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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815

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Antes de responder a mi saludo, me dijo:

– Espero que Vd., Sr. de Pipaón, como hombre de gran influencia, amigo de Ugarte Alagón y Pedro Collado, nos apoyará en nuestra justa pretensión, haciendo cuanto esté de su mano para que salgamos adelante.

– ¿Y cuál es el asunto?… – pregunté confundido.

– ¿Pues no lo sabe Vd.? ¿No estuvimos hablando de eso más de dos horas anteanoche?

– ¡Oh!, sí, señora mía, ya recuerdo, es…

– La moratoria que pretendemos… Ya hemos hecho la solicitud a Su Majestad, y se nos ha prometido que pronto se dará cuenta de ella a la regia Cámara, y que la apoyarán los más cariñosos amigos del soberano.

– ¿Una moratoria? ¿Conque una moratoria?…

– Nada más justo – dijo doña María de la Paz, con acento de convicción profundísima. – Ni se me alcanza por qué han de ser tan lentas y fastidiosas las formalidades para concederla; debiera ser cuestión de un par de días y de una esquelita de Su Majestad al Real Consejo.

– Señora, una moratoria siempre es asunto de gravedad.

– Pero no en el caso presente, Sr. de Pipaón – exclamó con viveza arrojando de sí una llamarada de orgullo que se extinguió bien pronto, como las chispas brotadas del pedernal. – Nosotras reclamamos una cosa muy justa. Mi padre y mi hermano contrajeron algunas deudas… la cantidad no hace al caso. Hiciéronlo así, porque el lustre de nuestra casa lo exigía, pues sólo en una comida de caza y pesca que se dio al Rey, al pasar por Montoro, cuando la batalla de las Naranjas, se gastaron treinta mil ducados. Ahora los acreedores, de los cuales el principal es D. Alonso de Grijalva, han dado en reclamar su dinero y quieren apropiarse las fincas libres que nos quedan, pues bien sabe Vd. que el mayorazgo, conforme a la ley de su principal instituto, se ha extinguido en nuestra línea por falta de varón.

– Ya, ya sé. ¿Vds., por falta de varón?… Comprendido.

– ¿Cómo es posible, pues, que un Rey justiciero, que ha venido a establecer en España las buenas doctrinas y a limpiar el reino de toda impiedad y bajeza, consienta en este despojo, en este embargo inicuo, insólito, irrespetuoso con que se nos amenaza?

– Señora, los acreedores… Ellos dieron, mejor dicho, colocaron su dinero… – indiqué respetuosamente.

– Sí, señor – añadió, despidiendo otro chispazo de soberbia que iluminó velozmente su rostro. – ¿Pero qué vale su dinero?… ¡Miserable metal! Como si no hubiera en el mundo más que dinero… ¿Pues y las virtudes, pues y las glorias y grandezas del reino, pues y el lustre, fíjese Vd. bien, el lustre de las familias?

– El lustre. Sí, convengo en que el lustre…

– No, no es posible que un gobierno justo nos quite la hacienda que honrosamente poseyeron nuestros antepasados. ¡A dónde vamos a parar! Estaría bueno que un D. Alonso de Grijalva, un hombre que ha salido de la nada, pues público es y notorio que vino a Madrid de la Maragatería, conduciendo un par de mulas; estaría bueno, repito, que un D. Alonso de Grijalva, fíjese Vd. bien, un D. Alonso de Grijalva, se calzase nuestros estados de Galicia y Aragón. ¡Oh! Es zapato muy grande para tal pie. Esos hombrecillos, nacidos de los tomillos y mastranzos, tienen una osadía que espanta. Tanto alzaron el vuelo en tiempos de la Constitución, que se creían dueños del mundo, y por lo que veo, aun después de vueltas las cosas a su ser y estado primero, continúan alzando la cabeza y amenazando con sus viles usurpaciones.

– En suma, Vds. solicitan que se ponga coto al inconcebible atrevimiento de los que han dado en la flor de llamarse acreedores.

– ¡Oh!, nosotras no negamos la deuda, ni tampoco el proposito firmísimo de pagar algún día – repuso con voz firme. – Pero deseamos que esos señores confíen en nuestra probidad y esperen tranquilos la hora oportuna de recoger lo suyo. ¿Pues quién duda que es suyo? Nuestra pretensión no puede ser más natural. Sólo pedimos a Su Majestad que nos conceda una moratoria nada más que de diez años, fíjese Vd. bien, de diez años…

– Ya estoy fijo, sí. Me parece muy justo. Dentro de diez años…

– No creo que Su Majestad, tan piadoso, tan buen cristiano, tan justiciero, tan cariñoso para todos los que no nos hemos contaminado de la constitucional pestilencia, niegue una pretensión tan razonable, mayormente si considera que el fiero enemigo, de cuyas garras queremos librarnos, es un hombre a quien suponen un poco desafecto al régimen actual.

– El Sr. de Grijalva no se mezcla en política. Es hombre modestísimo, que sólo se ocupa de gobernar su casa y sus intereses.

– ¡Oh!, qué mal lo conoce Vd. – repuso con súbito arranque. – Si yo dijera que no hay lengua más cortante contra el gobierno ni tijera más diestra que la suya para cortar vestidos a los amigos de Su Majestad… En fin, ¿qué tal hombre será y qué tal educación dará a sus hijos, cuando ha sido preso Gasparito por desacatos al Rey y no sé qué abominables dichos y hechos?

– Parece que el niño dijo en un café que Su Majestad era narigudo.

– Algo más sería – afirmó doña María de la Paz, con verdadera saña. – Descubriose que andaba en logias, escribiendo papeles y reclutando gente de mal vivir.

Presentación parecía de cera.

– ¡Oh!, si es cierto – afirmé- el hijo y el padre lo pasarán mal.

Presentación parecía de mármol.

– No, tales infamias no pueden quedar sin castigo. Veo que Su Majestad, llevado de su buen corazón, está por las blanduras y perdona a todo el mundo. ¡Escarmiento!… duro con ellos, Sr. de Pipaón. ¡Si no se castiga a nadie!

Presentación había enrojecido y parecía de fuego.

– Pero cualquiera que sea el fin de estas abominables conspiraciones – continuó la dama- Vd. tomará a pechos nuestro negocio, usted nos prestará su poderoso apoyo, Vd. arrimará su hombro al sagrado muro, fíjese Vd. bien, al sagrado muro de nuestra moratoria. ¿No es verdad amigo mío? – dijo doña María de la Paz, levantándose para retirarse.

– Yo…

No pude decir más, porque en aquel instante concebí una idea grandiosa, colosal, una de esas ideas que de tarde en tarde fulguran en el cerebro del hombre, abriendo ante sus ojos inmenso horizonte en los espacios de la vida, una idea que absorbió mis potencias todas por breve rato, no permitiéndome ver cosa alguna, ni pensar en nada que estuviese fuera de la esfera de mí mismo. Tras de la idea vino un propósito firme, poderoso, y después un plan, cuyo sencillo organismo se me representó clarísimo en todas sus partes.

– Señora, no necesito decir que haré los imposibles porque se consiga esa moratoria – manifesté con artificioso interés a la dama, cuando se retiraba.

Después volví al lado de Presentacioncita. Su cólera, mal contenida, se desahogaba en amargo llanto.

– Adorada y adorable niña – le dije con acento de profundísima verdad. – No llore usted: todo se arreglará.

– Vd. es muy bueno, ¿Vd. será capaz…? – dijo levantándose y poniéndose ante mí con las manos cruzadas, como se pone la gente piadosa y afligida delante de una imagen.

– Tranquilícese Vd.; Gasparito será puesto en libertad – afirmé con el mayor aplomo.

– ¿Cuándo?

– Cuando se pueda. No hay que impacientarse. El muchacho no irá a presidio.

– ¡Oh! ¡Qué hermosas palabras! – dijo saltando de alegría y secando sus lágrimas. – De modo que no…

– No le condenarán.

– ¿Vd. lo promete?

– Solemnemente.

– ¡Qué bueno es Vd… pero qué bueno! ¡Ay qué guapo es Vd.! Sí, ¡qué guapo y buen mozo me parece! ¿Por qué no lo he de decir? ¿Conque Vd. promete que no le harán daño?

– Lo juro. Óigalo Vd. bien. Lo juro.

– ¡Oh!, gracias, gracias, Sr. de Pipaón. Que Dios le dé a usted la gloria eterna, y en este mundo mucha salud, toda la felicidad, todos los destinos de la nación, todos los sueldos, todas las encomiendas, todas las grandes cruces del mundo, y aún me parece poco para lo mucho que Vd. se merece.

Diciéndolo así y desahogando en tiernos votos la loca alegría de su corazón, alargaba hacia mí sus cruzadas manos con ademán patético.

Salí de la casa. ¿Cuál era mi idea, mi propósito, mi plan? Se verá más adelante.

XI

Ugarte era muy amigo del duque de Alagón, capitán de Guardias de la Real persona, inseparable acompañante del monarca dentro y fuera de Palacio. Yo también tuve relaciones estrechas con el duque, a quien visitaba frecuentemente por encargo de D. Antonio, para tratar de asuntos reservados, en los cuales no era posible otra tercería que la del nieto de mi abuela.

Por cuenta, pues, de Ugarte y por la mía propia (llevado del luminoso plan que mencioné más arriba), fui a ver cierto día al señor duque de Alagón, que vivía en palacio. Cuando entré en su despacho, Su Excelencia no estaba solo. Acompañábale un hombre de mediana edad, de aspecto no desagradable, aunque tenía muy poco de fino, de semblante fresco, rudo, como de quien en su crianza vivió más bien al desamparo de los montes que en la regalada comodidad de los regios salones; vestido lujosamente, aunque sin ninguna elegancia, con librea de flamantes galones; un personaje, en fin, del cual se podía decir que era un cortesano que parecía lacayo, y un lacayo que parecía cortesano. Recostado en muelle sillón, fumaba un habano, y su coloquio con el duque era tan corriente y por igual, que dos duques no se hubieran hablado de otro modo… ni tampoco dos lacayos.

Cuando entré, el duque dijo:

– Podemos seguir hablando, Sr. Collado. Pipaón es de confianza y no importa que nos oiga.

– Es que Su Majestad se despertará pronto; llamará y tengo que llevar el agua – repuso Collado mirando el reló.

– Aún es tiempo – dijo el duque vivamente. – Para concluir, Sr. Collado…

– Para concluir, señor duque…

– Concedo las dos bandoleras a cambio de la canonjía.

– Que no puede ser, que no puede ser…

 

– Pues vaya… tres bandoleras.

– ¡Qué pesadez de hombre! – exclamó el de la librea, que no era otro que el eminente Chamorro, ayuda de cámara de un alto personaje. – He dicho a Su Excelencia que me pida el arzobispado de Toledo o media docena de mitras sufragáneas, pero que me deje en paz esa canonjía de Murcia, que es plaza de gran empeño para mí, porque la tengo prometida al sobrino de mi cuñada.

– Pues precisamente esa canonjía de Murcia y no otra es la que yo quiero con preferencia al arzobispado metropolitano – afirmó el duque agitando los brazos. – Se la prometí a la condesa, se la prometí, le di mi palabra de honor… Sr. Collado, por amor de Dios… Disponga usted de dos plazas de guardia… vamos, de tres.

– Ni de cuatro. ¿Para qué quiero yo eso? – repuso Collado con desdén, contemplando el humo que desde su boca subía hasta el techo en blancas espirales. – Traigo entre manos la comandancia general de la plaza de Santoña…

– Ya sé para quién es eso – dijo el duque con presteza. – Ya se convino en darla al marido de la Pepita.

– De doña Rafaela, dirá Vd., de doña Rafaela.

– ¡Doña Rafaela! Esa mujer es insaciable. Se ha llevado ya todas las plazas fuertes, y quiere también echar mano al Consejo Supremo de la guerra. No he visto mujer que tenga más parientes. Es prima, hermana y sobrina de medio ejército… ¡Y la pobre Pepita a quien yo prometí!…

– No faltará para ella – repuso Collado. – En esa lista de vacantes que tiene Su Excelencia, ¿no se le había señalado a Pepita (para su tío el clérigo, se entiende) la Colecturía general de Expolios y Vacantes, Medias Annatas y Fondo Pío beneficial?

– Si no hay tales vacantes – repuso el duque de mal humor; – las he provisto todas. Veamos otra cosa: ¿quién cae?

– Ya recordará Vuecencia los que perecieron anoche – manifestó Collado, sonriendo con malicia. – Está abierto el hoyo para dos consejeros de Órdenes, por tibios y amigos de Macanaz.

– Y para el director de Tercias Reales, si no recuerdo mal.

– Y para dos beneficiados del Venerable e inmemorial cabildo de Guadalajara.

– También tiene la marca en la frente – añadió el duque, con satisfacción parecida a la de los labradores cuando hablan de buena cosecha- el superintendente de Correos, por haberse negado a dar cuenta de aquellas cartas sobre el baile de máscaras.

– Muchos puestos hay – afirmó Chamorro con enfáticas pretensiones de gracejo, – pero hoy han venido tres obispos con trescientas solicitudes de guerra o marina. Esto es mezclar berzas con capachos.

– ¡Qué demonio!… ¿Y destierros, hay algunos?

– Tal cual… así andamos. Pero ¿no se le concedieron a Vuecencia unos trece o catorce la semana pasada?

– Es verdad; pero los he gastado todos. Quisiera más – dijo Alagón con disgusto. – ¿No ve Vd. que necesito muchos puestos vacíos? ¡La condesa, Juanita, doña Romualda! Si no me dejan respirar… Esa gente con nada se satisface. Creen que la nación se ha hecho para ellas. Ya se ve: como ellas parecen hechas para la nación…

– Pues Su Majestad hace días que anda muy reacio, señor duque – afirmó Pedro con burda socarronería. – Dice que abusamos.

– ¡Que abusamos!

– Y que es preciso en la provisión de destinos dejar algo a los ministros, porque estos se quejan de la nulidad a que están reducidos y del tristísimo papel que hacen.

– Aquí hay alguna mano oculta, Sr. Collado – exclamó con rabia el duque. – Aquí hay alguna intriga. A Vd. y a mí nos están engañando, y con vivir tan cerca de Su Majestad, no sabemos lo que pasa.

Chamorro se encogió de hombros. El duque mirome con atención, y sus ojos parecían decirme: ¿Qué piensa Vd.?

– Todo depende – dije yo, rompiendo el silencio que, por darme mayor importancia, había guardado hasta entonces; – todo depende de los humos que han echado algunos ministros, como el fatuo, el insolente D. Pedro Ceballos; como D. Juan Pérez Villamil y otros.

– Bien, muy bien dicho – exclamó el antiguo aguador de la fuente del Berro, dándome una palmada en la rodilla para demostrarme su conformidad absoluta con mi parecer.

– Observen Vds. bien, cuál es el plan de los ministros – proseguí enfáticamente. – El plan de los ministros bien claro se ve… es apoderarse del ánimo de Su Majestad, inclinarle a aceptar todas las medidas que ellos proponen, ordenar las cosas de modo que todos los asuntos públicos sean resueltos por ellos, y todos los destinos dados y quitados por ellos.

– Justo, eso, eso es – exclamó el duque, – Pipaón ha puesto el dedo en la llaga.

– Bien claro lo demuestran las providencias que se están tomando – dijo Chamorro con ademán meditabundo. – Para imponer su voluntad, han empezado por aconsejar al Rey que vaya dejando a un lado las medidas de rigor. ¡Oh!, aquí hay algo. En la aldehuela, más mal hay del que se suena.

– Como que ya han acordado suprimir las comisiones de Estado, y se han prohibido las denominaciones de serviles y liberales – indiqué yo. – En suma, señores, hay en el ministerio algunos individuos que se manifiestan deferentes ante el monarca; pero ¿qué pensaremos de un Ceballos, de un Villamil? ¿Qué pensaremos, repito, al verles empeñados en llevar el gobierno por los torcidos caminos de una tibieza hipócrita?

– Una tibieza que no es más que constitucionalismo disfrazado – dijo Alagón, dándoselas de muy perspicuo.

– ¡Constitucionalismo! – repitió Collado. – Así se lo he dicho esta mañana. Debajo del sayal hay al.

– ¿Y qué dijo? ¿No hizo alguna observación chusca? – preguntó con interés vivísimo el duque.

– Siempre que le hablo de esto, calla como un cartujo – repuso con descorazonamiento Collado. Al buen callar llaman Fernando.

Los dos palaciegos permanecieron meditabundos por breve rato.

– Yo no sé qué raíces echa el tal D. Pedro donde quiera que pone los pies – dije yo; – pero es lo cierto, que cuando se instala, no se deja echar a dos tirones.

– Es hombre listo y que sabe manejarse – añadió el duque. – Cuando ha sabido hacer olvidar sus servicios a Bonaparte en Bayona y a las Cortes en Cádiz…

– Pues si he de ser franco, señores – afirmé yo con mucha hinchazón y petulancia, – manifestaré a Vds. una cosa, y es que… Vamos, lo diré en dos palabras. Si yo viviera en esta casa, D. Pedro Ceballos no duraría una semana en el ministerio.

– ¡Ay, amigo! – me dijo el duque, poniéndome familiarmente su noble mano en el hombro. – ¡Vd. no sabe qué clase de casa es esta!

– Se intentará, señores, se intentará – dijo Collado, rascándose la frente. – Otras cosas ha habido más difíciles.

– Mucho más fácil sería dar en tierra con Villamil; ¿no es verdad, Sr. Pedro?

– Ese tiene su pasaporte colgado de un pelo, como la espada de Demóstenes – afirmó socarronamente el aguador.

– De Damocles, querrá Vd. decir – indicó Alagón. – Pues es preciso romper ese cabello; ¿me entiende Vd., Sr. Collado?

– Ya, ya, se hará – murmuró el ex-aguador, dándose importancia. – Yo creo que Su Majestad tiene razón, señor duque. Estamos abusando, estamos abusando de su mucha bondad. Verdad es que si algo hacemos, muévenos el gran cariño que le tenemos todos.

– ¡Abusar! – exclamó el duque con desabrimiento. – Por mi parte hace tiempo que estoy casi en desgracia. Recibo muy pocos favores.

– ¡Hombre de Dios, y todavía se queja! – gruñó Collado, con cierto enojo. – ¡Después que a cambio de las condenadas bandoleras, se ha llevado la mitad de los beneficios, de las prebendas, de las raciones, de las abadías, de las capellanías, de las colecturías, de las examinadurías sinodales, de las definidurías de la Santa Iglesia! Y todavía pide más. ¿Qué es lo que pide la mona? piñones mondados.

– Ya ve Vd… – repuso el prócer con mal humor. – No he podido conseguir la canonjía de Murcia, que es para mí de gran empeño… Pero no cedo; esta noche misma hablaré de ello a Su Majestad… Veremos si cuento con Artieda, hombre de gran poder en la provisión de piezas eclesiásticas.

– Artieda – repuso Chamorro, – trae entre manos una moratoria que solicitan las señoras de Porreño.

– ¿Y se la concederán? – pregunté sin mostrar interés.

– Creo que sí. Viene recomendada por una cáfila de reverendos.

– Si es cosa de Artieda – añadió el duque, – la doy por ganada. Ese endiablado guarda-ropas, con su aire mortecino y su cabeza caída como higo maduro, vale más que pesa.

– Fue criado de la casa de Porreño – dijo Collado con distracción, arrojando la cola del cigarro.

– ¡Pobre Sr. de Grijalva! – exclamó Alagón. – Buen chasco se lleva, si las de Porreño consiguen la moratoria.

– Por cierto que soy amigo de Grijalva – manifestó Chamorro, – y ha venido esta mañana a solicitar mi favor para que pongan en libertad a su hijo.

– Un mal criado niño, que en los cafés ha calumniado al mejor de los Reyes y al más generoso de los hombres – dije.

– ¡Calaveradas! – balbució el duque. – Y usted, Sr. Collado, ¿aboga por Gasparito?

– Sí señor – repuso el ayuda de cámara. – Tengo empeño en ello, y creo que no me será difícil…

– Si es Vd. omnipotente…

Collado se levantó.

– Repito mi proposición – le dijo el duque, agarrándole por la solapa de la librea. – Doy dos bandoleras.

– No.

– Tres.

– No… he dicho que no.

– ¿Pero se va Vd.?

De repente callaron ambos, porque se abrió la puerta, y apareciendo en ella un lacayo, gritó:

– ¡Sr. Collado, la campanilla!

Chamorro corrió fuera de la habitación con la rapidez de un gato.

– Ha llamado – dijo el duque sentándose. – Sr. de Pipaón hablemos.

XII

¡El duque!… ¡Oh!, no puedo escribir una palabra más sin hablar del duque largamente, para que se conozca a uno de los personajes más extraordinarios de aquella eminente y nunca bien ponderada corte.

¿Quién no hablaba entonces del duque aunque sólo fuera para referir sus antecedentes y contarle los pasos todos de su rápido encumbramiento, pues fue hombre que en cuatro años pasó de la nada de Paquito Córdoba al Ducado de Alagón con grandeza de España, toisón de oro, grandes cruces, y el mando de la guardia de la Real persona? Era espejo de los libertinos de buena cepa, cabeza de los cortesanos y hombre de sutiles trazas para zurcir y descoser voluntades palaciegas.

Gozaba el privilegio de una buena presencia, aunque se le iba gastando, porque nada es menos duradero que la hermosura, y el duque con sus cuarenta y cinco años a la espalda principiaba a ser una muestra gloriosa, una sombra de grandezas pasadas. Su trato y sus modales eran finos; su conversación poco agradable en lo que no fuese del dominio de la intriga, porque no eran muchas sus humanidades. Verdad es que maldita la falta que esto hacía a un señorón de sus condiciones, y que no había de ponerse a maestro de escuela. Bastábale y aun le sobraba para realzar su nobleza nativa y la posición conquistada un conocimiento profundo de todas las suertes del toreo, desde las más antiguas hasta las más modernas, picando en esto casi tan alto como Pedro Romero, a quien por entonces le empezaba a despuntar sobre el coleto la borla de doctor y el birrete de maestro de las aulas de Sevilla. Paquito Córdoba era además en cuestión de caballos un centauro, es decir, tan buen caballero que con el caballo se confundía. ¡Qué ojo el suyo para adivinar las buenas y malas prendas de sangre sin más que ver el pelaje de aquellos nobles brutos! ¡Qué mano la suya para entrar en razón al más díscolo, para quitar resabios y dar aplomo al ligero, gracia y desenvoltura al pesado, formalidad al querencioso!

No se crea por esto que el duque era aficionado a la guerra. El ruido le daba dolor de cabeza, y además ¿para qué se había de molestar, cuando había tantos que por un sueldo mezquino peleaban y morían por la patria? Militar era el personaje que describo, y bien lo probaba su noble pecho lleno de cuanto Dios crió en materia de cruces, cintas y galones… Y no se hable de improvisaciones y ascensos de golpe y porrazo; que hasta los nueve años no tuvo mi niño su real despacho, merced a los méritos contraídos por su madre como dama de honor. A los once ya le lucían sobre los hombros dos charreteras como dos soles, sin omitir el sueldo que no era mucho para el trabajo ímprobo de ir todos los meses a presentarse a la revista. A los veinte pescó la encomienda de Santiago, y luego fueron cayéndole los grados, no atropelladamente y sin motivo como los cazan estos que se elevan por el favor y la torpe intriga, sino despacito y en solemnidades nacionales como un besamanos, el parto de una reina, los días del Rey y otras fiestas de gran regocijo público y privado. Bien ganados se los tenía, pues reinando Godoy, no costaba pocas cortesías, mimos, genuflexiones y artimañas el coger un grado en aquella inmensa Babel de los salones de la casa de Ministerios, donde se chocaban unas contra otras, produciendo mareo y rumor indefinible, grandes oleadas de pretendientes de ambos sexos.

 

Nombrole Fernando capitán de su guardia en 1814, cargo que desempeñaba a pedir de boca. Daba gusto ver aquella guardia. Paquito la puso en tan buen pie, que no parecía sino cosa de teatro. Verdad es que se gastaban en el equipo de aquellos hombres sumas colosales, de las cuales nunca se dio al Tesoro, ni había para qué, la correspondiente cuenta y razón. Carecían de límite los dineros asignados a tan importante fin, y en ley de tal, el duque iba pidiendo, pidiendo, y el Tesoro dando, dando; pero como era para mayor esplendor de la corona, los ministros no decían nada. Acontecía que muchas veces los oficiales del ejército de línea no veían una paga en diez meses; pero ¡qué demonio!, no se podía atender a todo, y eso de que cualquier bicho nacido, hasta los oficiales en activo servicio, dé en la manía de estar siempre piando piando por dinero, es cosa que aburre y mortifica a los más sabios gobernantes.

No sé cómo les aguantaban. Especialmente los marinos a quienes se debía la bicoca de setenta pagas, no dejaban pasar un año sin importunar al Gobierno con ridículos memoriales que destilaban lágrimas. Harto hizo Su Majestad, permitiéndoles consagrarse a la pesca, oficio denigrante para tan noble instituto, y no lo tolerara ciertamente el sabio poder absoluto, si no aconteciera que un oficial que había estado en Trafalgar se murió de hambre en el Ferrol, y que otros cometieran la villanía de ponerse a servir de criados para poder subsistir.

De seguro que los guardias de la real persona y su capitán el duque de Alagón no se quejaban de falta de pagas, pues este las recibía puntualmente, con la añadidura de mil valiosos regalillos que el Rey por cualquier motivo le hacía. Los hombres que se hallan en posición tan elevada no deben sufrir denigrantes escaseces; que eso sería deslustrar el brillo del absolutismo, y rebajar la dignidad de todo el reino; y como Paquito Córdoba no había heredado de sus padres cosa mayor, Su Majestad le hizo cesión, a él y a otros individuos, de una parte del territorio de las Floridas, que no era ningún barbecho. No bastando esto, concediósele también el privilegio de introducir harinas en la isla de Cuba con bandera extranjera, el cual derecho era una minita de oro. Para explotarla, Alagón tenía por socio a un barón de Colly, de quien no se sabía si era irlandés o francés; aventurero, arbitrista, proyectista, hombre incalificable que años atrás había intentado sacar de Valencey al príncipe cautivo y traerle a España.

Murmuraban muchos del privilegio de las harinas… que es muy común eso de no ver con buenos ojos al prójimo que saca el pie de la miseria. ¡Válgame Dios! ¿Por qué no se había de permitir al duque que se redondeara? Pues qué, ¿no es muy conveniente para la república que abunden en ella los hombres ricos? ¿Y por qué no había de serlo el duque, cuando con ello no perjudicaba más que a los tunantes labradores de toda Castilla, hombres ambiciosos, tan comidos de envidia como de miseria, y que todo lo querían para sí?

La amistad del duque y el soberano era íntima. Algunos decían que Alagón era un hombre asiático. ¡Qué vil calumnia! ¡Llamarle así porque gustaba de servir dignamente a su amigo! Buen tonto habría sido el duque si hubiera permitido que otro se encargara de las comisiones que él sabía desempeñar a maravilla. Sobre que el resultado habría sido el mismo, llevábase el provecho cualquier hidalguete de gotera o capigorrón entrometido.

Público es y notorio que ni uno ni otro gustaban de escándalos; nada de eso. En las recepciones públicas y audiencias privadas, amo y siervo tenían un sistema de señales mímicas, por las cuales se telegrafiaban cuanto había que comunicar respecto a las damas postulantes. Como aficionado a estudiar por si las costumbres del pueblo para aliviar sus necesidades y ver prácticamente los resultados de su gobierno absolutísimo, Fernando salía por las noches del regio alcázar, para lo cual, puesto de acuerdo el duque con el oficial de la guardia, eran alejados del paso todos los soldados. ¡Qué llaneza y familiaridad en un príncipe autócrata! ¡Qué elevación en su humildad, y cuánto se sublimaba abatiéndose hasta tocar con sus augustos codos los harapos del pueblo!… Porque Rey y favorito no salían para visitar los palacios de los grandes, ni darse tono en las principales calles y sitios públicos, entre galas y boato, sino que callandito y sin pompa se iban muy a menudo en la oscuridad de la noche a visitar a los pobres.

Y daban muy buenas limosnas; vaya… Me lo contó Juana la Naranjera.