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La de Bringas

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XX

Pasado el breve estupor que tan insólitos ruidos le produjeron, Rosalía corrió hacia Gasparini, y allí, ¡Santo Dios!, vio un espectáculo incomprensible. Bringas estaba en medio de la habitación, el rostro descompuesto, de una palidez aterradora, las manos crispadas, los ojos muy abiertos, muy abiertos… Un mueblecillo, que al lado de la mesa tenía con el cacharro de goma laca y la lamparilla de alcohol para calentarla, había caído empujado por el artista cuando este se levantó atropelladamente de su sillón. El espíritu derramado ardía sobre la alfombra con vagorosa llama. Cándida se ocupaba con presteza en apagarlo, pisándolo, para lo cual tuvo que alzarse las faldas hasta muy cerca de la rodilla. Daba saltos y acudía con el peso de su pie a donde la llama era más viva; mas como también corría por el suelo la goma laca líquida y caliente, que es sustancia muy pegajosa, las suelas del calzado de la respetable señora se adherían tan fuertemente al piso, que no podía, sin un mediano esfuerzo, levantarlas.

Rosalía fue derecha a su marido, el cual, sintiéndola cerca, se agarró a ella con ansiedad convulsiva, y volviendo a todos lados sus ojos, parecía buscar algo que se le escapaba. Su rostro expresaba terror tan vivo, que su mujer no recordaba haber visto en él nada semejante.

«¿Qué?…»—fue lo único que ella, en su consternación, pudo decir.

Bringas se frotó los ojos, los volvió a abrir, y moviendo mucho los párpados, como los poetas cuando leen sus versos, exclamó con acento que desgarraba:

«¡No veo!… ¡No veo!».

Rosalía no pudo añadir nada; tal era su espanto. La de García Grande, que había logrado dominar el fuego, aunque no evitar completamente la adherencia de sus botas al piso, acudió al lastimoso grupo…

«Eso no será nada»—dijo observando aquel extraño mirar de D. Francisco.

–¿En dónde está la ventana, la ventana?…—gimió el infeliz en la mayor desesperación.

–Ahí, ahí, ¿no la ves?…—gritó Rosalía, volviéndole hacia la luz.

–No, no la veo, no te veo, no veo nada… Oscuridad completa, absoluta… Todo negro…

–¡Ay!, ese maldito trabajo… Bien te lo dije, bien te lo decían todos… Pero eso pasará…

Rosalía estaba más muerta que viva… No le ocurría nada. La pena la ahogaba. Cándida, procediendo con más calma, empezó a tomar disposiciones.

«Sentémosle en el sofá… Ahora convendría llamar al médico».

Le acercaron al sofá, y en él se desplomó el enfermo con desesperación, como si se dejara caer en su ataúd. Palpaba los objetos, palpaba a su mujer, que ni un punto se separó de él.

«Bien te lo decíamos—repitió, ahogándose en lágrimas y disimulando el desentono de la voz—. Esa condenada obra de pelo… trabajando todo el día… Si notabas cansancio de la vista, ¿para qué seguir?».

–Mis hijos, ¿dónde están?—murmuró Bringas.

Junto a la puerta estaban Isabelita y Alfonsín, aterrados, mudos, sin atreverse a dar un paso: el pequeño con el pan de la merienda en la mano, masticándolo lentamente; la niña seria, con las manos a la espalda, mirando el triste grupo de sus padres consternados. Rosalía les mandó acercarse. Bringas les palpó, dioles mil besos, lamentándose de no poderles ver, y augurando que ya no les vería nunca. Más lágrimas derramó el pobrecito en aquel cuarto de hora que en toda su vida anterior, y la Pipaón, considerando aquella súbita desgracia que Dios le enviaba, la conceptuó castigo de las faltas que había cometido. Fue preciso al fin sacar de allí a los pequeñuelos. Prudencia se encargó de retenerles en la Furriela y de no dejarles pasar. Inspiraba cuidado Isabelita por el temor de que la fuerte impresión recibida le produjese un trastorno espasmódico más grave que los anteriores. Entre tanto, la señora de García Grande, más obsequiosa y servicial con los amigos en las ocasiones críticas, se desvivía por ser útil.

«Yo misma iré en busca del médico. Verán ustedes cómo nos dice que esto no es nada. Yo tuve una cosa semejante cuando aprendí el punto de Flandes. Sentí de repente una perturbación rarísima en la vista; luego empecé a ver los objetos partidos por la mitad. Todo paró en un fuerte dolor de cabeza. Jaqueca oftálmica llaman a eso. Recuerdo haber oído decir a mi médico que en algunos casos se pierde completamente la vista por unas horas, por un día… Serénese usted, mi amigo D. Francisco, y tómese un vasito de agua con un poco de vino. Pronto vuelvo.

Salió diligente, con ganas sinceras de servir, y no hallando al médico que vivía en la casa, fue a buscar al de guardia. Mientras estuvieron solos, Bringas y su mujer apenas hablaron. Ella no cesaba de mirarle, con la esperanza de que, cuando menos se pensase, recobraran aquellos ojos atónitos el don preciosísimo para que fueron criados; él empezaba a ejercitar el sentido peculiar de los ciegos, el tacto, y la veía con las manos, ya estrechando las de ella, ya palpándola cariñosa y detenidamente. Alguna palabra suelta, suspiros y lamentaciones del pobre enfermo, eran la única expresión verbal de aquella triste escena, más elocuente cuanto más callada.

El médico vino al fin. Cándida, no quiso dejarle de la mano hasta entrar con él en la casa. Era un viejo afable, de la escuela antigua, excelente diagnosticador, tímido para prescribir, y según se decía, poco afortunado. Enterándose de los antecedentes del caso, calificó el mal de congestión retiniana.

«De la retina—apoyó Cándida—. Eso pasa. Pronto recobrará la vista; pero ese trabajo de los pelos, amiguito, delo usted por terminado».

–Si yo lo decía, si yo lo anunciaba—exclamó briosamente la Bringas, reanimada con las esperanzas que daba el médico—. ¿Y ahora…?

El doctor prescribió reposo absoluto, dieta, y para el día próximo un derivativo. Ordenó también un vendaje negro, un calmante ligero para en caso de insomnio, y ofreció venir temprano a la mañana siguiente para examinar con detención los ojos del enfermo. Era ya tarde, y la última luz solar se retiraba lúgubremente de la habitación. Cuando el bondadoso anciano se retiró, Bringas y su mujer estaban más animados.

«Nada, hijos míos, no hay que apurarse—les dijo Cándida, cuya útil oficiosidad a entrambos servía de gran consuelo—. Ahora acostarse… y dormir si se puede. Nada de miedo, ni de pensar en lo que no ha de ser. Serenidad y un poquito de paciencia. Es cuestión de horas o de un par de días todo lo más. Yo me encargo de traer las medicinas y cuanto haga falta. Les acompañaré también toda la noche, si fuere preciso…».

Cuando la servicial señora volvió de la botica, ya Rosalía había acostado a su marido, después de vendarle con un gran pedazo de tafetán negro. Como todo ciego incipiente, Bringas afectaba no necesitar de extraña ayuda para desnudarse, y conociendo la tribulación de su mujer, tenía el heroísmo de reanimarla con expresiones cariñosas, como si él fuera el sano y ella la enferma.

«Probablemente esto pasará… Pero es cargante. Ni en broma me gusta esto de no ver. Tranquilízate, que yo lo llevaré con paciencia, y casi casi principio ya a acostumbrarme… Me alegraré mucho de no tener que llamar a un oculista, pues estos, aunque curen, siempre cuestan un ojo de la cara».

Pasó la noche sin suceso alguno notable; Bringas harto inquieto, con agudísimo dolor cefalálgico y en los ojos, Rosalía en vela, compartiendo su cuidado y vigilancia entre el marido ciego y la niña epiléptica, que fue acometida de pesadillas más alarmantes que las de ordinario, pues las escenas de aquella tarde la excitaron vivísimamente. Por dicha de todos, Candidita acompañó a su atribulada amiga la noche entera, consolándola con su sola presencia y prestándole auxilios muy eficaces. Era muy propia para casos tales y sabía mil cosillas útiles de medicina doméstica. A lo más difícil encontraba pronta solución; jamás se acobardaba, ni sus baqueteados huesos conocían el cansancio.

Al alba poco más o menos, Rosalía, vencida del sueño, se adormeció en un sillón frente al lecho conyugal donde el bueno de Thiers reposaba, aletargado ya; y lo mismo fue caer la señora en aquella modorra que empezará ver al Torres y su barba y nariz famosas. También se ofreció a su vista la suma, que corría pieza tras pieza, desarrollando sus unidades en dilatado espacio, y vio la apremiante hora de aquel día, que despuntaba amenazador… Recobrose la infeliz súbitamente abriendo los ojos. Creyó haber oído un ¡ay! de Bringas; pero debió de ser ilusión suya, pues el santo varón parecía muy tranquilo, y su mesurado aliento indicaba que al fin se había dormido de veras.

«¡Torres… el dinero!—pensó Rosalía sacudiendo la cabeza para ahuyentar aquella idea, como si esta fuera un moscón que se le posara en la frente—. ¡Y en qué circunstancias, Dios mío!…».

XXI

Pero casi al mismo tiempo que tal decía vínole rápidamente al pensamiento, como esos rayos celestes de que nos habla el misticismo, una idea salvadora, una solución fácil, eficacísima, derivada ¡oh rarezas de la vida!, de la misma situación aflictiva en que la familia se encontraba. ¡Qué cosas hace Dios! Él se sabrá por qué las hace.

Levantose del sillón quedamente y con mucha pausa para no despertar al enfermo. Ya sabía lo que tenía que hacer. La cosa era clara y fácil. Lo que no pudo hacerse el día anterior, se haría en aquel tan funesto. Había pensado ella varias veces en los candelabros de plata, pero ¿cómo empeñarlos sin que D. Francisco, hombre de tan buen ojo, se enterase?… ¡Ya podía ser, ya podía ser!… Ella tendría buen cuidado de reponerlos en su sitio, juntando muy pronto el dinero preciso para el desempeño, y así su marido no se percataría de nada cuando recobrase la vista. ¡Pluguiera a Dios y a Santa Lucía que esto fuera pronto! No siendo quizás bastante el producto de los candelabros para allegar la cantidad que necesitaba, pues además del dinero de Torres, le hacía falta el del segundo plazo de Sobrino Hermanos, dispuso unir a las mencionadas piezas de plata los tornillos de brillantes que en las orejas llevaba, donativo de Agustín Caballero. Bringas no podía notar la falta, y si por acaso la notaba al pasarle la mano por la cara, ella le diría cualquier cosa, le diría que…

 

Que se los había quitado en señal de duelo.

Doña Cándida le venía como de molde para la operación de crédito que proyectaba. Encontrola en el comedor, tan campante, tan despabilada, tan despierta como si no hubiera pasado una mala noche. Al punto sacó Rosalía el chocolate, para que su amiga se hiciese a su gusto el que había de tomar. Mientras la respetable señora se ocupaba de esto con la prolijidad que siempre ponía en tan grata operación, su amiga le participó sus proyectos. Oyéronse durante un ratito cuchicheos íntimos, y viose la cabeza de Cándida haciendo movimientos afirmativos, bastantes a dar seguridad a la misma duda.

«Antes de las doce estará todo hecho. Tranquilícese usted… Para estas cosas me valgo yo de un amigo que es un lince… Sigilo, actividad, entendimiento, todo lo tiene; y despacha estos encargos en un decir Jesús».

Hay motivos para creer que ya por aquella época, la segunda etapa de su decadencia, principiaba Cándida a visitar en persona el Monte de Piedad y las casas de préstamos, bien para asuntos de su propia conveniencia, bien para prestar un delicado servicio a cualquier amiga de mucha confianza. A esto llamaba Máximo Manso la segunda manera de doña Cándida, y debo hacer constar que aún hubo una tercera manera mucho más lastimosa.

Todo se arregló, pues, aquella mañana tan fácil y prontamente como la de García Grande había dicho, pues no eran las once y media cuando ya estaba ella de vuelta con el dinero. Tomolo Rosalía con ansia y se alegró de poseer lo bastante para cumplir con Torres y con Sobrino, conservando un resto para atencioncillas de poco más o menos.

«No sé cómo agradecerle a usted…—dijo con vehemencia a su insigne amiga, estrechándole las manos—. Pronto volverá todo a casa, pues no me gusta que mis alhajas hagan estas excursiones; y sólo por una gran necesidad…».

No se sabe como rodó la conversación hacia un cierto apurillo que había, por la mucha calma de un pícaro administrador… Cuestión de dos o tres días… ¿Cómo negar este favor a quien se había portado tan bien? Rosalía creyó que se arrancaba un pedazo de sus entrañas cuando se le fueron de entre las manos aquellos diez duros con que apagó la sed metálica de su amiga. Pero no había más remedio. Muy gozosa pasó doña Cándida a ver a Bringas, el cual dijo que se sentía mejor, aunque muy débil de la cabeza. El médico le había examinado por la mañana y su pronóstico fue bastante favorable. Recobraría pronto la vista… y… Aun creía ver algo cuando se apartaba la venda… Lo que hacía falta era mucho reposo, paciencia y tomar con método y puntualidad las medicinas prescritas.

«¿Quién ha entrado?»—preguntó Bringas vivamente.

–Me parece que es el Sr. de Torres—replicó Cándida—, que ha venido a preguntar por usted.

–Tengo la cabeza tan débil, y al mismo tiempo tan trastornada, que me pareció oír contar dinero… Aunque no quiera, y aunque el médico me ordeno que no me ocupe de nada, no puedo menos de prestar atención a todo lo que pasa en la casa. No lo puedo remediar. Tengo el oído siempre alerta, y hasta cuando me duermo paréceme que no se me escapa ningún rumor.

Díjole ella cuerdamente que todo cerebro enfermo pide inacción; que le convenía entregar sus sentidos a la indiferencia y al descanso; que mientras estuviese en la cama no se le había de dar conversación, y que ni aun sus hijos debieran entrar en la alcoba. Con esto se manifestó él conforme, dando un gran suspiro, y sostuvo que para lo que necesitaba más paciencia y fuerza de voluntad era para reprimir su afán de enterarse de todo y de dar órdenes.

Mientras esto se hablaba en la oscura alcoba, Rosalía cuchicheaba con Torres en la Saleta. Por grandes que fueron las precauciones tomadas para no hacer ruido de dinero al contar veinte duros en plata, algún leve tin tin hubo de vibrar en la habitación y extenderse por la casa en ondas tenues hasta llegar al sutil oído de Bringas. Torres, muy afectado por la dolencia de su amigo, expresó la esperanza de que no fuera cosa grave… El tenedor de libros de Mompous había tenido un ataque semejante, a la vista. «Nada; que estando un día escribiendo, se quedó ciego… Creyeron al principio que era gota serena; pero con diez días de venda y algunas medicinas se puso bueno, aunque siempre delicado. En los baños de Quinto se acabó de curar…». Despidiose el susodicho tan contento por llevarse su dinero como afligido por el percance de D. Francisco.

A Isabelita, que estaba triste, afectada y sin ganas de comer, la mandaron a casa de Cándida para que pasara allí todo el día jugando con Irene y otras niñas de la vecindad. Alfonsín fue al colegio, y Paquito, a quien la enfermedad de su papá tenía muy melancólico, no salió de la casa ni quiso probar bocado en el almuerzo. Cándida fue la única persona que allí mostró un regular apetito.

«Es preciso alimentarse, aunque sea haciendo un esfuerzo—decía a la de Bringas—. No se deje usted ir así. Hay que tomar fuerzas para poder velar y trabajar y atender a todo… Yo tampoco tengo ganas; pero me domino, hija, y como por obligación, porque es preciso».

Poco después recibió nuestra amiga una esquelita de Milagros en que le decía que todo se había arreglado al fin satisfactoriamente, y que la esperaba por la noche. La carta respiraba alegría y satisfacción.

«Esta pobre Milagros no sabe lo que nos pasa…—dijo Rosalía rompiendo la carta—. La pobre me suplica que no falte esta noche. Hijo, vete un momento allá y dale cuenta de esta desgracia… Mira, al regreso te pasas por casa de Pez y enteras también a Carolina… ¡Ah!, ella tiene la culpa, con sus obras de pelo. ¡Qué esperpento de mujer!…».

La modista fue aquel día; pero la señora la despidió diciéndole que no estaba la Magdalena para tafetanes; que volviera la próxima semana. Por la tarde fue también Milagros, que sentía mucho no haber sabido antes el suceso para ir volando a consolar a su amiga. Su pena sincera no era parte a ocultar la satisfacción que la embargaba por el feliz arreglo de su conflicto metálico en aquel día crítico. Cómo y de qué manera se había hecho el arreglo, ya lo diría más adelante, pues no era ocasión de importunarla con cosas que no le importaban… «¿Y el médico qué dice?». La excelente señora esperaba que la ceguera fuese una desazón de pocos días. Pediría a Dios que curase a aquel hombre tan bueno, a aquel modelo de los padres de familia… «¡Cuánto siento que no pueda usted venir esta noche a mi casa!… De seguro estará la reunión muy brillante, y en cuanto al buffet será de lo más espléndido… Ya, ya le contaré a usted cómo… Hay para rato».

Despidiéndose junto a la puerta, no pudo reprimir algunos desahogos muy espontáneos de su pasión dominante. Como quien dice un secreto de importancia, declaró a su amiga que se pondría aquella noche el vestido de muselina blanca con viso de foulard, color lila, al cual había hecho poner un entredós y casaca Watteau… A última hora se había podido arreglar una camiseta como la que le mandaron de París a la de San Salomó… Pensaba peinarse con el cabello levantado, ondulado, gran trenza alrededor de la cabeza y largos bucles por detrás… «En fin, no está usted de humor para oír tanta tontería… Adiós, adiós… Mañana vendré a saber como sigue nuestro D. Francisco y a contar, a contar…».

Bringas, que de todo se enteraba, dijo a su esposa:

«Ya oí tus secreteos con la Tellería en la puerta. ¿Y qué tal? ¿Ha caído algún bobo?… ¡Pobre mujer! De veras te digo que más vale comer en paz un pedazo de pan con cebolla, que vivir como esa gente, entre grandezas revestidas de agonía… ¡Y esta noche gran jaleo!… Te juro que les tengo lástima».

XXII

Animábase mucho, porque cuando se alzaba un poquito la venda, contraviniendo las órdenes del médico, percibía la luz, aunque con impresión turbada y dolorosa. Como quiera que fuese, tenía el convencimiento de que el órgano no estaba perdido y de que más tarde o temprano recobraría el uso de aquella función preciosísima. El cosquilleo le molestaba mucho y también la visión calenturienta de millares de puntos luminosos o de tenues rayos metálicos, movibles, fugaces, imágenes de los malditos y nunca bien execrados pelos que conservaba la enferma retina. Con todo, llevaba mi hombre su mal resignadamente, y lo que pedía por Dios era que le sacaran del lecho; pues era para él grandísimo suplicio estar tendido boca arriba, revuelto entre las sábanas ardientes. Permitiole el médico levantarse de la cama a los tres días, mas con orden terminante de no moverse de un sillón y estarse quieto y mudo, indiferente a todo y sin recibir visitas ni ocuparse de cosa alguna, siempre vendado rigurosamente. Levantose, y le instalaron en Gasparini, en cómodo sillón con almohadas. No se permitía que nadie entrara a darle conversación, ni se le obedecía cuando suplicaba a Paquito por las noches que le leyese algún diario. Respecto a su apartamiento de los asuntos domésticos, poco pudo lograr Rosalía, pues aunque él se preciaba de dejar al cuidado de ella todas las cosas, no podía contener su anhelo de autoridad, de aquella autoridad tan bien ejercida durante largos años; y a cada momento se acordaba del buen uso que había hecho de sus funciones.

–Rosalía…

–¿Qué quieres, hijito?

–¿Qué principio has puesto hoy?

–¿Para qué te ocupas…?

–Me ha olido a estofado de vaca… No me lo niegues… Ahora, más que nunca, hay que apelar a las tortillas de patatas, a las alcachofas rellenas, a la longaniza, y si me apuras, a asadura de carnero, sin olvidar las carrilladas. Si te fías de Cándida y le encargas la compra, pronto nos dejará por puertas. Ya sabes que esa señora derrochó dos fortunas en comistrajos… Di una cosa: ayer pusiste para almorzar merluza frita.

–Es que creí que el médico te mandaría tomarla. Por eso se trajo. Después resultó que no.

–Oye una cosa… ¿Dónde está ahora Cándida?

–Está en la Furriela. No temas que te oiga.

–¿Por qué no haces, con buen modo, que se vaya a comer a su casa? No me gustan convidados perpetuos. Un día, dos, pase…

–Pero hombre… ¡Si supieras cuánto me ha ayudado la pobre…! Mañana veremos. No puedo decirle de buenas a primeras que se vaya…

–¿Qué te ha traído Prudencia de la plaza de la Cebada?

–Las tres arrobas de patatas.

–¿A cómo?

–A seis reales.

–Mira, hijita, no olvides de apuntar todo, para que cuando yo esté bueno, pueda seguir llevando la cuenta del mes. ¿Has traído aceite? No traigas vino, pues ya sabes que yo no lo gasto por ahora. El médico me dice que tome un dedito de Jerez; pero no lo compres. Si doña Tula te manda las dos botellas que te prometió, lo tomaré; si no, no. Si Candidita sigue viniendo por las mañanas y es forzoso darle la jicarita de chocolate… ¿Me podrá oír?

–No, no hay nadie.

–Pues digo que traigas para ella del de a cuatro reales, que sin duda le sabrá a gloria: yo dudo que en su casa cate ella otra cosa que el de tres… Estoy pensando en el regalo que tenemos que hacer al médico, y en eso se nos van a ir todos nuestros ahorros. Y gracias que no me traiga acá un oculista, que si lo llega a traer, apaga y vámonos. Dios querrá no sea preciso… Ayer habló de tomar baños. Tiemblo de pensarlo. Esto de los baños es una monserga que los médicos han inventado ahora para acabar de exprimir el jugo a los pobres enfermos. En mi tiempo no había tales baños, y por eso no había más enfermedades. Al contrario, creo que moría menos gente. Si habla de baños, te lo recomiendo, hija, ponle mala cara, como se la pongo yo.

Lo más singular era que ni en aquel estado mísero hubo de abandonar mi buen Thiers la contabilidad de su casa. Mientras estuvo en el lecho, dio a su mujer las llaves de la gaveta donde tenía el dinero; pero desde que se levantó quiso empuñar de nuevo las riendas del gobierno y ejercer aquella soberana función, que es el atributo más claro de la autoridad doméstica. No acobardado por su ceguera y sobreponiendo su activo espíritu a la dolencia corporal, levantábase de su asiento, acercábase a la mesa, palpaba los muebles para no tropezar, y abría la gaveta para sacar el cajoncito donde estaba el dinero. Había adquirido ya su tacto, en tan corto período educativo, la finura que poseen en el suyo los privados de la vista, y conocía las monedas sólo con sopesarlas y sobarlas un poco. Con la arqueta sobre las rodillas, iba sacando y contando hasta poner la regateada cantidad en las manos de su mujer. Esta hacía alguna observación tímida: «Ya ves, hijito, el gasto es mayor en estos días».

 

–Pues que no lo sea. Arréglate… ¡Ah! Hoy es sábado: los veinticuatro reales del carbonero… En cuanto al maestro de baile, si insiste en subir más cubas, que yo no pago más que lo de costumbre; lo demás es por su cuenta. No me pongas más caldo de gallina, a no ser que el cocinero jefe te mande alguna. Suprimido el cuarto de gallina o el medio pollo. Felizmente me he acostumbrado a no ser hombre de melindres. El caldo del cocido con su buen hueso y tuétano vale más que nada.

Rosalía, por no contrariarle, a todo decía amén. Después de sacar el dinero del gasto cuotidiano, quedábase Bringas un rato con la arqueta sobre las rodillas; y levantando un falso fondo que el mueblecillo tenía, sacaba una vieja y sobada cartera, entre cuyos dobleces iban apareciendo algunos billetes del Banco. Con exquisito tacto los repasaba, los desdoblaba, los volvía a doblar cuidadosamente, diciendo: «Este es el de quinientos, éstos dos de cuatro mil… etcétera». Conocíalos por el orden en que estaban colocados… Luego ponía todo en su sitio con respetuosa pausa, guardaba el arca, y echando la llave, depositaba esta en el bolsillo izquierdo de su chaleco. La señora le guiaba hasta volverle a poner en el sillón. Esto se hacía siempre a puerta cerrada; pues antes de escudriñar su tesoro mandaba a Rosalía que echase el pasador a la puerta para que no entrara nadie.

Una semana trascurrió desde el día de San Antonio, tristísima fecha en la casa, sin que el enfermo adelantara gran cosa. No estaba mejor, bien es verdad que tampoco había empeorado, lo cual al fin y al cabo, siempre es un consuelo. No había duda alguna de que las funciones ópticas se conservaban intactas, es decir, que D. Francisco veía; mas era tan penosa la impresión de la luz en sus ojos, que si por un instante se levantaba la venda, los crueles dolores y el ardor vivísimo que sentía obligábanle a ponérsela otra vez. Su mujer le cuidaba con un esmero y atención dignos del mayor elogio. Ella le ponía las compresas de belladona sobre los párpados cuando los dolores eran grandes, y le frotaba las sienes con belladona y láudano. Dábale todas las noches el calomelano con ligera dosis de opio cuando había insomnio; pero en nada ponía tanto cuidado la solícita esposa como en amonestarle para que no se levantase nunca la venda; pues era el pobre señor tan vivo de genio, que desde que se sentía un poquito mejor ya le faltaba tiempo para echar una miradita al mundo, como decía.

–Por Dios, hombre, no seas así… Mira que te perjudicas. Eres como los chiquillos. No sé de qué te valen la razón y los años. Te dice el médico que por nada del mundo te descubras, y tú empeñado en que sí… De ese modo no adelantas nada. Ten paciencia, que día llegará en que te quites ese trapajo negro y puedas mirar directamente al sol. Pero ahora, por algún tiempo, cieguecito y nada más que cieguecito. Con que mucha formalidad, que si das en abrir la ventanita, como dices, te amarraré las manos.

–Es que esta maldita venda—dijo Bringas dando un suspiro—, me agobia, me pesa como si fuera el bastión de una muralla… Es verdad que padezco mucho cuando me hiere la luz; pero también la impaciencia, y sobre todo la oscuridad me mortifican horriblemente… Es un consuelo ver de rato en rato alguna cosilla, aunque sólo sea la cavidad de la habitación, con los objetos confusos y como borrados; es consuelo verte, y por cierto que si no me engaña esta pícara retina enferma, tienes puesta una bata de seda… La que te dio Agustín ¿no la habías deshecho para cortar un vestido a la niña? Ainda mais, la que llevas ahora es de un color así como grosella…