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Heath's Modern Language Series: Mariucha

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Escena VII

Los mismos; Filomena, Cirila.

Filomena. (Por la derecha.) Ya tienes el baño pronto.

Don Pedro. Voy… (Al salir detiénese preocupado.) Si vuelve ese maldito Pocho… le decís… que mañana. (Entra Cirila por el fondo y habla con María.)

Filomena. No prometas nunca para mañana… Tómate más tiempo.

Don Pedro. Tienes razón… Mejor será el lunes… seguro, el lunes. (Vase por la derecha.)

Cirila. La he visto entrar en el patio.

Filomena. ¿Quién?

Cirila. La señora Alcaldesa. Creo que viene acá. (Entra Vicenta por el fondo.)

María. Ya está aquí. (Vase Cirila.)

Escena VIII

María, Filomena, Vicenta; después Cirila.

Vicenta. Amigas muy queridas: un aviso, una petición, y me voy al instante.

Filomena. Ante todo, ¿sabe usted si viene Cesáreo? Su marido de usted ha recibido un telegrama…

Vicenta. No sé nada. En casa estuve después de misa. Nicolás había salido.

María. ¿No se sienta? (Se sientan las tres.)

Vicenta. Un momento… Lo primero, advertir a ustedes que Teodolinda viene en persona a invitarlas.

Filomena. ¿Esta tarde?

Vicenta. No: antes de mediodía. ¿Irán ustedes a la fiesta veneciana?

Filomena. La verdad… no quisiéramos…

Vicenta. ¡Por Dios, Marquesa! Esta pobre niña debe distraerse, lucir su belleza…

Filomena. Sí, sí… María irá con usted…

Vicenta. Para mí no hay mayor honra… (A María.) Y me enorgullece llevarla a usted conmigo, aunque a su lado resultaré una facha.

María. ¡Por Dios, Vicenta!…

Vicenta. Usted ha traído todo su guardarropa, de última moda, elegantísimo, y yo…

María. ¿No me dijo usted que esperaba hoy el vestido de garden party que encargó a Madrid?

Vicenta. (Desconsolada.) Pero no vendrá, ¡qué pena! (Saca una carta.) Vean la carta de la modista, que ha sido como un rayo… (Lee.) «Imposible remitir hoy…» Este contratiempo me anonada.

Filomena. Lo comprendo. ¡Contar con una cosa y…! Las modistas son tremendas.

Vicenta. Pues ahora viene la súplica. En este conflicto no veo más que una solución: arreglar un vestido que estrené año pasado, cuando vino el Ministro de Fomento y se alojó en mi casa. Pero desconfío de que mi hermana y yo podamos arreglarlo con toda la elegancia que deseo. Ustedes me indicarán… Perdonen mi impertinencia. El puesto que ocupa Nicolás me obliga a ser la más elegante del pueblo. No quiero hacer mal papel. Nicolás se disgustaría con esto más que si perdiera las elecciones.

Filomena. Enseñaré a ustedes un modelo que traje. (Las interrumpe Cirila entrando presurosa por el fondo.)

Cirila. Señora… ahí sube.

Filomena. ¿Quién?

Cirila. Esa señora tan…

Vicenta. ¡Teodolinda!

María. ¡La rastaquouère…!

Vicenta. (A Filomena.) ¡Verá usted qué lujo tan desfachatado! (Entra Teodolinda. Su figura y vestido son conformes a las descripciones que de ella se han hecho. Vase Cirila.)

Escena IX

Filomena, María, Vicenta, Teodolinda.

Teodolinda. Señora Marquesa, me perdonará usted que haya sido muy inconveniente en la elección de hora para mi visita.

Filomena. ¡Oh! el honor que recibimos no sabe hacer distinción de horas. (Se sientan: María al extremo izquierda.)

Teodolinda. Y hemos de convenir en que la vida de campo forzosamente ha de relajar un poco la etiqueta social.

Filomena. Seguramente.

Teodolinda. Perdóneme la señora Alcaldesa si llamo campo a esta preciosa villa, tan culta, modelo de policía y urbanización.

Vicenta. Campo es… con casas… ciudad… al aire libre.

Teodolinda. Y la más hospitalaria que cabe imaginar. Estoy contentísima. La casa que he tomado es una preciosidad… aunque algo pequeña…

María. (Aparte.) ¡Jesús! Pequeña dice. ¡Y la edificaron para convento! Pues que le traigan el Escorial.

Teodolinda. El parque muy frondoso. Sería incomparable si tuviera lago…

María. (Aparte.) ¡Y mucha agua!

Teodolinda. Y una extensión de quinientas hectáreas.

Filomena. A propósito de extensiones de tierra, se dice que usted adquiere pertenencias mineras y bienes raíces en la provincia.

Vicenta. Y un monte grandísimo, y tres dehesas…

Teodolinda. Que me gustaría poder juntar en una sola, para formar una propiedad verdaderamente regia.

María. (Aparte.) ¡Cuatro dehesas juntas! para que esta fiera tenga donde pasearse a sus anchas.

Filomena. Hará usted todo lo que se le antoje, y no habrá ilusión ni capricho que no pueda satisfacer.

Teodolinda. (Con refinada amabilidad.) Por lo pronto, señora Marquesa, aquí me trae la ilusión de que usted y su linda hija honren esta noche mi casa.

Filomena. Mi esposo y yo agradecemos a usted en el alma su invitación. (Suspirando.) Nos hallamos bajo el peso de tristezas y desazones que excluyen todo regocijo. Pero no privaremos a nuestra hija de esa magnífica fiesta. Cuente usted con María, que irá con la señora Alcaldesa.

Teodolinda. Amiga mía, del mal el menos… Su preciosa hija será la flor más lucida de mi jardín, y la estrella más brillante de mi noche… quiero decir… de la noche de… (Embarullándose, no puede acabar elconcepto.)

Filomena. (Comprendiendo.) Sí, sí… ya…

María. (Aparte.) ¡Ay, Dios mío, se le acabó la cuerda!

Filomena. María agradece tanta bondad… y tendrá mucho gusto…

María. Grandísimo placer… Será una fiesta espléndida, nunca vista en Agramante.

Teodolinda. Las señoras de esta culta villa le darán todo su encanto.

Vicenta. Y encanto mayor usted…

María. Usted, la amable dueña de la casa, la opulenta anfitrionisa…

Escena X

Los mismos; Corral, presuroso, por el fondo.

Corral. Señor Marqués, señoras…

Filomena. (Alarmada, se levanta.) ¿Qué noticias, Corral?

María. ¿Viene mi hermano?

Corral. Ya está en Agramante… Le vi en la estación. Salieron a recibirle el Alcalde, el Coronel de la zona, el Juez municipal y el Contratista de la traída de aguas… Al instante vendrá. ¿Y el señor Marqués? (Hace reverencia a Teodolinda.)

Filomena. (A María.) Ve, hija: dale prisa… (Vase María por la derecha.)

Corral. (A Filomena.) Debo anticipar a usted que Cesáreo sólo estará en Agramante algunas horas. Esta tarde tomará el tren mixto para llegar a Santamar, la capital de la provincia, antes que salga de allí el Ministro de la Gobernación, que ha ido a inaugurar el nuevo Presidio.

Escena XI

Los mismos; Don Pedro; tras él, María.

Don Pedro. Ya sé… ya me ha enterado María… (A Teodolinda muy cortés.) Señora mía, crea usted que me confunde el honor que hace a esta humilde casa…

Teodolinda. La casa y familia, dignas son de todos los honores. La casa es un soberbio palacio. Al venir aquí, he admirado por tercera vez la hermosa fachada plateresca. ¡Qué maravilla, señor Marqués!

Filomena. (Con tristeza.) Esa maravilla y otras ¡ay! fueron nuestras.

Don Pedro. Cuando Dios quería…

Teodolinda. ¡Y quién sabe si volverán, cuando menos se piense, a su primitivo, a su ilustre dueño!

Don Pedro. ¡Quién sabe…! Cesáreo tal vez, si adquiere, como yo espero y él merece, una elevada posición en la política…

Teodolinda. Ya sabe usted que está aquí.

Don Pedro. Le esperamos por instantes.

Corral. Pronto vendrá. Han querido enterarle del asunto de las aguas…

Filomena. (Impaciente.) Mucho tardan.

Vicenta. La culpa es de mi marido.

Corral. (Que ha mirado por el fondo.) Ya vienen, ya suben, ya están aquí. (Corren Filomena y María al encuentro de Cesáreo. Le abrazan y besan cariñosamente. Tras de Cesáreo entran el Alcalde, Roldán y Bravo. DonPedro ha permanecido junto a Teodolinda.)

Escena XII

Los mismos; Cesáreo, el Alcalde, Roldán, Bravo. Roldán es ordinario, de mediana edad; Bravo, persona fina, abogado joven.

Cesáreo. (Con emoción.) Mamá, te encuentro bien. Tú, Mariucha, te has repuesto… Estos aires… (Avanza. Ve a don Pedro y se abrazan tiernamente.)

Alcalde. Nos hemos permitido secuestrarle por unos minutos.

Roldán (Contratista). Perdonen los señores Marqueses…

Bravo (Juez municipal). Los intereses del pueblo nos han hecho olvidar la felicidad de la familia.

Don Pedro. ¡Qué sorpresa, hijo; qué alegría! (Indicando la presencia de Teodolinda.) Y no es una sorpresa sola.

Cesáreo. (Dirigiéndose a Teodolinda.) Ya me dijo el Alcalde… (Corral habla con María; Roldán y Bravocon Filomena.)

Teodolinda. ¿Que estaba yo aquí? (Alargándole su mano.) Pues ha sido de lo más casual… Yo no sospechaba…

Don Pedro. Con piedra blanca marco esta coincidencia felicísima. La alegría de verte y el honor de esta visita.

Teodolinda. Ya ve usted, Cesáreo, cómo no se pueden hacer profecías.

Cesáreo. Ya, ya… (Don Pedro habla con elContratista.)

Teodolinda. La última vez que estuvo usted en mi casa salió diciendo que ya no nos veríamos más.

Cesáreo. Antes profetizó usted otra cosa, Teodolinda, que no fue confirmada.

Teodolinda. Tal vez… Lo que prueba que todos somos muy malos profetas. Aleccionada por la pícara realidad, que así nos desmiente, ya no profetizo, Cesáreo. (Se levanta.)

Don Pedro. (Desconsolado.) ¿Tan pronto?

 

Teodolinda. ¡Oh! no desconozco lo que son estos momentos para una familia cariñosa…

Filomena. (Acudiendo a despedirla.) Señora, amiga mía…

Corral. (Aparte a María, con galanteo meloso.) Si usted va, ¿cómo he de faltar yo? Iré tras el lucero buscando en su brillo un rayito de esperanza.

María. ¡Ay, qué empalagoso!

Teodolinda. (Despidiéndose de María.) Que no me falte, por Dios. No tendría yo consuelo.

María. Mil y mil gracias.

Teodolinda. (A Cesáreo.) Y usted ¿no querrá dar un vistazo a mi fiesta?

Cesáreo. Imposible, Teodolinda.

Don Pedro. Quédate, hijo…

Cesáreo. Imposible.

Teodolinda. Ya no le ruego más. ¡Cuando se obstina en hacerse el interesante…!

Cesáreo. Es absolutamente preciso que yo salga en el tren de las cinco.

Teodolinda. Ya: tiene que conferenciar con el Ministro. De ello dependerá la salvación de la patria.

Cesáreo. No salvaré a la patria… Quizás salve a una parte de ella.

Teodolinda. En fin, adiós y buen viaje. Si quiere comer conmigo… A la una en punto… ¡Pero qué tonta! El corto tiempo de que dispone pertenece a la familia.

Don Pedro. Antes que nosotros está la cortesía. Irá, Teodolinda; aceptará su amable invitación.

Cesáreo. No, no…

Teodolinda. Verá usted, Marqués, cómo nos deja mal a todos. Adiós, adiós. (Las señoras la acompañan hasta la puerta. Corral, con oficiosa galantería, va tras ella ofreciéndole el brazo para conducirla hasta lacalle.)

Vicenta. (Al Alcalde.) Nicolás, vámonos.

Alcalde. (Despidiéndose.) Señor Marqués, muy suyo siempre. Luego le explicaremos este asunto de las aguas…

Roldán. El giro que quieren dar al expediente es de lo más desatinado…

Bravo. A todos nos preocupa hondamente…

Don Pedro. A mí también… a mí también… No se aparta de mi pensamiento la traída de los diez millones… digo, de las aguas, la traída de aguas…

Vicenta. (A Filomena.) Volveré esta tarde… Veré ese modelo…

María. (Despidiendo a Vicenta.) Adiós… hasta luego…

Roldán. (Despidiéndose del Marqués.) Siempre a sus órdenes…

Bravo. (Ídem.) Repito…

Alcalde. (Ídem.) Felicidades. (Salen Vicenta, el Alcalde, Roldán y Bravo.)

Filomena. (Cogiendo a Cesáreo del brazo.) Ven y verás cómo nos hemos instalado.

Don Pedro. (Reteniéndole.) Luego irá. Dejadle un rato conmigo. (Les hace seña de que se alejen.)

María. Pero que sea cortito. También nosotros tenemos que charlar…

Filomena. Déjale ahora. Tienen que hablar a solas. (Se va, llevándose a María.)

Escena XIII

Don Pedro; Cesáreo, que se sienta, pensativo, apoyada la frente en la mano.

Don Pedro. (En pie.) Acepta, hijo, acepta la invitación de esa señora.

Cesáreo. Convéncete, papá, de que Teodolinda es una esperanza inmensamente remota, un sueño…

Don Pedro. Pero… en Madrid, el invierno último, dijiste a tu madre…

Cesáreo. Sí, lo dije… yo soñaba… creí poder traer a casa la lámpara de Aladino.

Don Pedro. Tú le hacías la corte.

Cesáreo. Sí.

Don Pedro. ¿Hubo rompimiento?

Cesáreo. Absoluto.

Don Pedro. ¿Iniciado por ti?

Cesáreo. Por ella.

Don Pedro. Al invitarte ahora, quizás desea reanudar…

Cesáreo. No la conoces. Teodolinda no es toda vanidad: tiene inteligencia, sentido práctico, que aprendió de los yankees. Conoce bien nuestra desgracia, el abismo de descrédito en que hemos caído… Teme el ridículo… Coquetea con sus millones, como otras coquetean con sus gracias…

Don Pedro. (Suspirando, con gran desaliento.) Bien… no digo nada.

Cesáreo. Pero con todo… (Dudando.) ¿Iré a comer? (Con resolución súbita.) Iré. ¿Qué pierdo en ello? (Se levanta.)

Don Pedro. Nada pierdes… ¡Y quién sabe si…!

Cesáreo. No, papá: hoy, pensar en eso es un delirio. Podría no serlo… (Meditabundo.)

Don Pedro. ¿Cuándo? ¿En qué caso?

Cesáreo. En el caso de que yo adquiriese la posición política que busco, que creo tener ya… casi casi en la mano.

Don Pedro. Entendido. (Impaciente.) Vete, hijo, vete. Toma el tren. Por Dios, habla con el Ministro esta noche, mañana…

Cesáreo. Esta noche sin falta.

Don Pedro. Yo espero, tragando amargura, sufriendo humillaciones, devorando sonrojos. ¿Pero qué importa?…

Cesáreo. (Echando mano al bolsillo para sacar su cartera.) Y a propósito, papá… Tengo muy poco dinero, poquísimo…

Don Pedro. Pues déjalo para ti, que lo necesitarás más que nosotros…

Cesáreo. Tengo lo preciso para llegar a Santamar y volverme a Madrid… Pero en Santamar está Jacinto Mondéjar, que me ha ofrecido prestarme una cantidad…

Don Pedro. Pues a la vuelta me la darás.

Cesáreo. ¿De veras podréis pasar…? (Mostrando la cartera, en ademán de abrirla.)

Don Pedro. Pasaremos… Más pasó Jesucristo. Adelante, hijo… Por delante siempre tú, el único redentor posible de la familia.

Escena XIV

Don Pedro, Cesáreo, María; después Filomena.

María. (Por la derecha, entreabre la puerta y se asoma cautelosa.) Papá y hermano, ¿no me permitiréis curiosear un poquito?

Don Pedro. Entra ya, hijita.

Cesáreo. (Llamándola cariñoso.) Ven, que aún no he podido abrazarte a mi gusto. (Se abrazan.) ¡Pobre Mariucha! ¡Recluida en este medio social tan impropio de ti, entre tanta vulgaridad!

María. No creas… Me acomodo perfectamente a esta vida provinciana.

Cesáreo. Papá, a todos recomiendo un exquisito cuidado de esta joya. (Con entusiasmo.) Joya, digo: cuerpo y alma de lo más selecto que da de sí la humanidad. Velad por ella sin descanso. ¡Mariucha! (Acariciándola.) ¡Mi Mariucha! Merece que nos desvivamos por llevarla a su esfera natural, donde luzca, donde brille…

María. Pero, tontín, ¿quieres llevarme a donde hay tanta luz? Si alguna tengo en mí, mejor brillaré en la obscuridad.

Don Pedro. ¡Ah! Veremos quién está en lo cierto.

Filomena. Ven, Cesáreo, para que veas cómo nos hemos instalado en este medio palacio. No nos falta comodidad.

Cesáreo. Enseñadme vuestra habitación, la de María… (Vase con Filomena por la derecha.)

Escena XV

María; Don Pedro, que muy excitado y hablando solo se pasea por la escena.

María. Papaíto, ¿estás contento?

Don Pedro. (Sin hacerle caso.) El Ministro, si es hombre agradecido, le acogerá bien. Recordará que le di la mano en sus primeros pasos.

María. Dime, papaíto… (Tras él sin lograr que la escuche.)

Don Pedro. El Gobierno, la situación en masa, la Corona, el país… no permitirán que la casa de Alto-Rey acabe de hundirse…

María. Papá…

Don Pedro. Hija mía, no puedo decirte que estoy contento ni que estoy triste. Me encuentro en una expectación solemne…

María. ¿Ves algún horizonte? ¿Y por fin, Cesáreo…? Cuéntaselo todo a tu hijita… ¿Te ha traído…?

Don Pedro. No he querido tomar lo poco que trae, pues sería loca imprudencia dejar inerme al guerrero que se apresta al combate.

María. ¡Jesús, pues no estás hoy poco imaginativo!

Don Pedro. Digo que nosotros…

María. (Severa.) Nosotros…

Don Pedro. Nos arreglaremos.

María. ¿Cómo?… Papá, por la Virgen Santísima, tú olvidas el ahogo continuo de esta existencia; el afán de ayer, de hoy, de mañana; la cadena de compromisos, de pequeñas deudas, que oprime, que envilece…

Don Pedro. A todo se atenderá. ¿Recogiste las cartas?

María. Las recogí… pensaba quemarlas.

Don Pedro. (Vivamente.) No, por Dios.

Escena XVI

Don Pedro, María, León. Hállanse el Marqués y su hija junto a la mesa. Entra León y dice las primeras palabras en la puerta. Trae la cara tiznada; viste traje de pana.

León. El señor Marqués…

Don Pedro. (Aterrado, sin atreverse a mirar a la puerta, creyendo que el que entra es el Pocho.) ¡Otra vez ese hombre!

María. (Mirando a la puerta.) ¿Quién es?

Don Pedro. (Sin mirar.) ¡Que vuelva… que se vaya!… Mañana… el lunes…

María. (Reconociendo a León.) Papá, si no es el Pocho!… Es nuestro vecino, el carbonero… digo, el dueño del almacén de carbones.

León. (Avanzando respetuoso, pero sin timidez.) Molestaré muy poco al señor Marqués…

Don Pedro. Adelante… Dígame lo que guste. Es usted tímido.

León. Tímido no soy… Tengo otros defectos, pero ése no. Sé hablar con personas distinguidas.

María. ¿Oyes, papá?

Don Pedro. (Observándole.) En efecto: su lenguaje, sus modales no se avienen con su modesta ocupación… ¿Y en qué puedo servirle?

León. Soy inquilino del almacén y vivienda de este primer patio a la izquierda. Mi negocio me pide ya ensanche de local. Quisiera que el señor Marqués me arrendase toda la crujía, hasta la medianería del Juzgado municipal, desalojando el cafetín, que no paga alquiler.

Don Pedro. Amigo mío, yo no soy el propietario: lo fui.

María. Somos simples inquilinos, como usted… Ese señor sastre nos ha cedido esta parte no más…

León. ¡Ah! Perdone usted: yo entendí que había entregado el edificio a los señores Marqueses para que dispusiesen de todo… arriba y abajo…

Don Pedro. No, hijo mío.

León. Así lo entendí. Yo, la verdad, en el caso del Sr. López, así lo habría hecho.

Don Pedro. Gracias, amigo.

María. (Aparte a su padre.) ¿Ves qué generoso, qué atento?

León. Dispénseme el señor Marqués. Mi petición resulta una impertinencia. (Hace reverencia para retirarse.)

Don Pedro. Un momento, vecino… (Con interés.) ¿Y qué tal, qué tal ese negocio?…

León. Pues no voy mal, señor. El desarrollo que han tomado en Agramante las pequeñas industrias, me ha favorecido mucho.

María. ¡Vaya, vaya!

Don Pedro. (Risueño.) ¿Con que vamos bien, vamos bien? ¿El tráfico marcha?

León. Sí, señor: marcha a fuerza de atención, de diligencia, de trabajo rudo…

Don Pedro. (Sumamente amable.) Tendrá usted su capitalito…

León. Empiezo a formarlo.

Don Pedro. Bien, joven, muy bien. Y sus ahorros los irá usted colocando para obtener nuevas ganancias… Bien, amigo mío. La vecindad de usted es para mí muy grata.

María. (Con interés.) ¿Y todo ese carbón lo trae usted de las minas, de los montes?

León. El mundo está lleno de tesoros, unos escondidos, otros bien a la vista… Para cogerlos, hace falta mucha paciencia, mucha, porque…

Escena XVII

Don Pedro, María, León, Filomena, Cesáreo.

Filomena. (Que viene disputando con su hijo.) No, no: en la Providencia, sólo en la Providencia debemos poner nuestra esperanza.

Cesáreo. Conforme, mamá. Pero de algún mediador se ha de valer la Providencia. (Van acercándose al centro. Repara en León.)

María. (Presentándole.) Nuestro vecino, el comerciante en carbones…

León. (Despidiéndose.) Con la venia de los señores…

Cesáreo. (Que al verle se ha fijado en él creyendo descubrir, bajo el tizne, un rostro conocido.) Aguarde un momento, buen amigo. (León se detiene, rígido, parado en firme. Cesáreo le contempla fijamente. León, impávido, afronta su mirada.)

María. ¿Qué… le conoces?

Don Pedro. Es un trabajador bien acomodado; un excelente vecino.

Cesáreo. Paréceme… (Sospechando.) Juraría… (Abandonando su sospecha.) No, no… Perdone usted… Creí… No es, no.

León. (Aparte al retirarse.) Dice que no soy. Tiene razón: no soy. (Hace reverencia y sale.)

Escena XVIII

María, Don Pedro, Cesáreo, Filomena; después Cirila.

Filomena. ¿Pero qué…? ¿Has visto en él…?

María. (Vivamente.) ¿Alguna persona conocida?

Cesáreo. Creí ver, al través de lo negro… ¿Os acordáis de aquel Antonio Sanfelices, sobrino del Marqués de Tarfe?…

Filomena. ¡Jesús! El mayor calavera de Madrid.

Don Pedro. ¿No fue procesado?

María. Sí, sí: Sanfelices. Pero éste no es aquél, Cesáreo: es otro.

Cirila. (Por el fondo.) Recado de esa señora doña Teodolinda… Que esperan al señor don Cesáreo para comer.

María. (Desconsolada.) ¿Y no come con nosotros? ¿Nuestra compañía no vale más que el menú de esa feróstica?

 

Cesáreo. Ha llegado el momento de sacrificar hasta los más dulces afectos…

Don Pedro. (Separándole de su hermana.) Vete pronto, hijo; no te hagas esperar.

Cesáreo. Voy, sí. (A Filomena y María.) Y no partiré sin volver acá. Seguro, seguro. (Dirígese al fondo. Filomena y María van con él, prodigándole cariños. Permanecen en la puerta despidiéndole.)

Don Pedro. (Junto a la mesa, a la izquierda.) Cirila.

Cirila. Señor.

Don Pedro. No te descuides en traer un buen trozo de carne para rosbif…

Cirila. (Con expresión lastimera, indicando la escasez de recursos.) Señor, considere…

Don Pedro. Considero, considero… que no puedo pasarme sin una alimentación muy sólida.

Cirila. Yo cuidaré, señor; pero tenga en cuenta…

Don Pedro. (Propendiendo a la irascibilidad.) No ha de faltar crédito… Y suceda lo que quiera, ¿he de consentir que la anemia me devore?

Cirila. (Aparte.) Dios nos tenga de su mano. (Dirígese a Filomena: ésta y María vuelven de despedir a Cesáreo.)

María. (Llorosa.) Es una ingratitud…

Filomena. Hija, si así conviene… (A Cirila.) Comeremos. (Van hacia la derecha.)

Cirila. Señora, ¿no sabe…? (Le cuenta que don Pedro pide rosbif, etc. Vanse por la derecha.)