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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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XX

En la Amargura, los granaderos y los cazadores de la Milicia rechazaban con igual bravura a los esclavos, y en el callejón del Infierno, sitio de encarnizada pelea, un hombre formidable, una encarnación del dios Marte con morrión, hundía su bayoneta en el pecho de un faccioso, gritando con voz de cañonazo:

– ¡Por vida de los cien mil pares de gruesas de chilindrones!… ¡perro, canalla, jenízaro! ¡Suelta la vida aquí mismo… suéltala!…

Ciego de ira, D. Patricio, el pacífico preceptor, transformado en bestial sicario por el fuego político que inflamaba su alma, apretaba los dientes, abría los ojos como un estrangulado, y su proterva lengua blasfemaba. El entusiasmo hacía de D. Benigno Cordero un héroe, el fanatismo hacía de Sarmiento un soldadote estúpido. Tan ciego estaba que cuando sus compañeros corrieron por el callejón abajo, arrastrándole, siguió haciendo un uso lamentable de la bayoneta, y después de pinchar con ella a un miliciano, la clavó en la pared, diciendo:

– ¡Y tú también… tú!

En tanto los guardias corrían en retirada hacia la Puerta del Sol a unirse con la segunda columna. El general Ballesteros, que en aquel instante llegaba del Parque a hacerse cargo del mando de la Plaza Mayor, puso en Platerías las dos piezas que había traído y ametralló a los fugitivos, disponiendo que Palarea los atacase por la calle de Carretas. Pero los guardias se desconcertaron de tal modo en la Puerta del Sol, que no fue preciso desplegar gran estrategia para obligarles a una completa fuga.

Unos intentaron subir la calle de la Montera; pero de los balcones les arrojaban a falta de balas, toda clase de cachivaches y hasta los morteros de las cocinas. No pocos se pasaron a las filas leales, y la mayor parte emprendieron su retirada por la calle del Arenal, donde tuvieron que tirotearse con la compañía de granaderos milicianos apostada en San Ginés y en las inmediatas calles de las Hileras y las Fuentes. Fracaso más vergonzoso no se ha visto desde que hay pronunciamientos en el mundo. Nada faltó a los sediciosos para su total aniquilamiento y deshonra: los milicianos se permitieron hasta la inaudita osadía de hacerles prisioneros, copando algunas docenas de hombres en la plazuela de los Caños.

Entre los vencedores no se oía más que una voz: – ¡A Palacio, a Palacio!

Faltaba lo mejor de la fiesta, porque dos batallones de guardias permanecían intactos en el alcázar, y los derrotados de la Plaza Mayor iban en aquella dirección. En Palacio estaba el Rey, acusado de dirigir desde su gabinete toda la maniobra sediciosa, asistido de los pérfidos consejeros a quienes El Zurriago llamaba Infantón, Casarrick y el general Castañuelas (Castro-Terreño). En Palacio se hallaban también los ministros en la más triste y ridícula de las situaciones imaginables, prisioneros, sin prestigio ante la Milicia ni ante el despotismo; estaba asimismo San Martín, que, según dicen, lloraba, deplorando la reclusión en que se le tenía; estaban los cortesanos todos y las damas del 30 de Junio; pero no rebosando alegría, sino con el corazón oprimido por la incertidumbre; que toda aquella gente menuda tan emprendedora para conspirar, temblaba al oír los tiros, como los niños cuando oyen truenos.

Cuando los milicianos de la Plaza Mayor se convencieron de que habían triunfado, pues en los primeros momentos no lo creían, se entusiasmaron hasta el frenesí: los vivas a la Constitución, a Riego, a Ballesteros, a las libertades todas y a todos los pueblos soberanos sonaban sin interrupción, repetidos por la muchedumbre en inmenso alarido. De las vecinas casas salía en tropel a borbotones el hirviente vecindario, loco también de alegría, y todo el mundo se felicitaba, todo el mundo se abrazaba. Las patriotas, que eran género abundante en la calle Mayor, salían cargadas de confituras, vino, pasteles y cantidad de regalitos para obsequiar a los héroes. ¡Interesante apoteosis popular que a los bravos soldados nacionales gustaba más que el pasar bajo soberbios arcos de triunfo, para recibir como único premio un laurel de trapo o la sonrisa de un Rey satisfecho!

Milicianos y pueblo, o mejor dicho, guerreros y gente inerme llenaban la vía pública, y todos chillaban, hombres, mujeres, chicos. No se podía dar un paso. Al sediento se le daba agua o vino, comida al que tenía hambre, y los heridos eran entrados en las casas. Los tres milicianos muertos en la Plaza tenían en derredor lastimoso coro de llantos e imprecaciones contra el despotismo. Cuarenta habían sido los heridos, entre ellos no pocos de bastante gravedad.

En cambio los guardias dejaron catorce muertos en las calles. De sus heridos no se tenía noticia.

Cuando se inició el movimiento hacia la plaza de Palacio, hubo gran confusión. Querían los jefes que se retirase el paisanaje; pero el mar y el gentío no suelen obedecer al que les manda quitarse de en medio. Allí era de ver la actividad, la diligencia afanosa con que D. Primitivo Cordero quería abrir paso a una parte de su batallón.

– Señoras – dijo a unas buenas mujeres que en grupo inmóvil como una roca contribuía obstruir, con otras masas de hombres y chiquillos, la entrada de la calle de Milaneses, – hagan el favor de retirarse. Todavía no ha concluido esto… Atrás, atrás… a un lado todo el mundo.

Obediente en lo posible, la femenil pandilla se apretó contra sí misma, diciendo con parlero trinar de pájaros alborotados: – ¡Viva la Milicia Nacional!

Un patriota exclamó:

– ¡Viva D. Primitivo Cordero!

– ¡Gracias, gracias, mil gracias – dijo galantemente el héroe saludando a un lado y otro. – Pero apartarse, apartarse, señoras.

El sobrino de D. Benigno pasó; pero un grupo le detuvo.

– ¿Qué hay aquí? – preguntó observando que varias personas levantaban del suelo a una mujer.

– Nada – respondió un viejo. – Esta señora se ha desmayado.

La desmayada, puesta al fin en pie, abrió los ojos, miró a todos lados con estupor, apartándose con las manos el cabello que sobre la frente le caía pálida, y temblaba:

– ¿El batallón Sagrado?… – dijo.

D. Primitivo seguía abriéndose paso. La multitud cambió de postura y moviose toda la gente de una parte a otra.

Entonces la desmayada desapareció.

Hacia la plaza de Oriente marchaban el ilustre Ballesteros, Riego, el general Copons, antiguo jefe político y hombre muy exaltado, el diputado Grases, ayudante de Ballesteros, el conde de Oñate, grande de España de primera clase, que tenía a mucha honra vestir el uniforme de la Milicia, el duque del Parque, el ex-guardia de Corps D. José Trabeso y todas las celebridades de aquel día, excepto Morillo, que seguía en el Parque, Álava, que estaba en la plazuela de Santo Domingo, y el patriota D. Vicente Beltrán de Lis que al frente de su partida guerreaba en las Vistillas de San Francisco.

Durante la marcha hacia Palacio oíanse tiros. Avivaron el paso los milicianos. Los caballos de los jefes descollaban sobre la apiñada multitud, como si nadaran en un mar de cabezas. No era posible asegurar si la principal parte de la tormenta de aquel día había pasado ya, o si faltaba aún, porque el nudo de Palacio no se había roto ni desatado, porque allí había dos batallones de rebeldes y en San Gil estaba el cuartel general de los leales, y las Caballerizas eran ocupadas por los guardias fieles a la Constitución. Inmensa curiosidad devoraba al pueblo de Madrid. ¿Qué haría el Rey? ¿Defenderíanse los dos batallones hasta el último extremo? ¿Capitularían? ¿Invadirían los milicianos el Palacio?

Crecía la agitación sin que disminuyera el entusiasmo. Las calles de Milaneses, Santiago y Cruzada hervían, y el impaciente ciudadano, ansioso de conocer el resultado de una contienda de que dependía su destino, pugnaba por acercarse todo lo posible. Aglomerándose la gente sin miedo al peligro, en aquel enorme tumulto de voces y gritos apenas se oía la débil voz que preguntaba:

– ¿El batallón Sagrado?…

XXI

Tiempo es ya de encontrar al batallón Sagrado. Se había formado en los primeros días del mes, con oficiales de reemplazo y paisanos entusiastas que no pertenecían a la Milicia, y su jefe era San Miguel. En la madrugada del 7 estaba en la plazuela de Santo Domingo, y una avanzada suya fue la que rompió el fuego contra los guardias en la calle de la Luna. Cuando se formalizó el conflicto, al mismo tiempo que acudía Ballesteros a la Plaza Mayor, presentose en la plazuela de Santo Domingo el general Álava, y a poco rato llegaron dos compañías del regimiento de infantería de Fernando VII, un escuadrón de Almansa y una pieza de artillería. Pero durante los imponentes ataques de Boteros y la Amargura, nada ocurrió allí digno de mención. Cuando el batallón Sagrado y las demás fuerzas mandadas por Álava entraron en acción resuelta, fue al iniciarse la retirada de los facciosos por la calle del Arenal hacia Palacio. Los leales les hicieron fuego por todas las calles que afluían a la plaza de Oriente, mientras los guardias de Palacio, para proteger la retirada de los suyos, avanzaron hasta los altos de la calle del Viento, desde donde favorablemente podían hacer mucho daño al paisanaje.

Este avanzó con resolución, a pesar de recibir tiros por todas partes, siendo los más certeros y molestos los que venían de las ventanas bajas del regio alcázar. Ruines lacayos y gente cobarde, de esa que se cría en lo más bajo de los palacios, ayudaban a defender el último baluarte del despotismo. Sin embargo, cuando avanzaron los patriotas, lograron desalojar de los altos de la Plaza al destacamento de rebeldes, las ventanas bajas se cerraron como las altas, y desde entonces la procesión empezó a andar por dentro. Viéronse pañuelos blancos agitados en los grupos de rebeldes que se reconcentraban en la plaza de la Armería o en la puerta del Príncipe, y cesó el fuego.

Un parlamentario apareció gritando en nombre del Rey: Que cesen los fuegos, y que vaya a Palacio el general Morillo, pues peligra la vida de Su Majestad.

 

Entonces fue cuando Ballesteros dio la famosa contestación: «Diga usted al Rey que haga rendir las armas inmediatamente a los facciosos que le cercan, pues de lo contrario las bayonetas de los libres penetrarán persiguiéndoles hasta su Real cámara».

Hasta aquel instante todo se había llevado con acierto. Los milicianos habían hecho proezas; los generales se habían portado con dignidad y bizarría; el pueblo victorioso, mas no embrutecido por la matanza ni ebrio de sangre, se había detenido con respeto, quizás excesivo, ante la puerta sagrada del Palacio de sus Reyes, obedeciendo a una sola palabra de este; los soberbios guardias, insolentes como el absolutismo que defendían, sin respeto a nada ni a nadie, mordían el polvo, sojuzgados por el espíritu liberal y la conciencia pública, de quien fueron instrumento propicio las armas ciudadanas.

Todo fue bien hasta aquel instante; pero en el mismo punto la cuestión que ya podemos llamar del 7 de Julio empezó a tomar antipático sesgo. Comenzaron los tratos para la capitulación, constituyose en la Casa-Panadería una Junta de hombres débiles, que no supieron tomar resolución alguna de provecho en el momento del peligro, y que ahora querían nada menos que declarar la incapacidad moral del Rey. Palacio envió ante la Junta sus más sagaces agentes, y discutiose si debían los guardias rendir las armas, cuando tan fácil era quitárselas.

– No es decible lo que se movió aquella gente desde la Casa-Panadería a Palacio, y qué número de cortesanos y oficiales entraron en danza, trayendo y llevando recados. Por último, la diplomacia dijo su última palabra, y se estipuló que los cuatro batallones que habían invadido la capital se rendirían a discreción; pero que los otros dos la conservarían, saliendo de la corte para Vicálvaro y Leganés. En uno de aquellos dos estaban los asesinos de Landáburu.

Cuando corrió la noticia de este convenio entre los patriotas, la mayor parte se dieron por satisfechos, y el pueblo en general llenose de alegría viendo asegurada la paz, sometida la rebelión y atajada la sangre que había empezado a correr en abundancia. En las largas horas que pasaron desde que se suspendieron las hostilidades hasta que se supo el resultado de las negociaciones, toda la gente armada, pueblo y tropa, ocupó sus puestos, atenta a los movimientos de los acorralados guardias, y cada vez se estrechaba y fortificaba más el círculo en que estaban metidos. En la plaza de Oriente, el batallón Sagrado y el regimiento del Infante D. Carlos cortaban la comunicación con toda la parte de los Caños y la Encarnación. En los Consejos y en las calles del Factor y la Cruzada, los tres batallones de la Plaza Mayor con algunas piezas presentaban un baluarte infranqueable al enemigo.

La suspensión de armas no podía ser más alegre. El pueblo, no pudiendo mezclarse con la Milicia y tropa, rigorosamente formada, se acercaba a ellas lo más posible, y con las últimas filas se juntaban apretadas falanges de mujeres, ancianos y gente de todas clases que, no contentos con estar cerca, asomaban el hocico por encima de los hombros y por entre las bayonetas de los soldados. Todos pedían noticia, todos querían saber hasta los menores detalles de los desaforados combates de aquel día; preguntaban estos por el hermano o por el padre, y algunos viéndole desde lejos en apartada fila, saludábanles con pañuelos. El pueblo llamaba a los suyos, pronunciando los más cariñosos nombres, y desde las compañías respondían voces festivas con la alegría de la salud y del triunfo.

Pero también molestaba en algunas partes la muchedumbre curiosa. En el batallón Sagrado un individuo empujó hacia atrás un racimo de mujeres que parecían querer subir sobre sus hombros. En el mismo instante se sintió fuertemente asido del brazo; oyó una voz. ¡Oh sorpresa de las sorpresas!

– ¿Solilla, tú aquí?… ¿pero eres tú?… – exclamó con júbilo, apartando a otras personas para que la joven estuviera cómodamente a su lado.

– Desde la madrugada te estoy buscando, hermano. ¡Gracias a Dios que al fin ha querido que te encuentre! – dijo Soledad con inmensa alegría.

Sonriendo de placer, parecía que la demacración y palidez de su rostro se disipaban por un instante como las oscuridades de un cielo que de súbito ilumina el sol. Mas era demasiado grande el desorden de su persona y la alteración de su semblante, por el cual habían pasado aquel día más lágrimas que balas por el ámbito de la calle Mayor, para que un pasajero regocijo los disipase.

– A ti te pasa algo, ¿qué tienes? – preguntó Monsalud, poniéndole la mano izquierda en el hombro, mientras con la derecha sostenía el fusil.

– Me pasan cosas terribles… – repuso ella con angustioso acento. – Por eso te estoy buscando estoy desde las dos de la madrugada… Mi padre se muere.

Salvador no contestó nada, realmente porque no sabía qué contestar.

– Se muere – añadió Sola, – y necesito de tu ayuda por muchos motivos y para muchas cosas.

– ¡Pobrecilla!… Esto se acabará pronto. Romperemos filas y estaré a tus órdenes. Yo estoy aquí por complacer al duque que se empeñó en que viniera; pero esto no ha de durar mucho más.

– ¿Pero no se ha concluido todavía?… ¡Qué fuego! ¡Cuántos tiros, cuántas muertes! Me acordaré mientras viva, si vivo, de lo que he visto hoy. Yo salí a buscarte, fui a la calle Mayor, y sin saber cómo me vi cercada por todos lados. No podía salir de allí, ni volver a mi casa, donde había dejado en la situación más triste a mi pobre padre… Pude al fin guarecerme en un portal con otras mujeres durante el tiempo de los muchos, de los muchísimos tiros. Después salí. Gritaban porque habían triunfado… perdí el conocimiento… Yo seguí buscándote y al fin supe que estabas aquí… pero no pude verte. Volvieron a sonar los tiros y tuve que huir… Entonces fui a mi casa, he acompañado a mi padre parte de la mañana, y después he salido otra vez en busca tuya, porque necesito de ti, como ya te he dicho, por muchas razones.

– Lo supongo. Pronto me tendrás a tu lado – dijo Salvador con lástima. – Y qué sabes de Anatolio, ¿le ha pasado algo?

– No sé nada. Desde el día 30 no hemos tenido noticias suyas.

– ¡Qué desgracia!

– ¿Y tú, estás herido? ¿Te ha pasado algo?

– Nada absolutamente. Esto ha sido un juego. Sin embargo, he disparado algunos tiros.

– Yo he oído más de un millón, puedes creerlo, más de un millón… ¿Pero no puedes salir de aquí todavía? ¿A tu madre no le ha pasado nada en aquella casa tan próxima al fuego?

– Esta madrugada en un momento que tuve libre la saqué de allí, llevándola a la casa que el duque del Parque tiene en el Prado Viejo.

– Yo había perdido la esperanza de encontrarte, de verte más – dijo Soledad asiendo más fuertemente el brazo de su hermano, como si temiera que se le escapara después de tantas fatigas para hallarle. – ¡Qué momentos he pasado!… Mi padre moribundo… temiendo a cada instante que le vayan a prender…

– ¡A prenderle otra vez!

– Sí, el Sr. Naranjo ha huido. ¡Qué desastre! uno tras otro… Ya te contaré con más calma.

– No temas nada, pobrecilla. No le prenderán; te respondo de ello.

– Tus palabras me consuelan. Parece que todo ha cambiado desde que te he visto – dijo Soledad con emoción más viva, – parece que ya no son tan grandes las calamidades de mi casa, y más fácil encontrar un remedio a todo, hasta a la enfermedad de mi padre.

– Para todo lo habrá – afirmó Monsalud con impaciencia. – Ahora falta que esto se acabe pronto.

– ¡Oh! y si no se acaba, ¿no podrás dejar el fusil a un compañero, diciéndole que vuelves pronto?

Salvador se echó a reír.

– No te impacientes. Está ya convenido que los guardias rindan las armas, y de un momento a otro las han de entregar ahí junto, en la plaza de la Armería. ¿Ves cómo se mueve la Milicia que está hacia el arco? Pues es que va a presenciar el acto de la rendición.

No había concluido de decirlo cuando se oyó el estruendo de una descarga. ¡Extraordinaria alarma en el pueblo que llenaba la plaza! El batallón Sagrado se estremeció todo de un punto a otro. Disponíanse las fuerzas a un nuevo combate, cuando corrió esta voz:

– Los guardias han hecho una descarga a la Milicia que iba a presenciar la rendición.

Y después esta otra:

– Se escapan por la escalera de piedra que baja al Campo del Moro.

Y luego no se oyó más que esto:

– ¡Huyen, huyen a la desbandada!

– Se van – dijo con alegría Solita, que se había visto obligada a separarse de su amigo. – Mejor: así se acabará más pronto.

Inmediatamente oyéronse las voces de mando. Toda la gente armada se puso en movimiento para perseguir a los fugitivos. Ballesteros y Palarea bajaron por la calle de Segovia. Copons bajó por la Cuesta de San Vicente con la caballería de Almansa. Morillo con los guardias leales y el regimiento del Infante D. Carlos marchó hacia Palacio, con objeto sin duda de seguir a los fugitivos por donde mismo habían salido. Todo cambió. Nuevas tropas invadieron la plaza de Oriente, y Solita vio con desconsuelo que su hermano desaparecía en el inmenso y alborotado mar de cabezas.

Después ocurrió un acontecimiento singular. Cuando Morillo pasaba por delante de Palacio, un hombre se asomó a un balcón, y señalando los grupos de guardias que allá abajo entre la verdura del Parque corrían azorados, gritó con voz clara que se oyó claramente desde la plaza:

– ¡A ellos, a ellos!

Era Tigrekan.

XXII

En la noche de aquel día, todo estaba en sosiego, y la plenitud del triunfo aseguraba a los milicianos y a la tropa largo y reparador descanso. La mayor parte, seguros de que los guardias dispersos no habían de volver, no pensaba ya más que en los preparativos para el Te Deum que debía cantarse al siguiente día en la Plaza Mayor.

Solita salió de su casa por tercera vez, al fin con fortuna, porque cerca de anochecido pudo encontrar ya libre de servicio a su protector y amigo, el cual la siguió con vivos deseos de servirla.

Entraron en la casa. Ni uno ni otro hablaban nada. Al llegar arriba, Monsalud dijo:

– ¿Has mandado buscar un médico?

– Ha venido esta tarde y ha dado pocas esperanzas.

– ¿Recetó algo?

– Que siguiera en la cama; que no le molestáramos con medicinas; que se le dejara tranquilo. Eso quiere decir que la ciencia es inútil… Si al menos pudiera pasar en calma sus últimas horas… Pero acabadas las batallas vendrán a prenderle, porque esa gente de la policía no se olvida de su oficio. Serán tan malos, que le llevarán en una camilla a la cárcel… Estando tú aquí, ¿no lo podrás impedirlo?

Salvador no respondía. Penetraron en la salita que precedía a la alcoba del enfermo, y apareció entonces D.ª Rosa, con aquella cara de Pascua y aquella bendita sonrisa que conservaba aun en los momentos de mayor apuro. Soledad entró a ver a su padre, acercándose al lecho muy despacito para no hacer ruido, y al poco rato salió:

– ¿Ha venido alguien? – preguntó a la vieja.

– Sí, hija mía, hemos tenido visita: hace un momento acaba de salir.

– ¿Quién?

– Una señora – dijo en voz baja D.ª Rosa, haciendo extraordinarios aspavientos con las flacas manos. – Una señora muy linda.

Salvador y Soledad prestaron gran atención.

– ¿Y qué buscaba?

– Venía muy sofocada… Preguntó por el Sr. Naranjo. Cuando le dije que se había marchado no lo quería creer. ¡Qué afán traía la señora!… Pues nada; empeñábase en que el señor Naranjo estaba escondido por miedo a los tiros… «Entre usted, señora, y registre la casa toda» le dije… Virgen Madre, ¡qué entrecejo ponía! Estaba furiosa la madama, y cuando se convenció de que había sido chasqueada, daba unas pataditas en el suelo…

– ¿Y no dijo más? – preguntó Monsalud con muy vivo interés.

– Me preguntó que dónde tenía sus papeles el Sr. Naranjo… ¡Yo qué demonches sé!… Ya me iba amostazando la tal señora… También hablaba sola, y decía como los cómicos en el teatro: «¡Cobardes, traidores!».

– ¿Era hermosa? – preguntó Sola.

– Como el sol.

– ¿Y rubia? – preguntó Salvador.

– Rubia, con unos ojos de cielo, como los míos ¡ay! cuando tenía quince años.

– ¿Y vino sola?

– Subió sola; pero me parece que abajo la esperaban dos hombres… ¡Ah! ya me acuerdo de otra cosa. Me preguntó por D. Víctor, si había venido D. Víctor… ¡Yo qué diantre sé de D. Víctor! Creo que es aquel clerigón gordo… Después de marearme bastante, registró todo lo que había en el cuarto del señor Naranjo; pero no debió de encontrar lo que buscaba, porque seguía dando pataditas y diciendo entre dientes: «¡Ese cobarde nos va a comprometer!».

 

– ¿Y no entró aquí?

– También entró y vio al enfermo; pero no tenía trazas de interesarse por él – dijo doña Rosa. – Yo no me pude contener al fin, porque mi genio es muy quisquilloso, y le dije: «Señora, hágame usted el favor de no ser tan entrometida y márchese de aquí, que no nos hacen falta visitas».

– ¡Bien dicho! – afirmó Soledad. – Yo la hubiera puesto en la calle desde que llegó.

– ¿No dijo su nombre? – preguntó Monsalud.

– ¿Qué había de decir?

– ¿Sospechas tú quién puede ser? – preguntó Soledad a su hermano.

– No – repuso este secamente, mirando al suelo.

D.ª Rosa, observando la familiaridad con que ambos jóvenes se trataban, no volvía de su asombro, pues no conocía pariente ni deudo alguno de los Gil de la Cuadra, ni jamás vio entrar en la casa al hombre en aquellos instantes presente.

– Este caballero – dijo con sorna, – será médico o cirujano.

Ni Monsalud ni Sola le respondieron. Ambos tenían el pensamiento en otra parte, quizás en una misma parte los dos.

– ¿Y qué se dice por ahí? – preguntó la vieja. – ¿Es cierto que los guardias han sido acuchillados en el camino de Alcorcón, y que no queda uno para un remedio?

Tampoco recibió contestación.

– Pues la de hoy ha sido estupenda – continuó, resuelta a sostener el diálogo consigo misma. – Parece que han muerto más de trescientos hombres. Algunos guardias en su fuga parece que de un salto se han puesto en Arganda… ¿Es cierto que les cogieron la bandera coronela? El Señor nos tenga de su mano… ¿Pero este caballero, no entra a ver al enfermo? Yo creo que si se le diera una sopa de vino… porque esto no es más que debilidad, debilidad pura.

Monsalud miraba al suelo como si estuviera leyendo en él un escrito de suma importancia. Indiferente a todo, menos a un solo pensamiento, alzó por fin los ojos, y poniéndolos en el acartonado semblante de la anciana, habló así:

– ¿Cuánto tiempo hace que salió?

– ¿Quién?

– Esa señora.

– ¡Ah! Ya no me acordaba de ella. Hará poco más de media hora que salió.

El joven se levantó maquinalmente.

– ¿Te vas? – le preguntó Soledad fijando en él sus ojos llenos de lágrimas.

– No… no me voy – repuso Salvador volviendo en sí. —.. Me he levantado no sé por qué… pero ya ves, me vuelvo a sentar.

Así lo hizo. En el mismo momento dejose oír la voz de D. Urbano que gritaba:

– ¡Anatolio, Anatolio!

Soledad corrió a la alcoba.

– Ha llegado, ha llegado ya – exclamó el anciano con voz a que daba fuerza y claridad el delirio. – ¡Ven acá, ven a mis brazos, querido hijo!

Solita procuró tranquilizarle; pero en vano. Gil de la Cuadra sacudía las ropas de su lecho, se incorporaba, extendía los descarnados brazos buscando una sombra.

– ¿Por qué no traes luz? – dijo pasándose las manos por los ojos.

En el mismo instante D.ª Rosa entraba en la alcoba con la lámpara.

– ¡Luz, más luz! – repitió el anciano. – No veo nada.

– ¿No la ve usted?… Es que duerme. Mejor; a dormir, padre, que es muy tarde.

– Te digo que no veo nada – prosiguió Gil de la Cuadra, revolviendo los sanguinosos globos de sus ojos y palpando con las flacas manos en el aire. —.. ¡Ah! sí, ya veo algo; pero sombras, unos negros bultos que van y vienen. ¿No está ahí Anatolio?

Soledad vaciló un momento en contestar. En el mismo momento Salvador penetró en la habitación, situándose a los pies de la cama.

– Anatolio, querido Anatolio – gimió el viejo llorando, – ya te veo… eres tú. ¡Cuánto, cuánto has tardado, hijo de mi corazón!

Como si estas palabras agotaran en un segundo todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu, cayó hacia atrás, extendiendo los brazos, cual masas inertes, sobre el lecho. Continuaba con los ojos abiertos, y entre dientes murmuraba algo que no pudo ser oído. Atentos todos a su agonía, apenas respiraban.

Gil de la Cuadra pronunció con voz entera estas palabras:

– ¡Gracias a Dios que estáis casados! Hija mía, abraza a tu esposo.

Salvador hizo, mirando a su hermana, un gesto que quería decir: – Consintamos en un engaño, que hará feliz su última hora.

– Anatolio, hijo mío – añadió el enfermo con voz más débil, – abraza a tu esposa.

Soledad y Monsalud se abrazaron.

– Más fuerte, abrázala más fuerte, con la efusión de un verdadero cariño.

Salvador, ante tan extraña escena, sentía su corazón traspasado por el dolor. Avivose en él, tomando mayor fuerza, el gran cariño fraternal que a la infeliz muchacha profesaba, y la estrechó entre sus brazos, viendo en ella, más que una mujer, un débil y hermoso niño desvalido. Su pecho se humedecía con el raudal de las lágrimas de ella, y oprimiéndole dulcemente la cabeza, le dio cariñosos besos en la frente y en el pelo.

– Así, así, así – murmuró Gil oyendo el rumor de los besos.

Después se aletargó un instante.

Monsalud, sintiéndose menos fuerte que su emoción, salió de la alcoba con los ojos húmedos.

– Dejémosle reposar ahora – dijo en voz alta.

Aquellas palabras llegaron a los oídos del enfermo, que sacudiéndose vivamente abrió los ojos y alzó la cabeza.

– ¿Qué voz es esa?… – exclamó con sobresalto y azoradamente. – Sola, Anatolio… yo he oído una voz…

– No hay nadie… ¡Padre, por Dios!… – gritó Soledad abrazándole.

Pero más furioso Gil pugnaba por incorporarse, gritando:

– ¡Anatolio, mátale, mátale!

– ¿A quién?… ¡Padre, por Dios, no se debe matar a nadie!

– He oído su voz… Está aquí.

Soledad sintió en su mente una inspiración divina. Arrodillada junto al lecho, tomó las manos del viejo, y estrechándolas con fuerza convulsiva, exclamó así:

– Padre, perdónale.

Gil de la Cuadra movió la cabeza a un lado y otro. Después dijo con voz ronca:

– No, no.

Hubo otra pausa. El mismo enfermo, cuyo febril espíritu luchaba con la miserable carne que lo expelía sacudiéndose, fue quien rompió de nuevo el silencio. Su voz denotaba ahora serenidad y gozo al decir:

– ¡He delirado, hija mía!… Sin duda tengo calentura. ¡Pero qué cosa tan rara! Ahora no veo nada, absolutamente nada. Me figuraba oír una voz… ¿En dónde está Anatolio, mi querido hijo y tu esposo?

Salvador volvió a entrar. Gil de la Cuadra, por la dirección de sus ojos, demostraba no ver nada.

– Hija, hijo… ¿dónde estáis? – continuó el anciano, mezclando con las palabras blandos quejidos. – Siento una cosa extraña en el corazón… No es dolor, no es punzada… es una cosa que se va, que se desvanece… ¡ay! adiós. Abrazadme los dos.

Soledad le abrazó por un lado del lecho. Salvador por el otro.

– ¡Ah! ¡qué feliz soy! – murmuró Gil. – Estáis unidos para siempre; sois marido y mujer. ¡Bendito sea Dios!… Muero contento… sois dichosos. Abrazadme más fuerte, pero más fuerte… Bendito sea Dios.

Salvador sintió que el cuerpo que tenía entre sus brazos perdía su elasticidad y pesaba, pesaba cada vez más. Dilatáronse las extremidades y la cabeza cayó hacia atrás, como si la guillotina la separase del tronco. Cesó la respiración, como un reloj que se para, y al semblante del anciano infeliz, sustituyó una máscara tranquila e imponente, y a la expresión de dolor, una gravedad ceñuda, detrás de la cual, donde antes moraba el pensamiento, no había ya nada, absolutamente nada. Al observar esto trató de apartar de allí a su pobre hermana que era ya huérfana.