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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815

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XIX

A las nueve de la noche pisaba yo la Cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado) recibían diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo. Diversos bustos de príncipes de ambos sexos puestos sobre las mesas, alegraban la estancia con sus caras satisfechas. Las miradas de sus ojos de mármol parece que confluían al centro, y se contemplaban unos a otros, a veces risueños, ceñudos a veces, según estaba festiva o lúgubre la tertulia. Casi en el centro de uno de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos unos y haraposos otros, con semblante estúpido y ademanes incultos todos, se reían de la tertulia constantemente, embrutecidos por el vino. Eran Los Borrachos de Velázquez. A veces aquellos hombres puestos en alto, entre los cuales el del centro escrutaba con su mirar insolente toda la sala, parecían una especie de tribunal de locos. En un rincón, junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro y en una de sus manos llevaba un rosario. Era Felipe II, pintado por Pantoja. Ante aquel retrato se detuvo en pie Napoleón, contemplándolo con atención profunda un día de Diciembre de 1808.

Cuando yo entré en la Cámara Real, Su Majestad estaba sentado en un sillón a poca distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo hacia él el humo de su cigarro. A espaldas de su señor estaba Pedro Collado, y no lejos Artieda, que era menudillo y algo compungido, de semblante un poco aclerigado, ya viejo, tardo en hablar y en moverse, pero de ojos muy observadores. El duque había entrado conmigo. Saludamos al Rey, distinguiéndome yo por mis exageradas muestras de veneración y amor, a estilo Lozano de Torres (aún no es ocasión de hablar de este personaje). Fernando me recibió con aquella placentera bondad que le reconocen amigos y enemigos, y luego en el tono más campechano del mundo nos dijo:

– Duque, siéntate… Siéntate, Pipaón.

Volviendo la cabeza a un lado y otro, añadió:

– Collado y Artieda, sentaos.

Los dos venerables criados, el prócer ilustre y yo, humilde hijo de labradores, nos sentamos frente al poderoso en los divanes que había a un lado y otro de la chimenea.

Puso Fernando una pierna sobre la otra (¡cuán presentes tengo estos detalles!) y retorciendo el cigarro en la boca, dejó caer de sus augustos labios estas palabras:

– ¿Qué se dice por ahí?

– Esta tarde – replicó Collado- han ido a comer con el Inquisidor general, D. Pedro Ceballos, Eguía y el Sr. Majaderano.

– ¿Quién es Majaderano? – preguntó con indiferencia Fernando.

– El ministro de Gracia y Justicia – repuso Alagón. – Así le llamaba Gallardo en su graciosa Abeja.

No nos reímos, porque el monarca permaneció impasible. Al fin, sonriendo, dijo:

– ¡Ceballos sentado a la mesa con el Inquisidor!

La señal fue dada. Todos soltamos la risa.

– ¿Si querrá D. Pedro participar al prelado cómo va la secta masónica de que es jefe? – dijo el duque.

– Yo había oído que era masón – afirmé con malicia, – pero hasta ahora no sabía que era el Papa de los Hermanos.

– Tan cierto como es noche – dijo Alagón, observando el semblante de Su Majestad, que impasible hasta entonces demostraba poco interés en la conversación.

– Lo que más asombrará al mundo – indicó Collado- es saber que los masones tienen su logia en la casa misma de la Inquisición.

– Hombre, tanto como eso… murmuró el Rey con indolencia.

Todos fijamos en él la vista.

– Quizás se trate hoy de eso en la comida del Inquisidor – añadió Paquito.

– Artieda – ordenó Fernando bruscamente. – Trae cigarros.

El lacayo dio al Rey lo que este pedía, y habiéndonos ofrecido a todos los presentes, fumamos. El humo de los cuatro cortesanos juntábase con el del Rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían cabriolas media docena de dioses y ninfas pintadas por Bayeu.

– ¿Qué habláis ahí de franc-masonería? – preguntó Fernando después de una larga pausa en que no se oía más ruido que el del enorme reló cuya ancha esfera y pagana figura de bronce ornaban la chimenea.

– El señor ministro de Estado de Vuestra Majestad lo podrá decir – repuso Collado.

– ¿Qué hablas ahí, estúpido? – dijo Fernando, sacudiendo un poco su somnolencia.

– Señor – repuso el criado, apoyando los codos en las rodillas y observando el cigarro mientras lo volteaba entre los dedos, liando y desliando la ensalivada capa. – Los tontos y estúpidos son los que dicen las verdades. Vaya por las que he dicho a V. M. en ocho años.

– ¿Hablabas de Ceballos?

– Sí señor.

– Decías que era franc-masón. ¿Acaso hay ahora franc-masones? – preguntó el hijo de Carlos IV con viveza.

– Los hay, los hay – exclamó Collado. – Esta mañana hablábamos el Sr. Pipaón y yo de la taifa de masones que va saliendo por todos lados, como mosquitos en verano y… que cuente el Sr. Pipaón lo que sabe.

– Pipaón – dijo el Rey con evidente deseo de variar la conversación y sonriendo picarescamente, – no entiende más que de cortejar muchachas bonitas.

Hice una reverencia a la bondadosa Majestad, única contestación que me era permitido dar a broma tan impropia de la gravedad de mi carácter.

– Sí – añadió el señor de dos mundos, juntando la nariz con la barba, – con esa cara de Pascua florida y esa hinchazón de consejero de Castilla, es el mayor amparador de doncellas que hay en Madrid. Se mete en las casas más honestas, saca los tiernos pimpollos, los conduce socolor de música y fiestas a los barrios bajos, los lleva también a las procesiones, a las fiestas de los conventos…

– Señor, señor…

Yo no podía decir otra cosa, humillando mi frente de vasallo, ante la sonrisa de quien me honraba dejando caer sobre mí las relucientes ascuas de sus burlas reales. De repente aquellos cortesanos tan diestros, tan hábiles en el conocimiento de las conveniencias de la cámara, así como de la caprichosa voluntad de su señor en la marcha de los diálogos que allí se sostenían, dejáronme solo en presencia de Su Majestad. El duque llevó a los dos criados al otro lado de la estancia.

Hubo una pausa. Fernando contemplaba el techo, y al fin, como quien sale de honda distracción, mirome fijamente y preguntó:

– ¿Qué decías?

– Señor, Collado ha apelado a mi testimonio en apoyo de sus opiniones sobre la franc-masonería, y yo debo decir…

– Que todos son masones, y yo el jefe de ellos… ¿Te ríes? Pues no falta quien lo asegura así.

– ¡Oh!, señor, antes que pronunciar tal desacato, mis labios callarían para siempre.

– La verdad es que hay un Oriente en Granada, del cual es presidente el conde del Montijo… – continuó el Rey.

– Justamente, señor y…

– Y en el cual parece andan también muchos hombres graves que no debieran ponerse en ridículo… pues tengo para mí que eso de la masonería es una farsa grotesca, que no conduce a nada bueno ni a nada malo. Muchos son masones para ocultar sus amores nocturnos – añadió con viveza; – por ejemplo tú… Dime, ¿a qué logia ibas anoche con aquellas dos damas?

– Señor… – repetí confundido.

Indudablemente me puse como una cereza. Él dijo con mucha gracia:

– La desmayada se me presentó otra vez al día siguiente en la Trinidad. Cojeaba un poco y estuvo a punto de caer segunda vez. Muchos tropiezos son en tan poco tiempo.

– ¡Oh!, sí, muchos tropiezos. Vuestra Majestad sabe ya quién es la madre, la hija, el hermano, etc. En cuanto a la niña, no hay otra en Madrid ni más linda ni más graciosa.

– En verdad – indicó el Rey, dando a aquel asunto un interés inmenso, – sus facciones no son perfectas; pero la expresión de su cara es encantadora y el conjunto de sus facciones…

– ¡Oh, seductor! ¿Pues y aquellos torneados brazos y aquel cuello de alabastro?…

– ¡Y qué pie tan bonito! ¿No es verdad? – dijo Fernando con sencillez suma, no menos engolfado que un mozalbete en la contemplación imaginaria de la beldad soñada. – Paco no ha podido decirme los motivos de aquel brusco encuentro; ¿a dónde ibais?, ¿de dónde veníais?

Comprendiendo que marchaba por buen camino, expuse a mi interlocutor los verídicos hechos de mi paseo nocturno, sin omitir nada, ni alterarlos, ni olvidar antecedentes ni móvil alguno, y en el momento en que pronuncié el nombre de Gasparito Grijalva, sorprendiose mucho y alzando la voz, me dijo:

– Hoy ha estado aquí su padre a pedirme que ponga en libertad a ese niño. Es una buena obra… lo he concedido al momento. ¿No crees tú que es una buena acción? La pobre muchacha merece esta recompensa por su puro y noble amor.

Yo callé.

– ¿No crees tú que es una buena obra ponerle en libertad?… ¿No crees que mañana mismo?…

Seguí callando y moví la cabeza en ademán dubitativo.

– ¡Cuán dulce prerrogativa es la del perdón en los reyes! – exclamé. – Dios se la ha concedido para que sean superiores a las mismas leyes, que no tienen más que la de la justicia.

Fernando pareció fastidiado de mi pedantería, y bruscamente me dijo:

– ¿Qué crees tú? Dilo con franqueza.

– Mi opinión, señor – repuse con humildad, – no debe ser de ningún peso en las resoluciones de Vuestra Majestad, pero si me viera precisado a darla…

– Ya la espero – afirmó con impaciencia aquel hombre prudentísimo que no quería nunca proceder de ligero en sus resoluciones.

– ¿No hay tiempo de poner en libertad a ese loco? – dije con la mayor osadía. – ¿Por fuerza ha de ser mañana, señor?

– Verdaderamente es así. Pero yo prometí a ese anciano la libertad de su hijo…

 

– ¡Qué dulce prerrogativa es la del perdón! – repetí compungidamente. – ¡Y qué placer tan grande debe de experimentar el corazón de un monarca al conceder mercedes a sus súbditos sin omitir a los más grandes criminales! Las alegrías que con una sola palabra produce, ¡cuán benditas son! ¡Cuántas lágrimas se enjugan! ¡Cuántos corazones palpitan gozosos! El de Presentacioncita, en este caso, saltará dentro del blanco seno, más por ver logrado su empeño que por amor al mancebo.

– Pues qué, ¿no está enamorada de ese calaverón?… – preguntó con mucha viveza, hondamente interesado en todo aquello que pudiera contribuir al bien de sus súbditos.

– No lo creo… Le tiene afecto, un afecto caprichoso y nada más. Es niña de mucha ambición… Ha de saber Vuestra Majestad que tiene aspiraciones locas, insensatas…

– Aspiraciones locas – repitió. – ¡Vaya con la niña!

– Si Vuestra Majestad la tratase, si pudiera apreciar por sí mismo los vuelos de aquella imaginación ardiente…

– La cojita no puede ser más mona – dijo, dando a sus ojos expresión semejante a la que en los suyos tenía alguno de los individuos del lienzo de Velázquez. – ¡Y qué cuerpo tan bien formado!… Es una preciosidad… una joyita de carne y hueso.

Hablome en este tono largo rato, demostrándome su mucha afición a las artes, y principalmente a la escultura, de la que era especial devoto.

– ¡Y pensar que tales tesoros van a ser para ese tronera de Gasparito Grijalva! – exclamé yo. – Vamos, ¡quién le había de decir a ese calumniador de Vuestra Majestad, a ese charlatán irreverente y desvergonzado que mañana mismo va a recibir de Vuestra Majestad generosísima el perdón de sus culpas, y que con el perdón va a entrar en el pleno goce de sus derechos amatorios!…

– ¡Es su novio, su pretendiente!… ¡Cómo se divierten esos chicos… que no son reyes!

– Y no la deja ni a sol ni a sombra. ¡Qué pesado es! Como la condesa le permite entrar en la casa, allí está a todas horas el barbilindo cosido a las faldas de su Filis. No puede la niña pestañear sin que el moscón se entere…

– ¡Hombre! – exclamó el Rey, dándose una palmada en la rodilla, – me carga ese niño.

– ¡Y qué lengua!… ¡Qué lengua! Es capaz de revolver a todo Madrid.

– En verdad, Pipaón, que si no fuese porque prometí a Grijalva ponerle en libertad…

– ¿Pero por fuerza ha de ser mañana? – me atreví a decir. – ¡Ah! Vuestra Majestad no sabe ser generoso a medias, y por hacer bien, no repara que favorece a sus enemigos.

– No estaría demás que ese D. Gasparito, o D. Moscón, durmiese unas noches más en la cárcel, ¿qué te parece, Pipaón?

– Admirable: unos días más de cárcel, y después se le pone en la calle… ¡Generosidad y previsión! ¡Ejemplares virtudes que no deben separarse jamás!

– Dices bien; pero yo… – objetó Su Majestad sacudiendo el cigarro y pidiéndome fuego para encenderlo, – pero yo quisiera servir al pobre y leal D. Alonso… Cuando yo estaba en Francia, me prestó varias cantidades sin interés ninguno.

– Si Vuestra Majestad aprecia en algo mi parecer me tomaré la libertad de decirle que Grijalva tiene asuntos de más interés que el de su hijo, y en los cuales puede recibir inmensos favores de su Soberano.

– ¿Cuáles?, dímelo pronto.

– El de la moratoria que solicitan las señoras de Porreño… Conceder esa merced y dar golpe terrible a Grijalva es todo uno.

– ¿Grijalva es el acreedor? – preguntó con anhelo.

– El mismo. Suponga Vuestra Majestad qué gracia le hará esperar diez o doce años para poder embargar los bienes de esas señoras…

– Porreño se comió su fortuna y la ajena, diose buena vida, y ahora sus herederos no quieren pagar… ¡Qué excelente sistema! Veo que esas señoras tienen talento, Pipaón – dijo Su Majestad con expresión festiva.

– ¡Excelente sistema! – repetí yo.

– ¡Y sobre todo muy español! – añadió el Rey de las Españas, con un aplomo humorístico que a pesar mío me hizo reír. – Gastar lo propio y lo ajeno, vivir a lo príncipe, y después encastillarse en la grandeza y dignidad de los títulos nobiliarios para rechazar el pago de las deudas como una ignominia… ¡Oh, qué delicioso país y qué incomparable gente!

– Sin embargo, se dice que Grijalva no cobrará…

– Que sí cobrará… pues no faltaba otra cosa – exclamó Fernando con firmeza. – Se me presenta la ocasión más bonita que pudiera apetecer para contentar al buen D. Alonso sin ponerle en libertad al niño.

– Con lo cual se le hacen dos favores.

– ¡Collado! – gritó el Rey volviendo el rostro.

Acudió el cortesano, y Su Majestad sin mirarle, le dijo:

– ¿Apuntaste para mañana el sobreséase del hijo de Grijalva?

– Sí señor, aquí está – repuso Chamorro sacando un papel. – Esta noche pienso que pase al señor Echevarri.

– No, no hay nada de lo dicho… ¡Artieda!

El ayuda de cámara se acercó.

– ¿No fuiste tú quien tomó nota de la moratoria?…

– Para pasarla al Consejo Real… Ya le he dicho al señor obispo de Menorca y al señor Escóiquiz, que estaba concedida.

– Estúpido ¿quién te mandó prometer?…

– El señor Inquisidor general – dijo Collado- me la recomendó también con vivo interés…

– Perdone Vuestra Majestad – repuso Artieda humildemente. – Sin duda yo entendí mal, cuando Vuestra Majestad se dignó acceder a la petición que le hicieron el reverendísimo señor obispo de Menorca, el reverendísimo señor obispo de Astorga, y el reverendísimo Inquisidor general.

– ¡Vete al diablo tú y tus reverendísimos!… – exclamó Fernando, con el rostro encendido por la ira, lo cual le acontecía a la menor incomodidad.

– Entonces… – balbució el ayuda de cámara.

– Entonces… – repitió el Rey, remedando, no sin gracejo, el aire contrito y el sonsonete quejumbrón de Artieda- entonces quiero decir que no concedo la moratoria… ¿Lo entiendes? ¿Todavía quieren más los reverendos? Ya no les queda nada que pedir para sí, y piden moratorias para sus tramposos amigos, tenencias de resguardo para los cortejos de sus sobrinas y beneficios simples para los niños de teta de sus señoras amas…

– El señor obispo de Almería – dijo Collado con timidez- me dijo que tenía tanto, tantísimo interés en que esas señoras… Y Su Ilustrísima…

– Basta de Ilustrísimas y de sobrinos de Ilustrísimas – dijo Fernando con hastío. – Collado, quedamos en que no hay sobreséase para el hijo de Grijalva. Artieda, quedamos en que no hay moratoria para las señoras de Porreño… Ambas cosas negadas.

Hubo una pausa. Los criados se retiraron taciturnos. Observé que desde el rincón de Felipe II, cuatro ojos me miraban con enojo.

Un instante después entró en la tertulia mi maestro y señor D. Antonio Ugarte.

XX

Entró risueño, rebosando alegría, repartiendo sonrisas, cautivando con su amabilidad de tal suerte, que la tertulia sólo con su presencia adquirió la animación de que antes carecía. Recibiole Fernando con mucho gozo, y después que cambiaron varias palabras, mitad en broma, mitad en veras, diole el Rey las quejas por su ausencia, a lo cual contestó Ugarte:

– Pues qué, ¿este tunante de Pipaón no dijo a Vuestra Majestad que salí de Madrid a desempeñar un encargo del señor ministro de Rusia?… Y a propósito, señor, ¿con que ya no tenemos ministro de Hacienda?

– ¡Ya no tenemos ministro de Hacienda! – replicó Fernando con afectación de pesadumbre festiva. – Estamos sin ministro de Hacienda. ¡Qué desventura! Di Ugarte, ¿tenemos aire que respirar y sol que nos alumbre?

Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas, fórmula entonces la más gráfica de la adulación.

– ¡Oh!, señor – dijo Ugarte con irónico acento dramático, – estamos muy mal. ¡El mundo se desquicia!… ¿Qué va a ser del reino sin ministro de Hacienda?

– Como que no sabemos que dos y dos son cuatro si el ministro de Hacienda no nos lo dice… – añadió el Rey, produciendo nueva explosión de risas. – Pero recobra el aliento, querido Ugarte, que hay ministro.

– ¿Quién, señor? ¿Se puede saber?

– El mismo, el señor alcalde de Móstoles.

– ¡Oh! – exclamó Ugarte con cierta confusión. – Me habían dicho que el Sr. D. Juan Pérez se había ido esta tarde a tocar el órgano del pueblo a que debe la celebridad.

– No hagas caso – indicó el Rey- no tengo motivos para despedir a Villamil. Sólo que esta vil chusma, como dice Ceballos, es capaz con sus chismes y enredos de trastornarme los ministerios todos los días.

– Pues por Madrid ha corrido la noticia – añadió Antonio I. – Por cierto que se daba a D. Felipe González Vallejo como sucesor de D. Juan Pérez.

– Eso quieren estos – dijo Fernando, señalando con desdén a Alagón y a los dos criados. – En caso de vacante, tal vez…

– Pues el consejo del duque me parece acertado – dijo Ugarte. – Vallejo es hombre que lo entiende, aunque no lo parece. Es de esos cuya apariencia engaña.

– ¡Y tanto que engaña! – repitió Fernando con malicia. – Cualquiera creería, oyendo a Vallejo, que es tonto solemne de siete capas. Se lleva uno cada chasco…

– Casi siempre engaña la apariencia en los hombres de Estado – repuso Ugarte.

– Vamos, ya cogió D. Antonio su tema favorito – dijo el duque riendo. – Va a hablar pestes de Ceballos.

– No, nada de eso… Acabo de separarme de él en casa de unos amigos – replicó D. Antonio. – Tan guapote como siempre…

– Aquí – dijo el Rey sonriendo- se ha dicho esta noche que es el jefe de los masones.

– Como D. Pedro ha de estar en todo – repuso Ugarte con mucho gracejo- nada tiene de particular que esté también en la masonería. ¿No le llaman por ahí el indispensable?

– Y el cambia-colores.

– ¿No ha figurado en todos los partidos desde 1808?

– Vamos, no murmurar – dijo Fernando. – Se miente mucho y se dicen muchas falsedades.

– Ciertamente – añadió Alagón con punzante ironía. – Que D. Pedro Ceballos, después de ser ministro de Carlos IV y del Sr. D. Fernando VII, fue a Bayona y se vendió a Bonaparte… ¡falsedad! Que el Sr. D. Pedro Ceballos, acompañado del masón Urquijo y del inquisidor Llorente, redactó la Constitución de Bayona… ¡falsedad! Que el mismo señor firmó la circular del 8 de Julio a los agentes diplomáticos, mandándoles reconocer al rey Botellas… ¡falsedad! Que el susodicho, volviéndose del revés, publicó un célebre manifiesto en que ponía como ropa de pascuas a Napoleón, a José y a Godoy… ¡falsedad! Que después ofreció sus servicios a las Cortes de Cádiz, las cuales le hicieron consejero de Estado… también falsedad y calumnia… En fin, que mi hombre cansado de tantos naufragios, arribó al puerto del gobierno absoluto, donde echó el ancla e hizo bandera de…

– ¡Alto, alto!… – exclamó con mucha zunga Fernando VII; – alto, querido Alagón, que te metes en terreno de mi tío el almirante.

Todos prorrumpimos en alegres risotadas.

Un lacayo anunció la visita de dos personajes, diciendo:

– D. Pedro Ceballos, D. Juan Pérez Villamil.

Pocos minutos después, en la tertulia y placentero corrillo junto a la chimenea y alrededor de nuestro Rey, éramos siete; ocho, contando con el astro hispano de que éramos satélites.

Villamil hablaba poco y era hombre muy serio. Ceballos, por el contrario, gustaba de recrearse en sus propias palabras y era festivo, grave, frívolo o sesudo, según el humor de sus interlocutores. El primero que rompió la palabra, sin embargo, fue el ministro de Hacienda, sin duda porque traía dentro del cuerpo algo que anhelaba echar fuera.

– Señor – dijo respetuosamente. – Por ahí se dice que he dejado de ser ministro de Hacienda. Como Vuestra Majestad no se dignó decirme nada esta mañana, vengo a saber si es cierto, para retirarme al sosiego de mi casa, de donde no me gusta salir sino para el servicio de Vuestra Majestad.

– ¿Qué estás hablando? ¡Que dejas de ser ministro! – exclamó Fernando con afectado asombro.

– Así se dice, señor.

– ¿Habéis oído algo? – preguntó Su Majestad, recorriendo con sus ojos el círculo de semblantes que ante sí tenía.

– Yo no he oído nada…

– Ni yo.

Todos dijimos que no, haciéndonos los pasmados.

– Ya estoy cansado de recomendar que no se haga caso de paparruchas – dijo gravemente y con mucha energía nuestro soberano. – Pues qué, ¿dejarías tú de saberlo, si no estuviese contento de tu ministerio? ¿Por qué había de ocultarlo hasta el momento de sustituirte?

– Eso mismo digo yo. Si Vuestra Majestad…

– ¿Y qué tenemos de negocios? – dijo bruscamente Fernando, interrumpiendo a su ministro.

– Los decretos que pasaron a informe del Consejo, están ya despachados – repuso Ceballos.

– ¿Cuándo quiere Vuestra Majestad que se publiquen? – preguntó Villamil.

– Cuanto antes, hombre. Ya deberían estar publicados.

 

– No se dirá que no se trabaja en los ministerios – manifestó Ugarte, dirigiendo principalmente sus miradas al secretario de Estado. – Ahí es nada la balumba de disposiciones que van a promulgarse estos días.

– Decreto prohibiendo las máscaras – dijo Ceballos; – decreto prohibiendo los periódicos; decreto encargando la educación de los niños y las niñas a los frailes y las monjas; decreto recomendando que se respete y venere a los ministros del altar; circular mandando a los españoles que guarden la mayor compostura dentro de la iglesia; circular disponiendo que las señoras se vistan con modestia para asistir a las funciones religiosas… en fin, la perturbación en que el reino quedó después de las Cortes, exige que se trate de poner algún arreglo en esta sociedad… He enumerado las disposiciones que Vuestra Majestad se ha dignado proponer y que se me entregaron en minuta escrita de su puño y letra… La previsión y tino de Vuestra Majestad son dignos del mayor elogio. Los citados decretos son convenientísimos y de grande aplicación en el estado del reino… Queda, sin embargo, mucho por hacer todavía. Nosotros, como más en contacto que Vuestra Majestad con los negocios públicos y las necesidades del reino, hemos observado irregularidades y asperezas y situaciones anómalas y tirantes que deben desaparecer.

Fernando oía con profunda atención a su ministro de Estado, y los demás también.

– Explícate mejor – dijo el Rey. – Ya sabes que siempre te oigo con gusto.

Inclinándose agradecido Ceballos, prosiguió así:

– Aquello en que principalmente hay que poner mano es la irregularidad del gobierno de las provincias de Andalucía. Hay en Sevilla un hombre llamado Negrete, a quien todos conocemos, el cual domina allí como dictador, sin documento alguno que acredite su autoridad, diciéndose emisario del gobierno y atropellando a todo el mundo del modo más inicuo. La exageración y la saña son tan perjudiciales al Estado, como la tibieza y blandura excesivas. Las provincias de Andalucía están aterradas, señor, con la presencia de tal monstruo. No sabemos qué magia terrible lleva ese hombre en sus palabras; pero es lo cierto que los propios jueces tiemblan ante él. Llena ese vil los calabozos sin más ley que su capricho, y socolor de perseguir y exterminar a los liberales, comete los más infames atropellos. Él mismo forma brevemente las causas, asistido de viles sicarios, y las falla en el tribunal de la Inquisición, donde se ha constituido en juez supremo… Ahora digo yo, señor, ¿puede esto tolerarse?… ¿es posible gobernar a una nación de esta manera? Vuestra Majestad no ha dado poderes a ese hombre…

– ¡Oh, no; seguramente que no! – dijo Fernando con aplomo imperturbable.

– Nosotros los ministros tampoco; el Consejo tampoco: luego ese hombre es un falsario; ese hombre es instrumento de algunos pérfidos que subterráneamente, o quizás de un modo hipócrita, fingiendo interés por Vuestra Majestad, se complacen en sostener esta sangrienta intriga, que perturba el reino todo y hace odioso el paternal gobierno establecido a costa de tantos sacrificios.

Hubo una pausa. El soberano meditaba.

– Cosas de la masonería – indicó Ugarte.

Y repitieron todos.

– Cosas de la masonería.

En aquel tiempo, la culpa de todo se echaba al gato, es decir, a los masones.

– Yo encargaré a Echevarri – dijo al fin Fernando muy seriamente, – que se ocupe con empeño de descubrir los autores de tales atentados y en ponerles remedio.

Echevarri era el ministro de Seguridad pública.

Todos fijamos la vista en Su Majestad, que contemplando el fuego, movía dulcemente los labios, tarareando y sonriendo.

– Ceballos, ¿has visto hoy a Pepita? – dijo de súbito.

– ¡Oh, sí! – repuso el cortesano, cambiando repentinamente de semblante y tono y poniendo en olvido como por encanto a Negrete y sus tropelías. – La he visto. Está muy incomodada con el duque por cierta canonjía.

– ¿De veras? – preguntó Su Majestad riendo.

– Traslado la incomodidad al Sr. Collado – dijo el duque, – que en su afán ambicioso ha dejado a esa señora sin la prebenda que le prometí.

– ¡Qué demonio! – exclamó perezosamente Fernando. – Dádsela, dadle cualquier cosa… Por no oírla se le podrían regalar dos mitras.

– ¡Dos mitras! – dije yo. – Las tiene todas la negra del Sr. Villela.

Más adelante hablaré del Sr. Villela, de su negra y de las mitras de la negra del Sr. Villela.

– Como esa canonjía estaba ya dada – manifestó Collado, – pensé que le vendría bien a doña Pepita una superintendencia de Arbitrios, y esta mañana le di la nota al Sr. Villamil.

– Se hará inmediatamente – repuso el hacendista.

– O se le dará la bandolera vacante – propuso Alagón.

– ¿Pero hay todavía superintendencias de Arbitrios? – preguntó humorísticamente el Monarca, – mejor dicho, ¿hay arbitrios todavía? Yo pensé que todo eso pertenecía a la historia, según están las cajas del Tesoro de lisas y mondas.

– Señor – dijo Villamil, – el estado del Erario no se oculta a Vuestra Majestad. El escaso producto de los impuestos no basta ni con mucho a cubrir los enormes gastos, aumentados cada día con la creación de nuevos destinos. El reino no tiene recursos para costearse su ejército, ni su marina, ni para dotar dignamente la Casa Real ni su regia guardia; España es pobre, pobrísima; necesita los caudales de América para vivir con algún decoro entre las naciones de Europa.

– Y esos caudales de América, ¿dónde están?

– ¡Ay, eso es lo que a todos nos contrista! Fácil sería gobernar la Hacienda, si América nos enviase los tesoros que aquí nos hacen falta. Esa gran canonjía de nuestra nación no ha durado todo lo que debiera. Reflexione Vuestra Majestad, como Rey previsor, sobre la gravedad de esta situación. La América está toda sublevada, y las juntas rebeldes funcionan en Buenos-Aires, en Caracas, en Valparaíso, en Bogotá, en Montevideo. Si Méjico está aún libre del contagio, los americanos de Washington se encargan de trastornar también aquel país, del mismo modo que el Brasil nos trastorna el Uruguay, e Inglaterra nos revuelve a Chile. La insurrección americana exige un gran esfuerzo, un colosal esfuerzo. Es preciso mandar allá un ejército; pero para esto, señor, se necesitan tres cosas: hombres, dinero y barcos.

– ¡Hombres, dinero, barcos!

– Lo primero no falta; pero ¿cómo los equiparemos, y sobre todo, en qué buques les lanzaremos al mar? Vuestra Majestad no tiene en su marina un solo navío que valga dos cuartos, y los arsenales carecen de elementos para la construcción.

– ¡Risueño cuadro acabas de trazar! – dijo Fernando, hundiendo la barba en el pecho.

– Risueño no pero sí verdadero – afirmó D. Juan Pérez. – Si ocultase a mi Rey la verdad, sería indigno del afecto que Vuestra Majestad me profesa.

– Y que te profesaré siempre. Has hablado como un buen ministro. Nada de fantasías ni palabras bonitas. Así me gusta a mí… Pues es preciso buscar dinero y buscar hombres y buscar barcos.

– Señor, no olvide Vuestra Majestad – dijo Ceballos, – que si se lleva adelante la negociación con Inglaterra sobre la abolición de la trata de negros, o hemos de poder poco o nos han de dar una indemnización de muchos miles de libras.

– Es verdad: para resarcir los perjuicios de los tratantes de esclavos… A ver, Ceballos, Villamil – añadió Fernando con dulzura, – estudiad un plan, un plan cualquiera que mejore la situación en que nos hallamos. A uno y a otro os sobra talento para eso y para mucho más… ¿Me entendéis? Discurrid un plan vasto, que nos proporcione los recursos necesarios para sofocar la insurrección americana, bien sea creando impuestos, bien pidiendo dinero a los holandeses o a los judíos de Francfort, bien logrando los buenos oficios de alguna nación poderosa… en fin, ya me entendéis.

– Ya manifestaré más adelante a Vuestra Majestad algo de lo mucho que he meditado sobre el particular – dijo Ceballos.

– Y tú, Villamil, discurre, trabaja, proponme algo – prosiguió Fernando. – Por supuesto, no puedes figurarte lo que me mortifica que hayas creído en esas ridículas hablillas acerca de tu destitución.

– Señor…

– Hablaremos más despacio mañana… Puedes irte tranquilo y seguro de que sé apreciar tu lealtad… ¡Oh, Villamil!… No abundan los hombres como tú… Vamos, otro cigarrito.