Papeles de Ítaca

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Papeles de Ítaca
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Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

La obra ganadora de esta xii edición es Papeles de Ítaca de Luis Bernardo Pérez (Ciudad de México, 1962). El jurado estuvo integrado por Alberto Chimal, Bernarndo Fernández, y Andrés Acosta.

Esta obra fue declarada ganadora por ser un libro donde destaca el sentido arreolano de los cuentos, es preciso, lúdico y con muy ricas referencias literarias, cinematográficas y sociales.


I. Viajes

Aunque el dato es incierto,

aseguran haber visto un barco

atravesando el desierto.

Papeles de Ítaca

“Como iba resuelto a perderme,

las sirenas no cantaron para mí.”

A Circe Julio Torri

Una mañana también yo partí de Ítaca dejando atrás hacienda, oficio y mujer. Me embarqué en pos de la gloria que ennobleciera mi linaje e hiciera de mí un esclarecido caballero. Me veía convertido en un varón de renombre cuyas hazañas serían contadas por los cronistas, celebradas por los poetas y evocadas con reverencia por las generaciones venideras. Pero aunque mi peregrinaje fue tan largo como el del héroe y hubo en él penalidades sin cuento, ninguna Circe, ningún Polifemo, ninguna sirena de seductor canto se cruzó en mi camino. Tampoco hallé en todo el Ponto —el cual recorrí afanosamente de un extremo a otro— rival con quien chocar mi acero ni a una hospitalaria Nausícaa dispuesta a rescatarme de los naufragios de mi alma. Así fue como, tras largos años de ausencia, regresé al terruño escaso de proezas que dieran brillo a mi blasón y de las cuales pudiera envanecerme. Tuve entonces que aguzar el ingenio: tramé embelecos que llenaron de asombro a mi Penélope, fabulé lances que me ganaron la admiración de los vecinos y concebí andanzas que, en el café, emocionaban al barbero, al sastre y al notario. Y a fuerza de repetir tales historias y para no olvidarlas, comencé a llenar papeles con ellas. Resultó que al irlas escribiendo sumaba personajes, complicaba intrigas y prodigaba hechos sorprendentes nacidos al vuelo. Con el paso del tiempo he comprendido que nunca alcanzaré las riquezas, los títulos y los honores que con tanto afán ambicioné. Me queda tan sólo el consuelo de estos folios, los cuales se han ido multiplicando hasta formar gruesos legajos que acumulo en el cuarto de los arreos y que, a veces, doy a leer a otros, sin decirles nunca si lo allí contado pertenece a la realidad o al reino de la ilusión.

El arte de buscar tesoros

El auténtico buscador de tesoros valora la paciencia. Sabe que en su oficio —oficio arduo e incierto— la premura es desaconsejable; que un descubrimiento, aunque sea modesto, es resultado de una larga preparación, de una cuidadosa ascesis; no se trata de hundir la pala en cualquier parte ni adentrarse sin más en la primera cueva que le salga al paso.

Por eso, el buscador de tesoros se demora durante meses e incluso años estudiando los mapas, memorizando el nombre de pueblos y caseríos, siguiendo con el dedo los interminables vericuetos del camino señalados en el plano, los cruces y las desviaciones antes de lanzarse a recorrerlos. Y una vez sobre el terreno, observa el entorno sin prisa para adueñarse del paisaje con la mirada y dejar que éste lo guíe hacia su objetivo.

El buscador de tesoros se detiene en los albergues para beber y conversar con los parroquianos, siempre atento a los indicios reveladores. Con discreción, pregunta sobre el pasado de la localidad con el fin de saber más sobre las rutas de las diligencias que, siglos atrás, transportaban oro y plata, sobre los escondites usados por los bandidos para ocultar su botín y sobre las haciendas abandonadas entre cuyas ruinas se han hallado —según cuenta gente de fiar— suntuosos candelabros de bronce, salseras de plata, camafeos de marfil y espejos de mano que aún conservan el reflejo de la dama que solía mirarse en ellos.

Con tal de ganarse la confianza de los lugareños, se ve obligado a permanecer en la localidad. Se justifica aludiendo a las bondades del clima o al desprecio que siente por las grandes ciudades. En ciertos casos, incluso llega a establecerse allí. Adquiere una casita con un minúsculo huerto y finge sentirse a sus anchas. A veces renta un local en el centro del pueblo y abre un negocio, por ejemplo, una tienda de géneros o una barbería. De esta forma puede quedarse el tiempo necesario para explorar la zona sin despertar sospechas.

Por las noches recorre sigilosamente los campos circundantes armado con un detector de metales, una pala y un pico. Sin embargo, prefiere prescindir de tales instrumentos, pues ellos revelarían sus verdaderas intenciones.

El buscador de tesoros se esfuerza para que los habitantes del lugar dejen de considerarlo un extraño. Trata de que lo acepten como uno de los suyos. Hace amigos, discute de política en los cafés, asiste a misa los domingos y está presente en los actos cívicos.

A veces, mientras espera en la tienda de géneros o en la barbería la llegada de los clientes, una idea extraña se insinúa en su mente: sospecha que el principal objetivo de los buscadores quizá no sea el tesoro en sí mismo, sino la búsqueda. Pero si esto fuera cierto, su empeño dejaría de tener sentido cuando al fin encontrara un tesoro y, en consecuencia, perdería la principal razón de su existencia.

Es posible que, durante esos fugaces momentos, también llegue a la conclusión de que cada tesoro espera a su propio buscador y cada buscador deberá emprender la búsqueda del tesoro que la vida le ha reservado sólo a él. El suyo podría ser un baúl apolillado rebosante de joyas, un saco de monedas antiguas o una caja de caudales con el contenido intacto. Pero quizá tenga un aspecto muy diferente. Ello lo obligará a estar alerta en todo momento para reconocerlo en cuanto lo vea. Podría presentarse, digamos, bajo la forma de una muchacha morena que, una tarde cualquiera en una calle cualquiera, lo observara desde su balcón. En tal caso, el buscador de tesoros se vería obligado a detenerse para mirar a la muchacha y sonreírle. Y en ese preciso momento comprendería —no sin cierta desazón— que su búsqueda ha concluido.

Supervivencia

Joven latinoamericano llega a París (aeropuerto Charles de Gaulle, vuelo 326). Trae consigo, entre otras cosas: la dirección de un amigo uruguayo, cuatrocientos veinte euros y un abrigo café que heredó de su padre. El amigo uruguayo ya no vive allí, los euros le duran algo más de una semana y el abrigo café resulta insuficiente para enfrentar el más crudo invierno de los últimos veinte años. Muy pronto su situación se torna desesperada, pero no se rinde. Lava platos en un restorán a cambio de la comida y, por una módica suma, entrega dos veces por semana su cuerpo moreno y atlético a madame Bouchard, la patrona del restorán. Con ese dinero alquila un cuarto miserable en el último piso de un edificio miserable. Aún queda el inconveniente del clima, pues el cuarto miserable carece de calefacción. El frío es despiadado. Por fortuna, en uno de los puestos de libros instalados a orillas del Sena encuentra un viejo calendario de llantas Michelin ilustrado con obras de la escuela impresionista. De regreso en su habitación, con las manos ateridas y al borde de la hipotermia, recorta las reproducciones a color del calendario y las pega en las paredes. Eso le salva la vida. Y es que ¿quién puede morirse de frío entre los soleados paisajes de Renoir, los cálidos jardines Monet y la luminosa exuberancia tropical de monsieur Gaugin?

La última palmera

Cabía la posibilidad de que el Vista Tropical ya no existiera, de que lo hubieran demolido para construir en su lugar un edificio de departamentos, una estación de gasolina o uno de esos hoteles de carretera sin personalidad pero con alberca y televisión satelital. A lo mejor me encontraba con un terreno baldío.

Aun así, decidí ir. Solicité vacaciones en el trabajo y llamé a Marcela para informarle que estaría fuera algunos días. No quise darle más información y ella no preguntó. Dijo que era libre de hacer lo que me viniera en gana siempre y cuando hiciera a tiempo la transferencia bancaria; el ortodoncista de las gemelas y las colegiaturas no se iban a pagar solas. Quise hablar con las niñas, pero habían salido con sus abuelos.

Metí algunas cosas en una maleta pequeña y, después de llenar el tanque de gasolina, me lancé a la carretera con la sospecha creciente de que me disponía a cerrar un capítulo de mi vida. Un capítulo olvidado durante casi tres décadas y que la memoria me devolvió intacto cuando me informaron de la muerte de mi prima Amelia. Había fallecido de cáncer un año antes y en todos esos meses estuve pensando obsesivamente en ella. También en la cajita de lámina enterrada junto a la palmera que crecía en el rincón más umbroso del jardín.

 

Por algún motivo que nunca entendí, siempre íbamos al mismo lugar e invariablemente nos hospedábamos en el mismo hotel. Las vacaciones transcurrían de manera casi idéntica y, quizá por eso, hoy se confunden en la memoria y aparecen como un dilatado y único verano. Un verano sin tiempo ni orillas.

Los primeros en llegar eran mis tíos y mi prima. Venían en su camioneta con una montaña de maletas y en compañía de su amado Gagarin, un viejo Buldog bautizado así en honor del cosmonauta soviético. Uno o dos días después arribábamos nosotros a bordo del destartalado Ford Fairlane de mi padre. Veníamos con menos equipaje y sin perro, pero con una caja de piñas y otra de plátanos compradas en el camino y que, casi siempre, terminaban pudriéndose con el paso de los días. Antes de instalarnos papá se enzarzaba en una discusión con el administrador, don Jacinto, por los altos precios de las habitaciones, mientras que mi tía se mostraba invariablemente molesta por la rusticidad del lugar y lo lejos que quedaba la playa. Sin embargo, nunca les pasó por la cabeza quedarnos en otro lado.

El hotel estaba a las afueras del pueblo. Aparecía de pronto al salir de una curva, del lado derecho de la carretera. En aquel entonces no había otros edificios cerca, sólo el Vista Tropical: una construcción cuadrada de dos plantas, con pasillos exteriores, mosaicos azules, barandales de herrería y unas quince o veinte habitaciones.

Se entraba por un gran portón de madera que siempre permanecía abierto y seguíamos por un camino de grava hasta el jardín lleno de flores y palmeras. Mi padre dejaba el auto en un rudimentario estacionamiento cubierto con láminas de asbesto.

El único detalle llamativo en la recepción era una chimenea incongruente e inútil. Junto a ella colgaban los correspondientes utensilios: tenaza, atizador, pala y escobilla. ¿A quién se le había ocurrido construir una chimenea en una zona en la cual las temperaturas solían llegar a los 40 grados?

También había un comedor y un salón de estar cuyo antiguo ventilador de techo se esforzaba por remover un poco el aire sobre las cabezas de los huéspedes. En el salón jugué interminables partidas de ajedrez contra mi padre y mi tío con el único objetivo de combatir el tedio y allí aprendió Amelia a tocar la guitarra.

Para llegar a la playa era necesario cruzar el jardín, avanzar por un sendero que atravesaba la selva y, tras unos diez minutos de marcha, el mar nos recibía con su brillo cegador. Nada más pisar la arena, mi tío recitaba el mismo poema. Eran unos versos supuestamente escritos por él, pero que, como descubrí años después, eran de Unamuno: “Sed de tus ojos en la mar me gana;/ hay en ellos también olas de espuma;/ rayo de cielo que se anega en bruma/ al rompérsele el sueño, de mañana.”

Permanecíamos dos o tres semanas en el hotel. Mi prima y yo jugábamos badminton, leíamos historietas y llenábamos cuadernos con dibujos de barcos y castillos de ensueño llenos de torres y habitaciones secretas. Sólo salíamos para ir a la playa, al puerto y a tomar helados en la plaza central del pueblo.

Cada año hacíamos amistad con algunos niños y niñas de nuestra edad que también se hospedaban allí con su familia. Al concluir las vacaciones prometíamos reencontrarnos el verano siguiente, pero ninguno solía regresar.

Al anochecer se iniciaba el rumor de los insectos; su bullicio misterioso sustituía al de las aves diurnas y acompañaba nuestro sueño. Por la mañana el jardín aparecía cubierto de grillos destripados y mariposas devoradas por las hormigas. Ese espectáculo entristecía a mi prima, quien acostumbraba guardar las alas rotas de las mariposas. Valiéndose de unas pinzas para cejas, tomaba aquellos delicados fragmentos verdiazules, casi turquesas, y los introducía con infinito cuidado entre las páginas de los libros.

Alrededor de las diez de la noche llegué a la intersección que conducía al hotel. Numerosas construcciones ocupaban ahora las orillas de la carretera. Temí haberme extraviado. Sin embargo, pasados quince minutos, al salir de una curva, identifiqué el edificio de dos plantas. Una parpadeante luz de neón me informó:

“Vista tropical”

Hotel-garage

Jacuzzi en todas las habitaciones

Reduje la velocidad y vacilé antes de entrar. Bastaba mirar el anuncio para darse cuenta de que el sitio ya no era el mismo. Al parecer, el hotel había dejado de ser un lugar “para familias”, como se decía, convirtiéndose en un refugio para el sexo clandestino. Me pregunté por qué había ido allí y si tenía sentido el largo viaje. Pensé en la última palmera, la que crecía en lo más oculto del jardín; la palmera que Amelia y yo llegamos a considerar de nuestra propiedad.

Atravesé el portón y conduje hacia el estacionamiento. A la luz de los faros advertí que el exterior se encontraba hecho una ruina; las plantas lo habían invadido todo, creciendo sin orden y formado una barrera que imaginé impenetrable. La solitaria luz de la recepción servía de faro en medio de la noche.

En el estacionamiento había tres autos más. Me detuve y saqué la maleta de la cajuela. Antes de dirigirme al hotel, me detuve un momento para dejar que la brisa salada me anegara los pulmones. El canto de los grillos era ensordecedor; sin embargo, al aguzar el oído creí escuchar a las olas resonando a lo lejos.

El hotel nunca fue lujoso, pero en mi recuerdo ostentaba cierta dignidad provinciana. Sin embargo, más de veinte años después, lo encontré muy distinto. Las paredes de la recepción estaban pintadas de anaranjado y mostraban manchas de salitre. Dos horribles bodegones y una maceta con plantas de plástico colocadas sobre una mesita pretendían —con poco éxito— alegrar el lugar. Lo único que reconocí fue la chimenea de piedra, única sobreviviente de la época en que mi familia se hospedaba allí.

Solicité una habitación al encargado, un joven con gorra de beisbolista, rostro cubierto de acné y expresión de aburrimiento. Le pregunté si tenía desocupada la número 14. Él me entregó la llave. Dijo que debía pagar por adelantado. Tras entregarle el importe subí al primer piso y recorrí el pasillo exterior. Solamente algunas habitaciones mostraban luz en las ventanas. No me costó trabajo encontrar la puerta de la 14.

El interior olía a desinfectante, aromatizador de fresa y humedad. Encendí la luz y miré a mi alrededor intentando encontrar algo que me ayudara a conectarme con el pasado. El lugar ya no era el mismo. En vez de los rústicos y pesados muebles de antaño había ahora un mobiliario más moderno. Un armazón metálico fijado en el muro sostenía un aparato de tv. El baño había sido reformado para instalar un jacuzzi. Éste no era más que una tina color azul apenas un poco más grande que una bañera convencional.

Comencé a sacar la ropa de la maleta, pero a los cinco minutos una desgana infinita me impidió continuar con la tarea. La sospecha de que aquel viaje había sido inútil comenzó a insinuarse en el borde de la conciencia. Para ahuyentar este pensamiento salí a fumar al pasillo. Apoyado en el barandal miré hacia abajo. La oscuridad de aquella noche sin luna me impedía ver el jardín. Con muchos esfuerzos distinguí los perfiles irregulares de los arbustos que el viento agitaba. De alguno de los cuartos emergió la risa apagada de una mujer.

El humo del cigarrillo no fue suficiente para ahuyentar a los mosquitos, así que regresé a la habitación. Encendí el ventilador del buró y me tumbé en la cama. El viaje me había dejado exhausto. Sumido en la oscuridad intenté convocar al sueño mientras recordaba las tardes de mi infancia y primera juventud en el hotel.

Mis padres y mis tíos acostumbraban beber una copita de anís después de comer y luego tomaban largas siestas. Durante ese tiempo, mi prima y yo éramos libres para jugar en compañía de Gagarin y de los niños con los cuales habíamos hecho amistad ese año. Indiferentes al calor nos entregábamos a nuestras fantasías. Organizamos complicados juegos y montamos improvisadas piezas teatrales en el jardín. Aquel espacio verde cubierto de flores se transformaba en nuestro reino, en un Edén privado que nos permitía aislarnos del mundo.

Fue durante una de esas tardes, poco antes de entrar en la adolescencia, cuando Amelia y yo nos besamos por primera vez. Ella tomó la iniciativa; fue casi una reacción instintiva. Ocurrió a la sombra de nuestra palmera. En la recóndita penumbra verde, recargado contra el tronco, recibí el ofrecimiento de unos labios que primero me llenaron de confusión y después de asombro. Fue una revelación que duró unos cuantos segundos, pero que nos trastornó a los dos. Salimos a la luz llenos de perplejidad, sin entender muy bien lo que había sucedido ni por qué.

Y fue precisamente esa confusión la que, creo yo, nos llevó a repetir la experiencia al día siguiente. Quizá queríamos desentrañar el sentido de aquello y la única forma que se nos ocurrió era fundir nuestros labios una vez más para beber el uno del otro. Varias veces durante aquellas vacaciones regresamos con sigilo hasta la palmera para encarar el enigma y dejarnos sorprender por él.

Las cosas no llegaron más allá de los besos y algunas torpes caricias; sin embargo, fueron suficientes para trastornarnos.

Hacia el final de aquel verano, aún sin entender con claridad lo que estaba ocurriendo y sin atrevernos a utilizar la palabra amor, decidimos poner a buen resguardo nuestro secreto.

La idea de la cajita fue de Amelia. Era una pequeña caja de lata, propiedad de mi prima, que alguna vez contuvo caramelos importados y en cuya tapa podía verse una aldea tirolesa. Uno de los dos guardaría allí un tesoro, algo que apreciara mucho y que deseara regalarle al otro, pero sin decirle lo que era. Enterraríamos la cajita al pie de la palmera hasta las próximas vacaciones. De esta forma el tesoro estaría esperando al destinatario durante un año. Entonces le correspondería al otro poner algo en la caja.

No me pregunten cómo se relacionaba esto con el descubrimiento que habíamos hecho durante esas vacaciones. Lo único que sé es que, en ese momento, la ocurrencia de mi prima me pareció lógica y natural. El primero en dejar un tesoro fui yo. Después de pensarlo un poco decidí que mi posesión más valiosa era el reloj de pulsera que me había regalado mi madre. Lo envolví en un pañuelo sin que Amelia lo viera y, tras introducirlo en la cajita, lo deposité con mucha ceremonia en el agujero que previamente había excavado en el suelo, a cuatro pasos de la palmera. Luego ambos cubrimos el hoyo con tierra.

Durante el tiempo que medió entre ese verano y el siguiente nuestras respectivas familias se reunieron por distintos motivos (bautizos, aniversarios, cenas). En esas ocasiones el trato entre Amelia y yo fue el de siempre. Nada en la conducta de ambos revelaba lo ocurrido. Ello tenía que ver, por supuesto, con la necesidad de ser discretos, pero también con la certidumbre de que la atracción que habíamos experimentado se encontraba aplazada; permanecía oculta dentro de una caja de caramelos importados al pie de una palmera. Allí aguardaba, junto con mi reloj, a que ambos regresáramos por ella.

Así, cuando al año siguiente volvimos al Vista Tropical y abrimos la caja descubrimos que nuestro idilio se había conservado intacto. No puedo decir lo mismo de mi reloj, el cual no resistió la humedad del suelo y quedó inservible. Eso no me importó. Tampoco le importó a Amelia, quien lo recibió como si se tratara de una gema valiosísima.

Ese verano vivimos en un estado de enajenación permanente, sumidos en una ebriedad que nos impedía notar el paso del tiempo. Nos debatíamos entre el deseo de encontrarnos bajo la palmera del jardín y el temor a ser descubiertos; entre la fascinación que suponía adentrarse en un territorio ignoto y el sentimiento de culpa por estar haciendo algo que considerábamos terrible. Tampoco entonces hubo otra cosa que besos y caricias furtivas (quizá algo más). Sin embargo, para nosotros era una conmoción, un vértigo y una incertidumbre que nos fascinaba y torturaba al mismo tiempo.

A diferencia de los veranos anteriores, los cuales, como ya dije, resultan indistinguibles los unos de los otros. Ése en particular se presenta nítido en mi memoria. Son días luminosos hasta el punto de volverse cegadores. Nunca como entonces el mar fue tan azul ni el cielo tan inmenso. También fueron días que transcurrieron con insólita rapidez. En nuestra inconsciencia habíamos terminado por olvidar el paso del tiempo y un día, para nuestra consternación, nos dimos cuenta de que las vacaciones habían llegado a su fin.

 

La víspera de la partida realizamos por segunda vez nuestra ceremonia secreta. Ahora le tocaba a Amelia colocar un tesoro dirigido a mí en la caja de caramelos. Sin mostrarme lo que era, puso algo dentro y cerró la tapa con rapidez. En su rostro se dibujó una sonrisa enigmática.

Más tarde, ese mismo día, el clima cambió de manera inesperada. Nubes de tormenta se congregaron sobre nosotros como un anuncio de lo que vendría. Abandonamos el hotel junto con nuestros padres en medio de una lluvia ligera que algunos kilómetros después se transformó en tormenta. Ni Amelia ni yo imaginábamos que ésas habían sido nuestras últimas vacaciones juntos.

Algunos meses más tarde su padre enfermó y murió. Mi papá emprendió un negocio que se fue a pique, por lo que la situación económica en casa se tornó difícil. Luego entré a la secundaria. Mi prima se fue a vivir a otra ciudad con su mamá y pasó mucho tiempo antes de que volviera a saber de ella. Estudié arquitectura, viajé al extranjero, conseguí un empleo mal remunerado, luego otro (también mal remunerado), me casé con Marcela y tuvimos a las gemelas…

Un par de veces, Amelia y yo coincidimos en alguna reunión familiar. Se había casado con un italiano y tenía una hija. Lucía feliz y serena. En una de esas ocasiones, mientras conversábamos con una copa en la mano sobre lo que éramos y lo que hubiéramos querido ser, le pregunté si recordaba los veranos en el Vista Tropical. Ella asintió con una sonrisa. Luego, cuando me atreví a mencionar la cajita de caramelos soltó una carcajada divertida. Pese a mi insistencia no quiso revelarme qué había puesto en ella. “Si quieres saber, ve y desentiérrala”, me dijo.

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