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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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Soledad se arrojó en los brazos de su padre.

– Es triste – dijo, – muy triste; ¿pero no podremos encontrar algún amigo que nos salve?

– ¿Amigos nosotros? ¡Qué absurdo has dicho! – murmuro Gil bebiéndose sus lágrimas. – ¡Oh! Si Anatolio viniera.

– Eso es seguro.

– Sabe Dios si le volveremos a ver. Los guardias huirán, saldrán de España… Esto es horrible… Nada me importa por mí, que moriré; pero tú, tú… ¿quieres morir?

– Yo sí; pero cuando Dios lo ordene…

– Pues no nos da pruebas de querer que vivamos. Hija de mi alma, ¿has visto conflicto semejante? ¿Crees en la posibilidad de que salgamos bien de esta agonía?

– Sí lo creo.

– ¿Cómo?

– Pidiendo protección.

– ¿A quién, loca, a quién? Sabes que dentro de algunas horas vendrán los patriotas, y nos prenderán.

– Quizás no, porque no hemos hecho nada.

– Sí, ve a convencer a esa canalla… Nos arrastrarán a una mazmorra; seremos ultrajados por la plebe soez… No quiero pensarlo. Antes mil veces la muerte para los dos, para ti y para mí.

– ¡No, no, no! – dijo Soledad con ardor. – Buscaremos quien nos proteja.

– ¡Ay! ¡Protección al desvalido, al triste, al abandonado!… No puede ser.

– ¿Por qué no?

– ¡Pero quién! Revuelve toda la creación y dirás como yo: «muerte, nada más que muerte».

– Yo digo que nos salvará algún amigo.

– Y yo digo: «descanso, descanso». ¡Oh, qué dulce palabra!

Cerraba los ojos para contemplar dentro de sí mismo un remedo de la paz de los sepulcros.

– ¡No, no, no! – repitió Soledad levantándose con cierta vehemente altanería. – Yo saldré, yo buscaré quien nos ampare.

– Dime antes su nombre – murmuró Urbano abriendo los ojos con extravío.

Solita sintió el violento sacudir de la voluntad que vibra su rayo omnipotente en nuestro espíritu en momentos de peligro, y cerrando los ojos, olvidando toda consideración, pronunció un nombre.

El semblante de Gil de la Cuadra se contrajo, y sus labios articularon lastimero quejido.

– Me has traspasado el corazón – dijo después de una pausa, con voz muy queda y dolorida.

Solita callaba sin atreverse a añadir una sílaba más.

– Quizás pudiera hacer algo por nosotros. De seguro podría… – dijo el viejo rechazando con la derecha mano una figura imaginaria-; ¡pero no, atrás!… ¡nunca! Hija mía, toma un cuchillo, atraviésame de una vez el corazón; mátame; pero no pronuncies ese nombre, no me mates así… que esa muerte es demasiado terrible.

La infeliz muchacha apenas tenía ya alma para resistir tanto dolor.

– ¡Todavía; pero todavía!… – exclamó oprimiendo su cabeza con ambas manos. – Cuando todo nos falta; cuando no hay castigo que Dios no nos haya enviado, cuando nombramos a la muerte como única esperanza nuestra… ¡todavía, señor, ese aborrecimiento que es como el de los demonios!

– Todavía – murmuró la voz de Gil, profunda, hondísima, lejana, cual si sonara en lo más recóndito de su cuerpo. – Todavía y siempre.

Oyéronse golpecitos a la puerta y una vocecilla cascada que decía:

– ¿Se ofrece algo?

Era la pobre anciana que cuidaba de Naranjo, mujer piadosa, sencilla y caritativa, aunque curiosa.

– ¿Conque parece que nos quedamos solos? – dijo al entrar. – ¿Y qué tal va el señor Gil?

Como nadie le contestase, dirigiose a Sola y le manifestó su alto criterio terapéutico en estos términos:

– Al señor le convendría tomar una tacita de tila. Voy a hacérsela. ¿Hay lumbre en esta cocina?

– Hija mía, Soledad, Soledad – gritó bruscamente D. Urbano, como el que despierta de un sueño. – ¿Dónde estás?

– Aquí… No me separo un instante.

– ¿Sabes que no te veo?… – añadió el enfermo con mucha agitación. – ¿Pero hay luz en el cuarto?

– Luz hay.

– ¡Ah!, sí… ya distingo, ya veo algo… Pero nada más que sombras. ¿Estás aquí?…¡Qué espanto! Me quedo ciego… Yo no te veo bien. ¿Hay alguien más en el cuarto?

– Nadie más. D.ª Rosa ha pasado a la cocina.

– Dime: ¿has echado algo en mis ojos?… Yo no te veo bien… Me quedo ciego. ¿Has echado algo en mis ojos?

– ¿Yo?

– Podía ser. Te empeñas en matarme. Como pronunciaste aquel nombre que era un puñal… ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué oscuridad es esta que me rodea? Soledad, mis ojos se nublan. Dime, ¿esto es morir? ¿Se muere así?

– Eso no es nada. Una irritación del cerebro. Procure usted dormir.

El anciano descansó su cabeza en la almohada y parecía caer en profundo sueño.

– Si viniese Anatolio… – murmuró, – que me despierten al instante. Quiero verle.

Un momento después dormía con aletargadamente y sin tranquilidad. Se agitaba en el lecho, pronunciaba palabras, se oprimía con la mano el corazón, lanzando lastimeros quejidos. Soledad lo contemplaba en silencio, sin pestañear, casi sin respirar, atenta a las vibraciones dolorosas de aquella triste vida que se extinguía por grados. Decir lo que pensó en aquellos breves instantes, cuántas ideas cruzaron por su inflamado cerebro como relámpagos tempestuosos; decir qué sentimientos la agitaron y qué palabras salían de su pecho y expiraban en sus labios sin modularse, fuera imposible.

La solícita D.ª Rosa la sacó de aquel estado.

– Es preciso tomar una determinación, niñita mía – le dijo. – Yo he visto muchos enfermos. ¿Qué le pasa a usted que parece de mármol? Muévase, determine algo. Es preciso hacer algunas medicinas. Mire usted, yo llamaría a un médico.

Soledad vio en toda su gravedad lo real de aquella situación. Dio algunos pasos de la sala a la cocina y de la cocina a la alcoba. Registró todo y no encontró un solo ochavo. Después se detuvo de nuevo, sumergiendo su espíritu en honda meditación.

– Voy a salir – dijo de súbito a la anciana.

– Gracias a Dios que toma usted una determinación. Yo cuidaré al señor mientras usted vuelve.

– Voy a salir – repitió la joven con aplomo.

Púsose el manto y se acercó al enfermo, contemplándole con atención profunda. Gil se movía con inquietud, se quejaba, pronunciaba como antes palabras confusas. Al ver la religiosa y profunda atención con que Soledad le miraba, creeríase que el espíritu del padre y el de la hija se comunicaban en regiones lejanas, desconocidas, allá donde las almas amigas se abrazan, rotos o aflojados los lazos de la vida.

D. Urbano en su delirio pronunció tres clarísimas palabras en tono de contestación. Al oírlas Soledad se estremeció toda, y en el fondo de su alma resonaron con eco terrible las tres palabras.

Gil de la Cuadra había dicho:

– Sedujo a mi esposa.

Soledad pasándose la mano por la frente dio algunos pasos. Detúvose, clavando la vista en el suelo. Luchaba interiormente, pero al fin ganó la batalla, y dijo con resolución:

– No importa… Voy.

XVIII

Eran las dos. La noche era serena y tibia, y en el cielo oscuro comenzaban a palidecer temblando las estrellas. Solita envolviose bien en su pañuelo, y sin asomos de miedo, porque la apurada situación suya no lo permitía, bajó hacia la plazuela de Navalón. Poco tiempo empleó en llegar a una calle cercana, donde los informes que recibiera del sereno la obligaron a retroceder.

– ¡Dios mío! – decía para sí, – ¡haz que encuentre pronto ese batallón Sagrado!

Por el Postigo de San Martín subió en busca de la calle de Tudescos y la Luna, andando aprisa, sin reparar en los pocos transeúntes que a tal hora hallaba en su camino, hasta que sintió un rumor lejano, un murmullo de gente y pasos, que en el silencio de la noche resonaban de un modo singular en las angostas calles. Entonces sintió miedo y se detuvo a escuchar. Por la calle de la Luna pasaba una cosa que no podían precisar bien los agitados sentimientos de Sola; un animal muy grande, con muchas patas, pero sin voz, porque no se oía más que la trepidación del suelo. Acercose más y vio pasar de largo por la bocacalle multitud de figuras negras; sobre aquella oscura masa brillaban agudas puntas en cantidad enorme.

– ¡Ah! – dijo Sola para sí reconociendo lo injustificado de su miedo. – Es un ejército… ¿Si será el batallón Sagrado?

Apresuró el paso; pero no había dado seis, cuando se oyó un tiro, después dos, tres… Solita se quedó fría, yerta, sin movimiento. Aumentado el estrépito por su imaginación, parecíale que Madrid había volado.

– ¡Tiros!… ¡Una batalla!

Varios individuos corrieron a su lado por la calle de Tudescos abajo, gritando:

– ¡Los guardias, los guardias!… ¡Qué degüellan!

Soledad corrió también por instinto. Los tiros se repitieron, y sobre el tumulto descollaban tremendas voces que decían:

– ¡Viva el Rey absoluto!

Y allá más lejos otras que no se entendían bien. Por callejones que no conocía, siguiendo a las personas del vecindario que alarmadas salían de las casas, Soledad llegó a una calle, que reconoció por la de San Bernardo.

– ¡Ah! – murmuró. – Aquí me han dicho que está el batallón Sagrado, hacia la cuesta de Santo Domingo. Vamos allá.

Para concluir pronto, acortando en lo posible las angustias de la expedición, corrió en la dirección indicada; pero al fin la mucha gente que se agolpaba en aquel sitio, obligola a detenerse. La muchedumbre retrocedió de repente, y viéronse varios soldados de a caballo, que sable en mano gritaban:

– ¡Atrás, a despejar!

Para no ser arrollada, Solita huyó entre multitud de personas que se atropellaban, gritando:

– ¡Jarana! ¡Que vienen los guardias!… ¡Que van a disparar el cañón!

– Dígame usted, buen amigo – preguntó la muchacha a un hombre que a su lado iba, – ¿dónde está el batallón Sagrado?

– ¿El batallón Sagrado? Pues cuenta que está en la Plaza Mayor.

– Me habían dicho que en la Cuesta de Santo Domingo.

– Quia, no señora. ¿Qué entiende usted de eso?

– Tiene usted razón, buen amigo, yo no entiendo nada. ¿Conque dice usted que en la Plaza Mayor?

 

– Mismamente… ¡Los guardias vienen!

– ¿Por dónde cree usted que debo ir? – preguntó Sola, advirtiendo que la gente corría en todas direcciones y que se oían los tiros más cerca.

– Por ninguna… – repuso el hombre metiéndose en su casa y cerrando sin dilación.

Soledad no se desanimó, y por la calle de la Justa trató de emprender su camino; pero al poco tiempo vio que la de Tudescos estaba intransitable. Pasaban por ella varias columnas de guardias, que al verse sorprendidos en la calle de la Luna, buscaban la de Jacometrezo y Postigo de San Martín para dirigirse al centro de la villa.

Aguardó a que pasaran, y luego, prefiriendo dar un rodeo a perder tiempo esperando, marchó a tomar la calle de la Montera por la del Desengaño.

– Por allí no habrá nadie – pensó. – Bajaré a la Puerta del Sol, y en un periquete estaré en la Plaza Mayor… Virgen de los Remedios, favoréceme.

En efecto, la infeliz muchacha llegó por fin a la Puerta del Sol, donde había empezado a reunirse bastante gente. Tropa y milicianos formaban delante de la casa de Correos; pero después de un instante la tropa entraba en aquel edificio y los milicianos subían por la calle de Carretas.

– ¿Es cierto que el batallón Sagrado está en la Plaza Mayor? – preguntó Solita a un miliciano que marchaba a toda prisa con el fusil al hombro.

Como no recibiera contestación, hizo la misma pregunta a dos paisanos que también armados de fusil, marchaban hacia la calle Mayor.

– Venga usted, prenda, y lo veremos.

Soledad les siguió a cierta distancia, andando tan aprisa como ellos. Vio que satisfecho el primer impulso de curiosidad de los vecinos, se cerraban todas las puertas, y que apenas había mujeres en la calle. El estado de su afligido espíritu no le permitió observar que poco a poco se iba introduciendo en una atmósfera de peligro. La infeliz comprendió, sí, que iba a ocurrir algo grave; pero pensaba llegar antes que sonase la hora del conflicto, desempeñar su misión y volverse a su casa. Ella decía:

– Todavía es de noche. Hasta que no amanezca no habrá batallas.

En las inmediaciones de la Plaza Mayor, los milicianos ocupaban toda la calle. Había cierto desorden en sus filas, los jefes corrían de un lado para otro, y resonaban aquí y allá las palabras de tal cual arenga, pronunciada desde lo alto de un caballo. Murmullo atronador ensordecía la calle, todos hablaban a la vez, amenazaban, discutían, proponían; oíanse trastrocadas y revueltas las palabras libres y esclavos, leales y pérfidos, Constitución y Rey neto, libertad y despotismo. Todo se oía, menos lo que Solita quería oír.

– ¿El batallón Sagrado? – preguntó tímidamente al primer miliciano que tuvo a mano.

– El batallón Sagrado… ¡Ah!… vaya usted a saber, niña – le contestaron.

– Allí está mi primo – dijo otro.

– Lo manda San Miguel.

– Entonces debe de andar por el cielo – añadió un chusco, – pues si es sagrado y lo manda un arcángel…

Soledad, con el corazón oprimido, se dirigió a otro grupo; pero no había abierto la boca, cuando oyó gritar:

– ¡Paso, paso!

Y estuvo a punto de quedarse sorda por el estrépito que producían los cañones, que arrastrados a escape por poderosas mulas, venían la calle adelante, rechinando, saltando, rebotando sobre cada piedra. Soledad empezó a comprender que Dios la abandonaba en aquel trance, que la ocasión y el lugar no eran a propósito para buscar a un hombre perdido en la inmensidad del batallón Sagrado, y en la hora crítica de la revolución. Esta idea la afligió tanto, que quiso hacer un esfuerzo, sobreponerse con animoso espíritu a las circunstancias y seguir hasta donde pudiera con desprecio de la vida. Érale indispensable buscar y encontrar en aquella misma mañana a la única persona de quien podía esperar auxilio de todas clases en su desesperada situación. Recordó a su padre moribundo, sin recursos; la pobre casa desamparada, que muy pronto sería invadida por feroces polizontes; y cerrando los ojos a todos los peligros, al formidable aparato de tropas, desoyendo el rugir de la Milicia, el estrépito de las preparadas armas, dio algunos pasos hacia el arco de Boteros.

– Entraré – pensó, – y yo misma veré si está o no ese batallón Sagrado.

Se sintió cogida por un brazo y rechazada hacia atrás, mientras una bronca voz le decía:

– Atrás… ¡que en todas partes se han de meter estas condenadas!

– ¿El batallón Sagrado? – murmuró Soledad.

Pero otro brazo de hierro la arrojó hacia la acera de enfrente. Se volvió contra la pared y así estuvo breve rato. Cuando miró de nuevo hacia las entradas de la Plaza, Su rostro estaba inundado de lágrimas. Era espectáculo digno de que un psicólogo lo observara, ver cómo, haciendo alarde de energía varonil, se limpiaba aquella infeliz sus lágrimas, cómo sofocaba sus suspiros, diciendo:

– Puede que sea fácil entrar por la calle de Atocha… ¡Dios mío! ¿Cómo vuelvo a mi casa sin haberle visto?

Corrió hacia la plazuela de San Miguel y después hacia la Puerta del Sol. Por ninguna parte había salida; por todas partes, tropa y milicianos, que mandaban a los vecinos retirarse. Solita al fin se declaró vencida.

– Dios no quiere – dijo. – Es imposible. Volveré a mi casa… Dios no nos abandonará.

Una idea lisonjera iluminó de súbito su entendimiento, infundiéndole repentina alegría. En sus labios vaciló una sonrisa.

– Con esta jarana tan tremenda – pensó, – la policía no se cuidará de ir a mi casa. Todos tendrán mucho que hacer.

Pensando esto dobló la esquina para bajar por la plazuela de Herradores.

– ¿Pero y si van? – pensó después. – Si le llevan a la cárcel, como está… Se morirá por el camino… No, no irán, es imposible que se acuerden de tal cosa; lo peor es que no tenemos nada. ¡Qué disparate haber dado al Sr. Naranjo todo el dinero!… ¿Quién nos amparará si no encuentro hoy al batallón Sagrado?… Y le he de encontrar… Veremos más tarde… Esto acabará pronto… ¡Pero si le sucede algo, si le matan!…

El terror que esta idea le producía la desconcertó un momento; pero llenándose de fe, su alma privilegiada se tranquilizaba. Dios, sin embargo, no quiso que en aquella aciaga mañana fueran dichosas las horas de la infeliz joven, y no la dejó andar veinte pasos en paz. Por la calle de las Fuentes, por la de las Hileras subían columnas de milicianos granaderos, terribles, amenazadores; iban a cubrir el flanco de la Plaza. El paso por aquella parte estaba cortado.

Soledad viendo la alarma del vecindario, quedó yerta de espanto. Gritaban en los balcones las mujeres, lloraban algunas, votaban los hombres. Cerrábanse puertas, se desocupaba a toda prisa la calle; hasta los perros huían azorados y despavoridos. Por un instante no supo la pobre qué resolución tomar; vaciló entre seguir bajando o correr de nuevo hacia arriba. El aspecto imponente de las tropas que subían la ofuscó de tal modo, que tomó el peor partido, corriendo hacia la calle Mayor; pero dos mujeres que iban hacia la calle de Santiago, indicáronle aquella dirección como la mejor. Las siguió sin vacilar, creyendo encontrar por allá fácil acceso hacia su casa; pero no había llegado a la calle de Milaneses cuando sintió el horrible estrépito de miles de disparos, gritos, vivas y mueras; un bramido colosal, mezcla de humanas voces y de la tremenda palabra de los cañones. El valor le faltó de súbito entonces y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

En la calle de Santiago había espacio suficiente para ponerse a salvo de las balas, y era considerable la multitud de curiosos. Muchos de estos emprendieron la retirada hacia la parroquia para apartarse lo más posible del lugar de la refriega; pero unas mujeres que subían de la plaza de Oriente, gritaron:

– ¿A dónde van ustedes? Los guardias de Palacio han subido a San Nicolás y vienen todos hacia acá.

Al oír esto, muchos se metían precipitadamente en las casas, otros se agolpaban en las calles del Espejo y de Mesón de Paños. La de Santiago quedó vacía.

¿En dónde está Solita? El narrador lo ignora, y llamado por el duelo en que se empeñan rencorosamente Despotismo y Libertad, no trata por ahora de averiguarlo.

XIX

Cuando el brigadier Palarea, aquel famoso guerrillero del año 8 (a quien llamaban el Médico porque curó gente por la ciencia antes de matarla con la espada), supo que venían los esclavos, tomó sus disposiciones en la Plaza Mayor, donde estaba con los milicianos. El oficial de artillería que mandaba las piezas dormía en la Panadería, y, avisado del peligro, saltó por un balcón para llegar más pronto a su puesto. Felizmente todos estaban preparados, y no hubo más confusión que la propia de tales casos. Los milicianos, a causa del entusiasmo que les poseía, no perdieron la serenidad en aquella mañana, y si alguno temblaba dentro de su uniforme, como parece creíble, esto no pasó de la esfera individual, y la Institución se sostuvo firme y tranquila. Por primera vez en su vida aquello que parecía destinado a ser pequeño empezaba a ser grande. Hombres de costumbres pacíficas y sin ideal guerrero de ninguna clase iban a familiarizarse con el heroísmo. Estos milagros los hace la fe del deber, la religión de las creencias políticas cuando tienen pureza, honradez y profundas raíces en el corazón.

Por la calle Mayor adelante avanzó la columna de guardias, tan orgullosa como si fuese a una parada, al son de sus ruidosos tambores, y dando vivas al Rey absoluto. Era costumbre entre los guardias llamar a los milicianos soldaditos de papel. Ya se acercaba el momento de probarlo, y esgrimidas las armas de uno y otro bando, iban a chocar el acero y el cartón. Nada más imponente que los rebeldes. Sus barbudos gastadores, cubiertos con el mandil de cuero blanco, parecían gigantes; sus tambores eran un trueno continuado; su actitud marcial, perfecta, su orden para el ataque inmejorable, sus vivas infundían miedo, sus ojos echaban fuego.

La columna se detuvo y miró a la izquierda. Ya se sabe que la Plaza Mayor tiene dos grandes bocas, por las cuales respira, comunicándose con la calle del mismo nombre. Entre aquellas dos grandes bocas que se llamaban de Boteros y de la Amargura, había y hay un tercer conducto, una especie de intestino, negro y oscuro: es el callejón del Infierno. Por una de estas tres bocas, o por las tres a un tiempo, tenían los guardias forzosamente que intentar la ocupación de la Plaza, de aquel sagrado Capitolio de la Milicia Nacional, o alcázar del soberano pueblo armado.

Cuando se acercaron hubo un momento de profundo silencio. Allá dentro, a la primera luz del naciente, se veían brillar los cañones de los fusiles preparados. ¡Qué ansiedad espantosa! Con el aliento suspendido, se contemplaron el guerrero y el ciudadano, el hierro y el papel. Oyéronse algunos gritos, diéronse algunos pasos y tempestad horrísona estalló en el aire.

En el paso y arco de Boteros, en la calle de la Amargura, en el callejón del Infierno se trabó simultáneamente la pelea. Los guardias atacaron con fatuidad, los milicianos defendiéronse con vigor, no sin gritos patrióticos, que les inflamaban, recordándoles la noble idea por quien combatían. El cañón de Boteros y el de la Amargura tronaron a la vez y sus primeros disparos de metralla desconcertaron a los guardias.

No obstante, como eran gente tan aguerrida, rehiciéronse sin tardanza; habían puesto a su cabeza a los granaderos de premio y a los gastadores de luenga barba, algunos de los cuales eran veteranos de las guerras de la Independencia y del Rosellón. Los milicianos tenían en su vanguardia toda la gente menuda, los cazadores, la juventud entusiasta, los menestralillos, los hijos de familia, los señoritos y los horteras. Pero Dios, que siempre protege a los débiles, quiso en aquel crítico día infundir en el alma de los pobres chicos una fuerza inaudita, y si los guardias arremetían con vigor, las descargas cerradas de aquella juventud impertérrita que no veía el peligro ni hacía caso de la muerte, detenían a los orgullosos veteranos.

En Boteros consiguieron adelantar algo, y llegó un momento en que las manos de los gastadores pudieron tocar el cañón. En el ángulo que el pórtico forma con la Plaza hubo confusión, cierto pánico entre los milicianos, y amenazaba presentarse un verdadero peligro, si esfuerzos supremos no restablecían la superioridad hasta entonces demostrada por los defensores del pueblo.

Palarea, que a caballo a la izquierda de la pieza de artillería, dio un grito horrible, y con el sable vigorosamente empuñado por la trémula diestra, rugió órdenes. El comandante de la Milicia que mandaba en aquel punto a los cazadores sintió en su interior un estremecimiento terrible, una rápida sensación de frío, a que siguió súbito calor. Ideas ardorosas cruzaron por su mente; su corazón palpitaba con violencia; su pequeña nariz perdió el color; resbaláronsele por la nariz abajo los espejuelos de oro; apretó el sable en el puño; apretó los dientes, y alzándose sobre las puntas de los piececillos, hizo movimientos convulsivos, semejantes a los de un pollo que va a cantar; tendiéronsele las cuerdas del pescuezo; púsose como un pimiento, y gritó:

 

– ¡Viva la Constitución!… ¡Cazadores de la Milicia… a cargar!

Era el nuevo Leónidas, D. Benigno Cordero. Impetuoso y ardiente se lanzó el primero, y tras él los cazadores atacaron a la bayoneta.

Antes de dar este paso heroico, verdaderamente heroico, ¡qué horrible crisis conmovió el alma del pacífico comerciante! D. Benigno no había matado nunca un mosquito; don Benigno no era intrépido, ni siquiera valiente, en la acepción que se da vulgarmente a estas palabras. Mas era un hombre de honradez pura, esclavo de su dignidad, ferviente devoto del deber hasta el martirio callado y frío; poseía convicciones profundas; creía en la libertad y en su triunfo y excelencias, como en Dios y en sus atributos; era de los que creen en la absoluta necesidad de los grandes sacrificios personales para que triunfen las grandes ideas, y viendo llegado el momento de ofrecer víctimas, era también capaz de ofrecer su vida miserable. Era un alma fervorosa dentro de un cuerpo cobarde, pero obediente.

Cuando vio que los suyos vacilaban indecisos; cuando vio el fulgor del sable de Palarea y oyó el terrible grito del brigadier guerrillero y médico, su alma pasó velozmente y en el breve espacio de algunos segundos, de sensación a sensación, de terribles angustias a fogosos enardecimientos. Ante sus ojos cruzó una visión, y ¡qué visión, Dios poderoso!… pasó la tienda, aquel encantador templo de la subida a Santa Cruz; pasó la anaquelería, llena de encajes negros. Las puntillas de Almagro y de Valenciennes se desarrollaron como tejidos de araña, cuyos dibujos bailaban ante sus ojos; pasaron los cordones de oro, tan bien arreglados en rollos por tamaños y por precios; pasó escueta la vara de medir; pasaron los libros de cuentas y el gato que se relamía sobre el mostrador; pasaron, en fin, la señora de Cordero y los borreguitos, que eran tres, si no miente la historia, todos tan lindos, graciosos y sabedores, que el buen hombre habría dejado el sable para comérselos a besos.

Pero aquel hombre pequeño estaba decidido a ser grande por la fuerza de su fe y de sus convicciones; borró de su mente la pérfida imagen doméstica que le desvanecía, y no pensó más que en su puesto, en su deber, en su grado, en la individualidad militar y política que estaba metida dentro del D. Benigno Cordero de la subida de Santa Cruz. Entonces el hombre pequeño se transfiguró. Una idea, un arranque de la voluntad, una firme aplicación del sentido moral bastaron para hacer del cordero un león, del honrado y pacífico comerciante de encajes un Leónidas de Esparta. Si hoy hubiera leyenda, si hoy hubiera escultura y D. Benigno se pareciese a una estatua, ¡qué admirable figura la suya elevada sobre un pedestal en que se leyese: ¡Cordero en el paso de Boteros!

Rugiente y feroz se lanzó el comandante de cazadores. Estos cargaban como los infantes españoles de los grandes tiempos antiguos y modernos, con brío y desenfado, cual si hicieran la cosa más natural. La falange de papel destrozó a los caballeros invencibles de corazón de hierro, que se desconcertaron, no sólo por el empuje de los milicianos, sino por la sorpresa de verse tan bizarramente acometidos.

Ni remotamente lo esperaban. Unos cuantos volvieron la espalda, y la columna acabó de desorganizarse. ¡A correr! Viose caer bastante gente de una y otra parte, y la derrota de los guardias era evidente en el paso de Boteros, porque alentados los milicianos, cayeron sobre ellos enfurecidos, y con el furor de los unos crecía el desánimo de los otros. Corrieron, acuchillados sin piedad, por la calle Mayor, en dirección de la Puerta del Sol.

En el momento del triunfo un héroe, caído en tierra, bañaba con su sangre preciosa las piedras de la calle. Era D. Benigno Cordero. Pero no lloréis númenes de la historia. Para gloria de la Milicia Nacional de España y de la humanidad Cordero no murió, y restablecido en pocos días de sus heridas, disfrutó por muchos años de la dulce vida, haciendo la felicidad de su familia, de sus amigos y de sus parroquianos en la modesta tiendecita de la subida a Santa Cruz. Boteros, las Termópilas de este hombre pequeño no lleva su nombre.