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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815

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XIII

– ¿Con que le conviene a Vd. – me dijo el Duque afectuosamente- la Real Caja de Amortización?

– Si el mejor servicio del Rey me lleva a esa dirección – repuse- ¿por qué no?

– Ya convine con D. Agapito Ugarte, que es Vd. el único hombre a propósito para tal puesto.

– Gracias, muchísimas gracias, señor duque. Es Usted tan bondadoso… Sí, D. Antonio tiene mucho empeño en que yo dirija la Caja de Amortización. Esa serie de juros de 1803, que andan por ahí, sin que nadie los quiera, necesitan una mano cariñosa que les dé colocación con preferencia a los que ahora tienen el turno.

– Perfectamente – dijo satisfecho de mi perspicacia. – Esos pobres juros no valen dos reales hoy; pero para todo hay remedio…

– Para todo, señor duque.

– Los únicos poseedores de ese papel somos Ugarte, yo… y otra persona.

– Comprendido.

– Hicimos la tontería de adquirirlos al dos…

– ¡Oh!, no me cuente Vuecencia la historia. Si fui yo el encargado de comprarlos. Se compraron con intención de asimilarlos a los demás juros. D. Antonio y yo hemos hablado largamente del asunto, y es cosa arreglada, habiendo una mano enérgica en la administración.

– Muy bien – dijo Su Excelencia regocijado de mis procedimientos ejecutivos. – Pero harto sabe Vd., Pipaón, que esa mano enérgica (ya hemos convenido que será la de Vd.), que esa mano enérgica, repito, no podrá extender sus dedos de hierro, mientras sea ministro de Hacienda el Sr. D. Juan Pérez Villamil.

– Por de contado. Mas en Madrid todos dan por muerto a Villamil.

– De eso se trata – afirmó preocupado. – Pero no es tan fácil como parece, por más que diga el Sr. Collado… ya Vd. le oyó… Villamil está apoyado por Ceballos, el cual tiene muy buenos asideros.

– Mas es tan deplorable la política de este señor, que no sería difícil dar con él en tierra… digo, me parece a mí.

– Vaya si es deplorable. Todo el reino está alarmado ante las amenazas de los liberales – dijo el duque mostrando mucho su celo por el bien público. – Las conspiraciones crecen.

– Y cómo no han de crecer, si ha desaparecido el coco de las comisiones de Estado, si hasta se han prohibido las denominaciones de liberales y serviles; si se ha mandado que en el término de seis meses queden falladas todas las causas por opiniones políticas.

– Así no hay gobierno posible; es lo que yo digo. Así volvemos a los tumultos de la Constitución, al democratismo, al desorden de los papeles periódicos, de los clubs y de los cafés discursantes.

– Y se conspira, se conspira. Ya se lo demostraremos a Su Majestad.

– Si es inconcebible que no lo comprenda. ¡Qué falta nos hace ahora el bailío Tattischief! Ya podía haber dejado su viaje a París para mejor ocasión. ¿Y el Sr. de Ugarte cuándo viene de Guadalajara?

– De mañana a pasado. Por no poder hacerlo hoy me escribió para que, de acuerdo con Vuecencia, estuviese a la mira del sucesor de Villamil en caso de que éste caiga.

– ¡Oh!, no hay duda en eso – afirmó el duque con resolución. – El nuevo ministro de Hacienda será D. Felipe González Vallejo.

– Así lo espera D. Antonio.

– Y así será. Si es el candidato del infante D. Antonio, que hace tiempo bebe los vientos por darle la cartera…

– Y en verdad, no hay hombre más a propósito – indiqué yo. – Vallejo no será tan reglamentario como ese testarudo alcalde de Móstoles, que no perdona un número ni una letra, y abruma a todos los empleados con su nimiedad escrupulosa. De todo quiere enterarse, y ha de meter su hocico en los asuntos más insignificantes.

– ¡Una calamidad! – exclamó Alagón con cierta somnolencia, arrellanándose en su sillón. – Dicen por ahí que Vallejo no sirve para el ministerio de Hacienda, porque ha derrochado su fortuna y la de su mujer.

– Y que administró detestablemente la fábrica de paños de Guadalajara.

– Y que es un ignorante aturdido. Digan lo que quieran, para ser ministro de Hacienda no se necesita ser una lumbrera, ¿no es verdad, Pipaón? Cobrar lo que le dan, entregar lo que le piden… Cuando no lo hay, ellos no lo han de sacar de las piedras…

– Y para echar contribuciones no se necesita ser un Séneca; ¿no es verdad, señor duque?…

– Si al menos lograran satisfacer las atenciones más sagradas… pero es calamitoso lo que pasa. El Tesoro privativo del Rey, aquel del que libremente y a su antojo dispone Su Majestad, no toma del Tesoro público todo lo que debiera tomar, porque las arcas están casi siempre vacías. Verdad es que los directores de loterías y otros empleados de Hacienda regalan a Su Majestad, bajo el pretexto de ahorros, grandes sumas, que si no…

– Aun así, este año van depositados en el Banco de Londres algunos milloncejos – dije con malicia.

– Poca cosa… – repuso con desdén el duque. – Gracias a que Su Majestad vive hoy con mucha economía… Ya sabe Vd. que ha dispuesto suprimir el regalo que antes se hacía a la servidumbre a fin de año.

– Sí, toda la ropa blanca usada por las reales personas.

– Además ha suprimido mil inútiles despilfarros, porque el reino está agobiado de contribuciones, el Tesoro público vacío… Yo calculo que Su Majestad, arreglándose a la mayor sobriedad posible, no habrá gastado en el año que acaba de transcurrir, arriba de ciento veinte millones.

– El año que viene será más. ¿No ha oído Vuecencia hablar de boda?

– No conozco más que los proyectos de Ugarte y de Tattischief… ¡Una princesa rusa!… – indicó meditabundo. – Dudo mucho que eso se realice… ¿Ha dicho Vd. que D. Antonio viene?…

– Mañana o pasado.

– Si lográsemos despachar el asunto de Villamil, ya podría pensarse después en lo de la princesa rusa.

– El asunto de Villamil – dije yo en el tono más lisonjero que me fue posible- me parece resuelto, desde que hombres tan poderosos han puesto su mano en él. Por mi parte, en la Real Caja de Amortización estaré a las órdenes de Vuecencia.

– Gracias, Pipaón – me dijo con benevolencia suma. – Ya sabe Vd. que si el asunto fuera de interés mío exclusivamente, no lo tomaría tan a pechos; pero alguna persona muy superior a nosotros desea que esto se arregle.

– Comprendo… La monarquía absoluta tiene gastos inmensos… Todo es poco para ella.

– También necesita atender a todo, señor mío – afirmó sentenciosamente.

– Por eso me congratulo en extremo – añadí humillando la frente, – de contribuir con mis cortas fuerzas a este concierto admirable, sin que en la humilde sumisión mía haya el menor asomo de interés… pero ni el menor asomo de interés. Nada pido, señor duque.

Diciendo esto, me levanté para marcharme.

– Usted no necesita pedir para obtener – replicó. – Tan grande es su mérito y la solicitud que manifiesta en el buen servicio del Rey, y del reino… ¿No se le antoja a Vd. nada en estos días?…

– No, nada… Lo que es por ahora… – dije vagamente, como quien recuerda.

– ¿Nada en que yo pueda servirle? – repitió levantándose también.

– Ahora recuerdo, señor duque… una bicoca… Tenía empeño en… Puesto que Vuecencia se empeña, voy a pedir dos favores, dos favorcillos nada más.

– ¿Dos nada más?

– Dos. He oído hablar hace poco de una moratoria…

– Solicitada por la hermana del difunto marqués de Porreño. ¿Desea Vd. que se conceda?

– Al contrario, deseo, mejor dicho, tengo mucho interés en que no se conceda.

– Ese asunto lo trae en su cartera Artieda, guardarropa de Su Majestad. Es muchacho hipócrita, pedigüeño, y que, como tal, sabe sacar mendrugo. Es muy posible, muy posible, señor de Pipaón, que consiga la moratoria. En fin, yo veré.

– Haga Vuecencia lo que pueda, que yo por mi parte, si voy estas noches a la tertulia, veré cómo me las compongo con el Sr. Artieda.

– ¿Y el otro favor?

– Es relativo al hijo de D. Alonso de Grijalva.

– Ya… es Vd. su amigo. ¡Hombre generoso! ¿Quiere Vd. que se deje en paz al muchacho y se le ponga en libertad?

– Al contrario; deseo que siga en la prisión.

– ¡Hola, hola!… Por lo visto, Vd. protege el bolsillo de Grijalva, pero no apadrina las calaveradas de Gasparito… Buen propósito; me parece un excelente sistema. Aquí vislumbro todo un plan de moralidad perfecta.

– Me desvivo por arreglar a una familia perturbada. ¿Seré ayudado en mi noble tarea por Vuecencia?

– Eso es más fácil. Un preso más, un viajero más a tomar los aires de Ceuta.

– No, es que no quiero enviarle tan lejos.¿A qué esa crueldad? Tengámosle en la cárcel de la Corona hasta que madure.

– ¿Hasta que el joven madure?… Bien: por mi parte, haré lo que pueda.

– Señor duque, las promesas vagas de Vuecencia son para mí concesiones, y sus esperanzas realidades. Cuento con Vuecencia. Adiós.

– Adiós, Pipaón, que no deje Vd. de venir una de estas noches… Agrada Vd., agrada usted mucho… Se celebran sus chascarrillos y su gracejo para contar las cosas.

– Vendré, vendré. Hasta luego, señor duque.

– Abur.

XIV

Dirigime a casa de las señoras de Porreño, y hallé a doña María de la Paz muy gozosa por el buen giro y excelente aspecto que iba tomando su asunto. Acababa de salir de la casa el Sr. de Artieda, quien dio tales esperanzas y presentó la cuestión en tan buen pie para marchar a un feliz éxito, que ya se consideraba ganada la partida. Artieda, y dos o tres señores de la clerecía con el gobernador del Consejo, habían tomado a su cargo el negocio, siendo evidente que con tales pilotos (frase de doña María), el barco de la moratoria, combatido por los aquilones de la envidia, no podía menos de llegar a puerto seguro.

Yo dije a la señora que acababa de hablar en pro de su pretensión a varias personas de mucha raíz en la corte, lo cual me agradeció mucho. Añadí que estuviera tranquila, pues yo tomaba el negocio como mío, y no pararía hasta conseguirlo, empresa no difícil para un hombre que, a más de tener tantas relaciones, escupía en corro con los señores del Consejo. Después hícele una explicación detallada de lo que eran las moratorias, enumerando las cuatro clases de ellas, a saber: cesión de bienes, pleito u ocurrencia, espera o moratoria, y quita de acreedores, asentando que la que nos ocupaba pertenecía a la tercera categoría, por ser concesión graciosa del príncipe; y aunque el Consejo – dije con escrupulosidad curialesca, – rinda tributo a la majestad de las leyes, dictando el auto de traslado al acreedor, y luego el de pase a justicia, todo será cuestión de fórmula, resultando al cabo que el Sr. de Grijalva no tendrá más remedio que conformarse y tragar el auto final de no se moleste a la parte por tantos o cuantos años.

 

Esta explicación y los pomposos encarecimientos de mi poderío, fueron causa de que las tres damas me obsequiaran con inusitado esplendor, brindándome dulces de los mejores y vino de las tierras de Porreño. Gustome el licor, y tomando pie de él y de su aromática finura, conferenciamos acerca de aquellas tierras, yo pidiéndoles informes y dándomelos las señoras con tanta ufanía como verbosidad.

A este punto entró la señora condesa de Rumblar con su linda hija, y retirándose adentro después las señoras mayores y doña Paulita, que iba a la tarea de sus devociones, nos quedamos solos Presentacioncita, doña Salomé y yo.

– ¿No repara Vd. que estoy muy alegre, Pipaón? – dijo la graciosa muchacha.

– Sí, señora, lo había notado – respondí dando el último adiós al vino y dulces con que acababan de obsequiarme. – Eso prueba que el tiempo es la gran medicina de las enfermedades del corazón y del espíritu. Dígolo porque hace ya algunos días que mi Sr. D. Gasparito está a la sombra (sin que hayan valido mis generosos esfuerzos por sacarle), y el sustillo ha ido pasando, y con el sustillo la congojilla, y con la congojilla ansiosa, las lágrimas dulces… ¡Oh! ¡Dichoso el prisionero cuyas rejas son regadas con el divino licor de esos ojos!

– D. Juan, D. Juan… que se pone Vd. feo diciendo esas cosas… Si no lloro, si no estoy triste, si no hay ya nada de congojas, ni suspirillos – exclamó con tan franco y seductor arranque de alegría, que me desconcerté completamente.

– ¿Pues qué, señora doña Presentacioncita?…

– Si se ha escapado.

– ¡Se ha escapado! – exclamé con súbita ira, dando un salto en la silla. – ¡Se ha escapado ese tunante! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Qué carceleros, santo Dios, qué carceleros!… ¡Luego quieren que haya justicia en España!

– ¿Pero lo siente Vd.?

– ¡Escaparse! Después de haber hablado en público de las cartas de Su Majestad a Napoleón…

– Más vale así. Se ahorra Vd. el trabajo…

– No, no señora – dije procurando dominarme. – No, yo quería que fuese puesto en libertad en toda regla, después de un sobreséase como un templo. De este modo estaría más seguro, y podría vivir tranquilamente donde mejor le conviniera, mientras que habiéndose fugado de la cárcel, le perseguirán, le cogerán de nuevo, y entonces sí que será ahorcado.

– ¡Ahorcado! – gritó con ira. – ¡Ay! Me asusta Vd. Yo estaba contenta y Vd. ha venido a afligirme otra vez.

– ¿Sabe Vd. dónde está?

– Lo sé, sí señor. De eso iba a tratar cuando Vd. me ha puesto en ascuas.

– ¿Dónde, dónde?

– Despacio. No está en casa de su padre, al cual ha desagradado con su escapatoria, por el temor de que se le persiga más.

– Es claro.

– Gasparito se ha refugiado en una casa humilde, muy humilde, desde la cual me ha escrito, contándome todo. ¡Ay!, qué dolor tan grande – añadió dando un suspiro. – Está muerto de hambre y lleno de inquietudes, por miedo a que le denuncien los amos de la casa.

– Y harán perfectamente. Bien merecido le estará a ese jovenzuelo imprudente su última calaverada y el no haberse estado quietecito en la cárcel, esperando a que yo le sacara.

– Sea lo que quiera – dijo la niña en tono de mujer seria, – es preciso sacarle de la terrible situación en que está.

– ¡Sacarle!, y ¿cómo?

– Yo tenía un proyecto – indicó sonriendo con toda su gracia exquisita, – un proyectillo… y contaba con Vd., sí, señor, con Vd., para que me ayudara.

– ¡Conmigo!

– Con el hombre generoso y bueno, con el corazón de oro, con la inteligencia sublime, con la voluntad firme, con Pipaón en fin.

– Eso es, Pipaón sirve para los apuros, para los peligros; pero en tiempo de bonanza, Pipaón es un pobre hombre que no sirve sino para burlas.

– Si vamos ahora a disputar sobre esto, no tendremos tiempo de ocuparnos de lo otro – dijo con impaciencia.

– Veamos lo otro: siempre será otra… bromita.

– Pipaón – añadió con voz meliflua, y poniendo en sus ojos un abreviado paraíso de dulzura, de hechizo y de seducción. – Yo tengo un proyecto, en el cual me ha de ayudar Vd… Yo quiero ir esta noche a llevar algún socorro a Gaspar, y cuento con que me acompañe, con que me lleve Vd.

– ¡Esta noche!… ¡Los dos! – exclamé absorto, sin saber si negarme o aceptar.

– ¡Esta noche!… ¡Solitos!… mejor dicho, con doña Salomé, que también quiere ir porque también quiere dar ella algún auxilio al pobre muchacho.

La ilustre y ya marchita dama, que hasta entonces no había desplegado sus labios, me miró con cierto vislumbrillo de enojo, y dijo:

– Si el Sr. D. Juan no quiere ir con nosotras, no faltará un galán cortés y fino que nos acompañe.

– ¿Acaso he dicho yo algo, señoras? – repuse humildemente, considerando que la expedición era muy conveniente para mí por todos los conceptos. – Vamos a donde Vds. quieran, aunque sea al fin del mundo.

– No es tan lejos – dijo Presentación, – aunque por ahora no se le revelará a Vd. la calle ni la casa.

– Yendo conmigo, la condesa dejará salir a Presentación. Salimos al oscurecer – afirmó doña Salomé, revelando en su rostro de tafetán el deleite que aquellos livianos pensamientos de escapatoria le causaban. – Decimos que vamos a la novena del Ángel de la Guarda, y que a la vuelta subimos un ratito a casa de la marquesa, que ha dado a luz dos niñas de un parto.

– Y luego que veamos al pobre Gasparito y le consolemos y le demos algún socorro – añadió la muchacha, – le sacaremos de allí, y como no hay lugar más seguro que la vivienda de un cortesano del despotismo, D. Juan se lo llevará a su casa.

– ¡A mi casa! ¡Llevar a mi casa a un prófugo, a un reo de lesa majestad!…

– Vamos, amigo – dijo la niña con donaire, plantándome su divina manecita en el hombro, – no nos venga Vd. aquí con palabrotas. Aquí no hay delito ni majestades. Si Vd. no le lleva a su casa, si Vd. no le esconde, reñiremos para siempre. No me mire Vd., no me hable, no se ponga donde yo le vea.

Como prometer no era cumplir, ni la aquiescencia verbal equivalía a positivas concesiones de mi parte, prometí cuanto me pidieron y convine en todo lo que tuvieron a bien proponerme, con reserva de hacer después lo que me pareciera más conforme a la justicia, al bien del Estado y a mi propio sagrado interés.

Y para no cansar, aquí me tienen Vds. embozado en mi pañosa, con el sombrero hasta las cejas (si bien la oscuridad de la noche y el macilento alumbrado de la villa ahorraban precauciones), llevando una madama pendiente de cada brazo, como en los buenos tiempos de cuchilladas y amoríos, pasando de calle a callejón y de callejón a plazuela, ora de prisa para huir de un grupo de curiosos, ora despacio para recrearnos con el majo cantar que por las rejas de una casa humilde salía a veces callados los tres, a ratos hablando y riendo, regocijadas ellas de la libertad que gozaban, mientras las severas matronas nos suponían carcomidos de devoción en la novena del bendito Arcángel.

A mí me gustaba también el paseo, porque eso de llevar dos damas, una a cada costado, en la oscuridad de la noche y en un pueblo como Madrid, donde se abren tantas puertas al aventurero amor y a los locos deseos, no es cosa de despreciar. Yo oprimía con el vivo apetito del contacto el brazo de la de Rumblar, dejando el de la otra en libertad de que juntara o no su flaqueza con la del mío.

– ¿Pero llegamos o no? – pregunté a la muchacha.

– Ya pronto. ¿Es esta la calle del Águila?

– La del Águila es.

– Bueno… ahora a la del Rosario.

– Pues a la del Rosario. Supongo que no será para rezarlo. Parece mentira que en una casa que lleva ese nombre tan devoto se esconda un reo de lesa majestad.

Presentacioncita me clavó sus dedos en el brazo con tanta fuerza, que lancé un grito.

– Por infame y deslenguado – dijo ella.

Al entrar en la mencionada calle, doña Salomé preguntó, señalando una casa:

– ¿No es por aquí?

– Aquí – dijo Presentación, señalando la inmediata y acompañando su ademán de amoroso suspiro. – Creo que es el número 4…

– El 4 es. ¿Llamamos?

Llamé a la puerta, no sin cierta zozobra de que algún bárbaro malsín apareciera y me solfease de lo lindo. Según habíamos convenido, pregunté a la mujer que franqueó la puerta si vivía en aquellos aposentos un joven llamado D. Federico, el cual había venido poco ha de Toledo. Díjonos la mujer con muy malos modos que el joven se había marchado de aquella honrada casa para ir a otra de la calle del Bastero, número 6, donde de seguro le encontraríamos, porque andaba muy tapujado y no salía a la calle.

Fuimos a la del Bastero, y en su número 6 nos detuvimos para decidir qué resolución se tomaría, porque no era prudente arriesgarse en aventuras por tales sitios. Yo estaba ya arrepentido de haber metido mis manos en aquel peligroso fregado, mayormente cuando oí rumor de pendencias en la inmediata calle del Carnero.

– ¿Qué hacemos? – pregunté a la decidida Presentacioncita.

– Llamar.

Doña Salomé, que participaba de mis temores, dijo:

– Es demasiado tarde y esto está muy lejos. Me arrepiento de haber venido aquí. Soy de opinión que nos retiremos.

– Llame Vd., Pipaón, y pregunte – ordenó la joven.

En el piso bajo había una taberna, lo que me pareció de malísimo augurio, y las voces y juramentos que de ella como de un antro infernal brotaban, ponían miedo en el más esforzado corazón. Pero no hubo más remedio; llamé y hecha mi pregunta salió un portero rufián, el cual con muchísima sandunga nos dijo que entrásemos y que si no el doncel buscado (de quien no podía asegurar estuviese en la casa), había otros muchos, que recibirían bien a las madamas.

A regañadientes entré yo, empujado más que conducido por la amante doncella, y bien pronto nos hallamos en un patio de esos que sirven de centro a una casa de Tócame-Roque.

– ¿En dónde nos hemos metido? – preguntó con zozobra doña Salomé.

– Eso digo yo. ¿En dónde nos hemos metido?

– ¿Con que por quién preguntaban Vds.? – dijo el vejete portero, con una sonrisa truhanesca, que me heló la sangre en las venas. – ¿Por el oficialito, por el abate, por…?

– Por ninguno de esos, camarada – repuse, – porque ahora mismo nos volvemos a la calle.

– No hagamos caso de este buen hombre – dijo con afán la muchacha. – Subamos e iremos preguntando de puerta en puerta.

– ¡Está Vd. loca! ¿Sabe Vd. qué clase de gente es la que vive en estas casas?

– Gente muy honrada y cabal – afirmó el portero. – Una señora que fue doncella de S. A. la infanta doña María Josefa… un autor de diccionarios, siete poetas, dos grabadores de retratos, un torero, uno que fue magistrado del Crimen…

Oíase un rumor de disputas en los pisos altos de aquella colmena, el cual convidaba a salir cuanto antes en busca del silencio de la calle. Cerrábanse y se abrían con estrépito las puertas, dando paso a la claridad de las luces y al rumor de las voces, y un enjambre de chicuelos corría por los pasillos jugando a la caballería ligera y pesada. Dos traperos amontonaban no sé qué inmundos despojos en medio del patio, y tres mujeres se ponían como ropa de pascuas por la precedencia en sacar agua del pozo.

– Ábranos Vd. la puerta – dije resueltamente al Cancerbero, sacando una moneda, con la cual pensaba ponerle de parte nuestra, si ocurría cualquier accidente desgraciado.

Diciendo y haciendo, di algunos pasos hacia la puerta, cuando en esta sonaron fuertes y repetidos golpes, acompañados de gran gritería y algazara de fuera, a la que respondió al punto otra no menos discorde en los corredores.

– ¿Qué es esto, portero?

– Nada, señor – respondió con sandunga, – es la policía que viene en busca de un señoritico lameplatos, mamón y liberal, que se nos refugió aquí esta mañana… Yo di parte…

– ¡Él! ¡Dios mío! ¿Dónde está? – gritó Presentación con angustia.

– Se descubrió que se había escapado de la cárcel, donde estaba por injurias a nuestro querido Rey – añadió el portero, corriendo a abrir.

 

– Escondámonos… salgamos de aquí – exclamó doña Salomé, agarrándome el brazo y tirando de mí.

– ¿Pero por dónde? Vamos a tropezar con la policía.

– Escondámonos.

– Adelante.

– Subamos.

– Bajemos.

– Busquemos otra salida. Si nos ven…

– Señoras, no somos criminales – dije procurando sosegarlas. – Si la policía nos ve, nos verá. ¿Qué importa?

Diciéndolo, vi que entraban hasta media docena de alguaciles, asistidos de otros tantos soldados, y tras ellos una multitud de personas del bajo pueblo, todos los que a la sazón bullían en la taberna, muchas mujeres de la vecindad y el contingente completo de la chiquillería de la calle. Vociferaban, gruñían, chillaban y reían en bestial coro.

Una aprehensión en aquellos tiempos no era gran novedad, pero por viejo y gastado que el asunto fuese, siempre tenía irresistibles encantos para el pueblo, que estaba muy soliviantado entonces y enfurecido contra todo lo que a liberal o afrancesado trascendiera.

– ¡Le van a matar! – murmuró entre sollozos Presentación, llorando sin consuelo.

– Veamos si podemos escabullirnos – dije yo.

– No… no – gritó la afligida muchacha. – Veamos si le podemos salvar. Pipaón, diga usted que es un consejero de Castilla, un ministro; que es amigo de los señores obispos, del Nuncio, del Rey.

– Chitón… No se gastan bromas con esta gente.

– Yo quiero subir, yo quiero hablar a la policía – exclamó, alzando la voz con desesperación. – Vds. no tienen alma… yo estoy loca. ¡Socorro!

Maldita la gracia que me hacía aquella situación, que empezó a ser apuradísima desde que la dolorida muchacha puso el grito en el cielo, atenta sólo a su amorosa aflicción, y sin hacer caso de lo demás. No sé en qué hubiera parado trance tan amargo, si el agudísimo y tunante portero, conociendo al vuelo el apuro en que yo estaba, no viniera en nuestro auxilio, cuando ya la gente de la vecindad nos rodeaba, nos observaba, señalándonos como a tres entes extrañísimos en aquel sitio.

– Vengan usías por aquí – dijo el vejete, llevándonos al fondo del patio. – Pues no se puede salir, entren en mi cuarto y aguarden a que pase esta batahola.

Mucho trabajo costó llevar a Presentacioncita al oscuro albergue del señor portero, mas a fuerza de ruegos y prometiéndole yo que al día siguiente haría poner al preso en libertad, se aplacó un tanto. El portero, luego que nos puso en seguridad dentro de su aposento, nos dijo:

– Aquí no les molestará nadie. Cerraré la puerta. Cuando la policía se lleve al barbilindo y se despeje el patio, y se tranquilice la vecindad, saldrán Vds. Esto no es un palacio; pero aquí estarán las señoras como en su casa… Pueden sentarse… hay silla y media… Mi cama es blanda y sobre este trombón (porque yo soy músico)… sobre este trombón, digo, puede sentarse una de las madamas.

– Gracias, gracias.

El miserable hablaba con diabólica truhanería. Después de ponderar las comodidades de su alojamiento, salió, y cerrando por fuera la puerta, nos dejó dentro de aquel sepulcro.