al máximo alimentarse y además adquirió una gran habilidad para ocultar sus purgas, es decir, provocarse el vómito de lo poco que ingería. En muy poco tiempo ningún apoyo fue suficiente. Su doctora seguía atentamente su evolución y me aconsejaba, ambas impotentes ante la rebeldía de una enfermedad que empezaba a ser la gran protagonista. Mi familia, siempre distante, empezó a atosigarme sin ninguna empatía ni comprensión de lo que estaba ocurriendo, incluso llegué a escuchar reproches de no alimentar a mi hija, así como más adelante las críticas por tener que ingresarla en un hospital, a las que se referían cruelmente. Era tanta la soledad y la presión vivida, que llegué a plantearme si mi percepción de la realidad era hiperbólica o si, como era el caso, efectivamente mi hija estaba manifestando una inanición voluntaria en un contexto enfermo y repleto de gran sufrimiento. Llegué a plantearme si empezaba a perder mi propia cordura ante una evidencia que parecía pasar desapercibida para otras personas cercanas, tal era la situación de total cuestionamiento de mi rol. Rogué reiteradamente a mi hija que me aceptara una consulta especializada en la patología llamada anorexia para poder aclarar la situación, a lo que finalmente accedió. Tuvimos la cita una fría tarde de enero, y tras el interrogatorio de rigor la recomendación fue de un ingreso inmediato en su centro de tratamiento diurno. Sería el primer ingreso de tantísimos otros, en unos ocho años de intensa lucha en primera línea, de logros y de enormes retrocesos, de muchas incertidumbres y de total agotamiento.

Efectivamente, la primera intervención terapéutica que conocimos fue un hospital de día especializado en trastornos de la conducta alimentaria adónde mi hija acudía cada mañana como una jornada escolar, de lunes a viernes. Nos dieron pautas organizativas muy estrictas referidas a la alimentación —todo giraba entorno al comer— con horarios muy marcados de «desayuno/tentempié/comida/merienda/cena» para los fines de semana, unas normas estrictas sobre menús y la indicación de forrar todos los espejos de casa con folio opaco para evitar que mi hija pudiera ver el reflejo nítido de su imagen. En mi posición de acompañante, veía con desconsuelo cómo el cuerpo era el gran enemigo en terapia. En la clínica se llevaba a cabo un control de peso y una sesión continua de terapia cognitivo-conductual. El ambiente era tenso y se respiraba un cierto aire a reformatorio. Psicólogas inmersas en un rol hiperactuado y parapetadas tras su bata blanca en un clima aséptico no facilitaban que la enferma —ni los acompañantes— tuviéramos acceso a entender la enfermedad ni a saber manejarla.

Durante este tratamiento diurno mi hija empeoró rápidamente. Tras el permanente forcejeo entre las normas y la oposición, simplemente decidió dejar de comer y de beber. Recibimos mucho acompañamiento por el grupo de iguales, e incluso una persona recuperada nos asistía durante los fines de semana, para envolvernos con su empatía y comprensión y facilitar que mi hija comiera. Sin embargo, pocas semanas más tarde, nos resignamos a pedir socorro en urgencias hospitalarias. La tajante negación a nutrirse fue el criterio lógico de ingreso. Se iniciaba el primer tratamiento cerrado, que también estaría centrado en el control del índice de masa corporal y el mismo protocolo cognitivo-conductual a cumplir, impecablemente impuesto sin explicaciones y sin opción a comentar. El sufrimiento se agravaba con el castigo con aislamiento cuando el aumento de masa corporal era lento o ausente. Como el criterio principal era el IMC/Índice de Masa Corporal, es fácil prever que el tratamiento centrado en el síntoma de la llamada anorexia promovería la conocida puerta giratoria, ese fenómeno de recurrente reingreso por pérdida de peso tras la enésima salida del hospital.

Sobre el protocolo impuesto, aunque el tratamiento en base a refuerzos pueda resultar efectivo en determinadas conductas, mi experiencia es que resulta totalmente ineficaz en las personas que están gravemente afectadas de la llamada anorexia. Lo cierto es que el enfoque terapéutico basado en el condicionamiento provoca graves daños como consecuencia del castigo, la contención, los duros encierros psiquiátricos o unos protocolos que están muy alejados de la necesidad de la persona que sufre, a la que intentan adiestrar para que asuma la respuesta deseada, es decir, que coma.

Después de estas primeras experiencias de tratamientos, seguirían otras intervenciones ambulatorias, ingresos y centros diurnos. Conocimos otros hospitales de día, y siempre los experimenté como un espacio llamado terapéutico aunque mi vivencia es que solo actúan como control de peso y comedor supervisado: horarios hiperespecíficos, la hora de comida como un evento con estrictas normativas y algún taller para completar el rato, tipo manualidades o charlas. A veces con imposiciones obligatorias como la necesidad de ir a la playa para confrontarse con la exhibición de su cuerpo —patética experiencia de un 19 de julio que acabó con el intento de suicidio de mi hija— y, en mi experiencia, una total ausencia de cuidado, empatía y promoción de la salud. Empezaba a darme cuenta de que la llamada anorexia realmente provoca grandes rechazos no solo socialmente, sino también entre los profesionales: se prescribe dureza, lucha de fuerza, castigo, arbitrariedad, como si el control que ejercen estas personas sobre su propia conducta alimentaria tuviera que trasladarse a la imposición terapéutica, «a ver quién puede más» —palabras textuales de la directora del área de salud mental hospitalaria—. El asunto del poder como herramienta terapéutica me resonaba a los discursos de Michel Foucault14, me estremecía observar cómo nos afecta lo instituido —en este caso, el psiquiátrico como institución— y el paradigma médico de poder, cuyas consecuencias necesitarían de mucha supervisión.

En los hospitales de día se convocaban citas grupales para acompañantes. Los espacios para padres eran sesiones informativas sobre dietética y necesidades nutricionales de la adolescencia, que escuchaba agotada. ¿Creen de verdad que nuestros hijos padecen anorexia porque las familias no los sabemos alimentar? En ocasiones se enfoca en la detección precoz de la anorexia y las teorizaciones enfrentan percepciones distintas, y las exposiciones se tornan totalmente desenfocadas al problema real que padecen las familias15:

El relato experto sirve menos para explicar qué les espera en el futuro que para culpabilizarles respecto al pasado, en el caso de que hubiesen decidido esperar, y para reforzar la posición de hegemonía de los profesionales.

Madre de persona con diagnóstico TCA,

refiriéndose a los grupos de familiares

Por otro lado, los ingresos hospitalarios voluntarios se convertían administrativamente y por rutina de protocolo en internamientos forzados, en los que veía degradarse el estado de salud de mi hija. Los largos tratamientos y sus prácticas parecían acatar que no había nada que hacer, y promovían que la persona enferma fuera construyendo una especie de identidad con la enfermedad. Cuando escuché a los profesionales llamar «las alimentarias» a las personas con el diagnóstico de TCA/Trastornos de Conducta alimentaria dentro del mismo recinto hospitalario, entendí el estigma que defenestra a la cronocidad o identifica a las personas por un síntoma estridente, y ello no es de ayuda en absoluto.

 

Reconozco con agradecimiento que conocí profesionales que también cuestionaron el paradigma habitual de tratamiento y que nos brindaron escucha, comprensión y ayuda. Agradezco infinitamente ese confidencial «Esto no te lo he dicho: si deseas sacar a tu hija te aconsejo que…» cuando se impusieron los internamientos a contravoluntad. Pero el sistema es demasiado rígido y sordo para admitir su ineficacia en casos muy graves, y las consecuencias se adivinan. Otros médicos y terapeutas sencillamente estaban muy lejos de comprender y saber actuar, como una psicóloga clínica que me confesó su incompetencia diciéndome «¿Cómo quiere que ayude a su hija si no me habla?» y que sin duda no entendió mi respuesta: «¿Ha probado a escuchar su silencio? ¿A acompañar su sufrimiento desde donde está ella, sin indignarse porque su respuesta no es la que usted desea?».

También resulta sorprendente cómo el cuerpo al que se intenta alimentar es, a su vez, un cuerpo desatendido y ausente en el tratamiento. No existe una escucha al cuerpo, un cuidarle, un ejercitarle, un diálogo. Se le alimenta como si no formara parte de la persona y se olvida estimularlo o vestirlo con afecto. Los días son para permanecer quietos en un espacio cerrado, sin un solo momento para sentir el aire fresco o el sol sobre la piel.

Miedo al cuerpo (…). Quien no tiene más que una consciencia fragmentaria y fugitiva de su cuerpo, quien únicamente lo conoce desde su exterior, se ve obligado a pegar una etiqueta en el embalaje y el término que cree justo para describirse coincide precisamente con el que le asusta por encima de todo.

Thérèse Bertherat

Así, pocas semanas más tarde ya no reconocía a mi hija junto a otros enfermos adormecidos todo el día o a ratos realizando alguna actividad manual de forma autómata. Como alexitímicos, en ropas raídas o en batas idénticas permanecían sentados durante todo el día, días y días sin sentir nada. Todo se centra en estar al servicio de una enfermedad, que engulle cada vez más. Nada confluye para estimular la salud. El cuerpo tiene sus razones, como decía Thérèse Bertherat16, pero es un gran ausente en la terapia. Y sin sentir no se puede crear otras realidades.

Otro tema es lo referente a la irrupción de los fármacos. En referencia al asunto de medicar la anorexia no existe consenso médico, aun así transcurrido un tiempo desde el ingreso —nunca a inicio de la hospitalización— se impone un tratamiento farmacológico que no se explica ni se justifica. Resulta un tema de importantísimas implicaciones, que retomo en el apartado que reflexiona sobre el decisivo poder de la industria farmacéutica en psiquiatría17 en particular, y en general en la vida de las personas «normales».

Muchos tratamientos abogan por medicar como protocolo, una vez pasado un tiempo, pero otros equipos médicos cuestionan los medicamentos para la llamada anorexia. Así, el especialista en psiquiatría Dr. Joaquín Díaz Atienza afirma18: «Efectivamente, no hay ningún tratamiento “específico” farmacológico para la anorexia nerviosa. La mirtazapina, que yo mismo suelo prescribir cuando hay alteración del sueño, está indicada pero con la intención de mejorar la patología del sueño, indirectamente algo el apetito y si hubiera síntomas depresivos, mejorar el estado de ánimo. Es decir, es un tratamiento solo sintomático». Aun el cuestionamiento sobre la medicación, es cierto que «la única salida a largo plazo consiste en normalizar el peso, teniendo en cuenta lo que sería su peso ideal y, normalmente, quedándonos en un 10-15 % por debajo del mismo. Nunca menos y, por supuesto, con normalización de la regla. Esta situación ponderal hay que mantenerla en el tiempo ya que contribuye muy significativamente a mejorar todos los aspectos cognitivos relacionados con la imagen corporal, así como la obsesividad». Cierto, es obvio que un infrapeso de gravedad es un objetivo urgente. Totalmente de acuerdo en «que solo a través de la recuperación del peso y de un mínimo de normalización de la ingesta alimentaria, se podrá salir de ella». Por supuesto, necesitamos una masa corporal determinada para transitar la tierra. Sí, pero ¿qué conduce a esta situación de inanición autoimpuesta y por qué se reproduce? ¿Son necesarios los medicamentos para curar la llamada anorexia u otra enfermedad llamada «mental»? En la misma referencia, el Dr. Díaz Atienza se refiere al asunto clave: «En los casos muy resistentes, lo que se propone es la hospitalización hasta conseguir que la paciente tome conciencia de enfermedad y se produzcan los cambios motivacionales suficientes para poder generar un mínimo de adherencia al tratamiento ambulatorio. Mientras esto no suceda lo único a lo que estamos dando lugar es a una cronificación del trastorno». Efectivamente, parte de las personas diagnosticadas de anorexia acatan la intervención terapéutica y mejoran. Pero otras personas siguen agravándose ante protocolos totalmente inútiles para ellas y a pesar de la quimioterapia. Quizá me refiera a los casos que se registran en tristes estadísticas de no supervivencia —por fallo orgánico o por suicidio— porque su gravísima enfermedad es otra que la descrita y resulta totalmente incomprendida por el sistema médico, por lo que no reciben un tratamiento adecuado.

Sobre la mala praxis en los hospitales referida a la medicación, aporto una reciente reflexión de mi hija. Escucharla me revuelve el estómago:

En el desayuno te encuentras el enfermero con un vaso lleno de pastillas. Cuando le preguntas qué es, te dice que si quieres discutir de medicación tienes que hacerlo con el psiquiatra, que él no puede decirte nada. Por su parte, el psiquiatra nunca quiere hablar de medicación y ni siquiera te explica qué te ha prescrito. ¡Ah! Y lo mejor es que no te puedes negar, si te niegas te la inyectan o te atan o lo que sea, pero lo que dice el psiquiatra «va a misa». Yo sé que en algún momento me han dado antipsicóticos y todo, aparte de mil tipos de antidepresivos y ansiolíticos y mierdas. Un tiempo estuve tomando una mierda que se llama Zyprexa en una cantidad muy elevada, que me hacía dormir todo el día. Entonces me obligaban a levantarme, en el Hospital Parc Taulí, y no podía hacer nada porque estaba muy cansada. Y esto continuó cuando estaba ingresada en el centro de ITA, donde había una «terapia» (muy entre comillas) de grupo, y me tenía que poner de pie para sostenerme y aun así me dormía por los efectos de la medicación, que seguro no necesitaba.

Estoy convencida de ciertos efectos secundarios muy nocivos de la medicación psiquiátrica, algunos de los cuales provocan graves daños. Cuando los efectos son patentes, en vez de dejar de intoxicar a quien la recibe, se sigue la dosis y se administra otra droga para que reduzca el efecto secundario de la primera. Efectivamente, en una ocasión mi hija sufrió también esta praxis médica, y transcribo de nuevo sus palabras:

El problema muscular que tuve fue una distonía. Es un efecto secundario de algunas medicaciones —no sé cuál exactamente, porque nadie me informaba de nada, probablemente algún tipo de antidepresivo—. Evidentemente, nadie me avisó de lo que podría ocurrirme. Me empezó cuando tú estabas de visita, yo pensaba que era un tirón. Cuando te fuiste no podía poner el cuello recto y me dolía porque los músculos estaban muy tensionados. El enfermero me preguntó qué hacía con la cabeza así, y le dije que no la podía mover. Me dio una pastilla y mejoré un poco, pero al cabo de unos minutos volví a empeorar y entonces me inyectó algo. Me dijo que era un posible efecto secundario de una medicación. En vez de sacarme la medicación, la continuaron y añadieron otra para prevenir la distonía. (…) En el hospital yo intentaba esconder la medicación y no tomármela, pero me revisaban la boca y a veces era difícil. En casa nunca tomé la medicación prescrita. No creo que la medicación o la falta de medicación hubiera podido cambiar nada.

Sigo con las vicisitudes a lo largo de esos años. El primer ingreso hospitalario de mi hija no trató su enfermedad, se centraba en su índice de masa corporal. Como en los primeros estadíos de la enfermedad no existía infrapeso, semanas más tarde nos entregaron un alta y salimos del hospital con el mismo problema, pero un poco más cronificado. Buscamos enseguida asistencia en un modelo pionero que se declaraba como ITA / Instituto de Trastornos Alimentarios y que forma parte de la red privada de salud de nuestra zona. Con frustración observamos el mismo tratamiento punitivo a unos precios exagerados ofreciendo el mismo modelo terapéutico del sistema público de salud. Seguíamos confiadas en encontrar otros abordajes que escucharan la necesidad de mi hija. Aun así no fue fácil. Conocimos otras clínicas de día y también terapeutas empáticos y profesionales, pero sin acceso a centros de salud cuando el peso se tornaba realmente comprometido y no permitía seguir una vida normal con tratamiento ambulatorio. Todo lo instituido estaba enfocado a «luchar contra la enfermedad».

Después de reiterados reingresos hospitalarios accedimos a otros enfoques terapéuticos, cada vez más en la línea holística que buscábamos. Mi pregunta sin respuesta es cómo se hubiera beneficiado mi hija si hubiéramos accedido a ellos desde el primer momento: un condicional imposible, que solo me anima compartirlo por si alimenta el cuestionamiento de algún profesional y amplía la esperanza de alguna familia en un tránsito similar. Apuesto a que un ejercicio de reflexión y replanteamiento terapéutico podría replicar en modelos más útiles de tratamiento. Y un ejercicio de eficiencia conseguir no incrementar gastos. Abogo a que todas las personas tengan acceso a los tratamientos que necesitan, se trataría de redefinir las prioridades del sistema: promover salud mental versus contener la enfermedad psiquiátrica.

Un modelo de gran impacto positivo en mi hija fue una clínica alemana que se dirigía a enfermedades psicosomáticas en adolescentes. Los pacientes podían salir al aire libre —de hecho era un paseo habitual cotidiano antes de desayunar y después de la temprana cena— o sentarse simplemente a reposar en un banco exterior y descansar bajo los árboles, realizar actividades artísticas para expresar lo que no podían argumentar, participar en psicodramas junto con sus familiares para poder estudiar lo vincular, trabajar creativamente a través del juego simbólico para dramatizar sus procesos y acceder a una más clara comprensión de los mismos o retarse a través de actividades en los espacios públicos —incluso escalar un rocódromo para retar el miedo o promover el dejarse ayudar— . Todo ello vestidos de forma cómoda y digna, no enfundados en batas o ropas raídas que comprometen la autoestima de cualquiera19. Las personas ingresadas, todas menores de edad, tenían cuidado de su espacio y de su propia ropa, accediendo a la zona de lavadoras. Mi hija era escuchada a diario por su médico y era atendida por terapeutas pedagogos —no psicólogos— que se implicaban en su plan personalizado y acompañaban su proceso. En este hospital la medicación era propuesta, informada y solo administrada con el conocimiento y la aceptación de la persona enferma. Según un reciente relato de mi hija: «En Alemania era mucho mejor con la medicación. Me explicaban todo y para qué servía. Y si me negaba, no me forzaban». Los pacientes interactuaban sin estar encarcelados y cuando eran dados de alta el recuerdo de su logro quedaba registrado como un testimonio de recuperación20, que se incorporaba físicamente en el camino de entrada como bienvenida a otros sufrientes. Este hospital forma parte de la red de salud alemana y ofrece un servicio optativo para los contribuyentes, por lo que una atención psiquiátrica de calidad al servicio de las personas no supone ningún privilegio sino es una alternativa general. Ni siquiera es más cara como demuestra que el modelo propuesto es optativo para los niños y adolescentes alemanes21, aunque es cierto que agota los ahorros de quienes no formamos parte de la seguridad social germana. Si en ese país es posible, existe la posibilidad de imitar sus buenas prácticas y expandir un nuevo modelo en intervención psiquiátrica que emule las intervenciones terapéuticas que ya se han validado como oportunas.

La cuestión es que en este hospital alemán mi hija reaccionó. Por primera vez, me dijo, se sintió escuchada, se sintió persona respetada en su sufrimiento y en su proceso de enfermedad. Es cierto que después de este ingreso hubo otros, pero nunca más mi hija volvió a ser objeto y adoptó otra actitud más activa. Pudo tener el espacio para ir aprendiendo a tomar consciencia de su patología y de que debía transitar un largo y doloroso camino si deseaba curarse.

 

Mi Diario

Saliendo de un hospital en Alemania

Hoy es once de octubre del dos mil trece. Hoy le dan una nueva alta hospitalaria a mi hija. La primera alta alemana, después de tres meses intensivos. Tres meses de paseos, de prohibiciones, de retos, de incógnitas, de intervenciones, de meetings y de amables capuccinos en el sofá destinado a la familia. Un espacio de colores, un edificio singular en un pueblo de cuento donde nada vibra más allá del silencio y las campanas de la iglesia. Niños y jóvenes entrando y saliendo de la clínica, tratamientos breves e intensos, paso a proyectos de intervención posthospital, dinamismo y operativa para reinsertar a estos jóvenes en la normalidad de una vida que insisten en no saber navegar.

Estoy aguardando en la sala de espera. Orden en cada sala, cada una tiene su naturaleza, objetivo y actividad. Tras una sesión con el director médico, ya conocemos los siguientes pasos de intervención y de tratamiento ambulatorio para ti. Mi duda detonó su «it’s burnt» contundente, aun así me permitió valorar que hasta ahora nada había funcionado para ti y que esta era una nueva oportunidad.

Respiro, silencio, esperanza.

Desde hoy estarás con una profesional que pone a tu disposición un setting terapéutico de desinternamiento hospitalario. Visitas, contactos, preguntas, más viajes, nuevos retos.

Esta es la agitación conceptual, los pasos escritos, el camino describible. En el fondo están los sentimientos, las emociones, las preguntas no formuladas, y las sensaciones ocultas relacionadas con experiencias del pasado o con proyecciones hacia un futuro desconocido.

Sentada, cansada, esperanzada y frustrada a la vez, espero en la sala de espera de la entrada del hospital.

Hace un rato te acompañé a tu habitación a recoger tu maleta, carpetas, bolsas que nunca han llenado un espacio de dormitorio, que para ti siempre estuvo medio vacío o a medio llenar. Contraste con la zona de tu compañera de habitación, que rebosó su zona de objetos y de ropas, que reposan encima de su cama y se desbordan sobre el suelo de superficie lisa y plástica. Colores amortiguados.

Cuando lo has tenido todo recogido, me daba la sensación de que aún estaba todo en su lugar, como ayer, como las últimas semanas. Permanecía la misma sensación de vacío, de que nada existe, de austeridad, de que no necesitas nada.

Hemos recogido las bolsas y hemos cruzado por última vez el pasillo que da al patio, y llamamos al interfono para que nos abrieran la puerta de salida. Mi marido nos espera jugando con un niño—paciente al ping pong, y solas tú y yo hemos ido hasta el coche alquilado para acomodar tu minúscula casa ambulante, que durante tres meses te ha proveído de todo el refugio que dices necesitar. Después hemos regresado a la clínica, y de nuevo me he sentado en la sala de espera mientras mi marido continúa su partida. Y tú, hija, has entrado en la «cantina» —así se llama el comedor del hospital donde se reúnen los pacientes, nada de comidas solitarias en bandeja —, donde vas a deglutir tu siguiente ingesta, la de las once de la mañana.

Permanezco tranquila, serena, esperando. Me pregunto qué te sucede interiormente, hija. Cómo te sientes, qué te pasa, qué quieres, qué necesitas, qué interpretas, qué anticipas.

Ahora regresas, y los tres marchamos a acompañarnos a un nuevo reto.

Sin embargo, el tránsito estuvo repleto de batallas con el monstruo. Cuando parecía que mi hija empezaba a tomar las riendas saludables en su vida, en algún momento se resquebrajaba todo lo construido y de nuevo ninguna ayuda era suficiente. Entrábamos en una rotación desgastante de ingreso y recuperación de peso para llegar a una nueva alta médica e iniciar un nuevo proceso más o menos ágil de depauperación, que sosteníamos al límite evitando un nuevo ingreso que se imponía una y otra vez. Cada vez que me sentaba tristísima en las sillas de plástico de urgencias me imaginaba que sería el último ingreso, sabiendo que vendrían acuerdos llenos de pactos y otras veces en franco conflicto abierto con una hija tozuda y retadora, que me chillaba porque por mi culpa no se podía morir. Vivimos épocas agotadoras que crispaban y agotaban todos mis recursos y casi todos mis ánimos. Vivíamos al borde de lo irresistible.

Diario

Estimada hija, te dejé una carta, ojalá pueda acompañarte.

Otra vez en una cama de hospital.

Mi vacío en el estómago se revela, se compacta, se intensifica.

Rabioso, no se puede consolar.

Seis, siete, ocho, nueve, diez. Y cinco días más.

Cansancio.

Frustración.

Silencio.

Angustia.

Sonidos de máquinas.

Pasillos de hospital.

Espera.

Consulta.

Doctoras.

Camas móviles.

Sábanas.

Silla de ruedas.

Afortunadamente encontramos personas que nos arropaban y comprendían la terrible pesadilla que vivíamos. Nos dejamos aconsejar por profesionales y conocimos otros centros hospitalarios gestionados por modelos de intervención que se centraban en la persona y le acompañaban, y despacio pudimos distanciarnos de los daños secundarios provocados por el aislamiento en unidades psiquiátricas. Encontramos médicos y terapeutas que efectivamente ayudaron a mi hija a gestionar sus conflictos y sus crisis, así como sus dificultades para equilibrar su nutrición y gestionar su enfermedad. Y además no nos golpeaban más con sus ciegos pronósticos.

En una fase de su proceso conocimos otros modelos de intervención que se brindan en centros de reposo y tratamiento22, ubicados en un entorno natural y con la posibilidad de vivir sin el asfixiante ambiente de un espacio psiquiátrico en el que aguardan pacientes con un alto nivel de estrés y medicación presuntamente innecesaria. Los modelos americanos recuerdan el vis medicatrix naturae o el reconocimiento de la fuerza curativa de la naturaleza que invocaban los clásicos, la sabiduría de reconocer la interdependencia con nuestro medio natural para generar y mantener nuestro estado saludable. El contacto con el sol y la vegetación no es solo un escenario o un contexto agradable, sino un vínculo necesario que nos conecta a nuestra propia naturaleza.23

La búsqueda siguió, así como la recopilación de contactos que nos impelían a tener esperanza de encontrar un enfoque que ayudara a mi hija, la escuchara, y sobre todo, la viera como una persona entera, en su integridad.

Mi reconocimiento al trabajo de Stella Maris Maruso24, discípula de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, que ha promovido un increíble programa de recuperación y apoyo para pacientes que desean asumir su propia responsabilidad en su proceso de sanación, siempre a través de movilizar su parte sana y generar salud. El paradigma de la medicina basada en la complejidad y en la psiconeuroinmunoendocrinología —a las que me refiero más adelante— aporta un enfoque complementario —no excluyente a la práctica convencional en medicina— que podría facilitar la comprensión y tratamiento de enfermedades aún poco conocidas, como la llamada anorexia.

Efectivamente, nos integra un cuerpo físico, mental y emocional pero también tenemos una dimensión espiritual. Y nos afecta el medio, lo relacional o nuestras creencias. Y la fuerza de la epigenética y otros factores fundamentales en el debut de una enfermedad aconsejan prudencia y definen márgenes más amplios para contemplar a la persona enferma de forma holística y no fragmentada. Son factores que los tratamientos médicos que mi hija recibía parecían no contemplar. La máxima «la participación de una persona en su recuperación no es algo alternativo ni complementario, es vital» repetida por Stella Maris Maruso, fue la clave de un definitivo cambio de posicionamiento que permitió a mi hija pacificar su enfermedad y empezar a tomar decisiones saludables sobre su propio proceso vital.