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Heath's Modern Language Series: Mariucha

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Escena Primera

Cirila, arreglando y limpiando los muebles; Corral, El Pocho, que entran por el fondo. Corral viste con afectación y mal gusto, ostentando brillantes gordos en la pechera, cadena de reloj muy llamativa y sortijas con piedras de valor.

Pocho. ¿Dan su permiso?

Cirila. Adelante.

Corral. ¿No han vuelto de misa los señores?

Cirila. No tardarán. (Displicente.) ¡Vaya, otra vez aquí estos moscones!

Pocho. Otra vez, y cien más, hasta que…

Corral. Perdone la señora Cirila, yo no vengo a cobrar.

Cirila. Viene a fisgonear, que es peor, y a meter sus narices en las interioridades de la casa…10

Corral. Ea, no despotrique, señora.

Cirila. (Aparte.) ¡Farsante!

Pocho. Yo no hago papeles. Vengo por el aquél de mi propio derecho. (Saca un papel y lo muestra.) El Sr. D. Pedro de Guzmán, Marqués de Alto-Rey y de San Esteban de Gormaz, es en deber a Francisco Muela, apodado El Pocho, la cantidad de…

Cirila. Basta.

Pocho. Por cuatro servicios de coche…

Cirila. ¡Agobiar al señor por tal porquería!…

Corral. Ya cobrarás, Pocho. (Dando largas.) Ten paciencia…

Pocho. ¡Paciencia!… que es como decir hambre.

Cirila. (Incomodada, señalándoles la puerta.) Hagan el favor… Tengo que hacer…

Pocho. Yo espero al señor.

Corral. Dos preguntas no más, señora Cirila, y perdone. Aún no hace un mes que estos señores Marqueses vinieron acá de Madrid huyendo de la quema. ¿Es cierto que se encuentran ya en situación tan precaria que…?

Cirila. Para nadie es un secreto que los que ayer fueron poderosos hoy no lo son.

Corral. Sí: ya saben hasta los perros de la calle que la casa de Alto-Rey es casa concluida. Hace más de veinte años que viene cayendo, cayendo, y por fin… (Con afectada pena.) ¡Las volteretas que de este mundo loco!… En la villa se dice que los señores Marqueses han llegado a carecer hasta de lo más preciso para la manutención.

Pocho. Y que se ven y se desean para poner un puchero.

Cirila. ¡Eh… habladurías!

Corral. (Queriendo internarse por la derecha.) Déjeme, déjeme ir a la cocina a ver qué es lo que guisan…

Cirila. (Deteniéndole.) Alto ahí… ¡Qué desvergüenza!

Pocho. ¡Si ni tan siquiera tendrán lumbre!

Corral. Hay que ver…

Pocho. (Por Cirila.) ¡Cómo les tapa la miseria! Ésta no les abandona en la desgracia.

Corral. Eso es nobleza.

Cirila. Gratitud. Les quiero…

Corral. Particularmente a la señorita María.

Cirila. ¡Mi niña del alma! Yo la crié; la he servido desde que vino al mundo. Más que cariño, por ella tengo adoración.

Pocho. Y qué re-bonita, y qué re-maja, y qué re-salerosa es la niña, ¡Cristo con ella! No le faltará un ricacho que la saque de pobre. Anímese, don Faustino… Usted rico, usted el más elegante caballero de nuestra villa… ¡Qué mejor proporción…!

Corral. (Pavoneándose.) Verdaderamente, no es uno saco de paja… De menos nos hizo Dios.

Pocho. Pues si yo fuera don Faustino del Corral, cualquiera me quitaba a mí esa niña, ¡Cristo con todos! Si tuviera yo esos diamantes en la pechera, esa cadena de reloj y esos anillos refulgentes, y lo que hay en casa, ¡Cristo conmigo! los dinerales que diz que tenemos en el Banco, ¿eh?… aguardando colocación…

Corral. No es tanto, Pocho. Algo se ha trabajado y no falta para unas sopas. (A Cirila.) Ahora, la última pregunta si usted no se incomoda.

Cirila. Diga.

Corral. ¿Es cierto que el propietario de este palaciote de Alto-Rey lo cede gratuitamente a los señores Marqueses?

Cirila. Así lo entiendo.

Pocho. ¡Y luego dicen…! ¡Vaya, que estos nobles tronados siempre caen de pie! Vendió el Marqués este caserón hace diez años por un pedazo de pan…

Corral. ¿Hase visto mayor locura? Si hubiera estado yo en Agramante, no se me escapa esa ganguita… Compró la casa el sastre Diego López, que ha sacado ya triple del coste con el producto de las estancias bajas y altas que tiene alquiladas. Y ahora, el hombre puede permitirse un rasgo: cede al Marqués las habitaciones mejores…

Cirila. (Que ha mirado por el fondo.) Los señores vienen.

Corral. (Aparte al Pocho.) Ten comedimiento, Pocho. Hazte cargo de la pobreza…

Pocho. ¿Pues y la mía? ¡Cristo con…! (Corral le manda callar. Se apartan a la izquierda.)

Escena II

Los mismos; Don Pedro, cabizbajo: detiénese en la puerta como esperando a alguien. Conserva en su miseria la nobleza de la figura. El traje, aunque revelando bastante uso, es de corte y telas elegantes. Acude Cirila a recogerle el abrigo y sombrero.

Cirila. ¿Y la señora Marquesa?

Don Pedro. Detrás viene con María y el señor Cura. (Entra despacio, abstraído.) ¿Qué… hay visitas?

Corral. (Oficioso.) Señor Marqués, ¿cómo va ese valor?

Don Pedro. Tirando, amigo, tirando… (Sobresaltado,al ver al Pocho.) ¡Otra vez este maldito Pocho!

Cirila. ¡Desdichado señor!… ¡A lo que ha llegado! (Vase por la derecha.)

Pocho. Vuecencia me dijo que hoy…

Don Pedro. (Con arrebato de cólera, bastón en mano.) Dije a usted que le avisaría…

Pocho. Perdone vuecencia… pero…

Don Pedro. Es mucho molestar… ¡Es grande impertinencia…!

Pocho. Necesidad, señor. Soy un pobre.

Corral. Paciencia, Pocho. Puedes volver…

Don Pedro. Cuando se le avise… Espere… (Se sienta en el sillón.)

Pocho. (Con entereza.) Podré alimentarme de tronchos de berza, de cortezas de chopo; pero no de las buenas palabras de vuecencia. Págueme, o de aquí me voy al Juzgado municipal…

Corral. ¡Pocho…!

Don Pedro. (Variando de tono ante la amenaza.) ¡Qué injusta desconfianza!… Pocho, venga usted aquí. (Llamándole, cariñoso.) Mi buen amigo… (Le toma la mano.) ¿Cómo puede dudar…?

Pocho. No es duda, es pobreza.

Don Pedro. (Dolorido, con afectada mansedumbre.) Vaya, vaya, sosiéguese el buen Pocho. (Dándole palmaditasen la mano.) Y no dude que, con el pago, tendrá una buena gratificación… Es muy justo. (Entran por el fondo Filomena y don Rafael.)

Pocho. Yo cedo a vuecencia la propina si hoy mismo…

Don Rafael. ¡Pocho…! (Con un castañeteo de lengua como el que se usa para echar a los perros, le despide señalándole la puerta.)

Pocho. Ya, ya… (Por D. Pedro.) ¡Cristo con él, con su madre y con toda su casta! (Vase rápidamente.)

Escena III

Don Pedro, Corral, Filomena, Don Rafael. La Marquesa de Alto-Rey revela menos que el Marqués, en su traza y vestimenta, la decadencia social. Viste traje negro elegante; mantilla.

Don Pedro. (Inquieto.) ¿Y María?

Don Rafael. En la plaza quedó con las de González.

Filomena. Entretenidita, viendo esos tipos de los pueblos, los pintorescos trajes, la animación del mercado…

Corral. (Saludándola.) Señora Marquesa, tengo el honor…

Filomena. Señor de Corral, mucho gusto… (Se quita la mantilla.)

Don Pedro. (Afectuoso, cogiéndole la mano.) Querido Corral, sea usted indulgente con mi desgracia, la cual no sólo me aflige a mí, sino a los amigos que vienen a verme, pues poco grato ha de serles oír mis lamentos, y ver espectáculos como estas embestidas del Pocho…

Corral. No se hable más de eso.

Don Rafael. Y sobre todo, no se exaspere, Marqués… Tómelo con calma… Ya vendrán días mejores…

Don Pedro. Yo confío en que el Gobierno…

Filomena. Por la Virgen, no me hables de Gobiernos…

Don Pedro. En la Providencia, sí: a eso voy. Quiero decir que Dios inspirará al Gobierno para que…

Don Rafael. (Aprobando.) ¡Mucho!

Don Pedro. También espero auxilio de las personas de nuestra clase. Imposible que permanezcan indiferentes…

Filomena. Bien podrán ser nuestros iguales o el Gobierno instrumentos de que Dios se valga para salvarnos. Pero en Dios está toda mi esperanza.

Don Rafael. Sí, sí: Dios…

Don Pedro. (Muy nervioso se levanta y se pasea por la escena.) ¿Pero a qué espera?

Filomena. Paciencia, Pedro. Para mirar por nosotros, allá quedó nuestro hijo Cesáreo…

Don Pedro. (Exasperado.) ¿Pero qué hace en Madrid Cesáreo, pregunto yo, si no revuelve el mundo por sacarnos de este pantano?

Corral. (Recordando.) Tengo el gusto de anunciar a los señores Marqueses que su hijo D. Cesáreo llegará hoy.

Don Pedro. (Gozoso.) ¡Mi hijo… aquí!

Filomena. (Gozosa.) ¡Cesáreo! ¿Cómo lo sabe usted?

Corral. Por un telegrama que recibió esta mañana el Alcalde.

Don Pedro. Me sorprende mucho.

Filomena. A mí no, sabiendo que está aquí Teodolinda.

Don Pedro. La ricachona americana, la super-mujer, poseedora, según dicen, de un capital de diez millones de pesos… No creo en cuentos de hadas; no creo que existan diez millones de duros, ni que una viuda los posea.

Don Rafael. ¿Ni creerá usted que le ha dado la ventolera de adquirir las propiedades más valiosas de la provincia?

Don Pedro. (Escéptico.) Tampoco… Ni creo que con esa señora, con ese mito, tenga relación el viaje de Cesáreo.

Corral. Que en Madrid fueron novios o cosa tal, se ha dicho en Agramante.

Filomena. Es cierto: en Madrid, el invierno último.

Don Pedro. Pero aquello pasó… pura flirtation, galanteo fugaz…

Filomena. ¡Ah!… no sabemos…

Don Pedro. (Malhumorado.) Digo que terminó.

Filomena. Muy pronto lo afirmas.

Don Rafael. (Con cierto misterio.) Yo puedo asegurar que ayer, hablando con Teodolinda…

 

Don Pedro. (Con súbito interés.) ¿Qué…?

Filomena. (Lo mismo.) ¿Qué…?

Don Rafael. Pues hablando ayer con ese Potosí en figura humana… fue a entregarme una cantidad, y no floja, para los pobres…

Don Pedro. ¿Y qué dijo?

Don Rafael. No sé cómo ni por qué nombramos a los señores Marqueses de Alto-Rey… Se habló de…

Corral. Estaba yo presente. Se habló del desastre de esta noble familia…

Don Rafael. Hizo grandes elogios de Cesáreo, de su inteligencia, de su gallardía…

Corral. Y al fin dijo que no pensaba volver a casarse.

Don Rafael. (Con viveza y enojo.) No: no dijo eso, Corral.

Corral. Don Rafael, mire que estoy bien seguro…

Don Rafael. (Con energía.) No dijo eso, sino todo lo contrario. Y yo me permití aconsejarle… vamos, le indiqué… cuán conveniente le será un sostén… un compañero de la vida que le ayude a llevar la carga de tan desmedidas riquezas.

Don Pedro. (Excitadísimo.) Mi querido Corral, usted, que es la gaceta de Agramante, hágame el favor de enterarse del telegrama recibido por el Alcalde… si es verdad que viene Cesáreo…

Filomena. Y a qué hora…

Corral. Voy al punto.

Don Pedro. Infórmese también de si esa señora…

Corral. Ya saben que alquiló la finca de Lugones, con magnífico parque…

Don Rafael. Y esta noche da una fiesta… al aire libre.

Corral. Lo que llamamos garden party, o garden no sé qué, con baile, buffet, farolitos…

Filomena. Querido Corral, no se entretenga…

Corral. Vuelvo. (Vase presuroso.)

Escena IV

Don Pedro, Filomena, Don Rafael; después Cirila.

Filomena. ¡Qué paso lleva el oficioso señor!

Don Pedro. Muestrario de pedrería falsa…

Don Rafael. Falsa, no: todo lo que lleva al exterior es de ley. El corazón sí que es falso, y la voluntad puro vidrio.

Don Pedro. ¿Tiene dinero este hombre?

Don Rafael. Don Faustino del Corral, o de los Corrales, no se dejará ahorcar por un milloncejo de pesetas.

Filomena. ¡Jesús me valga!

Don Pedro. Hará préstamos en condiciones ventajosas.

Don Rafael. Suele dar dinero al tres por ciento mensual, con garantía hipotecaria.

Don Pedro. Y a retro quizás. El hombre no quiere arriesgarse.

Filomena. ¿Y a los pobres no da?

Don Rafael. ¡Oh! sí: en la suscripción para la Casa de Misericordia figura con una suma mensual.

Filomena. Será considerable.

Don Rafael. Noventa céntimos.

Cirila. (Entrando por el fondo con cartas y periódicos.) El correo. (Dirígese a la mesa de la izquierda, a la que va también don Pedro.)

Filomena. (A la derecha, con don Rafael.) La sordidez, ave rastrera, hace casi siempre sus nidos en las arcas más llenas de caudales.

Don Rafael. Así como la caridad, ave del Cielo, suele acomodarse en las arcas vacías. ¡Triste humanidad!

Filomena. Por eso yo, en mis angustias actuales, me acuerdo de los que aun son más pobres que yo…

Don Rafael. (Elogiando.) ¡Mucho, mucho!

Don Pedro. (A Cirila.) Aguárdate, que algo hay que llevar al correo. (En voz alta, mirando el sobre de una carta.) Filomena, carta de tu madre. (La da a Cirila,que la lleva a su señora.)

Filomena. ¿Han escrito los niños?

Don Pedro. No; pero me escribe el Rector que están buenos y contentísimos… Perico muy aplicado, Ricardillo un poco travieso…

Filomena. Pero buenos y sanos, que es lo que importa. (Abre la carta de su madre.)

Don Pedro. (A Cirila, quitándole una de las cartas que le ha dado.) ¡Qué cabeza! Ésta, para Cesáreo, no va… Aguarda, voy a concluir ésta.

Filomena. (Aparte a don Rafael, gozosa, después de leer la carta.) Para que se vea si tengo razón en poner toda mi confianza en el auxilio celestial. Mi pobre madre, que hoy sufre también penuria, aunque no tanta como yo, me manda por segunda vez una corta cantidad.

Don Rafael. ¿También por conducto mío?

Filomena. Sí: usted recibirá el libramiento.

Don Rafael. Pues mañana mismo…

Filomena. No: no me lo traiga usted. Eso que Dios me envía, en su culto y en obras de piedad quiero emplearlo.

Don Rafael. Fíjese usted, amiga mía, en sus necesidades. (Siguen hablando en voz baja.)

Don Pedro. (Cerrada la carta que ha escrito, la da a Cirila.) Oye: si viene esa señora a invitarnos…

Cirila. ¿Qué señora?

Don Pedro. La super-mujer. ¿Podremos obsequiarla con un té? Dime, ¿queda algo de aquel Porto riquísimo que trajimos de Madrid?

Cirila. Señor, lo poco que queda resérvelo… (Siguediciéndole que la despensa está poco menos que vacía.)

Filomena. (Aparte a don Rafael.) Dios cuida de nosotros. ¿Por qué conducto? Por éste, por otros que no podemos presumir. Entre tanto, reúna usted lo que ahora manda Dios con lo que antes vino, y el total divídalo en tres partes: la una sea para sufragios por el alma de mi padre, por la de los hermanos míos y de mi esposo. La otra, la distribuye usted entre los pobres. Con la última parte quiero ofrecer a la Santísima Virgen del Rosario un manto nuevo. (Concluye don Pedro de hablar con Cirila y ésta se va.)

Don Rafael. Ya podrá pasarse por este año con el viejo. Nuestra Señora es modesta: no se paga de ostentaciones…

Filomena. Don Rafael, es mi gusto; es un anhelo ferviente.

Don Rafael. Bueno, bueno. No hablemos más. (Don Pedro, en pie junto a la mesa, reconoce papeles con febril inquietud, irascible.)

Don Pedro. Filomena, ¿dónde diablos me habéis puesto…?

Filomena. (Acudiendo a su lado.) ¿Qué, hijo?

Don Pedro. Es María la que sabe… (Llamando.) ¡María, Mariucha!

Filomena. (Mirando por el balcón.) ¡Esa hija…! En la plaza no la veo.

Don Pedro. Pues que la busquen, que la traigan.

Don Rafael. (Asomándose por el fondo.) ¡Si está aquí, en el patio! Habla con las vecinas que llenan sus cántaros en la fuente… Hace fiestas a los chiquillos. (La llama por señas.) Es la bondad misma.

Filomena. (Con profunda tristeza.) ¡Pobre ángel caído en este pozo!

Escena V

Los mismos; María por el fondo. Viste con sencilla elegancia, sin que en su atavío se conozca la pobreza de la familia.

María. (Serena, risueña.) Aquí estoy.

Don Pedro. Pero, hija de mi alma, ¿qué hacías?

María. Me entretuve viendo y examinando nuestra vecindad. En el segundo patio he visto unas familias pobres muy simpáticas, unos chiquillos saladísimos. He hablado con cuantas mujeres vi, preguntándoles de qué viven, cómo viven, qué comen… Y sus nombres, edad, familia, todito les pregunté… Tengo ese defecto: soy una fisgona insufrible…

Filomena. Eres una chiquilla.

María. Pues en este patio primero tenemos vecinos de mucha importancia. A esta parte, al extremo de la galería de cristales por donde salimos al patio, tenemos de vecino a un carbonero.

Don Rafael. Almacén de carbones, sí. El dueño es un hombre excelente, muy trabajador… Le conozco…

María. ¡Por cierto que pasé un susto…! Como me da por verlo todo, me planté en la puerta mirando aquella caverna tenebrosa. De pronto, salió de lo más hondo un hombre horrible, la cara negra, tiznada; los ojos, como ascuas, relucían sobre la tez manchada de carbón… Después me eché a reír. El hombre me dijo: «Señorita, ¿en qué puedo servirle?» Y yo…

Filomena. (Interrumpiéndola.) ¡Vaya que ponerte a hablar con un bruto semejante!

María. ¡Si es un hombre finísimo; si me quedé asombrada de oírle!

Don Rafael. ¡Mucho, mucho! Ya les contaré algo de ese y otros vecinos.

María. Todos me han parecido la mejor gente del mundo, incluso el negro. ¿Y qué me dices, papá, del espectáculo de esa plaza, hoy día de mercado? Tú no lo has visto; tú, mamá, tampoco.

Filomena. Ya nos fijamos al pasar…

María. Os aseguro que nunca vi cosa que más me divirtiera. ¡Esos pobres campesinos que vienen de tan lejos con el fruto de su trabajo!… Venden lo que les sobra, compran lo que necesitan. Abrumados llegan, abrumados parten, con el peso de la vida que va y viene, sube y baja… Unos traen grano, otros panes, otros hortalizas, cochinitos chicos tan monos… Aquéllos una carguita de leña: son los más pobres; éstos cargas de lana: son los más ricos… En todos los puestos, en todos los grupos me metía yo con Teresa y Ramona, y a todos preguntaba: ¿De dónde sois? ¿Cuánto os valen las hogazas?… Por esa carga de leña, ¿qué os dan?… Con esos cinco reales, ¿qué compráis ahora? ¿A cómo dais la ristra de cebollas?… Y esas enjalmas rojas para los borricos, ¿cuánto valen?… ¿Habéis hecho buen negocio?… ¿Este trigo es toda vuestra cosecha?… ¿Compraréis cochinito?… ¿Lo engordaréis hasta que le arrastre la barriga?… ¿Y vosotros nunca coméis estos pollos, estos patos?… ¿Qué coméis?… ¿Y vuestros nenes se han quedado allá solitos?… Cuando volvéis allá, ¿qué os dicen las pobres criaturas?

Filomena. ¡Vaya, que eres de verdad reparona y entremetida!… un ángel a quien interesan las cosas de la tierra más que las del Cielo.

Don Rafael. (Con calor.) Más, no, señora; lo mismo.

María. Es que gozo lo indecible, me lo pueden creer, viendo este hormigueo de la vida de los pequeños: cómo viven, cómo luchan, cómo se defienden… Y no sé si reírme o llorar cuando pienso que no son ellos más pobres que yo.

Don Pedro. (Melancólico.) Más ricos… No hay riqueza como la ignorancia.

Filomena. Riqueza y pobreza, por nuestros deseos se miden.

María. Ello es que los veo contentos, al menos tranquilos, y su contento y su tranquilidad se me comunican… Vedme alegre, confiada, con muchas ganas de infundiros a todos confianza y alegría.

Don Pedro. (Dirígese a la mesa.) Ven aquí, ven aquí… Dime, ante todo, dónde metiste las esquelas de… (Se sienta.)

María. (Aparte, suspirando.) Corazón mío, poco te duró el contento. (Abriendo un cajón de la mesa.) ¡Si están aquí!

Don Pedro. ¡Ah! dame…

Don Rafael. Señor Marqués, con su permiso… ¿Tiene algo que mandarme?

Don Pedro. (Disponiéndose a escribir una carta.) Querido cura: que no nos olvide en sus oraciones.

Don Rafael. ¡Ah! por mí no ha de quedar. (Viendo escribir a su padre, y sabiendo lo que escribe, María manifiesta gran aflicción.)

Filomena. (Aparte a don Rafael al despedirle.) ¿Se ha fijado bien, don Rafael, en lo que le dije de la distribución…?

Don Rafael. ¡Mucho, mucho! Descuide: lo haré a toda conciencia, con plena conciencia de mi deber. (Vase por el fondo.)

Don Pedro. (Sin dejar de escribir.) Filomena, que me preparen el baño.

Filomena. Iré yo misma. No hay que agobiar a la pobre Cirila. (Vase por la derecha.)

Escena VI

María, Don Pedro.

Don Pedro. (Mostrando a su hija las cartas que ésta sacó.) Cuidarás de que hoy mismo lleguen a su destino.

María. (Angustiada.) ¡Ay, papá mío! déjame que te diga… ¿No te sientes humillado, degradado, con pedir limosna de esta manera?

Don Pedro. (Irascible.) ¿Y qué he de hacer? ¿Estoy en el caso de solicitar un jornal del Ayuntamiento, y ponerme a picar piedra en un camino, o a recoger las basuras de las calles?

María. Pues mira tú: yo preferiría eso.

Don Pedro. ¿Preferirías verme…?

María. Lo haría yo si pudiera… romper piedras, barrer las calles de Agramante.

Don Pedro. Toma las cartas y mándalas esta tarde. He agregado una… para ese Corral…

María. (Resistiéndose a tomar las cartas.) ¡Ay, Dios mío, Dios mío! (Llorosa, permanece en resistencia pasiva.)

Don Pedro. (Con severidad.) Obedéceme… No me irrites…

María. Bueno, papá: haré todo lo que me mandes. (Toma las cartas y las guarda en el bolsillo.) Es mi deber… Pero di, ¿no hay otro medio? (Recordando.) ¡Ah! me dijeron que viene Cesáreo. ¿Lo sabías?

Don Pedro. Sí.

María. ¿Y no esperas que Cesáreo te traiga…? Aguardemos a que llegue…

Don Pedro. Lo que traiga tu hermano, que no será mucho, lo necesitará para sí. Está obligado a conservar aquí cierto brillo y… No puedo explicártelo.

María. Sin tus explicaciones lo comprendo. ¿Crees que se me escapan las ideas tuyas, las ideas de toda la familia? Mi hermano hizo la corte a esa viuda millonaria… Tal vez ahora…

Don Pedro. No sé… Podría ser…

María. (Con agudeza.) ¿Y no se te ha ocurrido que de estos petitorios podría la dama ricachona enterarse? ¡Qué diría, qué pensaría de nosotros!

 

Don Pedro. (Confuso.) Sí; pero… Se haría cargo… No obstante, la idea de que la viuda se entere, me inquieta un poco.

María. Esta mañana, cuando salía yo de la iglesia con Vicenta Pulido, vi a la millonaria. ¡Ay, qué facha, qué cargazón de sedas, de plumas, de encajes, de joyas! Cuentan por ahí que lleva las ligas recamadas de perlas, y que en su casa de Madrid hay más plata que en una catedral.

Don Pedro. Lo creo…

María. Y que las mesas de noche son de marfil, y otras cosas… de lápiz-lázuli… Su aspecto es de una rastaquouère tremenda y de una cursi estrepitosa.

Don Pedro. Nunca la he visto. Dicen que es hermosa.

María. Lo fue el año de la Revolución de Septiembre, cuando tú todavía no te habías casado.