Historia crítica de la literatura chilena

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Se entiende el debilitamiento al que se refiere Montt. Habría que abundar sobre las rencillas políticas, las enemistades entre clanes, la necesidad de posicionarse para llevar adelante ciertos ideales sin tener claridad sobre las consecuencias de dichas tomas de posición, pero con la obvia cosecha de enemigos. Todo convierte a este fraile ilustrado en objeto de fuertes admiraciones y odios. Se le demonizó cuando dejó el traje monacal, se le escrutó como a un impío, se le intentó censurar y sumó a sus enemigos los enemigos de los que fueron sus aliados; si la amargura llegó a consumirlo, ello estaba más que justificado.

Miguel Luis Amunátegui retrata así sus últimos días:

El fin de su vida fue triste. Con la edad sus dolencias se agravaron. A las enfermedades del cuerpo se agregaron las del ánimo. Se puso hipocondríaco y bilioso. Todo le incomodaba, nada le complacía. La miseria le hizo sentir todos sus rigores. Aunque era muy parco en su comida y muy humilde en su vestido, su renta no alcanzaba a satisfacerle sus necesidades, pues a más de ser escasa de por sí, se quedaba en su mayor parte entre las manos de dos criados que le servían y que le robaban descaradamente (25).

Se puede argumentar que su falta de capacidad para apreciar las realidades, su voluntarismo primario, el querer imponer un sueño de libertad y solidaridad en un país que seguía saturado de colonialismo, donde el atraso intelectual, el abuso, los odios, la injusticia y el servilismo seguían marchando de la mano, dando forma al carácter de la joven República, habían agotado su existencia.

Murió fray Camilo en marzo de 1825. No hay acuerdo en si se le rindieron o no los homenajes debidos. Tanto Montt como Amunátegui resaltan que sobre su deceso no se escribió ni una línea en la prensa, en honor a su fundador, ni se le rindieron los homenajes debidos. Raúl Silva Castro, en cambio, habla de «ceremonias especiales de duelo público que dispusieron oportunamente el gobierno y el parlamento. De orden del primero se dispararon salvas en el fuerte del cerro Santa Lucía, mientras se efectuaba el entierro…» (31).

Obras citadas

Amunátegui, Miguel Luis. Camilo Henríquez. Santiago: Imprenta Nacional, 1889. Tomo I.

Henríquez, Camilo. Escritos políticos de Camilo Henríquez. Introducción y recopilación de Raúl Silva Castro. Santiago: Universidad de Chile, 1960.

--------------------------. Antología. Edición al cuidado de Raúl Silva Castro. Santiago: Andrés Bello, 1970.

Medina, José Toribio. Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile. Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina. Santiago: Prensas de la Editorial Universitaria, 1952.

Montt, Luis. Ensayo sobre la vida y escritos de Camilo Henríquez. Santiago: Imprenta del Ferrocarril, 1872.

Silva Castro, Raúl. Fray Camilo Henríquez, fragmentos de una historia literaria en preparación. Santiago: Universitaria, 1950.

Camilo Henríquez: La Camila o la patriota de Sudamérica (1817)

José Leandro Urbina

Dos obras de teatro escribió fray Camilo Henríquez en Buenos Aires, La Camila o la patriota de Sudamérica, escrita en 1816 e impresa en 1817, y La inocencia en el asilo de las virtudes, que sólo quedó en forma manuscrita. Las dos obras, que fray Camilo consideraba entre sus importantes logros, fueron de escaso interés para sus contemporáneos y ninguna de las dos fue representada. Es así que algunos críticos se han negado a concederles el rango de obras de teatro.

Es cierto que es difícil considerar a La Camila o la patriota de Sudamérica como una obra de teatro propiamente tal, a pesar de que su estructura externa organiza el material que se quiere comunicar en forma teatral. La pieza se anuncia a sí misma como «Drama sentimental en cuatro actos», los cuales están divididos en doce escenas en las que se turnan los dos grupos de personajes (criollos e indígenas de la tribu de los omaguas) para principalmente vocear las opiniones y propuestas políticas más sentidas del autor.

El carácter histórico de la obra está claramente definido en la advertencia que la precede. Allí fray Camilo cuenta, con la autoridad del testigo, los incidentes ocurridos durante la matanza del 2 de agosto de 1810, o «primera subyugación de Quito», en la que perecieron más de trecientos de sus habitantes. El asesinato de los patriotas, que habían intentado constituir un gobierno criollo en remplazo de la Real Audiencia y que se hallaban presos bajo la custodia de tropas venidas de Lima al mando del coronel Manuel Arredondo, sumió a Quito en un completo caos.

Después de la matanza cuenta que «las tropas limeñas se esparcieron por la ciudad saqueando y asesinando» (s/p). Eso desata un éxodo en el que «muchas señoras, muchas familias ilustres, huyeron a pie a los montes. Por muchos días no se supo con certidumbre quiénes y cuántos habían perecido». Seis años después, en el exilio en Buenos Aires a consecuencia del Desastre de Rancagua, elegirá aquel espacio trágico como el escenario de conflicto político en el que desarrollará su drama.

Los personajes criollos de La Camila forman parte de una de esas familias patriotas que han huido a los montes para escapar de la sanguinaria represión de las autoridades españolas. Ellos son don José, doña Margarita y su hija Camila, heroína de la obra, que ha perdido a su marido Diego.

El joven era parte del contingente de prisioneros acusados de subversión contra la Corona y ha desaparecido durante el motín que buscaba liberar a los patriotas de las cárceles. A éste llora Camila en un monólogo, en la escena II del primer acto, en el que inevitablemente se critica, de manera un tanto altisonante, la conducta criminal de los españoles peninsulares y se hace una apología de los valores que defienden los revolucionarios criollos: «¡Oh Dios! Vos sois tan benigno para los buenos, como terrible para los malvados. Vos premiáis en la mansión de los justos las virtudes de Diego y preparáis confusión y exterminio para los enemigos de la patria, para los verdugos de la América, para los monstruos sedientos de sangre (12-13)».

El lenguaje se despliega de acuerdo a los patrones estéticos predominantes en la época, gesto prosopopéyico cercano al del melodrama romántico. Era común referirse en este registro a las acciones de las tropas españolas y a la España imperial. En la obra, criollos patriotas e indígenas comparten esta visión y el lenguaje correspondiente.

Dice Yari, a quien el autor describe como «indio ilustre», refiriéndose a España: «¡que una pequeña parte del mundo antiguo, la parte más obscura y atrasada de la Europa, se atreva a llamar rebeldes y quiera tener por esclavos a los habitantes de casi todo el nuevo mundo! Esto es insufrible. Mejor es vivir entre fieras para no oír tales monstruosidades» (17).

Los antagonistas españoles están ausentes de la obra, pero sus actos son los que han desencadenado la situación que sufre la familia fugitiva. La distribución de fuerzas pone en el mismo bando a criollos e indígenas. Estos se manifiestan en contra de la brutalidad española, que han padecido históricamente, lo cual en la obra constituye una alianza imaginaria, pero deseada.

Yari, cuñado del cacique del lugar, invitará a los fugitivos a visitar la aldea omagua donde entran en contacto con sus autoridades. Pero en lugar de ser este un encuentro feliz, se encuentran con la terrible sorpresa de que el cacique quiere entregarlos a los tiranos españoles. La única manera de librarse de esta sentencia es que Camila se case con el primer ministro de la tribu. Ella se niega. Sin saber a ciencia cierta si todavía es esposa de Diego o su viuda, defiende los derechos de su corazón a mantener el vínculo amoroso con el marido desaparecido. Responde Camila: «¡Santo Dios! No señor, no; mi corazón no es mío; no puedo disponer de él» (22).

Esta confesión no produce ningún entusiasmo en el cacique, quien la interpreta más bien como el deprecio de las criollas por el hombre americano. En un severo discurso le reprocha a Camila: «Esa es vuestra soberbia, ese es el alto desprecio con que nos tratáis. Las jóvenes de Sudamérica menosprecian generalmente a todos los americanos. Desde el principio prefirieron para esposos a los españoles» (22). Más grave aún, culpa directamente a las mujeres de ser cómplices de los opresores:

Ellas quisieran que reinasen eternamente los españoles, para reinar con ellos. Ellas desean que permanezca la patria en perpetua servidumbre, seguras del imperio que han de ejercer sobre sus débiles amantes. Ellas verían con placer la opresión universal del país; oirían con alegría los horrendos decretos pronunciados contra los americanos por sus inhumanos esposos. Así educan a sus hijos en el amor de la tiranía y oponen obstáculos a la libertad (22-23).

Un poco más adelante, el lector se dará cuenta de que estas palabras están dichas como una provocación y que el cacique será el autor de una pequeña puesta en escena en que el marido le será devuelto, sano y salvo, a Camila. Es tan notable el papel de director indiscutido del cacique, que manejará la escena del reconocimiento dando palmadas: «El cacique da dos fuertes palmadas y sale el ministro precipitadamente» (37).

Fray Camilo presenta a sus indígenas como personajes ilustrados, preocupados fuertemente por la educación y la cultura. En su caso, la ilustración viene del lado anglosajón y tiene un fuerte componente liberal. Estados Unidos e Inglaterra son los referentes de la civilización moderna. El cacique mantiene en su territorio escuelas que se rigen por el método lancasteriano de instrucción mutua, método de enseñanza favorecido por los anglicanos. Él mismo ha estudiado en Norteamérica. Cuando le reprocha la cacica una medida arbitraria, dice: «¡Y estas palabras pronuncia un hombre educado en los Estados Unidos de Norteamérica! ¿Esto es lo que aprendiste en un colegio de aquella gran República?» (26). La anglofilia de Henríquez es evidente.

 

La profunda creencia ilustrada en el mejoramiento humano a través de la educación se encarnará en los miembros de la comunidad omagua. La valorización del trabajo, que reemplaza a la cultura puramente recolectora o explotadora, es anunciada por el indio Yari con manifiesta referencia al texto bíblico: «Hemos nacido para trabajar y para buscar el alimento con el sudor de nuestro rostro. La naturaleza es madre sabia y benéfica» (14).

Otro de los rasgos que hay que hacer notar en la pieza es la mirada sobre la naturaleza. El drama transcurre en los «márgenes del río Marañón o de las Amazonas». La elección de este espacio posibilita a fray Camilo exponer algunas ideas sobre el mundo ecuatorial. Mientras doña Margarita considera las selvas como «horrorosas y solitarias», don José objeta: «¿Hasta cuándo te parecerán horribles estas regiones donde es tan risueña y fecunda la madre naturaleza?» (10) Y luego, comparando las bestias que habitan la naturaleza con los hombres, afirma: «Hablas de fieras y de serpientes, y no te acuerdas que has conocido a los mandatarios españoles y que ellos son para los americanos más feroces que los tigres y que las culebras».

La postura frente a la magnificencia del mundo natural, que es reconocido como el espacio primigenio de libertad, es apropiativa pues allí se puede fundar la huerta americana. En consecuencia, el indígena no puede ser visto sólo como el salvaje, el producto final de una naturaleza inhóspita, sino como un estado intermedio, como una potencialidad que, dadas condiciones favorables, se desarrolla positivamente ante los ojos del espectador.

En relación a lo anterior aparecen también dos elementos enfatizados por el autor. Primero, se menciona de manera elogiosa a los jesuitas expulsados. Ellos habrían sido el elemento civilizador inicial, los que «ganaron con beneficios el corazón de las tribus salvajes. Formaron muchas poblaciones. Les hicieron conocer el pudor y la decencia» (10). Segundo, la cruz que aparece en el lugar y que doña Margarita cree que ha sido dejada por los jesuitas. Don José explica que ella es una «memoria que dejó de su tránsito por este río Monsieur de la Condamine, de la Academia de Ciencias de París…» (10). Este segundo elemento suma al religioso anterior el componente científico y vincula los dos a través de la cruz. Los jesuitas hicieron la primera parte de la tarea en el mundo selvático; luego la harán los hombres de ciencia, cuya presencia aparece encarnada en Charles de la Condamine. Fray Camilo armoniza elementos que podrían parecer antagónicos en la típica disposición de católico ilustrado. Religión y ciencia no son prácticas discordantes; por el contrario, su armonización podría llegar a ser fuente de felicidad y progreso para los pueblos americanos.

Hay aquí, y en toda la obra, la presencia de un elemento utópico que desplaza las condiciones de la realidad política y que se propone como un sueño donde se resuelven las contradicciones evidentes en el proyecto independentista.

Lo mismo ocurre respecto al intento de definición de la identidad americana. Si bien se puede detectar cierta confusión en los términos de la definición, no lo hace peor que Simón Bolívar en la Carta de Jamaica de 1815 y en el Discurso de Angostura de 1819. Es difícil saber qué significa en esta obra el ser americano; a veces parece que el adjetivo se aplica sólo a los pueblos indígenas y en otras parece referirse sólo a los criollos.

Dice Yari a don José, refiriéndose a los españoles y criticando a los criollos: «¡Pérfidos! ¡Y los americanos siempre crédulos y confiados!» (17).

En su discusión con el cacique, la criolla Camila declara: «¿Os olvidáis que la sangre de los primitivos habitantes del país corre por nuestras venas?» (22). Esto añade el mestizaje a la ecuación identitaria, quizás más como un ingrediente emotivo que como un pronunciamiento clarificador.

En cuanto a la evaluación estética de la obra, los críticos unánimemente sancionan esta obra como falta de interés dramático y vehículo de las ideas que su autor deseaba difundir. Por ejemplo, Eugenio Pereira Salas señaló que los personajes son meros símbolos de sus ideas; Andrés Sabella dijo: «lo avasalló el político, ahogando al escritor»; Fernando Debesa comentó: «quizás ‘sentimental’ sea el concepto clave de estas obras», y Miguel Luis Amunátegui, uno de sus primeros biógrafos, vio en Camila Shkinere a Camilo Henríquez con faldas.

Sea como sea, Fray Camilo Henríquez, el ideólogo independentista, fue siempre muy explícito en lo que se refiere a sus ideas sobre la función del arte. No era, entonces, su primera prioridad ser dramaturgo. Cito, finalmente, sus pronunciamientos sobre el teatro en el artículo «Del entusiasmo revolucionario», publicado en la Aurora de Chile, número 31, del 10 de septiembre de 1812:

Yo considero al teatro únicamente como una escuela pública y bajo este respecto es innegable que la musa dramática es un gran instrumento en las manos de la política. Es cierto que en los gobiernos despóticos, como si se hubiesen propuesto el inicuo blanco de corromper a los hombres, y de hacerlos frívolos, y apartar su ánimo de las meditaciones serias, que no les convenían, era el objeto de los dramas hacer los vicios amables. Sublimes poetas, uniendo a grandes talentos grandes abusos, lisonjeando el gusto de cortes frívolas y corrompidas, atizaron el fuego de las pasiones y alimentaron delirios dañosos. Empero, para gloria de las bellas letras autores muy ilustres, cuyos nombres serán siempre amados por los pueblos y cuyas obras vivirán mientras haya hombres que sepan pensar y sentir, conocieron el objeto del arte dramático. En sus manos, la tragedia noble y elevada mostró a los dueños del mundo los efectos formidables de la tiranía, de la injusticia, de la ambición, del fanatismo. Puso ante sus ojos las revoluciones sangrientas producidas por las pasiones de los reyes: procuró enternecerlos con la pintura de las calamidades humanas, les hizo ver que su trono podía trastornarse y que podían ser infelices (131).

Añade como conclusión:

Entre las producciones dramáticas, la tragedia es la más propia de un pueblo libre y la más útil en las circunstancias actuales. Ahora es cuando debe llenar la escena la sublime majestad de Melpómene, respirar nobles sentimientos, inspirar odio a la tirana y desplegar toda la dignidad republicana. ¡Cuándo más varonil y más grandiosa que penetrándose de la justicia de nuestra causa y de los derechos sacratísimos de los pueblos! ¡Cuándo más interesante que enterneciendo con la memoria de nuestras antiguas calamidades! ¡Ah!, entonces no serán estériles las lágrimas; su fruto será el odio de la tiranía y la execración de los tiranos (131-132).

Obras citadas

Amunátegui, Miguel Luis. Camilo Henríquez. Santiago: Imprenta Nacional, 1889. Tomo I.

Henríquez, Camilo. «Del entusiasmo revolucionario». Aurora de Chile. (Santiago): 10 de septiembre de 1812. Disponible en versión digital en http://www.auroradechile.cl

--------------------------. La Camila o la patriota de Sudamérica. Santiago: s/e, 1912. Disponible en formato digital en http://www.memoriachilena.cl

Montt, Luis. Ensayo sobre la vida y escritos de Camilo Henríquez. Santiago: Imprenta del Ferrocarril, 1872.

Silva Castro, Raúl. Fray Camilo Henríquez, fragmentos de una historia literaria en preparación. Santiago: Universitaria, 1950.

Juan Egaña

Vasco Castillo

Juan Egaña (1768-1836), junto con Camilo Henríquez, es quizás la figura intelectual más sobresaliente del período inicial de nuestra vida independiente. Comparte con fray Camilo el perfil de todos aquellos primeros escritores cuya obra y actuación pública resultan inseparables. Se trata, en efecto, de una obra elaborada a la par de una actividad pública sin respiro. Uno en el campo periodístico, el otro preferentemente en el terreno constitucional, sumado al cumplimiento de variados cargos públicos. Ambos forman parte del ala política que tempranamente abrazará el ideario republicano en Chile y que será decisiva para fijar el rumbo tomado por la revolución.

La actividad pública desplegada por Juan Egaña en estos años es enorme. Ya en 1810 presenta un plan de gobierno. En 1811, por encargo del Congreso, redacta el primer proyecto constitucional para el país, publicado por el gobierno en 1813. Ejerce como diputado (1811), senador (1812) y miembro de la Junta de Gobierno (1813). En 1813 prepara un censo general para el país y forma parte de una comisión encargada de presentar al gobierno un plan de educación nacional. Desde aquí colabora en la fundación del Instituto Nacional el mismo año. Es desterrado a la isla de Juan Fernández junto a otros patriotas, al retornar el país al control de la Corona española2. Liberado después de la victoria de Chacabuco, colabora brevemente con el gobierno de O’Higgins. En 1823, a la caída de O’Higgins, es elegido diputado por la Asamblea Provincial de Santiago. Preside el Congreso Constituyente del mismo año y ejerce como diputado por Santiago. De nuevo es electo como diputado por Santiago en sucesivos congresos y asambleas provinciales entre 1825 y 1828.

Su actuación más renombrada en este período de su vida pública fue la redacción de la Constitución Política promulgada en 1823. Resistida casi de inmediato, fue derogada en breve tiempo. El fracaso de la que estimó su mayor obra política marcó sensiblemente el resto de su vida pública. A partir de este momento dedicó gran parte de su esfuerzo a defenderla ardorosamente de sus críticos en la prensa y el escaño. Más tarde, en 1827, presentó sin éxito una versión remozada de su Constitución, intentando adaptarla a los nuevos aires políticos que corrían en Chile por esos días. En los últimos años de su vida, escéptico y decepcionado, se recluyó en su casa de campo de Peñalolén, consagrado casi exclusivamente al ejercicio privado de su profesión de abogado, a la reflexión, a la escritura y a la edición de sus obras escogidas3.

En efecto, debemos el conocimiento de la obra de Juan Egaña, en gran medida, a su propio esmero, al financiar la edición de la mayoría de su producción intelectual en seis tomos, con la ayuda de su hijo Mariano. Posteriormente, Raúl Silva Castro ha publicado algunos restantes escritos inéditos y dispersos de Egaña, sus cartas entre 1832 y 1833 y una antología4. Habría que agregar, como una fuente también importante para el análisis de su pensamiento, la edición de las cartas a su hijo Mariano entre 1824-18285.

El pensamiento de Juan Egaña ha sido objeto de variadas lecturas: entre otras, la elaborada en el siglo XIX y comienzos del XX, que lo calificó como moralista, abstracto y carente de sentido de la realidad (Barros Arana, 1887; Lastarria, 1847; Galdames, 1925; Edwards, 1947; Encina, 1947); también se lo ha considerado como filósofo (Hanisch, 1964); se ha subrayado en él un rasgo utópico (Góngora, 1980); como conservador (Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto, 1978; Rojas Sánchez, 1985); se ha llamado la atención sobre la posible influencia del confucianismo en su pensamiento (Dougnac Rodríguez, 1998); desde el punto de vista de una historia de la educación en Chile (Serrano, Ponce de León y Rengifo, 2012); como liberal, destacando las ideas económicas presentes en su ideario constitucional (Infante Martin, 2013).

Por mi parte, he propuesto considerar su pensamiento en clave republicana (2009). Considero que algunas de las dimensiones que podemos aislar para el análisis, como por ejemplo su reflexión sobre educación, filosofía o religión, resultan inseparables de su pensamiento político republicano, entendiendo lo político en un sentido amplio y no estrecho. A mi juicio, su trabajo devela esa dimensión que Claude Lefort ha denominado «lo político». Egaña nos descubre que una República es una forma de sociedad, un principio a partir del cual se constituye y configura el conjunto de la vida social (1990 y 2004).

 

Sin duda, Juan Egaña es un pensador de la virtud. Iluminado por quien es quizás su principal mentor intelectual, Montesquieu, los escritos de Egaña desde temprano señalan la virtud cívica como el resorte principal del nuevo orden político que ha de ser creado. Concibe la ley como el instrumento privilegiado para la formación cívica. Pero la ley interpretada en clave republicana, apreciada por su capacidad para formar un ethos (carácter), al que Egaña alude constantemente en sus propuestas constitucionales. La ley apunta a la formación de las costumbres, siguiendo el precepto clásico. Debe presentar la dimensión que denomina «moral», para oponerla a la coerción desnuda, calificada como «poder físico». Esta última la estima necesaria, pero secundaria y siempre subordinada a ese poder moral que inicialmente ha de exhibir la ley. En esta misma dirección asigna una importancia central a la creación de un sistema de educación pública destinado a la formación del ciudadano, cuya cabecera es el Instituto Nacional, otorgándole, en el Proyecto de 1811, rango constitucional a su fundación.

La dimensión religiosa del pensamiento de Juan Egaña ha generado, con sobradas razones, las mayores aprensiones, ya en su época6. Católico ferviente, Egaña es contrario a la tolerancia religiosa. A lo largo de toda su vida pública promueve estas ideas y en sus modelos constitucionales establece la unidad religiosa de la República. Se requiere, piensa, una religión de Estado con el fin de contribuir a la formación de la virtud cívica. En su exposición revela el interés por establecer la dimensión pública de la religión vinculándola con las actividades del Estado. Aquella concepción de la religión dirigida hacia la mística o la misantropía debe ser combatida. Valora la religión no como teología especulativa sino en su dimensión formativa de la virtud. Considera indeseable instalar disputas religiosas en un pueblo como el chileno, que carece completamente de hábitos cívicos y que, en esta perspectiva, necesita ser formado en una unidad de sentimientos, virtudes y costumbres.

De este modo, su defensa de la religión católica ofrece una dimensión política. Un tema considerado clave para la formación de la virtud no debe quedar abandonado al arbitrio privado. Y, al igual que el sistema educacional, su regulación adquiere rango constitucional. Se trata de integrar firmemente la religión católica –que en la época no siempre adhirió con claridad a la causa republicana– al trabajo de creación política, asignándole su cuota de responsabilidad en la formación de la virtud cívica, junto a la ley y el sistema de educación pública. En sus propuestas constitucionales insiste siempre que un sacerdote es un ciudadano que depende del gobierno. Pienso que el interés de Egaña, al conservar en la República el derecho de patronato heredado del antiguo régimen, busca mantener la religión en el espacio público y, con ello, establecer una vigilancia y supervisión política de un asunto que para él tiene una clara dimensión pública. La religión es un asunto político. Lo que se haga con ella debe ser objeto de atención e interés del nuevo soberano.

Un pensamiento político como el republicano está fuertemente sujeto a la historia. En el caso chileno, la experiencia de la pérdida de la libertad (1814) juega un rol importantísimo en la identificación de un peligro interno sucesivamente consignado como exceso de libertad, división interna, partidos, anarquía y finalmente, democracia. La influencia de este hecho en el desarrollo del pensamiento de la época es notable. Es también el caso de Juan Egaña. Por visión teórica y práctica, Juan Egaña es un pensador opuesto al despotismo del pueblo tanto como lo es al despotismo de un caudillo, dos males que tienen, a su juicio, un triste contubernio. Egaña fijó tempranamente y con mucha fuerza su posición frente al poder militar, oponiéndose abiertamente al despotismo de los hermanos Carrera. En sus modelos constitucionales promovió siempre la milicia y fue hostil a la mantención de los ejércitos permanentes, fiel a su impronta republicana clásica. Asimismo, con la caída de O´Higgins, y sobre todo entre 1825 y 1826, Egaña interpretará el emergente entusiasmo federalista como la irrupción del peligro democrático. En las Asambleas Provinciales, estimuladas por el federalismo, Juan Egaña verá la confirmación del «peligro democrático», la desviación de la República hacia la democracia. Su modelo de República se dirige a frenar los peligros que, a su juicio, amenazan la conservación de la libertad desde los extremos.

Así, la Constitución Política de 1823 establece la Cámara Nacional, dispuesta para la representación popular directa. Delimita cuidadosamente la acción política popular: es transitoria y sesiona extraordinariamente, convocada sólo cuando el Senado y el Director Supremo no llegan a acuerdo. No tiene papel alguno en la formación de las leyes y debe restringirse al acto puntual de aprobar o reprobar la ley que se le presenta a su consideración. Sus escritos abundan en razones que justifican este diseño. Una libertad extrema, sostiene, puede conducir al enloquecimiento del pueblo, carente de las cualidades requeridas para controlar sus pasiones y enfrentar la acción de los demagogos y facciosos. Aquellos que quieren ser sus amos emergen de la anarquía, favorecidos por las reuniones populares frecuentes y tumultuarias, en las que el mismo pueblo pierde su conducción, reducido a una multitud informe.

La institución clave del diseño constitucional de Juan Egaña es el Senado, un «cuerpo de notables permanente y conservador», el ente moderador de la vida pública que impide el surgimiento del despotismo y mantiene la libertad. Sus integrantes conforman un cuerpo aristocrático, pero concebido como un cuerpo calificado por su mérito cívico, sin aludir a otra cualidad que no sea su virtud cívica.

La solución del Senado aristocrático es también un freno al Poder Ejecutivo, al Director Supremo, bajo la premisa de que su fuerza no es «moral», sino meramente «física». En este sentido, el poder ejercido por el Ejecutivo contiene una amenaza para la libertad, ante la cual debe prevenirse la República. La «moralidad» (virtud) del poder del Ejecutivo no está asegurada, por lo mismo se debe estar atento a su posible corrupción y vicio. Un Poder Ejecutivo, caracterizado por Juan Egaña como una «fuerza física», puede degenerar en un abuso de su poder, esto es, en una forma de despotismo. La única salvaguardia de la libertad descansa en la institución del Senado que, dotada de la «fuerza moral», infunde virtud en la totalidad de la vida de la República, en especial hacia el elemento popular, pero sin olvidar el Poder Ejecutivo.

He propuesto denominar al modelo republicano de Egaña como «aristocracia cívica» (129-179), para dar cuenta de su característica esencial. Proyecta el gobierno de la ciudad en manos de un conjunto de personas seleccionadas por sus cualidades políticas republicanas (virtudes) y no por calificaciones originadas en privilegios de familia, nacimiento, riquezas u otros. Desea formar una élite cívica que conduzca la República, permanentemente calificada en su mérito cívico, según un exhaustivo sistema establecido por la Constitución. La República debe permitir una selección verdaderamente eficaz de los mejores, con independencia de su lugar de nacimiento y riquezas. De allí el control férreo que dispone sobre todas las instancias de la vida colectiva de las personas, para impedir que agencias que puedan mantenerse al margen del control político influyan en la formación del ciudadano. Dirigido a este fin, Egaña censura, con celo inquisidor, cualquier actividad colectiva que pudiera mantenerse al margen de la inspección pública. Pero la calificación de aristocracia cívica para este modelo de República presenta también otro ángulo. Se trata de un modelo parapetado frente a la democracia. El error funesto de la democracia, a su juicio, consiste en sortear la necesaria calificación del mérito cívico de las personas para incorporarlas en la vida pública. La democracia pretende incluir a todos en la vida pública, sin prevenir el peligro que tal decisión encierra. Una igualación extrema puede conducir al enloquecimiento del pueblo, carente de las cualidades requeridas para controlar sus pasiones y enfrentar la acción de los demagogos y facciosos. Gobernar requiere, así, un principio moderador de las pasiones, capaz de enfrentar los peligros que sobre el régimen de la libertad levantan los que quieren establecer su dominación. Y este es el papel que cabe al Senado en su diseño.