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Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo

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Yo no sé si los asaltadores de la casa del Príncipe de la Paz creían estar quemando algo más que muebles muy finos y primorosas obras de arte; pero por lo que en boca de alguno de aquellos héroes oí, se me figura que estaban convencidos de que hacían un gran papel político; de que con la llama de los espinos y de los brezos, sin cesar alimentada por ébanos tallados y bordadas telas, estaban cauterizando las más feas llagas de la doliente España. ¡Ay! He presenciado después la misma escena repetida cada pocos años ya por esta idea, ya por la otra, y he dicho: «Algunas veces puede conseguirlo la espada en manos de un hombre de genio; pero el fuego en manos del vulgo, jamás».

Tras la armadura cogí un reló de bronce, y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía; aquel artificio que tanto se parece a un ser animado, aquella obra de los hombres que parece obra de Dios, y que ha sido inventada por la ciencia y adornada por las artes para uno de los más útiles empleos de la vida, iba a perecer a manos del hombre mismo, sin haber cometido más crimen que el de marcar las horas… ¿Pero a qué vienen estas consideraciones hechas ante la hoguera del rencor? Aunque me daba lástima del relojito, y lo estrechaba contra mi pecho escuchando su latido que iba a extinguirse, arrojelo al fin, y las mil piezas de su máquina ingeniosa repercutieron sobre el suelo. Al reló siguieron cuantas baratijas encontré a mano, entre ellas guantes perfumados, un estuche de marfil, pequeñas estatuas de alabastro y después unos mapas del Asia, libros lujosamente encuadernados que sin duda los muy necios se creían libres de la Inquisición, unas pantuflas, cuatro casacas con galones de plata y oro y el pupitre en que dos días antes se había extendido mi recomendación. ¡Fortuna, vil prostituta, por qué te invocan los hombres!

X

Cuando revolvía uno de los armarios, aparecieron varias cruces; pero algunos de los presentes, ni aun me permitieron tocarlas, y pusiéronlas todas en una bandeja de plata, para entregarlas, según decían, al Rey en persona. Lo más singular de la determinación de aquellos cortesanos tiznados con el hollín de la demagogia, era que disputaban sobre quién debía llevarlas, pues ninguno quería ceder a los demás semejante honor. Uno de ellos venció al fin; y no quisiera equivocarme, pero me pareció reconocer al señor de Mañara.

Con el crecer de la llama parecía que cobraban nuevos bríos los quemadores, si bien puede atribuirse este fenómeno a que algunos zaques dieron vuelta a la redonda, humedeciendo los secos paladares, y alegrando los ánimos que un trabajo tan penoso como patriótico, había comenzado a abatir. Creí oír la voz de Pujitos obligado nuevamente por sus amigos políticos a tomar la palabra; pero no, era Santurrias, que teniendo en la izquierda la bota y en la derecha mano un leño encendido, pronunciaba sentidas frases en loor del pueblo y del Rey, ambos en buen amor y compaña, para bien del reino; y añadía que el endino Príncipe de la Paz estaba bien castigado, puesto que eran ya cenizas todos los muebles que robó al reino, y que de aquí palante, es decir, en lo sucesivo, no habría más menistros pillos y lairones.

Las hogueras, cuando ya no había nada que echarles, se aplacaron: el populacho, mientras el tío Malayerba tuvo vino, y Pujitos y Santurrias elocuencia, seguía ardiendo y chisporroteando. Algunos quisieron trasladar el teatro de sus ingeniosas proezas a las puertas de palacio, no siendo extraños los dos oradores a un proyecto que ensanchaba la esfera de sus triunfos; pero debió oponerse a esto el tío Pedro y compañeros de polaina, mayormente cuando tenían la seguridad de que el motín de las calles no era más que una sucursal de la gran asonada que en los mismos momentos estallaba en palacio y en la cámara del rey Carlos IV.

Era ya la madrugada cuando quise retirarme, sin que lograra detenerme Lopito, que decía:

– Aún falta lo mejor. ¿Qué te parece, Gabrielillo, lo que hemos hecho? Pues entavía hemos de hacer mucho más. Ya habrá visto el Rey si se puede o no se puede. Pónganos otra vez menistros malos y verá cómo en menos que canta un gallo los despabilamos. Lo que es Lopito… je, je… ya habrán visto que tiene malas moscas… y como yo hubiera encontrado a Godoy en cualquiera parte de la casa, le juro que no sale vivo de mis manos.

Diciendo esto, el valiente pinche sacó una navajilla con la cual le vi describir heroicas curvas en el aire.

– Y si llegamos a ir a palacio – prosiguió alzando el arma homicida, – yo, yo mesmito soy el que me presento al Rey y a la Reina para decirles que si no nos ponen al príncipe Fernando en el trono, lo pondremos nosotros. Lo que es al Rey no le haré nada, porque es el Rey; pero a la Reina, manque se ponga de rodillas delante, no la perdono.

Dijo y guardó el arma. A todas estas llegó una compañía de guardias para custodiar la casa después de saqueada: fácil era comprender la inteligente dirección del motín de que había sido brutal instrumento un pueblo sencillo. Este no hubiera podido dar un paso más allá de la línea que se le marcara sin sentir encima la fuerte mano de la autoridad.

No necesito decir que cuando se montó la guardia, el predestinado Pujitos quiso formar parte de ella, aunque no era militar, y su genio organizador se entretuvo en reunir en pelotón hasta una docena de hombres, con los cuales se ocupó en patrullar por las inmediaciones de la casa, mandándoles marchar a compás y supliendo él mismo con su voz la falta de tambor.

Al fin me marché, no sólo porque tenía sueño, sino porque cuanto había visto y oído me repugnaba con exceso. Llegué a la casa del cura, y no puedo haceros formar idea del estado de agitación y fiebre en que le encontré. Envuelta en un pañuelo la cabeza, puesta la sotana vieja y con un antiguo gabán de paño burdo echado sobre los hombros y sus anchos pantuflos en los pies, estaba mi buen eclesiástico recorriendo de largo a largo los corredores y pasillos de su casa. Su aspecto era semejante al de los que sufren un terrible dolor de muelas; a cada instante se llevaba las manos a las orejas, como para resguardarlas del ruido que hacían aún las campanas de la iglesia vecina; de vez en cuando golpeaba el suelo con fuerte patada, y a lo mejor daba media vuelta, cambiando de dirección en su calenturiento paseo. Entretanto, no cesaba de hablar un solo momento. ¿Con quién? ¿Con las paredes, con la luna, con la parra, que enredándose en los maderos del corredor extendía sus flacos y secos brazos para coger alguna cosa? Cuando me vio, hablome sin aguardar a que llegase a su lado.

– Estoy loco, Gabrielillo, ¿qué pasa, qué ocurre? ¿Oyes las campanas de la parroquia? Por los mártires de Alcalá juro… no, jurar no, que es pecado… prometo que Santurrias me las ha de pagar todas juntas. ¿Pero has visto cómo se burla de mí ese condenado? No es él el que toca, que si fuera… Mira, estaba yo descabezando el primer sueño cuando me hizo saltar de la cama el ruido de las campanas. ¡Dios mío, qué algazara! Plin, plan, plin, plan… parecía que el cielo se venía abajo. Lleno de indignación subí a la torre, pero Santurrias no estaba, y en su lugar sus cuatro hijos tocaban las campanas. Tal era mi cólera, que resolví mostrar la mayor energía y les dije: «Pillos, granujas, váyanse de aquí noramala»; pero ellos se rieron de mí y siguieron tocando… plin, plan, plin, plan… ¡Si hubieras visto a los cuatro condenados muchachos, con qué alegría, con qué frenesí tiraban de las cuerdas!… ¡Malditos sean!… Pues uno de ellos, el mayor, es listillo y muy mono… y ayuda a misa como un zarapico. Pero me dio tal enfado, que les mandé salir de la torre. ¿Tú me obedeciste?, pues ellos tampoco; el más chico me dijo: «Pare Gorio jue a matal a Godoy y nos puso a que tocálamos fuelte, fuelte». Desde las once hasta ahora no han cesado ni un momento. ¿Pero dime, qué ocurre en el pueblo? He visto el resplandor de una llamarada, he sentido gritos. La tía Gila fue por orden mía a ver lo que pasaba, y volvió horrorizada, diciendo que estaban quemando todo el Palacio Real de punta a punta, y los jardines, y el Tajo y la cascada. Cuéntame, hijito, que estoy sin sosiego.

Contele lo que había pasado en casa del Príncipe su amigo.

– Pero a estas horas habrán salido las tropas para castigar a esa vil plebe – me dijo.

– ¡Quia! ¡Si entre la multitud había muchos soldados! La tropa debe de estar sobornada.

– Pero a estas horas el Príncipe ha de estar tomando sus disposiciones para arreglarlo todo… porque él no es hombre que se anda con chiquitas, y si les sienta la mano… Cuánto deploro no haber podido advertirle ayer lo que se preparaba. Ya ves, hubiéramos podido evitar ese tumulto. ¡Miserable de mí!… Yo, yo tengo la culpa de lo que está pasando. Si no fuera por este genio corto que Dios me ha dado…

– El Príncipe ha huido, y debe estar a estas horas muy lejos de Aranjuez.

– ¡Que ha huido! No puede ser, no puede ser – exclamó con cierta enajenación. – Gabriel: ¿para qué mientes? ¿O eres tú también de los que creen las majaderías y simplezas de Santurrias?

A este punto llegábamos de nuestro coloquio, cuando sentimos una voz ronca y desapacible que gritaba en el portal.

– ¡Ah! – dijo el cura, – me parece que siento a Santurrias. Ahora va a ser ella: no intercedas por él… estoy decidido… ahora sí que es preciso ser enérgico.

La voz se acercaba. Era efectivamente el sacristán, que cantaba así, subiendo por la escalera:

 
Vale una seguidilla
de las manchegas,
por veinticinco pares
de las boleras.
 

Solvet sæclum in favilla, teste David cum Sibylla.

– Váyase Vd., Sr. Santurrias – exclamó el cura. – No le quiero ver a Vd., no quiero oír sus necedades.

El sacristán, que hasta entonces no nos había visto, se paró ante nosotros, y lanzando una carcajada de estupidez, habló así, con lengua estropajosa:

 
 
El Kirieleyson cantando,
¡Viva el príncipe Fernando!
 

Luego dio fuertes golpes en el suelo con un garrote medio quemado que en la mano traía, y acto continuo empezó a marchar militarmente por el corredor, imitando con la boca el ruido del tambor.

– ¡Está borracho! – dijo el cura. – Pero miserable, ¿no ves que el vino se te sale por los ojos?

Santurrias, apoyado en su palo para no caer al suelo, alargó su cuello, fijó en nosotros los encandilados ojos, arrugose su cara más aún que de ordinario, y dijo:

– Señor paterniá: el Príncipe ha juío… ¡Viva el Rey! ¡Muera el Choricero! ¡Muera ese pillo lairón!… ¡O salutaris hooo… stia! Si me bían dejao, le hago porvo con este palo… Prrun, prrun… ¡marchen! Media güelta… ¡Viva el comendante Pujitos!

– ¡Oh espectáculo lastimoso! – dijo D. Celestino. – Está como una cuba. Ya no le aguanto más… a la calle, a la calle mañana mismo. Se lo diré al señor patriarca… Pero no; ahora me acuerdo de que es un viudo con cuatro hijos.

A todas estas las campanas seguían tocando con igual furia, prueba evidente de que el entusiasmo de los cuatro muchachos no había disminuido.

Santurrias se agarró al antepecho del corredor para no caer. Después de haber dicho mil herejías, que a D. Celestino le pusieron el cabello de puntas, dijo que nos iba a contar lo que había hecho.

– Calla de una vez, deshonra de la santa Iglesia, borracho, hereje, blasfemo – le dijo D. Celestino empujándole. – Yo te aseguro que si no fueras un viudo con cuatro hijos…

– Pos, pos… – balbuceó Santurrias- lo que hamos hecho se llama… ¡rigolución!… Que si vamos a palacio, que si no vamos. Yo quería ir pa pedí la aldicación.

– ¡Cómo! – exclamó el cura con espanto. – ¿Ha abdicado S. M. el rey Carlos IV?

– Nones… entavía nones…

 
Quantus tremor es futurus
Quando judex est venturus.
Viva quien baila,
que merece la moza
mejor de España.
 

¡Muera Godoy!… marchen… señor cura: ya el menistro no es menistro, polque el Rey…

– Creo que el Rey – dije yo para sacar de su ansiedad al buen anciano- ha firmado ya la destitución del Príncipe de la Paz. Según allí se dijo, los ministros que estaban en palacio se lo pedían así.

– Eso… eso… juimos a palacio – continuó Santurrias, que no pudiendo sostenerse ya, había caído al suelo- y salió un gentilón con un papé escrito y leyó… y decía… decía: «Queriendo mandal por mi mesma mesmedá en el enjército y la marina, he venido en ex… ex… ex…».

– En exonerar – dijo el cura dirigiendo sus ojos al cielo.

Santurrias murmuró algunas palabras más entre latinas y castellanas, y calló al fin. Un fuerte ronquido anunció el aplanamiento de aquel elevado espíritu, conturbado por el vino de la conjuración.

Observé que D. Celestino enjugaba una lágrima con la punta del mismo pañuelo que tenía arrollado en la cabeza. Amanecía, y una turba de pájaros procedentes de los árboles cercanos, pasaron por sobre el patio cantando un himno de paz. Las primeras luces de la mañana iluminaron la casa, y el cura se retiró a su cuarto, diciendo:

– Dentro de un rato diré la misa y la aplicaré por la salvación de mi amigo el Príncipe de la Paz… ¡Ay!, si yo le hubiera avisado con tiempo… Pero ¿no oyes? ¡Esas condenadas campanas me tienen loco!

En efecto, los cuatro muchachos seguían tocando.

XI

Pasé todo aquel día durmiendo. Al caer de la tarde salí para observar el aspecto del pueblo, y en la taberna encontré a Lopito, que hacía con su navajita mil rúbricas en el aire, para que le viera Mariminguilla. Después, guardando el arma, me dijo:

– Le he caído en gracia a la muchacha, y si el tío Malayerba no me la deja sacar de aquí, ya sabrá quién es Lopito. ¡Qué bien me porté anoche, Gabriel! Todos están entusiasmados conmigo, y para cuando tengamos al Príncipe en el trono, ya me han prometido darme una plaza de ocho mil reales en la contaduría del Consejo de Hacienda.

– Chico, si tienes buena letra…

– Ni buena ni mala, porque no sé escribir; pero eso será lo de menos. Me ha dicho Juan el cochero que ahora van a quitar de las oficinas a todos los que puso el Príncipe de la Paz, y como son cientos de miles, quedarán muchas plazas vacantes. Conque a toos nos han de poner… porque, chico, esto de la montería me cansa, y para algo más que para cuidar perros y machos de perdiz, me parece que nos echaron nuestras madres al mundo.

– Pero ¿ponen al Príncipe de Asturias, o no le ponen?

– Nos lo pondrán; y si no, ¿para qué vienen ahí las tropas de Napoleón? ¡Qué bueno estuvo lo de anoche! Dicen que el Rey temblaba como un chiquillo, y quería venir a calmarnos; pero parece que los ministrillos no le dejaron. La Reina decía que nos debían matar a todos para que no pasara aquí otra como la de Francia, donde le cortaron la cabeza a los reyes con un instrumento que llaman la tía Guillotina. Así me lo contó esta mañana Pujitos, que sabe de toas estas cosas, y lo ha leído en un papel que tiene. Nosotros queremos al Rey, porque es el Rey, y esta mañana, cuando salió al balcón, gritamos mucho y le aclamamos. Él se llevaba la mano a los ojos para secarse las lágrimas; pero la condenada Reina estaba allí como un palo, y no nos saludó. Pujitos que lo sabe todo, dice que es porque está afligida con lo que hemos hecho en casa del Choricero, y asegura que ella lo tiene escondido en su camarín.

– Puede ser.

– Pues yo me he lucido – continuó Lopito alzando la voz para que lo oyera Mariminguilla. – Esta mañana cuando prendieron a D. Diego Godoy, hermano del ministro, íbamos toos gritando detrás, y yo le tiré una piedra, que si le llega a dar en metá la cara, lo deja en el sitio.

– ¿Y qué había hecho ese señor?

– ¿Te parece poco ser hermano de ese pillastrón? Era coronel de guardias, pero sus mismos soldados le quitaron las insignias y ahora me lo van a llevar a un castillo.

Aquella noche oí un nuevo discurso de Pujitos; pero haré a mis lectores el señalado favor de no copiarlo aquí. El poeta calagurritano que antes mencioné, jefe de la conspiración literaria fraguada contra El sí de las niñas, se arrimó a nosotros, acompañado de Cuarta y Media, y entre uno y otro nos descerrajaron la cabeza con media docena de sonetos y otros proyectiles fundidos en sus cerebros. Pero después que nos molieron a sonetazos, Lopito trabó cierta pendencia con el poeta, porque a este se le antojó requebrar a Mariminguilla, llamándola ninfa de no sé qué aguas o poéticos charcos. La navaja de Lopito salió a relucir, y si el poeta no hubiera sido el más cobarde de los cabalgantes del Pegaso, habría corrido mezclada en espantoso río la sangre de un futuro empleado de Hacienda, y la de un pretérito émulo del viejo Homero.

Nada más ocurrió en aquella noche, digno de ser transmitido a la posteridad; pero a la mañana siguiente se esparció con la rapidez del rayo por todo el pueblo la voz de que el Príncipe de la Paz había sido encontrado en su propia casa. La taberna del tío Malayerba se vació en dos minutos, y de todas partes cundió en gran masa la gente para verle salir.

Era cierto: Godoy se había refugiado en un desván donde le encerró uno de sus sirvientes, el cual, preso después, no pudo acudir a sacarle. A las treinta y seis horas de encierro, el Príncipe, prefiriendo sin duda la muerte a la angustia, hambre y sed que le devoraban, bajó de su escondite, presentándose a los guardias que custodiaban su morada. Estos, lejos de amparar al que un día antes era su jefe, alborotaron el vecindario, y la misma turbamulta de la noche del 17 acudió con heroico entusiasmo a apoderarse de él.

– ¡Ya pareció, ya le cogimos, ya es nuestro! – exclamaban muchas voces.

Fuimos todos allá, y en la puerta del palacio el agolpado gentío formaba una muralla. Los feroces gritos, los aullidos de cólera componían espantoso y discorde concierto. Sorprendiome oír entre tanta algarabía las voces de algunas mujeres chillonas, que deshonraban a su sexo pidiendo venganza. Lopito no cabía en sí de satisfacción, y la navajilla fue blandida sobre nuestras cabezas, como si quisiera partir el firmamento en dos pedazos.

Empujábamos todos, pugnando cada cual por acercarse, y codazo por aquí, codazo por allí, Lopito y yo pudimos aproximarnos bastante a la puerta. El poeta y Cuarta y Media estaban en primera fila. El segundo de estos personajes se volvió a mí, y me dijo con gozo:

– Creo que no saldrá vivo de manos del pueblo.

– ¿Y a Vd. qué le ha hecho ese caballero? – le pregunté.

– ¡Oh! – me contestó. – Ese hombre es un infame, un pícaro que se ha hecho rico a costa del reino. Yo le aborrezco, le detesto: yo soy una víctima de sus picardías. Ha de saber Vd. que la tienda de calderería que tengo me la puso él, por ser yo hijo de la que le lavaba la ropa… Al año de tener la tienda me arruiné, y él me dio unos cuartos para seguir adelante; pero como le pidiese un destino donde con descanso y sin trabajar me ganase la vida, tuvo la poca vergüenza de contestarme que yo no debía ser empleado sino calderero, y añadió que yo era un animal. Vea Vd., ¡decir que yo soy un animal!

No quise oírle más, y me volví de otro lado. La turba chillaba: no he podido olvidar nunca aquellos gritos que relaciono siempre con la voz de los seres más innobles de la creación; y mientras aquel gatazo de mil voces mayaba, extendía determinadamente su garra con la decisión irrevocable y parecida al valor que resulta de la superioridad física, con la fuerte entereza que da el sentirse gato en presencia del ratón.

La tropa contenía al pueblo, anheloso de entrar, y algunos jinetes de la guardia se colocaron a derecha e izquierda de la puerta. No lejos de allí, Pujitos, que tenía, como hemos dicho, el instinto, el genio de la reglamentación del desorden, mandaba a la turba que se pusiese en fila, y decía alzando su garrote:

– Señores: a un laíto… de dos en dos. Formen en batallón, y no rempujen.

De pronto un clamor inmenso, compuesto de declamaciones groseras, de torpes dichos, de gritos rencorosos resonó en la calle. En la puerta había aparecido un hombre de mediana estatura, con el pelo en desorden, el rostro blanco como el mármol, los ojos hundidos y amoratados, los brazos caídos, en mangas de camisa y con un capote echado sobre los hombros. Era el ministro de ayer, el jefe de los ejércitos de mar y tierra, el árbitro del gobierno, el opulento Príncipe y prócer, señor de inmensos estados, el amigo íntimo de los Reyes, el dispensador de gracias, el dueño de España y de los españoles, pues de aquella y de estos disponía como de hacienda propia; el coloso de la fortuna, el que de nada se convirtió en todo, y de pobre en millonario, el guardia que a los veinticinco años subió desde las cuadras de su regimiento al trono de los Reyes, el conde de Eboramonte y duque de Sueca y duque de la Alcudia, y Príncipe de la Paz, y Alteza Serenísima que en un día, en un instante, en un soplo había caído desde la cumbre de su grandeza y poder al charco de la miseria y de la nulidad más espantosas.

Cuando apareció, mil puños cerrados se extendieron hacia él: los caballos tuvieron que recular, y los jinetes que hacer uso de sus sables, para que el cuerpo del Príncipe no desapareciera, arista devorada por aquel gran fuego del odio humano. El favorito dirigió al pueblo una mirada que imploraba conmiseración; pero el pueblo que en tales momentos es siempre una fiera, más se irritaba cuanto más le veía; sin duda el mayor placer de esa bestia que se llama vulgo, consiste en ver descender hasta su nivel a los que por mucho tiempo vio a mayor altura.

El piquete de guardias de a caballo trató de conducir al Príncipe al cuartel, para lo cual fue preciso que él se colocase entre dos caballos, apoyando sus brazos en los arzones, y siguiendo el paso de aquellos, que si al principio era lento, después fue muy acelerado con objeto de terminar pronto tan fatal viacrucis. Entre tanto la multitud pugnaba por apartar los caballos; por aquí se alargaba un brazo, por allí una pierna; los garrotes se blandían bajo la barriga de los corceles, y las piedras llovían por encima. Tanto menudeaban estas, que los jinetes empezaron a amoscarse y repartieron algunos linternazos.

Lopito, ebrio de gozo me dijo:

– He sido más listo que todos, porque me escurrí por entre las patas de los caballos, y le pinché con mi navaja. Mírala: entavía tiene sangre.

Cuarta y Media vociferaba diciendo:

– Es una iniquidad lo que hacen con nosotros. Esos guardias debían ser fusilados. ¿Por qué no nos dejan acercar?

Pujitos, que en su petulancia no carecía de generosidad, fue el único de los por mí conocidos, en quien advertí señales de compasión.

 

Hubo momentos angustiosos en que la turba se arremolinaba estrechándose, y parecía próxima a devorar al prisionero y a los jinetes que le custodiaban; pero estos sabían abrirse paso, y aclarándose el grupo volvía a aparecer la cara del mártir, asido con convulsas manos a los arzones, cerrados sus ojos, la frente herida y cubierta de sangre, las piernas flojas y trémulas, llevado casi en volandas y casi arrastrando, con la respiración jadeante, la boca espumosa, las ropas desgarradas. Parecíame mentira que fuese aquel el mismo hombre que dos días antes me recibió en su palacio, el mismo a quien vi asediado por los pretendientes, agitado y receloso sin duda, pero seguro aún de su poder, y muy ajeno a aquella tan repentina y traidora y alevosa mudanza del destino… ¡Y los chicos más desarrapados se aventuraban entre los pies de las cabalgaduras para golpearle, y las mujeres le arrojaban el fango de las calles, menos repugnante que las exclamaciones de los hombres… y estos no disparaban sus escopetas por temor de herir a los soldados! No creo que haya ocurrido jamás caída tan degradante. Sin duda está escrito que la caída sea tan ignominiosa como la elevación.

Los favoritos que dejaron su cabeza sobre el tajo de un cadalso, fueron sin disputa menos mártires que D. Manuel Godoy, llevado en vergonzosa procesión entre feroces risas y torpes dicharachos, sin morir, porque no matan los arañazos y pellizcos.