Kostenlos

Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815

Text
0
Kritiken
iOSAndroidWindows Phone
Wohin soll der Link zur App geschickt werden?
Schließen Sie dieses Fenster erst, wenn Sie den Code auf Ihrem Mobilgerät eingegeben haben
Erneut versuchenLink gesendet

Auf Wunsch des Urheberrechtsinhabers steht dieses Buch nicht als Datei zum Download zur Verfügung.

Sie können es jedoch in unseren mobilen Anwendungen (auch ohne Verbindung zum Internet) und online auf der LitRes-Website lesen.

Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

XXV

Al día siguiente oí a doña María quejarse de la profunda distracción de Presentacioncita, de sus nerviosidades y palideces, del trastorno muy visible que en sus maneras y lenguaje se había verificado, lo que acabó de confirmar mi creencia respecto a la veracidad de la niña en las confianzas que me hiciera. Llegada la noche, acudí a la segunda cita y pareciome que se habían agravado en la hermosa muchacha los síntomas de exaltada y febril pasión.

– ¡Cuánto ha tardado Vd., D. Juan! – me dijo reconviniéndome.

– He venido a la hora marcada, incomparable niña – repuse. – Si Vd. se ha anticipado, no me acuse de tardío. Y ¿qué tal? ¿Se ha meditado mucho? ¿Cómo está esa preciosa cabeza? ¿Se ha serenado, se ha aclarado ese entendimiento?

– He pensado mucho en ello, Sr. D. Juan – exclamó con abatimiento, – y mi mal no tiene remedio.

– ¡Que no tiene remedio! Eso lo veremos más adelante. Pero por de pronto, dígame Vd. su parecer acerca de la entrevista amistosa.

Contestome con hondo suspiro.

– La entrevista amistosa serviría tan sólo para aumentar mi desgracia. Déjeme Vd., Pipaón, déjeme Vd. Ni su amistad me sirve de nada ni quizás la merezco tampoco… me moriré sola.

– Seamos razonables, adorada niña – dije alargando una mano por entre los hierros de la reja. – Aquella persona a quien he dado esperanzas de obtener algunos castos favores, está loca de alegría. Hoy no ha habido despacho, y España y sus Indias andarán desgobernadas, mientras aquel desatentado corazón no se tranquilice.

– ¿Y si yo consintiera en la entrevista? – preguntó con afán.

– Entonces pronto se conocería en el risueño aspecto del reino y en la marcha rapidísima de los expedientes, que el trono había recobrado su asiento.

– ¿Pues qué – preguntó con incertidumbre, – el trono es capaz de desquiciarse por mí?

– Presentacioncita, es máxima de la antigüedad, que los reyes contrariados en sus amores no gobiernan bien a los pueblos.

– ¡Ay! Pipaón, cada vez me inspira usted menos confianza – dijo ella. – Se me figura que mientras yo manifiesto mis sentimientos más escondidos con tanta sinceridad y tanta nobleza, Vd. fingiendo interés por mí, trata de engañarme, de perderme alevosamente, por servir a un caprichoso amigo.

– ¡Yo falso, yo alevoso, yo traidor! – exclamé con mucho brío. – Dar tales nombres a quien es la lealtad en persona… a quien daría gustoso su vida por el prójimo, por Vd., Presentacioncita de mi alma. Por Dios, no me estime Vd. en menos de lo que valgo.

– No; Vd. no es sincero; Vd. oculta mucho sus pensamientos – dijo en tonillo quejumbroso. – Lo que ha hecho Vd. con las señoras de Porreño, mis queridas amigas, prueba su mucho arte para el disimulo.

– ¿Pues qué he hecho yo con esas dignas señoras? – interrogué, maldiciendo interiormente aquel pícaro sesgo que había tomado nuestro coloquio.

– ¡Y lo pregunta!… Vd. las entretuvo con promesas, mientras consumaba su ruina; usted compró los créditos de D. Alonso de Grijalva con la libertad de Gasparito, y después…

– Basta, basta – exclamé con indignación. – Esos hechos no pueden juzgarse en dos palabras. Si yo diera a Vd. explicaciones, ¡cuán distinta sería su opinión acerca de esas supuestas maldades!

– No, si no digo yo que sean maldades. El hombre debe mirar por sí antes que por los demás. Nada malo hay en procurar uno su propio bien, aunque sea a costa ajena. Lo que digo es que Vd. sabe fingir muy bien; lo que digo es que Vd. me está engañando.

– ¡Oh! Santa Virgen de los Dolores, Señora y patrona mía. ¿Cómo convenceré a esta pícara de mi sinceridad, de mi buena fe? – dije con vehemencia. – Yo juro que nada he pensado que pueda ser contrario a la perfecta felicidad de usted, a su virtud esclarecida, al interés de su noble familia.

Y era verdad lo que pensaba. ¿Qué hacía yo sino proporcionar a la abatida familia de Rumblar fabulosos adelantamientos y repentina prosperidad? Interesado vivamente por el bien del reino en general y de cada español en particular, yo me constituía en protector de una familia, harto necesitada de una buena mano que la ayudase a salir del atolladero de sus deudas y del pantano de sus inacabables pleitos.

– Y si no cree Vd. mis palabras – exclamé resueltamente, – a los hechos me atengo. Ya he ofrecido a Vd. el medio de cerciorarse por sí misma, y no digo más.

– Acepto – dijo con viva energía, golpeando con el puño el antepecho de la ventanilla. – Acepto la entrevista amistosa. ¡Que Dios tenga piedad de mí!

– ¡Oh, mujer feliz entre todas las mujeres felices de la tierra! En vuestra grandeza, señora mía, no olvidéis de hacer algo por este humilde servidor de Vuestra Majestad.

Al decir esto, me descubrí respetuosamente ante ella. Presentacioncita rompió a reír con vanidosa expresión.

– ¡Yo Majestad! – exclamó. – Vamos, que pierdo el tino; ¡que lo pierdo sin remedio!

– Otras cosas hay más imposibles.

– No desvariemos, Pipaón. Sería locura pensar que he de salir de mi estado y condición actual. ¡Jesús!…

– Monaguillo te vean mis ojos, que obispo…

– No, no hay que pensar en tales imposibilidades… posibles, pero que yo rechazo desde ahora. Lo que digo es que si por acaso me levantase yo dos dedos más arriba de donde estoy ahora, emplearía mi valimiento en hacer todo el bien posible.

– ¡Admirable corazón!… – dije con fingido entusiasmo. – Permítame Vd. señora, que salude en Vd. al iris de paz de la hispana monarquía. ¡Oh, señora!, ¡oh, excelsa joven!, ¡cuánto siento no estar en sitio donde pueda prosternarme!…

– ¡Se va Vd. a poner de rodillas! – dijo riendo. – No tanto, Sr. D. Juan. Sólo decía que en caso de tener algún poder…

– ¡Algún poder!… Inmenso poderío tendrá usted… ¡Oh, señora, no se olvide Vd. de los desgraciados, de los menesterosos, de los pobrecitos!, ¡ay!, de los pobrecitos huérfanos sobre todo.

– Sobre todo de los infelices que gimen en las cárceles y en los presidios por opiniones políticas.

– También, también, ¿por qué no? Apiádese usted de todo bicho viviente.

– Nada me contrista tanto – añadió con gravedad- como oír hablar de esas crueles comisiones militares, de esas persecuciones horrendas. ¡Oh! ¡Qué dulce será conseguir el perdón de los desgraciados para quienes se ha levantado la horca! ¡Qué inefable dicha correr en busca de la afligida madre, de la esposa, de la inocente hija, para decirles: «por intercesión mía tenéis padre, tenéis marido, tenéis hijo»! ¡Abrir las puertas de la patria a los proscriptos, arrancar la vil soga de manos del verdugo, aplacar la ira de los furibundos jueces, derramar el bálsamo de la caridad en el irritado y endurecido corazón del mejor de los reyes!… ¡Oh, qué hermoso papel! ¡Dios mío, mátame, o déjame hacer ese papel!

A esta exaltación sublime siguió en la sensible muchacha un abatimiento profundo. Yo la contemplaba, diciendo para mí:

– Tan atroz es su pasión, que poco le falta para estar rematadamente loca.

– ¡Qué sueños! – murmuró de un modo patético pasando la mano por su abrasada frente. – ¡Qué disparates he dicho, Pipaón!… Pero mi desvarío es disculpable, ¿no es verdad? ¿Quién no pierde la vista hallándose tan cerca del sol?, ¿quién al sentir en su rostro el calor que irradia aquel centro de luz y de poder, de grandeza y munificencia, no se trastorna y marea?… Yo no sé lo que pienso, yo estoy absorta. Me parece que estoy amando a una sombra regia, a una figura magnífica y arrebatadora que para seducirme ha brotado de las estampas de un libro de historia. ¡Son tan altos los reyes! Feliz el gusano miserable que cae bajo su augusto pie. Honran hasta aquello que aplastan… Mi destino está ya decidido. No puedo contenerme – añadió con brío. – Adelante; Dios estará conmigo, puesto que está con él, como decía La Atalaya. ¿No es el hijo predilecto de Dios? ¿No le ha puesto Dios en el trono? ¿No emanan sus acciones todas de inspiración divina? ¿No están de antemano aprobados todos sus actos por el Eterno Padre? Adelante. Cúmplase mi destino y la voluntad de Dios.

No era ocasión de perder el tiempo en vanas retóricas. Deseando concluir, le dije:

– Su Majestad va casi todas las tardes a la Casa de Campo.

– ¿Al otro lado del Manzanares?… No he estado nunca allí – repuso en tono pueril. – Dicen que es muy bonito. Hay jardines preciosos y un lago… todo de agua.

– Todo de agua, exactamente. Es un lugar delicioso. Iremos allá los dos.

– Bueno. Pasearemos primero por entre los árboles.

– Y nos embarcaremos en los botes del lago.

– ¡Oh! ¡En los botes del lago! ¡Qué delicia! Pero ¡ay! – exclamó con pena, – ocurre una dificultad grande.

– ¿Cuál?

– Gasparito…

– Al diantre con Gasparito.

– No es esa la principal dificultad. Por la mañana le encargaré una comisión cualquiera, y cuando venga a darme la respuesta, ya habré salido yo.

– ¡Admirable idea!

– Pero mamá no me dejará salir sola de casa. Forzosamente me ha de acompañar mi hermano.

– ¡El Sr. D. Diego! – exclamé meditabundo, considerando que el heredero de aquella noble casa no pecaba de sabio.

– No puede ser de otra manera. Mi hermano ha de ir conmigo, pero bien sabe Vd. que aunque se ha corregido mucho, es bastante aturdido – dijo con malicia.

– Me ocurre una idea – repuse, encontrando solución a aquella contrariedad. – No importa que el Sr. D. Diego nos acompañe hasta la posesión regia. Entraremos los tres: nos pasearemos por espacio de una hora u hora y media; luego se le hace salir con cualquier pretexto.

– Y volverá a entrar.

– No; de que no vuelva a entrar me encargo yo.

– ¡Cómo resuelve Vd. todas las dificultades!… Por mi parte yo procuraré catequizar desde esta noche a mi señor hermano, que ahora está muy fino y complaciente conmigo. Le diré que Vd. nos ha convidado para pasear por la Casa de Campo sin que lo sepa mamá; que Vd. conoce al administrador, el cual nos permitirá divertirnos mucho, correr por todos lados, hacer lo que queramos, como si la posesión fuese nuestra.

 

– Y cazar y pescar. Prométale Vd. lo que quiera. Haremos locuras para que nadie sospeche. Cuando llegue la ocasión en que su presencia nos estorbe, Vd. dirá que se le ha olvidado cualquier cosa, que desea una fruslería, por ejemplo…

– Caramelos.

– No hay tal cosa por aquellos alrededores; pero se pueden pedir…

– Anises.

– En los puestos del río los hay. Vd. manda a su hermano que le traiga anises, ¿eh? Él sale…

– Y no vuelve a entrar…

– Es Vd. el mismo demonio. En fin, estoy decidida. Que no me abandone Dios es lo que deseo.

Después estremeciéndose de súbito, lanzó un suspiro y con voz conmovida me dijo:

– ¡Qué paso tan arriesgado voy a dar, y qué falta tan enorme voy a cometer!… Aunque ningún pensamiento impuro me arrastra, yo sé que esto es una falta, una culpa que Dios no me perdonará… ¡no, Pipaón, no me la perdonará Dios!

– ¡Oh!, siempre fue escrupulosa la inocencia – exclamé con zalamería. – ¡Angelical criatura! Si a mí me fuera concedido una mínima parte de la celestial gracia de Vd… ¡Pecado, culpabilidad, impureza! ¿A qué pronunciar estas palabras quien por su condición seráfica está libre del contacto del mal? Écheme usted la bendición y me creeré bueno.

Lejos de calmarse con mis afectadas razones, afligiose más. Vi que rodaban por sus mejillas abundantes lágrimas y que cruzando las manos, alzaba al cielo los ojos.

– ¡Dios mío, perdóname!… ¡Madre mía, familia mía, abuelos y ascendientes míos, perdonadme! – murmuró sordamente.

Satisfecho yo también de la madurez de su pasión, le dije mil cosillas consoladoras, estrechando sus manos entre las mías. Ella inclinó la frente, y sentí el vivo calor de ella, así como la humedad de su llanto en mi mano.

– Pipaón – dijo con ansiedad, – júreme usted que no dirá esto a nadie; que todo quedará en profundo misterio; júreme Vd. que no me despreciará si por acaso… júreme Vd. que sus propósitos son buenos, sus intenciones leales…

Yo juré cuanto ella quiso que jurase.

– Es tarde – dije al fin. – Retirémonos. Júreme Vd. que no faltará mañana a la cita.

– ¿Lo duda Vd.? A las dos, ¿no es eso?

– A las dos. ¡Ay!, ¡qué doloroso, qué horrible es desear y temer al mismo tiempo!

– Esperaré en la Cuesta de la Vega con un coche simón, téngalo Vd. presente, con un coche simón.

– Iré con mi hermano.

– Sólo con su hermano.

– No hay que hablar más. Adiós. Hasta mañana.

XXVI

En la mañana del siguiente día no dejé de visitar a D. S… S…, uno de los funcionarios más respetables, más insignes de aquella preclara monarquía. Desempeñaba el cargo dificilísimo de administrador de la Casa de Campo tan a gusto de Su Majestad, que no le cambiara éste por uno de sus mejores ministros. No le nombraré más que por sus iniciales, con cuya delicada reserva evitaré que salgan ahora a reclamar la gloria de su descendencia algunos de esos holgazanes que faltos de virtudes propias, se gallardean y ufanan con las de sus mayores. D. S… S… no había salido de ninguna Universidad, sino de las cocinas de palacio, en cuyas humildes aulas consiguió prestar al entonces Príncipe de Asturias repetidos servicios, denunciándole supuestos envenenamientos en algunos platos. Por estos escalones llegó D. S… S… a subir tan alto, que después de 1814 era hombre que no se cambiaría por Pedro Collado ni por el duque de Alagón.

Desempeñaba sus funciones este sujeto con solicitud admirable. Se le veía en todos los sitios públicos, y con frecuencia en el interior de los teatros, donde nunca faltaba alguna cómica o bailarina a quien tuviese que dar un recadillo. Había que verle en la Casa de Campo a ciertas horas y en ciertos días, dando pruebas de tan consumada prudencia y discreción y talento que no se podía pedir más. Yo me honraba con su amistad, y cuando le anuncié mi visita a la Real posesión acompañado de una madamita, alegrose en extremo, y se extendió en largas disertaciones acerca de las dificultades de su cargo, prometiéndome al fin que nos recibiría espléndidamente. Eso sí: a obsequioso y amable le ganaban pocos.

A las dos de la tarde estaba ya en la Cuesta de la Vega, muy acicalado y vestido con las finísimas ropas que por aquellos días me había hecho y a poco se me apareció Presentacioncita. ¡Válgame Dios, qué linda estaba! A sus encantos naturales, duplicados por la dulce emoción que teñía de suave rosicler su rostro, unía el más elegante y gracioso atavío que la fecunda inventiva de una mujer enamorada puede idear. ¡Cómo lucían aquellos incendiarios ojos, que a cada movimiento de sus pupilas dejaban entrever llamaradas del cielo! ¡Qué sonrisa tan deliciosa la de sus rojos labios!, ¡qué gracia en el abanico!, ¡qué caídas las de la mantilla!, ¡qué deslumbradora claridad, qué irradiación de hermosura desde la peineta hasta las puntas de los diminutos pies! Yo estaba trastornado de admiración.

Acompañábala D. Diego, no tan risueño y aturdido como de costumbre, sino por el contrario con ciertas pretensiones de gravedad que no me hicieron gracia… ¿Sospecharía? Yo le hablé de la gira campestre que íbamos a emprender, de lo mucho que nos divertiríamos en la regia posesión, y añadí que lo mejor hubiera sido decir claramente a la señora condesa el empleo higiénico que íbamos a dar al día.

– Entonces no nos hubiera dejado venir – repuso, entrando en el simón. – Más vale así.

– Aprisa, aprisa – dijo Presentación con impaciencia. – A ese cochero que eche a andar y que no pare hasta la Casa de Campo. Temo que Gasparito descubra a dónde vamos. Desde esta mañana anda rondando la casa.

El coche partió. D. Diego recobraba poco a poco su habitual volubilidad y me hacía mil preguntas diversas relativas a la pesca del lago, a la caza de Cantarranas, a las embarcaciones de los infantes y otras menudencias. Doña Presentacioncita no hablaba nada. Yo no cesaba de contemplarla. ¡Qué expresión tan extraña tenían su rostro y sus ojos no menos picarescos que apasionados! Sin duda había en toda ella la expresión, el aire, el indefinible aspecto del justo que se dispone a ser pecador.

En medio de la confianza que me inspiraba la niña, tenía yo cierta sospecha vaga, que aun después de verme en el camino del triunfo, se removía vagamente en el fondo de mi espíritu. A cada instante creía que la encantadora muchacha iba a escaparse de mis manos, dejándome burlado… Pero cuando entramos en los jardines disipáronse mis últimas inquietudes.

– Aquí dentro – dije para mí, inundado de secreto gozo- no te me escapas. ¡Victoria completa! Ahora, ángel celeste, aunque te arrepintieras no tendrías salvación.

Yo estaba como el general que acaba de ganar una batalla.

Abandonando el coche, avanzamos por las hermosas alamedas de aquel ameno sitio. Don Diego, despabilándose con la hermosura de lo que veía, charlaba por los tres. No había acabado de entrar y ya quería cazar todas las aves, pescar todos los peces y modificar a su antojo la posesión. Tal alameda no debía estar como la plantaron sus fundadores, sino de otra manera: tales árboles debían ser arrancados y sustituidos por otros: en determinado sitio debía construirse un edificio, un pabellón… en fin, para aquel impetuoso joven nada debía ser como era.

Presentacioncita se extasiaba en la contemplación del hermoso lago, que es principal adorno y riqueza de la hermosa finca. Después de observar largo rato el risueño espectáculo que ofrece la enorme masa de agua rodeada de amena verdura y corpulentos árboles, me dijo:

– Paseemos un poquito por el charco.

– Voy un instante a ver al administrador – le dije en voz baja, mientras D. Diego se dirigía a los botes. – Pronto vuelvo: no se olvide Vd. de los anises.

– ¿Nos dejarán embarcar, Pipaón? – me preguntó el conde.

– Voy a pedir licencia.

En cuatro palabras me puse de acuerdo con el respetable D. S… S… acerca de los medios de plantar en la calle el estorbo que por necesidad habíamos traído. El conde saldría; pero antes que a entrar volviera se convertirían en anises todas las piedras del cercano río.

Un momento después era desamarrado uno de los botes, y ocupándole D. Diego que empuñaba resueltamente los remos, después de describir varias curvas se acercó mansamente a la orilla.

– Entren Vds… Presentación, adentro. Señor D. Juan, salte Vd.

Saltamos adentro y tomamos asiento en los bancos del bote. Era la primera vez en mi vida que yo me embarcaba.

– ¿Saben Vds. – dije a los dos jóvenes cuando habíamos avanzado como cinco varas por el agua, – que este suave movimiento no me agrada? Se me va la cabeza.

– ¡Se le va la cabeza! – dijo Presentación. – ¡Qué será de la monarquía, si se le va una de sus principales cabezas!…

La miré por ver si reía; pero estaba seria.

– ¡Una de sus principales cabezas! – repitió D. Diego remando cada vez con más fuerza. – Ahora me acuerdo de que no he dado a Vd. las gracias… ¡qué distraído soy!… por la bandolera que me ha conseguido.

– Eso no vale nada, amiguito. Vd. se merece más – dije con mucha inquietud. – Hágame Vd. el favor de poner la proa a tierra… Por mi amigo el infante D. Antonio juro que el navegar es cosa imponente.

– ¿Pero se marea Vd. aquí?… ¡hombre de Dios! ¿Y no se avergüenza Vd.?

– Un hombre de Estado, una eminencia – dijo Presentación, – una lumbrera de España y del siglo, ¿perder su aplomo tan fácilmente?

– No me mareo, pero la verdad, esto no me gusta… A la otra orilla, que es tarde y tenemos que ver la pajarera.

– Otro poquito más – dijo la niña. – Me encanta este suave movimiento. ¡Qué hermosa es el agua!… Mire Vd., mire Vd. los pescaditos. ¿Pues y esas yerbas verdes y negras que se ven debajo?… Aquí tienen ellos sus nidos, sus casas, sus alcobas, sus camas, sus despensas… Mire Vd. cómo van en bandadas por el agua, cómo se juntan y se separan. Parece que se dicen un secreto, que se hacen preguntas, que disputan y se reconcilian después. Y ¡cómo se ve el cielo en el fondo!, parece otro cielo, ¿no es verdad, Pipaón? ¡Qué bien se ven desde aquí los árboles de la orilla; se ven dos veces, unos vueltos hacia arriba y otros hacia abajo! ¡Oh!, por allí vienen los cisnes. De lejos parecen una escuadra navegando a toda vela. ¡Ay! Pipaón ¡qué hermoso es esto!… A ver si sé yo remar.

– ¡Tonta! Tú no tienes fuerza – dijo D. Diego, defendiendo los remos.

– Señor conde, diríjase Vd. a la otra orilla – exclamé yo, empuñando el timón, con no menos brío que un Sebastián Elcano. – La verdad es que estas cáscaras de nuez no me inspiran gran confianza. Puede romperse una tabla con la mayor facilidad, y aquí se ahoga uno sin remedio.

– Yo no, porque nado como un pez – dijo D. Diego.

– A tierra, a tierra.

– ¿Que se ahoga uno? ¡Dios mío! – exclamó con espanto Presentacioncita. – ¿Si uno se cae aquí, se ahoga?

– Sin remedio.

Por más que ordenábamos al remero que nos llevara a tierra, se empeñaba el tunante en dar vueltas y más vueltas alrededor del lago. Corría velozmente la frágil embarcación, y la niña de la condesa parecía muy complacida de aquel extraño modo de pasear, porque aspiraba con delicia el aire que en nuestra carrera nos azotaba el rostro, y con sus manecitas agitaba el agua, salpicándola, cual si también remase.

– Basta, basta ya. ¡A tierra!

– Está Vd. pálido, Pipaón – me dijo la niña, acercándose a mí con mucho interés.

– Pálido no – repuse, – pero nos hemos paseado ya bastante por los mares.

– ¿Quiere Vd. un caramelo? – añadió registrándose los bolsillos. – ¡Qué diablura! Se me han olvidado.

– Habrá Vd. traído anises.

– Tampoco – añadió con mucho desconsuelo. – Mira, Diego, en cuanto volvamos a la orilla, saldrás a comprarme unos anises. Verdaderamente, no me puedo pasar sin anises.

– En los puestos del río los hay – indiqué yo.

Daba el bote una vuelta, cuando vi que un guarda con descompuestos ademanes de ira nos hacía señas para que fuésemos a la orilla. Era un ardid convenido con D. S… S… para poner término a la excursión naval, si se prolongaba demasiado.

– ¿Ven Vds.? El guarda nos hace señas de que salgamos del bote – grité, fingiendo el mayor enfado. – ¡Qué desacato hemos cometido! Nos van a echar de la posesión.

– Vamos, vamos – dijo la niña. – Aquel buen hombre está muy enfadado.

Pero el conde seguía remando, y la nave su suave curso alrededor del vasto charco. Disponíame yo a arrancar los remos de las manos del joven, cuando divisé en la orilla de enfrente muchedumbre de hombres y caballos.

Presentación se puso pálida.

 

– Buena la hemos hecho – exclamé, reconociendo los coches de la Casa Real. – Ahí está Su Majestad… Cuando menos nos mandan a la cárcel.

– ¡Jesús, qué miedo! – dijo la muchacha. – ¿Dónde nos esconderemos? Diego, tú tienes la culpa. Vamos a tierra pronto, hijito, o échanos a pique, para que ocultemos nuestra vergüenza.

El muchacho reía con un desparpajo que me arrebató de cólera.

El guarda seguía haciendo señas. Tras el coche del Rey entraron otros, y bien pronto vimos paseando por la orilla a Su Majestad en persona, acompañado del duque y seguido de distintos individuos de su alta servidumbre. Poco después aparecieron algunas damas. Don Dieguito remaba suavemente hacia tierra.

De pronto observamos que el Rey y todos los que le acompañaban se detenían a mirarnos. Estábamos sirviendo de espectáculo a la corte.

– ¡Qué vergüenza! – dijo Presentacioncita. – ¡Cómo nos miran!… Su Majestad se ha fijado en Vd., Pipaón. Parece que se sonríe.

En efecto, sonreía mirando el bote.

– Salude Vd. a Su Majestad, Pipaón, salude Vd., hombre – exclamó con afán la niña. – ¡Por Dios, no sea Vd. grosero!… ¡Qué poste!… Pero hombre, levántese Vd.

Púseme en pie, sombrero en mano… y en el mismo instante ¡Dios Todopoderoso y Misericordioso!… sentí unas pequeñas pero enérgicas manos que se apoyaron en mi espalda… recibí un impulso terrible, del cual no pude defenderme, por estar desprevenido, y caí con estrépito y como una piedra en el agua… ¡Horror incomparable!

Cuando mi cuerpo chocó con la superficie del agua y esta salpicó con estruendo y chasquido horrible y sumergime repentinamente, sentí un rumor espantoso de carcajadas, y sobre mí la voz de Presentacioncita, que con el ardor de la venganza, exclamaba:

– ¡Por tunante!, ¡por cobarde!, ¡por pillo!, ¡por traidor!, ¡por al…!

La última palabra no la copio por respeto a mí mismo.

Yo nadaba como una peña. Fui derecho al fondo. Agua por todas partes, agua en mis ojos, en mi boca, dentro de mi cuerpo, agua en mi aliento, que ya no era aliento, sino el angustioso hálito de la asfixia. Tragaba la muerte… me moría por dentro y por fuera… ¡me ahogaba!…

¡Ay! Cuando me sacaron, no sin trabajo, los guardas, ayudándose de ganchos, mi persona inspiraba horror, según me han dicho. Yo era una masa de fango pestilente. Los cortesanos huyeron de mí con asco, mientras los guardas me envolvían en mantas, haciéndome los tratamientos necesarios para volverme a la vida. Dentro de mi estómago tenía todo el estanque, todo el Océano y hasta el bote.

Cuando adquirí la certeza de que aún vivía para bien de la humanidad y amparo de los desvalidos, era ya de noche. Todo era silencio. Estaba en una sala, y a mi lado no vi ni Rey ni cortesanos. Los guardas me miraban y recordando el chasco, se reían.

Entonces, trayendo a la torpe memoria accidentes y pormenores, empecé a caer en la cuenta de que Presentacioncita se había burlado de mí, haciéndome una obra maestra de estudiada farsa, de disimulo, de pérfido engaño. ¡Maldita sea mil veces! Recordando su comedia, su bien fingido enamoramiento, sus coloquios conmigo, la habilidad suprema con que me fue conduciendo poco a poco a la nefanda catástrofe, de acuerdo con su hermano, con su novio y sus criados, me parecía mentira que todo fuese una burla. Después he sabido que mi conducta con las señoras de Porreño y el señor de Grijalva le inspiraron aquel plan de venganza, que llevó adelante con su incontrastable voluntad y su agudísimo entendimiento. Me aborrecía apasionadamente, me odiaba con exaltación; soñaba con la venganza, y ningún ideal amoroso, ninguna fantasía de mujer hubiera enloquecido su mente, como aquella ansia de burlarme de un modo cruel, inaudito, no contentándose con el martirio de la ridiculez, sino aspirando a daños mayores, a la muerte quizás… Confesó la pícara que nada se le importaba que me ahogase, pues un ser tan vil y despreciable como Pipaón (así mismo lo afirmó) debía morir donde vivía, es decir, en el lodo.

¡Hórrida, bella! Desde entonces, Presentación me causó espanto. Yo no me parecía a Marat; pero ella tenía no poco de Carlota Corday.

– Pero después de tal infamia, ¿les dejaron marchar tranquilos? – pregunté a D. S… S… que se me acercó para informarse de mi estado.

– La muchacha reía – me dijo; – el joven remaba con mucha fuerza para llegar a la otra orilla; pero por mucha prisa que se dio, ya les aguardaban allá los guardas, dispuestos a hacer presa en ellos… Fueron, pues, cogidos ambos hermanos, porque son hermanos, ¿no es verdad? La muchacha estaba serena, tan serena que parecía un ángel; y cuando le afeamos su conducta, respondió que Vd. por trapisondista y farsante… (no sé cuántas insolencias salieron de aquella linda boca), bien merecía el remojón delante de la corte, y aun la muerte.

– ¿Y Su Majestad no dispuso…?

– Su Majestad, cuando vio que mi señor D. Juan salía lleno de fango, dijo sonriendo: «¿está vivo ese tunante?».

– ¿Ese tunante?

– Así mismo. Luego añadió: «yerba ruin nunca muere», y fue hacia donde estaban los dos criminales detenidos por los guardas.

– Sin duda iba a disponer un castigo tremendo…

– Su Majestad reía de tan buena gana, que daba gusto verle. Todos nos reíamos. De repente algunos señores de la corte que acababan de entrar en la posesión se encontraron con Su Majestad en la senda que da vuelta al lago. Detuviéronse todos: aquellos señores traían una grave noticia, venida hoy por el correo de Francia, una noticia estupenda, horrible, que dejó absorto y frío y pálido a Su Majestad, y mudos de espanto a todos los que le rodeamos.

– ¿Y esos dos muñecos?…

– Su Majestad permaneció un rato mudo y quieto, como si se convirtiera en estatua. Después dijo: «Vamos al instante a palacio»; y pusiéronse todos en marcha.

– ¿Y esos dos muñecos?…

– Yo interrogué al Rey para saber lo que hacíamos con ellos y entonces volvió a reír…

– ¡A reír!

– Y con mucha complacencia nos dijo: «que se les deje en libertad, y no se les moleste por su travesura».

– ¡Travesura! ¡Se escaparon! ¡La impunidad!… ¿Y qué noticia es esa…?

– Que Napoleón ha vuelto de la isla de Elba.

FIN

Madrid.-Octubre de 1875