Historia crítica de la literatura chilena

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En un país recién creado, con un índice de analfabetismo que probablemente llegaba al 90% y con la herencia de una educación colonial escasa y pobre, los letrados ilustrados y republicanos son parte de una élite intelectual masculina que, en una sociedad periférica como lo era Chile, asume la responsabilidad de formular una ideología de reemplazo ante lo que aparece como desintegración del viejo orden. Los pensadores y autores de la generación de 1810 y de 1842 son los encargados de forjar una autoimagen y una conciencia cívica y nacional que solidifique el nuevo orden. Son figuras que en la instalación de una modernidad de ruptura con el legado colonial ejercen una doble mediación. Por una parte, son mediadores de las ideas y de los valores ilustrados provenientes de Europa que se trasladan a la periferia; pero, por otra parte, son también mediadores entre la élite local y la sociedad tradicional, a la que se proponen transformar e incorporar paulatinamente a la cultura letrada. Se trata, en definitiva, de los primeros intelectuales modernos, a la Voltaire, que ejercen su oficio con vocación de lo público, intelectuales que tienen algo de agitadores políticos, algo de profetas y no poco de directores espirituales.

Tales son los ideales y supuestos que rigen la sensibilidad literaria y la comunidad de lectores que hemos perfilado. La escritura y la lectura en ellos no es, por lo tanto, una operación abstracta ni la mera redacción o intelección de un texto sino que es la puesta en marcha de una mentalidad previa, de un horizonte de ideas y de expectativas que interactúan y preceden a la escritura. En esa interacción se pone en juego un código ideológico cultural en el que están imbricados una concepción de la historia y una vivencia del tiempo. Se trata de preconcepciones compartidas que nos permiten conjeturar lo que tenían en la mente los letrados criollos, conjeturar también desde qué horizonte imaginario interpretaban, elegían o sugerían lo que les interesaba escribir y leer, y es desde estas posturas que fue constituyéndose el canon de la literatura de la Independencia. Podríamos afirmar incluso que las dos generaciones mencionadas inauguran una tradición de literatura de ideas con una óptica laica, republicana y liberal, imbuida de una concepción edificante de la literatura en pro del ejercicio ciudadano y de la construcción de la República. Una tradición que tiene como sujeto histórico a la élite criolla letrada (y masculina) del XIX, élite que ejercerá un control de lo que se lee, por lo menos durante la primera mitad del siglo, hasta que en la segunda mitad entre en acción un nuevo público lector, lector de folletines y novelas tardo-románticas (mayoritariamente un público femenino). Vale decir, hasta que se hace presente un sistema paralelo que responde no a la élite sino, como ha señalado Juan Poblete, al mercado por la vía del consumo de periódicos y folletines (2003).

En la primera academia literaria posterior a la Independencia (1842-43) existe de una sensibilidad y una tradición que se hace patente en las actas de las reuniones. En algunas sesiones de estudio se leía en voz alta y se comentaba la Historia del Mundo Antiguo de Segur, la de la Edad Media y Moderna de Fleury, y, según destacan las actas, «a Herder cuando resulte conveniente» (445-465). ¿Pero cuál es el parámetro –preguntamos nosotros– para decidir cuándo resulta conveniente? Estudian a estos autores, como también a Vico –por intermedio de Michelet– y a Herder, haciendo un esfuerzo por establecer una forma de vida nacional; los analizan y estudian con una óptica específica: chilecéntricamente. Jacinto Chacón, uno de los secretarios de la Sociedad que preside Lastarria, escribe un largo poema que divide en tres partes: «La Europa», «La América» y «Chile». Este poema lo titula significativamente: «Historia moderna». El poema desarrolla la idea del progreso indefinido y su traslado, en tiempo y espacio, desde Europa a América, para asentarse finalmente en Chile. Para los jóvenes de la Sociedad Literaria de 1842, los carriles de la historia desembocan en el país; en una nación que con la Independencia, la Soberanía, la Libertad y los «escritos luminosos» se ubicará en la senda de un país sabio y feliz. Leen e interpretan como si la historia fuese un lago y el pasado ondas concéntricas que se concitan en un punto central, que es la nueva nación. Puede afirmarse, entonces, que la conciencia ilustrada en sus vertientes republicana y liberal es abstractamente nacionalista, puesto que en su intento fundacional se define casi en la pura oposición a lo español y al pasado colonial. Se trata, en una primera etapa, de construir una identidad por negación. «Lo chileno» para estos lectores nace, entonces, como valor y como idea, antes de tener una existencia real. Es precisamente esta óptica la que explica la preeminencia de una literatura de ideas y de emancipación por sobre una literatura de imaginación, con fines propiamente estéticos. A ello se debe también un imaginario de la Independencia como corte histórico tajante y no como la continuidad de un proceso que ya en alguna medida se había iniciado a fines de la Colonia con las reformas borbónicas y la racionalización del manejo administrativo (Subercaseaux, 2011).


A la izquierda: Francisco Bilbao, hacia 1856. Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile <http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-70129.html>.

A la derecha: José Victorino Lastarria, 1817-1888

(fotógrafo: Carlos Díaz). Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile

<http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-99196.html>.

Desde esa sensibilidad y mentalidad lectora se irá estableciendo el canon de autores y títulos necesarios, mentalidad que alimentó a la prensa de ideas de la época y que opera ya en 1812 y 1813 en los 62 números de la Aurora, periódico del que su editor y redactor principal y casi único fue Camilo Henríquez. En el prospecto del periódico en febrero de 1812, el editor señala: «La voz de la razón y de la verdad se oirán entre nosotros después del triste e insufrible silencio de tres siglos. ¡Ah!–exclama–, en aquellos siglos de opresión, de barbarie y de tropelías, Sócrates, Platón, Tulio y Séneca hubieran sido arrastrados a las prisiones y los escritores más celebres de Inglaterra, Francia y Alemania hubieran perecido sin misericordia entre nosotros. ¡Siglos de infamia y de llanto!», clama con voz doliente el editor. «La sabiduría y la humanidad llorarán siempre sobre vuestra memoria. Oh… –implora Camilo Henríquez– ¡si la Aurora de Chile pudiese contribuir de algún modo a la ilustración de mis compatriotas!» (s/p). Por aquí y por allá el periódico destaca a varios autores de la tradición republicana clásica como Aristóteles, Cicerón y Tito Livio, mostrando una cierta afinidad con los valores neoclásicos. A partir de estos pensadores y de la idea de comunidad republicana, Camilo Henríquez, Juan Egaña y Manuel de Salas exaltan el rol de la filosofía moral o cívica dentro de la educación pública, sustentando el valor de la razón y de la libertad como no dominación, en oposición al despotismo y a la esclavitud que caracterizó al régimen colonial. Conciben también a la virtud, al vicio y a la corrupción no como faltas privadas, sino como conceptos políticos vinculados a lo público, en la medida que inciden en el ideal de autogobierno y en el funcionamiento de la República como el sistema político por excelencia (Castillo, 2003). Los autores del mundo clásico siempre son, por lo tanto, mencionados en La Aurora con valoración positiva, de modo que indirectamente se los va incorporando al canon.

Resulta interesante que explícitamente Camilo Henríquez resalte la necesidad de ilustrar al pueblo, pero en español y no en latín, ya que para el Director de La Aurora es una «práctica bárbara utilizar el latín en la enseñanza». El latín es la lengua de la Iglesia, de la escolástica, el idioma del contra-canon. En el plan de estudios que propone Camilo Henríquez en La Aurora, figuran lenguas modernas como el inglés y el francés, pero no el latín. La ilustración, según Camilo Henríquez, «para hacerse popular debe dejar de enseñarse en latín porque este ejercicio no es más que un obstáculo para el conocimiento. Debe enseñarse en el idioma vernáculo». En su discurso de inauguración de la Sociedad Literaria, Lastarria también rescata el legado del idioma castellano, la facundia, la sencillez, la majestad del estilo que está presente en los clásicos españoles, pero no su contenido al que califica de «rudo, pobre i trivial» (108). Era la paradoja de tener que usar un idioma heredado de una madre, que súbitamente se transformó –como sostenía Bolívar en su Carta de Jamaica (1815)– en madrastra.

Llama la atención que un miembro de la Iglesia –de una Iglesia católica cuya jerarquía fue más bien contraria a la Independencia– sostenga tales posturas e incluso haya sido el adalid de las mismas. Se trata, sin embargo, de un miembro de lo que la historiografía ha llamado el clero insurgente, sacerdotes como Morelos e Hidalgo en México, quienes actuaron en un contexto en que la Iglesia quedó en una situación ambigua e incluso en algunos lugares acéfala. La jerarquía, parte importante del clero y el Vaticano favorecían el Regio Patronato de la Corona, mientras que un sector minoritario al comienzo, pero creciente después, sostenía que los nuevos Estados eran los legítimos herederos de las potestades que tuvo el Rey de España durante la Colonia.

Dentro de la matriz ilustrada, el republicanismo o humanismo cívico de Camilo Henríquez, Juan Egaña y Manuel de Salas tiene cierta diferencia con el liberalismo de Lastarria y de los jóvenes de 1842, diferencia que se expresa en la prensa: mientras el primer grupo se ocupa de los derechos y de las libertades colectivas, el segundo se centra, más bien, en los derechos y en las libertades individuales; mientras los primeros se aproximan a la estética neoclásica los segundos se acercan al romanticismo social. De allí que los pensadores y escritores que elijan no sean exactamente los mismos: filósofos, historiadores y pensadores del mundo grecolatino y autores como Montesquieu, Voltaire y Rousseau, en el caso de los primeros, y el liberalismo doctrinario francés y autores como Benjamin Constant, Pradt y Destutt de Tracy, pero también Montesquieu y Rousseau, y escritores como Walter Scott, Eugenio Sue y Frederic Soulie en el caso de los segundos, Lastarria y la generación de 1842. Cabe agregar que la primera hornada, en comparación con la de 1842, tuvo una preocupación bastante mayor por los pueblos originarios y sus derechos. Varios de los artículos de La Aurora tocan el tema araucano y el propio Camilo Henríquez escribió utilizando el seudónimo mapuche de Patricio Curiñacu. Los criollos independentistas republicanos se consideraban herederos legítimos de los araucanos. El pensamiento republicano –tal como se infiere del primer escudo nacional (1812)– percibía en el pasado indígena su propia época clásica, concibiendo, eso sí, a los pueblos originarios en una perspectiva de educación y asimilación. El adjetivo «araucano» llegó a ser un modo de decir «chileno»; fue, como señala Mario Góngora, «una glorificación idealizada» (89).

 

Primer escudo nacional (el lema superior dice «Después de las tinieblas, la luz»

y el inferior «O por consejo o por espada»).

Juan Egaña publicó en 1819 sus Cartas Pehuenches, obra en que, imitando las Cartas Persas de Montesquieu, puso en boca de dos caciques mapuches la crítica a los vicios y a las virtudes en los primeros años post-independencia. Manuel de Salas, a su vez, fue quien en 1823 colocó una lápida definitiva a la institución de la esclavitud. Tratándose de estos temas, la generación de Lastarria, en cambio, fue más apegada a la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie. Sin embargo, a pesar de esta diferencia, reconocían y valoraban el hecho de que en 1810 la primera hornada de patriotas haya proclamado a la República como la expresión institucional más adecuada para la nueva nación, en circunstancias de que en Europa Napoleón se estaba coronando y parte importante de la opinión pública o era monárquica o percibía a esa institución como una de las más favorables para un buen gobierno.

Otros autores y preferencias que destaca Camilo Henríquez en La Aurora son dos de los historiadores más censurados por el aparato colonial del siglo XVIII español. Se trata de Guillaume Raynal, ex sacerdote jesuita, pensador de la Ilustración y la Revolución Francesa, y autor de una Historia Filosófica y política de los establecimientos y del comercio de los europeos con las dos Indias (1770), obra abundante en apasionados ataques al régimen colonial español y en proclamas filosófico-revolucionarias, pero obra menor desde el punto de vista histórico, según Diego Barros Arana. Se trata también del historiador escocés William Robertson y de su Historia de América, publicada en 1792, obra muy valorada por la intelligentzia europea de la época por su estilo crítico bien fundado. La saña que en Carlos III y sus ministros provocaban estos dos libros era tal, que mandó a escribir dos obras análogas pero por autores españoles y desde el punto de vista de la metrópolis. Probablemente fue el encono de la península hacia estos libros el factor que les abrió el paso al canon de lo que había que leer. El progreso consiste –pensaba Francisco Bilbao– en desespañolizarse (Bilbao lo expresa de distintas formas en casi todos sus textos). Una vez más comprobamos que las obras que se destacan en La Aurora corresponden a la literatura de ideas en una perspectiva de emancipación y no a la literatura de ficción, o a las «bellas letras», como se la llamaba entonces. La Aurora como periódico no fue un diario en el sentido contemporáneo; en sus 62 números casi no hay crónica ni actualidad, pero sí se instala con ese periódico un espacio público moderno, muy distinto a los espacios de convocatoria de la Colonia: a los pregones, a las campanas de la Iglesia o al púlpito.


Diego Barros Arana junto a un grupo de personas, 1894. Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile <http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-100076.html>.

El único libro que se menciona reiteradas veces en La Aurora, que se vincula a las «bellas letras» y que Camilo Henríquez destaca como imprescindible para el estudio del arte de escribir es la obra del clérigo escocés Hugo Blair Lecciones sobre la retórica y las bellas letras (publicada en inglés en 1783). Según Henríquez, «la obra más profunda y mejor escrita que conocemos sobre esta materia» (25 de junio de 1812). Hay evidencia de que un compendio de esta obra tuvo un uso docente significativo en el Instituto Nacional de Santiago. La obra de Blair se proponía sustituir en el uso del idioma la retórica artificial y la escolástica por los principios de la razón y del juicio. Blair tenía como parámetros del buen decir, del uso de la lengua y de la composición literaria, la sencillez, el sentido común, la claridad y la exactitud. Su obra recomienda atender más a la sustancia que a los ornatos y a la ostentación. Critica, por lo tanto, al lenguaje y a la sintaxis barroca. En la advertencia del Compendio que circuló en Chile se señala que el aprecio con que se leía la obra de Blair es prueba de que los «lectores prefieren las ideas sanas a las áridas nomenclaturas, la filosofía luminosa a los sistemas escolásticos y el gusto depurado a la indigesta erudición» (3). Todo lo que atacaba Blair tenía un correlato para la élite ilustrada de las primeras décadas post-independencia. Algunas de las disquisiciones que se realizaron en el seno de la Universidad de San Felipe a fines del siglo XVIII volvían a hacerse presentes. Por ejemplo, aquella en que un catedrático de esa universidad argumentó en un tratado que el uso de los vestidos de cola debía imputarse a pecado mortal. A su vez, el rector escribió otro sobre el mismo tema, para demostrar –con argumentos basados en la opinión de los Santos Padres– que el uso de los vestidos de cola no podía imputarse a pecado mortal, pues Santa Rosa los había usado y en la Corte Celestial tenían por Santo Patrono a un tal San Bernardino de Siena que también los había usado, todo esto con un lenguaje enrevesado, pleno de retórica escolástica.

Cabe señalar, sin embargo, que a Camilo Henríquez y a los ilustrados republicanos les importaba sobre todo la palabra escrita y la cultura letrada, no en función de las «bellas letras», o de lo que hoy entendemos como ficción y literatura, sino en su potencial para el avance de propósitos políticos y culturales, como instrumento para la participación ciudadana en un sistema político y representativo. De ahí también que abogaran insistentemente en la necesidad de «ilustrar y educar al pueblo», utilizando para ello a la educación pero también a la literatura. La idea de una República, universal en sus principios y abstracta en sus vínculos –vía la constitución y las leyes–, sólo era posible a través de la escritura y de una cultura letrada. Quien sí se preocupó desde su arribo a Chile de las «bellas letras» fue Andrés Bello. Recién llegado al país, en el Araucano, Bello comentó y propuso modelos poéticos afines a la poesía cívica de corte neoclásico, e integró también al canon de la literatura chilena nada menos que a La Araucana de Ercilla, leyéndola –en un artículo de 1841– como una épica fundante de la nación, como «nuestra Eneida».

En la generación de 1810, además de la literatura de ideas, que el editor de La Aurora engloba en la categoría de filosofía civil, se mencionan otros «libros útiles» que merecen ser importados y leídos. Según Camilo Henríquez, «uno de los muchos modos con que el comercio promueve y favorece la literatura –repárese en el uso del concepto de literatura– es con la introducción de libros científicos y generalmente útiles. Harán pues un gran servicio a la patria los comerciantes que hagan venir tantas obras preciosas» (19 de marzo de 1812: 26). También destaca la necesidad de importar diccionarios y gramáticas del idioma inglés. Recordemos que para Camilo Henríquez, más que la Francia de Napoleón, era Estados Unidos el modelo republicano por excelencia. En sus palabras se trataba de «un país industrioso y culto» en el que «todos leen, todos piensan y todos hablan con libertad» (cit. en Hernández: 73), valoración curiosa considerando que en varios Estados de esa nación todavía operaba la esclavitud y la población negra estaba excluida de los logros del país. En la prefiguración del canon de libros que hay que leer, Camilo Henríquez asume entonces la voz de una conciencia nacional; no se trata de un canon personal, sino de un canon que debe ser accesible, que debe ser parte del canon educativo y, por lo tanto, un canon que debiera ser oficial en la perspectiva de preparar un «porvenir feliz» para la nueva nación chilena.

Otra vía de constitución del canon en los años posteriores a la Independencia son las traducciones. Traducir implica una elección y un ejercicio profundo de lectura intercultural. Ante la ausencia de crítica, el proceso de traducción era un mecanismo más o menos directo para ampliar el canon. La primera publicación de una obra traducida data de 1820, se trata de El Diccionario portátil filosófico-político-moral. Obra útil y provechosa a las personas de cualesquiera opinión política que aspiren a figurar en el mundo por principios de una educación «a la derniere», obra que fue publicada en la «Imprenta –como dice el facsimilar– de los ciudadanos Valles y Vilugron». Es una obrita de pocas páginas, de autor anónimo, que se firma con el seudónimo de Barón de Bribonet, texto inspirado en el Diccionario filosófico portátil (1764) de Voltaire. El texto está precedido de una «Advertencia(s) del traductor, con honores de prólogo», en que el autor anónimo señala «Téngola por producción original, que se ha querido disfrazar con las apariencias de una traducción». Traducción o seudotraducción, lo importante es que se basa en la obra de Voltaire, autor que no sólo fue censurado y prohibido durante la Colonia, sino también en el interregno del ministro Portales; autor que fue un modelo para los ilustrados chilenos de cuño republicano y liberal. Antes, en 1828, durante el gobierno del General Francisco Antonio Pinto –a quien un historiador llamó filósofo con espada– en la entrega de premios del Instituto Nacional, el Presidente Pinto le obsequió a un alumno destacado las Obras Completas de Voltaire.

En cuanto a traducciones, el propio Camilo Henríquez tradujo del inglés un discurso del poeta John Milton sobre la libertad de prensa, pronunciado en el Parlamento de Inglaterra, texto que publicó en La Aurora. Otra traducción que se publicó en 1825 fue el Compendio de las lecciones sobre la retórica y las bellas letras, de Hugo Blair, al que ya nos hemos referido. Otro título fue La conciencia de un niño, obra traducida del francés por Domingo Faustino Sarmiento y publicada en 1844 «para el uso de las escuelas primarias» (como dice la portadilla). Recién en 1844 se traducen y publican obras de ficción propiamente tales: una novela de Balzac (La tremielga) y de Eugenio Sue (El judío errante y Los misterios de París). En definitiva, entre 1820 y 1845, la mayoría de las obras traducidas corresponden a lo que llamamos literatura de ideas y sólo unas pocas, muy pocas, a lo que se consideraba entonces «bellas letras».

En Camilo Henríquez y La Aurora se encuentran, como hemos señalado latamente, diversas respuestas a la pregunta ¿qué leer?, las cuales corresponden a las preconcepciones ideológico-políticas de una mentalidad ilustrada de cuño republicano, supuestos que son también en gran medida compartidos por la generación de 1842. De allí que hablemos de prácticas lectoras y de una comunidad de interpretación comunes. El canon de la literatura de la Independencia, que responde a la pregunta ¿qué leer?, está conformado, para esta comunidad de autores, entonces, por algunos de los nombres más destacados de la antigüedad clásica, por pensadores ilustrados como Voltaire, Rousseau y Montesquieu, entre otros, por autores del liberalismo doctrinario francés, también por autores del contra-canon de la España colonial (Feijoo y Floridablanca) y por «libros útiles», sean científicos o diccionarios.

 

La generación de 1810 no se hace sin embargo la pregunta de ¿qué escribir?, de hecho, en un número de La Aurora Camilo Henríquez se interroga «¿De qué sirve escribir si no hay quien lea?» (7 de mayo de 1812: 55). Una situación muy distinta ocurre con los miembros de la generación de 1842. Comparten el uso enciclopédico y no restrictivo del concepto de literatura, pero también les preocupa y mucho el destino de las «bellas letras». Un segmento significativo del discurso de Lastarria en la inauguración de la Sociedad Literaria está destinado a reflexionar sobre las características que debe tener la literatura de imaginación en Chile y sobre todo la necesidad de crear una literatura propia que no sea una simple imitación del modelo europeo. Reconoce y valora la literatura francesa: «De San Petersburgo a Cádiz –dice– no se leen mas que libros franceses: ellos inspiran el mundo» (109). «Debo deciros, pues, que leais los escritos de los autores franceses de mas nota en el dia», sugiere refiriéndose sin duda al romanticismo social, pero añade una advertencia: «no para que los copieis i trasladeis sin tino a nuestras obras, sino para que aprendais de ellos a pensar, para que os empapeis en ese colorido filosófico que caracteriza a su literatura» (112). Lastarria propicia una literatura que, rescatando del legado español sólo el don de la lengua, se independiza de los valores hispánicos, una literatura que se inspira en lo propio, en la historia patria, en las peculiaridades sociales, en el paisaje y en la naturaleza americana, una literatura que sea –dice– «la expresion auténtica de nuestra nacionalidad» (113). Propone también una literatura edificante: escribir para el pueblo, combatir los vicios y realzar las virtudes. Los miembros de la Sociedad Literaria se sienten, entonces, responsables de una tarea tanto o más importante que la de los padres de la Patria. Se trata de completar la Independencia política con la Independencia cultural; de la fundación de la nación y, simultáneamente, de la fundación de su literatura.

En 1843, Lastarria publica «El Mendigo», texto que concibió como una puesta en obra de lo debería ser la literatura nacional, incluyendo ideas que planteó en su discurso inaugural en la Sociedad Literaria de 1842. Concibe el texto como un «ensayo de novela histórica», pero la crítica lo considera por su extensión (38 páginas) el primer cuento de la literatura chilena. El tema básico del relato es el del proscrito, la trayectoria de un ser progresivamente excluido por la sociedad, un criollo y antiguo soldado de la patria que llega a ser pordiosero. Se trata de un tema frecuente en el romanticismo europeo, el mismo Lastarria en 1840 había traducido y adaptado Le proscrit, de Fréderic Soulié. Aunque Álvaro de Aguirre es –como los proscritos de Byron– un fatal man marcado por el destino, la diferencia reside en que los agentes de la desgracia del proscrito chileno tienen un común denominador: son, sin excepción, españoles. Se trata, en el caso de Lastarria, más que de un ángel caído, de un proscrito que sirve de pretexto para criticar los vicios de la Colonia y ejercitar la vocación patriótica.

La historia del proscrito –que ocupa 32 de las 38 páginas del relato– es la historia de una degradación progresiva. Siguiendo un orden cronológico, abarca desde los últimos dece­nios de la Colonia hasta los años que siguen a la Reconquista. Hay en la trama de esta trayectoria un notorio anti-españolismo. Los perso­najes villanos que empujan a Álvaro hacia la miseria son siempre españoles: un militar español se apodera del dinero de su amigo Alonso; la segunda separación de Lucía, fuente de sus posteriores desventuras, es provocada por el tiránico don Gumersindo, y la deshonra de Lucía es consumada por Laurencio, también militar peninsular. Finalmente, es uno de los oficiales realistas de la Batalla de Rancagua, el coronel Lizones, quien imposibilita la unión de los amantes, llevándose a Lucía primero a Lima y después a España. La trayectoria de soldado de la patria a pordiosero, de ser humano a criatura infrahumana, aparece vinculada al motivo del amor imposi­ble, configurado en esta ocasión con todos los ingredientes melodramáticos que caracterizan a la literatura folletinesca de la época.

En cuanto al género, El mendigo no es un cuento, sino, como admitiera el mismo Lastarria, un «ensayo de novela histórica». Nove­la histórica en cuanto relata la trayectoria de personajes ficticios en un trasfondo diacrónico de hechos y personajes históricos (se mencionan entre otros a O’Higgins y Carrera); y ensayo porque es un intento frustrado, un esquema que no logra tomar cuerpo ni en el número de páginas ni como argumento y que carece, además, de espesor ficticio. En el contexto de esta sensibilidad afectada y comparado con otros relatos de esos años, el de Lastarria, en la medida que recrea la imagen de Santiago y la naturaleza que lo rodea, resulta, además de novedoso, conse­cuente con algunas ideas de su discurso. Hay, por lo menos, un intento de literatura con sentido nacional, que perspectiviza como antagónicos el mun­do español y el criollo, y que busca representar algunos espacios característicos del país. Utiliza, por cierto, convenciones románticas de la literatura de la época, pero están enmarcadas en un argumento que obedece a su sensibilidad histórica, a la idea de que, terminada la Guerra de la Independencia, debía seguir «la guerra contra el podero­so espíritu que el sistema colonial inspiró en nuestra sociedad»1. La poesía de la época es también de preferencia patriótica, conmemorativa, poesía cívica de trasfondo ilustrado y liberal.

Al considerar El mendigo como intento de poner en práctica la fundación de una literatura nacional, es preciso tener en cuenta que Lastarria escribe fuera de una tradición literaria viva y que su estética responde sobre todo a una vocación patriótica de filiación liberal, a un propósito fundacional, casi mesiánico, de conferirle identidad histórica al país. Con frecuencia, además, en países como Chile, en que la literatura nacional se gesta a la sombra de la cultura europea, los postulados estéticos se perfilan en una ideología literaria antes de lograrse plenamente en la producción artística. Recordemos también que la tradición literaria, especialmente en un primer momento, constituye una dinámica en que incluso los fracasos operan como fuerzas positivas. Desde este ángulo es posible establecer una relación literaria, y hasta biográfica, entre este primer Lastarria y las novelas de quien será el mejor exponente de la literatura chilena del siglo XIX: Alberto Blest Gana.