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Misericordia

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XXIII

Todo iba bien a la mañana siguiente: Don Frasquito mejorando de hora en hora, y con las entendederas en estado de mediana claridad; Doña Paca contenta; la casa bien provista de vituallas; aquel día y el próximo asegurados, por lo cual la pobre Benina podría descansar de su penosa postulación en San Sebastián. Mas siéndole preciso sostener la comedia de su asistencia en la casa del eclesiástico, salió como todos los días, la cesta al brazo, dispuesta a no perder la mañana y hacer algo útil. Al salir le dijo su ama: «Me parece que tendremos que hacer un obsequio a nuestro D. Romualdo… Conviene demostrar que somos agradecidas y bien educadas. Llévale de mi parte dos botellas de Champagne de buena marca, para que acompañe con ellas el guisado, que le harás hoy, del conejo.

–¿Pero está loca, señora? ¿Sabe lo que cuestan dos botellas de Champaña? Nos empeñaríamos para tres meses. Siempre ha de ser usted lo mismo. Por gustar tanto del quedar bien, se ve ahora tan pobre. Ya le obsequiaremos cuando nos caiga la lotería, pues de hoy no pasa que busque yo quien me ceda una peseta en un décimo de los de a tres.

–Bueno, bueno: anda con Dios».

Y se fue la señora a platicar con Frasquito, que animado y locuaz estaba. Una y otro evocaron recuerdos de la tierra andaluza en que habían nacido, resucitando familias, personas y sucesos; y charla que te charla, Doña Francisca salió por el registro de su sueño, aunque se guardó bien de contárselo al paisano. «Dígame, Ponte: ¿qué ha sido de D. Pedro José García de los Antrines?». Después de un penoso espurgo en los obscuros cartapacios de su memoria, respondió Frasquito que el D. Pedro se había muerto el año de la Revolución.

«Anda, anda; y yo creí que aún vivía. ¿Sabe usted quién heredó sus bienes?

–Pues su hijo Rafael, que no ha querido casarse. Ya va para viejo. Bien podría suceder que se acordara de nosotros, de sus hijos de usted y de mí, pues no tiene parentela más próxima.

–¡Ay! no lo dude usted: se acordará…—manifestó Doña Paca con grande animación en los ojos y en la palabra—. Si no se acordara, sería un puerco… Lo que me decían D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell…

–¿Cuándo?

–Hace… no sé cuánto tiempo. Verdad que ya pasaron a mejor vida. Pero me parece que les estoy viendo… Fueron testamentarios de García de los Antrines, ¿no es cierto?

–Sí, señora. También yo les traté mucho. Eran amigos de mi casa, y les tengo muy presentes en mi memoria… Me parece que les estoy viendo con sus levitas negras de corte antiguo…

–Así, así.

–Sus corbatines de suela, y aquellos sombreros de copa que parecían la torre de Santa María…».

Prosiguió el coloquio con esta vaga fluctuación entre lo real y lo imaginativo; y en tanto, Benina, calle arriba, calle abajo, ya con la mente despejada, tranquilo el espíritu por la posesión de un caudal no inferior a tres duros y medio, pensaba que toda la tracamundana del conjuro de Almudena era simplemente un engaña-bobos. Más probable veía el éxito en la lotería, que no es, por más que digan, obra de la ciega casualidad, pues ¿quién nos dice que no anda por los aires un ángel o demonio invisible que se encarga de sacar la bola del gordo, sabiendo de antemano quién posee el número? Por esto se ven cosas tan raras: verbigracia, que se reparte el premio entre multitud de infelices que se juntaron para tal fin, poniendo este un real, el otro una peseta. Con tales ideas se dio a pensar quién le proporcionaría una participación módica, pues adquirir ella sola un décimo parecíale mucho aventurar. Con la Petra y su compañera Cuarto e kilo, que probaban fortuna en casi todas las extracciones, no quería cuentas, mejor se entendería para este negocio con Pulido, su compañero de mendicidad en la parroquia, del cual se contaba que hacía combinaciones de jugadas lotéricas con el burrero vecino de Obdulia; y para cogerle en su morada antes de que saliese a pedir, apresuró el paso hacia la calle de la Cabeza, y dio fondo en el establecimiento de burras de leche. En los establos de aquellas pacíficas bestias daban albergue a Pulido los honrados lecheros, gente buena y humilde. Una hermana de la burrera vendía décimos por las calles, y un tío del burrero, que tuvo el mismo negocio en la misma calle y casa, años atrás, se había sacado el gordo, retirándose a su pueblo, donde compró tierras. La afición se perpetuó, pues, en el establecimiento, formando hábito vicioso; y a la fecha de esta historia, con lo que los burreros llevaban gastado en quince años de jugadas, habrían podido triplicar el ganado asnal que poseían.

Tuvo Benina la suerte de encontrar a toda la familia reunida, ya de regreso las pollinas de su excursión matinal. Mientras estas devoraban el pienso de salvado, los racionales se entretenían en hacer cálculos de probabilidades, y en aquilatar las razones en que se podía fundar la certidumbre de que saliese premiado al día siguiente el 5.005, del cual poseían un décimo. Pulido, examinando el caso con su poderosa vista interior, que por la ceguera de los ojos corporales prodigiosamente se le aumentaba, remachó el convencimiento de los burreros, y en tono profético les dijo que tan cierto era que saldría premiado el 5.005, como que hay Dios en el Cielo y Diablo en los Infiernos. Inútil es decir que la pretensión de Benina cayó en aquella obcecada familia como una bomba, y que el primer impulso de todos fue negarle en absoluto la participación que solicitaba, pues ello equivalía a regalarle montones de dinero.

Picose la mendiga, diciéndoles que no le faltaban tres pesetas para tirarlas en un decimito, todo para ella, y este golpe de audacia produjo su efecto. Por último, se convino en que, si ella compraba el décimo, ellos le tomarían la mitad, dándole una participación de dos reales en el mágico 5.005, número seguro, tan seguro como estarlo viendo. Así se hizo: salió Benina, y llevó al poco rato un décimo del 4.844, el cual, visto por los otros, y oído cantar por el ciego, produjo en toda la cuadrilla lotérica la mayor confusión y desconcierto, como si por arte misterioso la suerte se hubiera pasado del uno al otro número. Por fin, hiciéronse los tratos y combinaciones a gusto de todos, y el burrero extendió las papeletas de participación, quedándose la anciana con seis reales en el suyo y dos en el otro. Salió Pulido refunfuñando, y se fue a su parroquia de muy mal talante, diciéndose que aquella eclesiástica pocritona había ido a quitarles la suerte; los burreros se despotricaron contra Obdulia, afirmando que no pagaba el pan y compraba tiestos de flores, y que el casero la iba a plantar en la calle; y Benina subió a ver a la niña, a quien encontró en manos de la peinadora, que trataba de arreglarle una bonita cabeza. Aquel día sus suegros le habían mandado albóndigas y sardinas en escabeche; Luquitas había entrado en casa a las seis de la mañana, y aún dormía como un cachorro. Pensaba la niña irse de paseo, ansiosa de ver jardines, arboledas, carruajes, gente elegante, y su peinadora le dijo que se fuera al Retiro, donde vería estas cosas, y todas las fieras del mundo, y además cisnes, que son, una comparanza, gansos de pescuezo largo. Al saber que Frasquito, enfermo, se hallaba recogido en casa de Doña Paca, mostró la niña sincera aflicción, y quiso ir a verle; pero Benina se lo quitó de la cabeza. Más valía que le dejara descansar un par de días, evitándole conversaciones deliriosas, que le trastornaban el seso. Asintiendo a estas discretas razones, Obdulia se despidió de su criada, persistiendo en irse de paseo, y la otra tomó el olivo presurosa hacia la calle de la Ruda, donde quería pagar deudillas de poco dinero. Por el camino pensó que le convendría ceder parte de la excesiva cantidad empleada en lotería, y a este fin hizo propósito de buscar al ciego moro para que jugase una peseta. Más seguro era esto que no la operación de llamar a los espíritus soterranos

Esto pensaba, cuando se encontró de manos a boca con Petra y Diega, que de vender venían, trayendo entre las dos, mano por mano, una cesta con baratijas de mercería ordinaria. Paráronse con ganas de contarle algo estupendo y que sin duda la interesaba: «¿No sabe, maestra? Almudena la anda buscando.

–¿A mí? Pues yo quisiera hablar con él, por ver si quiere tomarme…

–Le tomará a usted medidas. Eso dice…

–¿Qué?

–Que está furioso… Loco perdido. A mí por poco me mata esta mañana de la tirria que me tiene. En fin, el disloque.

–Se muda de Santa Casilda… Se va a las Cambroneras.

–Le ha dado la tarantaina, y baila sobre un pie solo».

Prorrumpieron en desentonadas risas las dos mujerzuelas, y Benina no sabía qué decirles. Entendiendo que el africano estaría enfermo, indicó que pensaba ir a San Sebastián en su busca, a lo que replicaron las otras que no había salido a pedir, y que si quería la maestra encontrarle, buscárale hacia la Arganzuela o hacia la calle del Peñón, pues en tal rumbo le habían visto ellas poco antes. Fue Benina hacia donde se le indicaba, despachados brevemente sus asuntos en la calle de la Ruda; y después de dar vueltas por la Fuentecilla, y subir y bajar repetidas veces la calle del Peñón, vio al marroquí, que salía de casa de un herrero. Llegose a él, le cogió por el brazo y…

«Soltar mí, soltar mí tú…—dijo el ciego estremeciéndose de la cabeza a los pies, cual si recibiese una descarga eléctrica—. Mala tú, gañadora tú… matar yo ti».

Alarmose la pobre mujer, advirtiendo en el rostro de su amigo grandísima turbación: contraía y dilataba los labios con vibraciones convulsivas, desfigurando su habitual expresión fisonómica; manos y piernas temblaban; su voz había enronquecido.

«¿Qué tienes tú, Almudenilla? ¿Qué mosca te ha picado?

–Picar tú mí, mosca mala… Viner migo… Querer yo hablar tigo. Muquier mala ser ti…

 

–Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si parece que estás loco!».

Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conocedor de aquel terreno, guió hacia la fábrica del gas, dejándose llevar por su amiga cogido del brazo. Por angostas veredas pasaron al paseo de las Acacias, sin que la buena mujer pudiera obtener explicaciones claras de los motivos de aquella extraña desazón.

«Sentémonos aquí—dijo Benina al llegar junto a la Fábrica de alquitrán—; estoy cansadita.

–Aquí no… más abaixo…».

Y se precipitaron por un sendero empinadísimo, abierto en el terraplén. Hubieran rodado los dos por la pendiente si Benina no le sostuviera moderando el paso, y asegurándose bien de dónde ponía la planta. Llegaron, por fin, a un sitio más bajo que el paseo, suelo quebrado, lleno de escorias que parecen lavas de un volcán; detrás dejaron casas, cimentadas a mayor altura que las cabezas de ellos; delante tenían techos de viviendas pobres, a nivel más bajo que sus pies. En las revueltas de aquella hondonada se distinguían chozas míseras, y a lo lejos, oprimida entre las moles del Asilo de Santa Cristina y el taller de Sierra Mecánica, la barriada de las Injurias, donde hormiguean familias indigentes.

Sentáronse los dos. Almudena, dando resoplidos, se limpió el copioso sudor de su frente. Benina no le quitaba los ojos, atenta a sus movimientos, pues no las tenía todas consigo, viéndose sola con el enojado marroquí en lugar tan solitario. «A ver… amos… a ver por qué soy tan mala y tan engañadora. ¿Por qué?

Poique ti n'gañar mí. Yo quiriendo ti, tú quirier otro… Sí, sí… Señor bunito, cabaiero galán… ti queriendo él… Enfermo él casa Comadreja… tú llevar casa tuya él… quirido tuyo… quirido… rico él, señorito él…

–¿Quién te ha contado esas papas, Almudena?—dijo la buena mujer echándose a reír con toda su alma.

–No negar tú cosa… Tu n'fadar mí; riyendo tú mí…».

Al expresarse de este modo, poseído de súbito furor, se puso en pie, y antes de que Benina pudiera darse cuenta del peligro que la amenazaba, descargó sobre ella el palo con toda su fuerza. Gracias que pudo la infeliz salvar la cabeza apartándola vivamente; pero la paletilla, no. Quiso ella arrebatarle el palo; pero antes de que lo intentara recibió otro estacazo en el hombro, y un tercero en la cadera… La mejor defensa era la fuga. En un abrir y cerrar de ojos, se puso la anciana a diez pasos del ciego. Este trató de seguirla; ella le buscaba las vueltas; se ponía en lugar seguro, y él descargaba sus furibundos garrotazos en el aire y en el suelo. En una de estas cayó boca abajo, y allí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras la señora de sus pensamientos le decía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo, verás… ¡tontaina, borricote!…».

XXIV

Después de revolcarse en el suelo con epiléptica contracción de brazos y piernas, y de golpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzando exclamaciones guturales en lengua arábiga, que Benina no entendía, rompió a llorar como un niño, sentado ya a estilo moro, y continuando en la tarea de aporrearse la frente y de clavar los dedos convulsos en su rostro. Lloraba con amargo desconsuelo, y las lágrimas calmaron sin duda, su loca furia. Acercose Benina un poquito, y vio su rostro inundado de llanto que le humedecía la barba. Sus ojos eran fuentes por donde su alma se descargaba del raudal de una pena infinita.

Pausa larga. Almudena, con voz quejumbrosa de chiquillo castigado, llamó cariñosamente a su amiga.

«Nina… amri… ¿Estar aquí ti?

–Sí, hijo mío, aquí estoy viéndote llorar como San Pedro después que hizo la canallada de negar a Cristo. ¿Te arrepientes de lo que has hecho?

–Sí, sí… amri… ¡Haber pegado ti!… ¿Doler ti mocha?

–¡Ya lo creo que me escuece!

–Yo malo… yorando mí días mochas, poique pegar ti… Amri, perdoñar tú mí…

–Sí… perdonado… Pero no me fío.

–Tomar tú palo—le dijo alargándoselo—Venir qui… cabe mí. Coger palo y dar mí fuerte, hasta que matar tú mí.

–No me fío, no.

–Tomar tú este cochilo—añadió el africano sacando del bolso interior del chaquetón una herramienta cortante—. Mercarlo yo pa pegar ti… Matar tú mí con él, quitar vida mí. Mordejai no quierer vida… muerte sí, muerte…».

Como quien no hace nada, Benina se apoderó de las dos armas, palo y cuchillo, y arrimándose ya sin temor alguno al desdichado ciego, le puso la mano en el hombro. «Me has partido algún hueso, porque me duele mocha—le dijo—. A ver dónde me curo yo ahora… No, hueso roto no hay; pero me has levantado unos morcillones como mi cabeza, y el árnica que gaste yo esta tarde tú me la tienes que abonar.

–Dar yo ti… vida… Perdoñar mí… Yorar yo meses mochas, si tú no perdoñando mí… Estar loco… yo quierer ti… Si tú no quierer mí, Almudena matar si él sigo.

–Bueno va. Pero tú has tomado algún maleficio. ¡Vaya, que salir ahora con ese cuento de enamorarte de mí! ¿Pero tú no sabes que soy una vieja, y que si me vieras te caerías para atrás del miedo que te daba?

–No ser vieja tú… Yo quiriendo ti.

–Tú quieres a Petra.

–No… B'rracha… fea, mala… Tú ser muquier una sola… No haber otra mí».

Sin dar tregua a su intensa aflicción, cortando las palabras con los hondos suspiros y el continuo sollozar, torpe de lengua hasta lo sumo, declaró Almudena lo que sentía, y en verdad que si pudo entender Benina lenguaje tan extraño, no fue por el valor y sentido de los conceptos, sino por la fuerza de la verdad que el marroquí ponía en sus extrañísimas modulaciones, aullidos, desesperados gritos, y sofocados murmullos. Díjole que desde que el Rey Samdai le señaló la mujer única, para que le siguiera y de ella se apoderara, anduvo corriendo por toda la tierra. Más él caminaba, más delante iba la mujer, sin poder alcanzarla nunca. Andando el tiempo, creyó que la fugitiva era Nicolasa, que con él vivió tres años en vida errante. Pero no era; pronto vio que no era. La suya delante, siempre delante, entapujadita y sin dejarse ver la cara… Claro, que él veía la figura con los ojos del alma… Pues bueno: cuando conoció a Benina, una mañana que por primera vez se presentó ella en San Sebastián, llevada por Eliseo, el corazón, queriendo salírsele del pecho, le dijo: «Esta es, esta sola, y no hay otra». Más hablaba con ella, más se convencía de que era la suya; pero quería dejar pasar tiempo, y priebarlo mejor. Por fin llegó la certidumbre, y él esperando, esperando una ocasión de decírselo a ella… Así, cuando le contaron que Benina quería al galán bunito, y que se lo había llevado a su casa nada menos que en coche, le entró tal desconsuelo, seguido de tan espantosa furia, que el hombre no sabía si matarse o matarla… Lo mejor sería consumar a un tiempo las dos muertes, después de haber despachado para el otro mundo a media humanidad, repartiendo golpes a diestro y siniestro.

Oyó Benina con interés y piedad este relato, que aquí se da, para no cansar, reducido a mínimas proporciones; y como era mujer de buen sentido, no incurrió en la ligereza de engreírse con aquella pasión africana, ni tampoco hizo chacota de ella, como natural parecía, considerando su edad y las condiciones físicas del desdichado ciego. Manteniéndose en un justo medio de discreción, miraba sólo el fin inmediato de que su amigo se tranquilizara, apartando de su mente las ideas de muerte y exterminio. Explicole lo del galán bunito, procurando convencerle de que sólo un sentimiento de caridad habíala movido a llevarle a la casa de su señora, sin que mediase en ello el amor, ni cosa tocante a las relaciones de hombre y mujer. No se daba por convencido Mordejai, que planteó por fin la cuestión en términos que justificaban la veracidad y firmeza de su afecto, a saber: para que él creyese lo que Benina acababa de decirle, convenía que se lo demostrara con hechos, no con palabras, que el viento se lleva. ¿Y cómo se lo demostraría con hechos, de modo que él quedase plenamente satisfecho y convencido? Pues de un modo muy sencillo: dejando todo, su señora, casa suya, galán bunito; yéndose a vivir con Almudena, y quedando unidos ya los dos para toda la vida.

No respondió la anciana con negación rotunda por no excitarle más, y se limitó a presentarle los inconvenientes del abandono brusco de su señora, que se moriría si de ella se separase. Pero a todas estas razones oponía el marroquí, otras fortalecidas en el fuero y leyes de amor, que a todo se sobreponen. «Si tú quierer mí, amri, mí casar tigo».

Al hacer la oferta de su blanca mano, acompañándola de un suspirar tierno y de remilgos de vergüenza, con sus enormes labios que se dilataban hasta las orejas o se contraían formando un hocico monstruoso, Benina no pudo evitar una risilla de burla. Pero conteniéndose al instante, acudió a la respuesta con este discretísimo argumento:

«Hijo, así te llamo porque pudieras serlo… agradezco tu fineza; pero repara que he cumplido los sesenta años.

Cumplir no cumplir sisenta, milienta, yo quierer ti.

–Soy una vieja, que no sirve para nada.

Sirvi, amri; yo quierer ti… tú mais que la luz bunita; moza tú.

–¡Qué desatino!

–Casar migo tigo, y dirnos migo con tú a terra mía, terra de Sus. Mi padre Saúl, rico él; mis germanos, ricos ellos; mi madre Rimna, rica bunita ella… quierer ti, dicir hija ti… Verás terra mía: aceita mocha, laranjas mochascarnieras mochas padre mío… mochas arbolas cabe el río; casa grande… noria d'agua fresca… bunito; ni frío ni calora».

Aunque la pintura de tanta felicidad influía levemente en su ánimo, no se dejaba seducir Benina, y como persona práctica vio los inconvenientes de una traslación repentina a países tan distantes, donde se encontraría entre gentes desconocidas, que hablaban una lengua de todos los demonios, y que seguramente se diferenciarían de ella por las costumbres, por la religión y hasta por el vestido, pues allá, de fijo andaban con taparrabo… ¡Bonita estaría ella con taparrabo! ¡Vaya, que se le ocurrían unas cosas al buen Mordejai! Mostrándose afectuosa y agradecida, le argumentó con los inconvenientes de la precipitación en cosa tan grave como es el casarse de buenas a primeras, y correrse de un brinco nada menos que al África, que es, como quien dice, donde empiezan los Pirineos. No, no: había que pensarlo despacio, y tomarse tiempo para no salir con una patochada. Mucho más práctico, según ella, era dejar todo ese lío del casamiento y del viaje de novios para más adelante, ocupándose por el pronto en realizar, con todos los requisitos que aseguraran el éxito, el conjuro del rey Samdai. Si la cosa resultaba, como Almudena le aseguró, y venían a poder de ella las banastas de piedras preciosas, que tan fácilmente se convertirían en billetes de Banco, ya tenían todas las cuestiones resueltas, y lo demás prontamente se allanaría. El dinero es el arreglador infalible de cuantas dificultades hay en el mundo. Total: que ella se comprometía a cuanto él quisiera, y desde luego empeñaba su palabra de casorio y de seguirle hasta el fin del mundo, siempre y cuando el rey Samdai concediese lo que con todas las reglas, ceremonias y rezos benditos se le había de pedir.

Quedose meditabundo el africano al oír esto, y después se dio golpetazos en la frente, como hombre que experimenta gran confusión y desconsuelo. «Perdoñar mí tú… Olvidar mí dicer ti cosa.

–¿Qué? ¿Vas a salir ahora con inconvenientes? ¿Es que la operación no vale porque faltaría algún requisito?

–Olvidar mí requesito… No valer, poique ser tú muquier.

–¡Condenado!—exclamó Benina sin poder contener su enojo—, ¿por qué no empezaste por ahí? Pues si el primer requesito es ser hombre… ¡a ver!

Perdoñar mí… Olvidar cosa migo.

–Tú no tienes la cabeza buena. ¡Vaya una plancha! Pero ¡ay! la culpa es mía, por haberme creído las paparruchas que inventan en tu tierra maldecida, y en esa tu religión de los demonios coronados. No, no lo creí… Era que la pobreza me cegaba… Y no lo creo, no. Perdóneme Dios el mal pensamiento de llamar al diablo con todos esos arrumacos; perdóneme también la Virgen Santísima.

–Si no valer eso poique ser tú muquier…—replicó Almudena vergonzoso—, saber mí otra cosa… que si jacer tú, coger has tú tuda la diniera que tú querier.

 

–No, no me engañas otra vez. ¡Buen pájaro estás tú!… Ya no creo nada de lo que me digas.

–Por la bendita luz, verdad ser… Rayo del cielo matar mí, si n'gañar ti… ¡Coger diniero, mocha diniero!

–¿Cuándo?

–Cuando quiriendo tú.

–A ver… Aunque no he de creerlo, dímelo pronto.

–Yo dar ti p'peleto

–¿Un papelito?

–Sí… Poner tú punta lluengua

–¿En la punta de la lengua?

–Sí: entrar con ello Banco, p'peleto en llengua, y naide ver ti. Poder coger diniero tuda… No ver ti naide.

–Pero eso es robar, Almudena.

Naide ver, naide a ti dicir naida.

–Quita, quita… Yo no tengo esas mañas. Robar, no. ¿Que no me ven? Pero Dios me verá».