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Misericordia

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XII

«El demontre del viejo—se decía la señá Benina, metiéndose a buen andar por la calle de las Urosas—, no puede hacer más que lo que le manda su natural. Válgate Dios: si cosas muy raras cría Nuestro Señor en el aquel de plantas y animales, más raras las hace en el aquel de personas. No acaba una de ver verdades que parecen mentiras… En fin, otros son peores que este D. Carlos, que al cabo da algo, aunque sea por cuenta y apuntación… Peores los hay, y tan peores… que ni apuntan ni dan… El cuento es que con estos dos duros no se me arregla el día, porque quiero devolverle a Almudena el suyo, que bueno es tener con él palabra. Vendrán días malos, y él me servirá… Me quedan veinte reales, de los cuales habré de dar parte a la niña, que está pereciendo, y lo demás para comer hoy, y… Tendré que decirle a la señora que su pariente no me ha dado más que el libro de cuentas, con el cual y el lápiz pondremos un puchero que será muy rico… caldo de números y substancia de imprenta… ¡qué risa!… En fin, para las mentiras que he de decirla a Doña Paca, Dios me iluminará, como siempre, y vamos tirando. A ver si encuentro a Almudena por el camino, que esta es la hora de subir él a la iglesia. Y si no nos tropezamos en la calle, de fijo está en el café de la Cruz del Rastro».

Dirigiose allá, y en la calle de la Encomienda se encontraron: «Hijo, en tu busca iba—le dijo la Benina cogiéndole por el brazo—. Aquí tienes tu duro. Ya ves que sé cumplir.

Amri, no tener priesa.

–No te debo nada… Y hasta otra, Almudenilla, que días vendrán en que yo carezca y tú me sirvas, como te serviré yo viceversa… ¿Vienes del café?

–Sí, y golvier si querer tú migo. Convidar tigo».

Asintió Benina al convite, y un rato después hallábanse los dos sentaditos en el café económico, tomándose sendos vasos de a diez céntimos. El local era una taberna retocada, con ridículas elegancias entre pueblo y señorío; dorados chillones; las paredes pintorreadas de marinas y paisajes; ambiente fétido, y parroquia mixta de pobretería y vendedores del Rastro, locuaces, indolentes, algunos agarrados a los periódicos, y otros oyendo la lectura, todos muy a gusto en aquel vagar bullicioso, entre salivazos, humo de mal tabaco y olores de aguardiente. Solos en una mesa Benina y el marroquí, charlaron de sus cosas: el ciego le contó las barrabasadas de su compañera de vivienda, y ella su entrevista con D. Carlos, y el ridículo obsequio del libro de cuentas y de los dos duros mensuales. De las riquezas que, según voz pública, atesoraba Trujillo (treinta y cuatro casas, la mar de dinero en papelorios del Gobierno, muchismos miles de miles en el Banco), charlaron extensamente, corriéndose luego a considerar, verbigracia, el sinnúmero de pobres que podrían ser felices con toda aquella guita, que a D. Carlos le venía tan ancha, pues descontando una parte para sus hijos, que de natural debían poseerlo, con lo demás se apañarían tantos y tantos que andan por estas calles de Dios ladrando de hambre. Pero como ellos no habían de arreglarlo a su gusto, más cuenta les tenía no pensar en tal cosa, y buscarse cada cual su mendrugo de pan como pudiera, hasta que viniese la muerte y después Dios a dar a cada uno su merecido. Por fin, con extraordinaria gravedad y tono de convicción profunda, Almudena dijo a su amiga que todos los dinerales de D. Carlos podían ser de ella, si quisiera.

«¿Míos? ¿Has dicho que todo lo de D. Carlos puede ser mío? Tú estás loco, Almudenilla.

Tudo tuya… por la bendita luz. Si no creer mí, priebar tú y ver.

–Vuélvemelo a decir: que todo el dinero de D. Carlos puede ser mío, ¿cuándo?

–Cuando querer ti.

–Lo creeré, si me explicas cómo ha de ser ese milagro.

–Mí sabier cómo… Dicir ti secreto.

–Y si tú puedes hacer que todo el caudal de ese viejo loco, un suponer, pase a ser de otra persona, ¿por qué te conformas con la miseria, por qué no lo coges para ti?».

Replicó a esto Almudena que la persona que hiciera el milagro, cuyo secreto él poseía, había de tener vista. Y el milagro era seguro, por la bendita luz; y si ella dudaba, no tenía más que probarlo, haciendo puntualmente todo cuanto él le dijera.

Siempre fue Benina algo supersticiosa, y solía dar crédito a cuantas historias sobrenaturales oía contar; además, la miseria despertaba en ella el respeto de las cosas inverosímiles y maravillosas, y aunque no había visto ningún milagro, esperaba verlo el mejor día. Un poco de superstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos, y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquí explicaciones concretas de su ciencia o arte de magia, pues esto había de ser seguramente. Díjole el ciego que todo consistía en saber el arte y modo de pedir lo que se quisiera a un ser llamado Samdai.

«¿Y quién es ese caballero?

–El Rey de baixo terra.

–¿Cómo? ¿Un Rey que está debajo de la tierra? Pues el diablo será.

–Diablo no: Rey bunito.

–¿Eso es cosa de tu religión? ¿Tú qué religión tienes?

–Ser eibrío.

–Vaya por Dios—dijo Benina, que no había entendido el término—. ¿Y a ese Rey le llamas tú, y viene?

–Y dar ti tuda que pedir él.

–¿Me da todo lo que le pida?

Siguro».

La convicción profunda que Almudena mostraba hizo efecto en la infeliz mujer, quien, después de una pausa en que interrogaba los ojos muertos de su amigo y su frente amarilla lustrosa, rodeada de negros cabellos, saltó diciendo:

«¿Y qué se hace para llamarlo?

–Yo diciendo ti.

–¿Y no me pasa nada por hacerlo?

Naida.

–¿No me condeno, ni me pongo mala, ni me cogen los demonios?

–No.

–Pues ve diciendo; pero no engañes, no engañes, te digo.

N'gañar no ti…

–¿Podemos hacerlo ahora?

–No: hacirlo a las doce del noche.

–¿Tiene que ser a esa hora?

Siguro, siguro

–¿Y cómo salgo yo de casa a media noche?… Amos, déjame a mí de pamplinas. Verdad que podría decir, un suponer, que se ha puesto malo D. Romualdo y tengo que velarlo… Bueno: ¿qué hay que hacer?

N'cesitas cosas mochas. Comprar tú cosas. Lo primiero candil de barro. Pero comprarlo has tú sin hablar paliabra.

–Me vuelvo muda.

–Muda tú… Comprar cosa… y si hablar no valer.

–Válgate Dios… Pues bueno: compro mi candil de barro sin chistar, y luego…».

Almudena ordenó después que había de buscar una olla de barro con siete agujeros, con siete nada más, todo sin hablar, porque si hablaba no valía. ¿Pero dónde demontres estaban esas ollas con siete agujeros? A esto replicó el ciego que en su tierra las había, y que aquí podían suplirse con los tostadores que usan las castañeras, buscando el que tuviese siete bujeros, ni uno más ni uno menos.

«¿Y ello ha de comprarse también sin hablar?

–Sin hablando naida».

Luego era forzoso procurarse un palo de carrash, madera de África, que aquí llaman laurel. Un vendedor de garrotes, en el primer tinglado cabe las Américas, lo tenía. Había que comprárselo sin pronunciar palabra. Bueno: pues reunidas estas cosas, se pondría el palo al fuego hasta que se prendiera bien… Esto había de ser el viernes a las cinco en punto. Si no, no valía. Y el palo estaría ardiendo hasta el sábado, y el sábado a las cinco en punto se le metía en el agua siete veces, ni una más ni una menos.

«¿Todo callandito?

–Hablar naida, naida».

Luego se vestía el palo con ropas de mujer, como una muñeca, y bien vestidito se le arrimaba a la pared, poniéndole derecho, amos, en pie. Delante se colocaba el candil de barro, encendido con aceite, y se le tapaba con la olla, de modo que no se viese más luz que la que saldría por los siete bujeros, y a corta distancia se ponía la cazuela con lumbre para echar los sahumerios, y se empezaba a decir la oración una y otra vez con el pensamiento, porque hablada no valía. Y así se estaba la persona, sin distraerse, sin descuidarse, viendo subir el humo del benjuí, y mirando la luz de los siete agujeros, hasta que a las doce…

«¡A las doce!—repitió Benina sobresaltada—. ¡Y al dar las doce campanadas viene… sale, se me aparece!…

–El Rey de baixo terra: pedir tú lo que quierer, y darlo ti él.

–Almudena, ¿tú crees eso? ¿Cómo es posible que ese señor, sin más que las cirimonias que has contado, me dé a mí lo que ahora es de Don Carlos Trujillo?

–Verlo tú, si queriendo.

–Pero con tanto requesito, si una se descuida un poco, o se equivoca en una sola palabra del rezo mental…

–Tener tú cuidado mocha.

–¿Y la oración?

–Mi enseñarla ti; dicir tú: Semá Israel Adonai Elohino Adonai Ishat

–Calla, calla: en la vida digo yo eso sin equivocarme. Como no sea castellano neto yo no atino… Y también te aseguro que tengo mieditis de esas suertes de brujería… quita, quita… Pero ¡ah! ¡si fuera verdad, qué gusto, cogerle a ese zorrocloco de D. Carlos todo su dinero… amos, la mitad que fuera, para repartirlo entre tantos pobrecitos que perecen de hambre!… Si se pudiera hacer la prueba, comprando los cacharros y el palitroque sin hablar, y luego… Pero no, no… cualquier día iba a venir acá ese Rey Mago… También te digo que suceden a veces cosas muy fenómenas, y que andan por el aire los que llaman espíritus o, verbigracia, las ánimas, mirando lo que hacemos y oyéndonos lo que hablamos. Y otra: lo que una sueña, ¿qué es? Pues cosas verdaderas de otro mundo, que se vienen a este… Todo puede ser, todo puede ser… Pero yo, qué quieres que te diga, dudo mucho que le den a una tanto dinero, sin más ni más. Que para socorrer a los pobres, un suponer, se quite a los ricos medio millón, o la mitad de medio millón, pase; pero tantas, tantismas talegas para nosotros… no, esa no cuela.

 

Tuda, tuda la que haber en el Banco, millonas mochas, lotería, tuda pa ti, hiciendo lo que decir ti.

–Pues si eso es tan fácil, ¿por qué no lo hacen otros? ¿O es que tú solo tienes el secreto? ¡El secreto tú solo! Amos, cuéntaselo al Nuncio, que aquí no nos tragamos esas papas… Yo no te digo que no sea posible… y si supiera yo hacer la prueba, la haría, con mil pares… Vuélveme a decir la receta de lo que ha de comprar una sin hablar…».

Repitió Almudena las fórmulas y reglas del conjuro, añadiendo descripción tan viva y pintoresca del Rey Samdai, de su rostro hermosísimo, apostura noble, traje espléndido, de su séquito, que formaban arregimientos de príncipes y magnates, montados en camellos blancos como la leche, que la pobre Benina se embelesaba oyéndole, y si a pie juntillas no le creía, se dejaba ganar y seducir de la ingenua poesía del relato, pensando que si aquello no era verdad, debía serlo. ¡Qué consuelo para los miserables poder creer tan lindos cuentos! Y si es verdad que hubo Reyes Magos que traían regalos a los niños, ¿por qué no ha de haber otros Reyes de ilusión, que vengan al socorro de los ancianos, de las personas honradas que no tienen más que una muda de camisa, y de las almas decentes que no se atreven a salir a la calle porque deben tanto más cuanto a tenderos y prestamistas? Lo que contaba Almudena era de lo que no se sabe. ¿Y no puede suceder que alguno sepa lo que no sabemos los demás?… ¿Pues cuántas cosas se tuvieron por mentira y luego salieron verdades? Antes de que inventaran el telégrafo, ¿quién hubiera creído que se hablaría con las Américas del Nuevo Mundo, como hablamos de balcón a balcón con el vecino de enfrente? Y antes de que inventaran la fotografía, ¿quién hubiera pensado que se puede una retratar sólo con ponerse? Pues lo mismo que esto es aquello. Hay misterios, secretos que no se entienden, hasta que viene uno y dice tal por cual, y lo descubre… ¡Pues qué más, Señor!… Allá estaban las Américas desde que Dios hizo el mundo, y nadie lo sabía… hasta que sale ese Colón, y con no más que poner un huevo en pie, lo descubre todo y dice a los países: «Ahí tenéis la América y los americanos, y la caña de azúcar, y el tabaco bendito… ahí tenéis Estados Unidos, y hombres negros, y onzas de diez y siete duros». ¡A ver!

XIII

No había acabado el marroquí su oriental leyenda, cuando Benina vio entrar en el café a una mujer vestida de negro. «Ahí tienes a esa fandangona, tu compañera de casa.

–¿Pedra? Maldita ella. Sacudir ella yo esta mañana. Venir, siguro, con la Diega…

–Sí, con una viejecica, muy chica y muy flaca, que debe de ser más borracha que los mosquitos. Las dos se van al mostrador, y piden dos tintas.

Señá Diega enseñar vicio ella.

–¿Y por qué tienes contigo a esa gansirula, que no sirve para nada?».

Contole el ciego que Pedra era huérfana; su padre fue empleado en el Matadero de cerdos, con perdón, y su madre cambiaba en la calle de la Ruda. Murieron los dos, con diferencia de días, por haber comido gato. Buen plato es el micho; pero cuando está rabioso, le salen pintas en la cara al que lo come, y a los tres días, muerte natural por calenturas perdiciosas. En fin, que espicharon los padres, y la chica se quedó en la puerta de la calle, sentadita. Era hermosa: por tal la celebraban; su voz sonaba como las músicas bonitas. Primero se puso a cambiar, y luego a vender churros, pues tenía tino de comercianta; pero nada le valió su buena voluntad, porque hubo de cogerla de su cuenta la Diega, que en pocos días la enseñó a embriagarse, y otras cosas peores. A los tres meses, Pedra no era conocida. La enflaquecieron, dejándola en los puros pellejos, y su aliento apestaba. Hablaba como una carreterona, y tenía un toser perruno y una carraspera que tiraban para atrás. A veces pedía por el camino de Carabanchel, y de noche se quedaba a dormir en cualquier parador. De vez en cuando se lavaba un poco la cara, compraba agua de olor, y rociándose las flaquezas, pedía prestada una camisa, una falda, un pañuelo, y se ponía de puerta en la casa del Comadreja, calle de Mediodía Chica. Pero no tenía constancia para nada, y ningún acomodo le duró más de dos días. Sólo duraba en ella el gusto del aguardiente; y cuando se apimplaba, que era un día sí y otro también, hacía figuras en medio del arroyo, y la toreaban los chicos. Dormía sus monas en la calle o donde le cogía, y más bofetadas tenía en su cara que pelos en la cabeza. Cuerpo más asistido de cardenales no se conoció jamás, ni persona que en su corta edad, pues no tenía más que veintidós años, aunque representaba treinta, hubiera visitado tan a menudo las prevenciones de la Inclusa y Latina. Almudena la trataba, con buen fin, desde que se quedó huérfana, y al verla tan arrastrada, dábale de tres cosas un poco: consejos, limosna y algún palo. Encontrola un día curándose sus lamparones con zumo de higuera chumbo, y aliñándose las greñas al sol. Propúsole que se fuera con él, poniendo cada cual la mitad del alquiler de la casa, y comprometiéndose ella a cortar de raíz el vicio de la bebida. Discutieron, parlamentaron; diose solemnidad al convenio, jurando los dos su fiel observancia ante un emplasto viscoso y sobre un peine de rotas púas, y aquella noche durmió Pedra en el cuarto de Santa Casilda. Los primeros días todo fue concordia, sobriedad en el beber; pero la cabra no tardó en tirar al monte, y… otra vez la endiablada hembra divirtiendo a los chicos y dando que hacer a los del Orden.

«No poder mí con ella. B'rracha siempre. Es un dolor… un dolor. Yo estar ella migo por lástima…».

Al ver que las dos mujeres, después de atizarse un par de tintas, miraban burlonas al ciego y a Benina, esta tuvo miedo y quiso retirarse.

«Dir tú no, Amri. Quedar migo—le dijo el ciego cogiéndola de un brazo.

–Temo que armen bronca estas indinas… Acá vienen ya».

Aproximáronse las tales, y pudo la Benina ver y examinar a su gusto el rostro de Pedra, de una hermosura desapacible y que despedía. Morena, de facciones tan regulares como pronunciadas, magníficos ojos negros, cejas que al juntarse culebreaban, boca sucia y bien rasgueada, que no parecía hecha para sonreír, cuerpo derecho y esbeltísimo en su flaqueza y desaliño, la compañera de Almudena era una figura trágica, y como tal impresionó a Benina, aunque esta no expresaba su juicio sino pensando que le daría miedo encontrarse con tal persona, de noche, en lugar solitario.

De la Diega no podía determinarse si era joven o entre-vieja. Por la estatura parecía una niña; por la cara escuálida y el cuello rugoso, todo pliegues, una anciana decrépita; por los ojos, un animalejo vivaracho. Su flaqueza era tan extremada, que Benina no pudo menos de comentarla mentalmente con una frase andaluza que usar solía su señora: «Esta es de las que sacan espinas con los codos».

Pedra se sentó, dando los buenos días, y la otra quedose en pie, sin alzar del suelo más que la cabeza de Almudena, en cuyos hombros dio fuertes palmetazos.

«Tati quieta—le dijo este enarbolando el palo.

–Cuidado con él, que es malo y traicionero…—indicó la otra.

Jai… ¿verdad que eres malo y pegar tú mí?

–Yo ero beno; tú mala, b'rracha.

–No lo digas, que se escandalizará la señora anciana.

–Anciana no ser ella.

–¿Tú qué sabes, si no la ves?

–Decente ella.

–Sí que lo será, sin agraviar. Pero a ti te gustan las viejas.

–Ea, yo me voy, señora, que lo pasen bien—dijo Benina, azoradísima, levantándose.

–Quédese, quédese… ¡Si es groma!».

La Diega la instó también a quedarse, añadiendo que habían comprado un décimo de la Lotería, y ofreciéndole participación.

«Yo no juego—replicó Benina—: no tengo cuartos.

–Yo sí—dijo el marroquí—: dar vos una pieseta.

–Y la señora, ¿por qué no juega?

–Mañana sale. Seremos ricas, ricachonas en efetivo—dijo la Diega—. Yo, si me la saco, San Antonio me oiga, volveré a establecerme en la calle de la Sierpe. Allí te conocí, Almudena. ¿Te acuerdas?

–No mi cuerda, no…

–Vos conocisteis en Mediodía Chica, por la casa de atrás.

–A este le llamaban Muley Abbas.

–Y a ti Cuarto e kilo, por lo chica que eres.

–Poner motes es cosa fea. ¿Verdad, Almudenita? Las personas decentes se llaman por el santo bautismo, con sus nombres de cristiano. Y esta señora, ¿qué gracia tiene?

–Yo me llamo Benina.

–¿Es usted de Toledo, por casualidad?

–No, señora: soy… dos leguas de Guadalajara.

–Yo de Cebolla, en tierra de Talavera… y dime una cosa: ¿por qué esta gorrinaza de Pedrilla te llama a ti Jai? ¿Cuál es tu nombre en tu religión y en tu tierra cochina, con perdón?

–Llamarle mi Jai porque ser morito él—dijo la trágica remedando su habla.

–Nombre mío Mordejai—declaró el ciego—, y ser yo nacido en un puebro mu bunito que llamar allá Ullah de Bergel, terra de Sus… ¡oh! terra divina, bunitamochas arbolas, aceita mocha, miela, frores, támaras, mocha güena».

El recuerdo del país natal le infundió un candoroso entusiasmo, y allí fue el pintarlo y describirlo con hipérboles graciosas, y un colorido poético que con gran entretenimiento y gozo saborearon las tres mujeres. Incitado por ellas, contó algunos pasajes de su vida, toda llena de estupendos casos, peligrosas empresas y fantásticas aventuras. Refirió primero cómo se había fugado del hogar paterno, de edad de quince años, lanzándose a correr mundo, sin que en todo el tiempo transcurrido desde aquel suceso, tuviese noticia alguna de su patria y familia. Mandole su padre a casa de un mercader amigo suyo con este recado: «Dile a Rubén Toledano que te dé doscientos duros que necesito hoy». El tal debía de ser al modo de banquero, y entre ambos señores reinaba sin duda patriarcal confianza; porque el encargo se hizo efectivo sin ninguna dificultad, cogiendo Mordejai los doscientos pesos en cuatro pesados cartuchos de moneda española. Pero en vez de ir con ellos a la casa paterna, tomó el caminito de Fez, ávido de ver mundo, de trabajar por su cuenta, y de ganar mucho dinero para el autor de sus días, no los doscientos duros, sino dos mil o cientos de miles. Comprando dos borricos, se puso a portear mercaderías y pasajeros entre Fez y Mequínez, con buenas ganancias. Pero un día de mucho calor, ¡castigo de Dios! pasó junto a un río y le entraron ganas de darse un baño. En el agua flotaban dos caballos muertos, cosa mala. Al salir del baño le dolían los ojos: a los tres días era ciego.

Como aún tenía dinero, pudo algún tiempo vivir sin implorar la caridad pública, con la tristeza inherente al no ver, y la no menos honda producida por el brusco paso de la vida activa a la sedentaria. El muchacho ágil y fuerte se hizo de la noche a la mañana hombre enclenque y achacoso, y sus ambiciones de comerciante y sus entusiasmos de viajero quedaron reducidos a un continuo meditar sobre lo inseguro de los bienes terrenos, y la infalible justicia con que Dios Nuestro Padre y Juez sienta la mano al pecador. No se atrevía el pobre ciego a pedirle que le devolviese la vista, pues esto no se lo había de conceder. Era castigo, y el Señor no se vuelve atrás cuando pega de firme. Pedíale que le diera dinero abundante para poder vivir con desahogo, y una muquier que le amara; mas nada de esto le fue concedido al pobre Mordejai, que cada día tenía menos dineros, pues estos iban saliendo, sin que entraran otros por ninguna parte, y de muquieres nada. Las que se acercaban a él fingiéndole cariño, no iban a su covacha más que a robarle. Un día estaba el hombre muy molesto por no poder cazar una pulga que atrozmente le picaba, burlándose de él con audacia insolente, cuando… no es broma… se le aparecieron dos ángeles.