Verano venenoso

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Aus der Reihe: Ríos de Londres #5
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—Hay un par de bolsas de viaje en mi cuarto —dije—. Una de ellas está debajo de la cama y la otra debería de estar en el armario.



—Le diré a Molly que se encargue de ello esta noche —contestó Nightingale, lo que tendría que haberme alarmado de inmediato.



Nos interrumpió una llamada de la sargento Cole, que me informó de que podía considerar que estaba fuera de servicio pero de guardia hasta el amanecer del día siguiente, cuando las operaciones de búsqueda se reanudaran. Cuando colgué a Cole, le pregunté a Nightingale si tenía algún consejo que darme.



—Mantén los ojos abiertos. Y hazlo lo mejor que puedas —me ordenó.



El pueblo no tenía farolas en las calles, pero de las casas salía bastante luz como para iluminar mi camino colina arriba. Me escurrí entre los fotógrafos que seguían de guardia en la calle sin salida y subí hacia el bungaló de la madre de Dominic. Las luces estaban encendidas tras los visillos y oí que tenía la televisión puesta. Me tropecé con algo dolorosamente compacto a la izquierda del camino que daba la vuelta a la casa y percibí, más que vi, que el establo era la sombra más clara que había en la oscuridad. Me encaminé con precaución hacia la parte delantera. Estaba buscando las llaves cuando levanté la vista y miré el cielo por primera vez.



Cuando era pequeño, mi madre volvió a Sierra Leona con maletas llenas de regalos y baúles repletos de tanta ropa «casi nueva» como para haber provisto a una filial de Oxfam durante un año y medio. En el último momento, quizá para asegurarse de que le permitían llevar más equipaje, decidió que viajara con ella. No recuerdo mucho de ese viaje, pero mi madre tiene varios álbumes colmados exclusivamente de fotografías mías en las que o aparezco solemne o aterrado, mientras una sucesión de parientes me pasa de unos brazos a otros. Una cosa que sí que recuerdo es mirar el cielo nocturno y verlo atravesado por un río de estrellas.



Esa misma noche, vi lo mismo: una corriente trenzada de luz formó un arco sobre mi cabeza mientras un cuarto de la luna cruzaba el horizonte. Durante un instante, creí haber olido algo dulce y ligeramente fermentado, y la luz de la luna me hizo pensar que el campo vacío que había tras el jardín de la madre de Dominic estaba repleto de árboles. Pero en cuanto encendí las luces del establo, estos desaparecieron.





3. Flexibilidad operacional




El sol se alzó antes de las seis de la mañana. Permanecí tumbado sobre la colcha y observé los rayos de luz que se colaban por los huecos que había entre las cortinas y las paredes. Había dejado la Airwave a mi lado toda la noche, sobre la almohada, y junto con el cántico de los pájaros, había escuchado la puesta en marcha y los parloteos de los equipos de búsqueda. Era el tercer día, las chicas seguían desaparecidas y me pregunté qué coño hacía yo.



En ausencia de un café, me duché. Para cuando estaba vestido, Dominic me había escrito para decirme que venía de camino. El aire aún era fresco, pero el sol ya absorbía la humedad de los campos y no hacía falta morder una paja para saber que sería otro día caluroso.



Cinco minutos después, Dominic apareció equipado con una furgoneta Nissan de hace diez años pintada de un color caqui fuera de lo común, cubierta hasta los arcos de las ruedas de barro seco y a la que habían golpeado aleatoriamente con un mazo para darle ese aspecto de vehículo artillado somalí. Me descubrí a mí mismo comprobando si había alguna sujeción para montar una metralleta de calibre cincuenta en la parte de atrás.



—Es de mi chico —dijo Dominic—. La compró de segunda mano.



—¿A quién? —pregunté—. ¿A Al Shabaab?



Dominic me miró con una expresión vacía y después me preguntó si entendía lo que era un «colega».



Asentí. Lo entendía perfectamente. Un colega era una persona a la que conocías incluso antes de que a tu orientador vocacional se le ocurriera que podías convertirte en policía. Algunos quebrantan las leyes y otros esperan que mires para otro lado. A menos que seas un cabrón insensible, habrá por lo menos una persona a la que creas que le debes lealtad. Alguien a quien estés dispuesto a dejar que se escabulla o, al menos, alguien con quien no te importe tomarte una pinta cuando haya cumplido condena. Todos los polis que conozco tienen un colega así. Te avergüenzan, son un quebradero de cabeza y, si tienes muy mala suerte, te pueden costar el empleo.



Los asientos de la furgoneta estaban remendados y hedía a perro acalorado.



—Vale, pues a ver, tengo una colega que ha encontrado algo que podría ser relevante para la innvestigación —dijo Dominic mientras conducía con destreza el gigantesco 4x4 por delante del ayuntamiento del pueblo y se incorporaba a lo que irónicamente consideraban una carretera principal en Herefordshire—. Lo que pasa es que no puedo comunicarlo a través de los canales normales porque digamos que es un poco adicta.



Además de su colega.



—Y si encontramos algo, ¿qué? —quise saber.



—Puedes decirles que fue idea tuya.



—¿Idea mía?



—Sí. Alguna excusa rara que nos resulte apropiada.



—Eso es un poco atrevido, ¿no te parece? —dije.



—Atrevido es mi segundo nombre —respondió Dominic.



Al cabo de un kilómetro, llegamos a un cruce en el que había una multitud de personas. La mayoría iba vestida con pantalones cortos o de camuflaje y llevaban mochilas colgadas sobre los hombros y sombreros puestos. Me fije en que algunos de ellos también tenían Airwaves en los cinturones. Dominic redujo la velocidad y saludó a un par de ellos antes de desviarse de nuevo. Distinguí a Derek Lacey en los márgenes del grupo con el semblante serio.



—Son voluntarios —me indicó Dominic.



Los voluntarios son buenos y malos para las búsquedas. Buenos porque te permiten cubrir más terreno y tienen conocimientos de la zona; y malos porque a ningún poli le gusta aceptar la palabra de un civil que asegura que el lugar se ha rastreado adecuadamente (en ese sentido, somos muy supersticiosos).



Otro par de kilómetros más tarde, llegamos a un cruce marcado con una alta cruz celta de piedra gris —un monumento en memoria de los caídos en la guerra, si tuviera que adivinarlo—. Dominic giró a la derecha y se incorporó a una carretera estrecha bordeada de árboles que subía hacia lo alto de las montañas. Me pregunté si esta sería la misma cresta en la que se asentaba la Casa de las Abejas, pero la cobertura móvil era intermitente y no pude consultar la localización.



—Escuela Wood —respondió Dominic cuando le pregunté adónde íbamos. La «escuela» del nombre en cuestión era un un colegio pijo que en realidad habíamos dejado atrás al venir de camino. Claro que ahora ya no era propiedad de los Wood, sino que pertenecía a la Fundación Nacional y formaba parte de los terrenos del castillo Croft.



En algunos puntos, la carretera era tan angosta que las hojas y las ramas de los árboles rozaban los laterales de la Nissan y Dominic tomaba la precaución de bajar la velocidad cuando nos acercábamos a una curva sin visibilidad.



—¿Tractores? —pregunté.



—Tractores —confirmó—. Bueno, tractores, radiotaxis, caballos, furgonetas del supermercado, vacas… Por aquí nunca sabes lo que te encontrarás a la vuelta de la esquina.



La entrada al bosque estaba marcada con una cancela de madera, de las que tienen cinco listones a lo largo, y un cartel de Fundación Nacional sobre ella. Dominic se quedó en la Nissan mientras yo me bajaba a abrirla para que pasara. Volví a cerrar la cancela tras de mí y, como recordaba las lecciones sobre normas del campo que nos enseñaban en los viajes escolares, me aseguré de que el cerrojo estuviera bien echado. Cuando volví a montarme en el coche, Dominic siguió ascendiendo por un camino irregular que se curvó y nos llevó hasta un bosque de coníferas oscuras. La Nissan rodaba con facilidad por el terreno de piedras, lo que explicaba por qué Dominic lo había escogido para la excursión de hoy. Como algunos de los surcos eran muy profundos, mi Asbo nuevo habría terminado con los ejes hechos polvo.



El camino se bifurcó y Dominic siguió a la derecha durante unos cien metros, hasta que llegamos a un lugar donde los troncos grisáceos de los árboles caídos estaban amontonados en pirámides. Cuando nos acercábamos al final del camino, una cara pálida nos miró con recelo.



—Esa es Stan —dijo Dominic cuando su amiga salió de su escondite.



—¿Stan?



—Sí, es el diminutivo de Samantha.



Stan era de estatura media, pero una pequeña joroba la hacía parecer un poco más bajita. Tenía el pelo castaño, los ojos hundidos, la nariz respingona, los labios finos y el mentón hundido. Además de la joroba, se apreciaba cierta flacidez en el lado derecho del rostro. Consecuencias de un accidente que tuvo de adolescente, según me contó Dominic más tarde: «Saltó de la parte trasera de un

quad

 cuando tenía diecisiete años». Cuando le pregunté el motivo, Dominic se limitó a decirme que todos iban muy borrachos en aquel momento.



—¿Quién es este? —preguntó Stan.



Iba ataviada con un mono de trabajo azul, pero llevaba la parte superior atada a la cintura por los brazos, lo que dejaba a la vista una sucia camiseta morada con el logo de OCP. Si la hubiera conocido mientras patrullaba Londres en mi cabeza, la habría clasificado automáticamente, pero tampoco habría sido una persona que destacara. Entonces me di cuenta de que aquí, en el quinto pino, no sabía lo que se consideraba normal. A lo mejor, todo el mundo vestía así.



—Es Peter —respondió Dominic—. Viene de Londres.



—¿Ah, sí? —Las palabras salieron lentamente de su boca, como si Stan estuviese cabreada o tuviera que concentrarse para hablar con claridad. Me pregunté cómo de fuerte se habría golpeado al caerse del

quad

.

 



—¿Vas a enseñarnos lo que has encontrado o qué? —preguntó Dominic.



Stan me miró fijamente durante unos segundos. Sus ojos eran de un gris pálido y tenía el párpado del ojo derecho visiblemente entrecerrado.



—¿Y qué pasa con él? —replicó Stan.



—Peter es de la Policía Metropolitana —repuso Dominic—. Cuando termine con su trabajo aquí, se volverá directamente a casa. No le interesa ninguna de tus fechorías ni delitos menores.



Stan dejó caer la cabeza hacia delante como si de repente le hubiera resultado demasiado pesada a su cuello.



—Está bien —concedió.



Tras quedarnos allí parados diez segundo como unos monigotes, miré a Dominic, que se encogió de hombros e indicó que debíamos esperar. Al cabo de medio minuto, Stan levantó la cabeza y, como si alguien le hubiera dado cuerda un par de veces, nos dijo que la siguiéramos por el bosque.



Nos adentramos con ella a través de unos helechos que nos llegaban a la altura de la cintura y bajamos por algo que no parecía un camino, sino una zona donde el sotobosque no era tan denso. A pesar de la sombra que proporcionaban los árboles, el aire era cálido y húmedo, y estaba pensando en quitarme la chaqueta cuando Stan se detuvo de golpe frente a un gran muro de azaleas.



—Está ahí dentro —dijo antes de agacharse y gatear por un agujero estrecho.



La seguí a regañadientes por un túnel corto y frondoso que olía a ambientador barato y que dio paso a un pequeño claro rodeado, en tres de sus lados, por más azalea y, en el cuarto, por un árbol mocho caducifolo con pocas hojas y unas ramas tan curvadas y retorcidas que la copa rozaba el suelo. El claro en sí tenía una forma rectangular perfecta que resultaba poco habitual, pero caí en la cuenta de que era resultado de la presencia de los cimientos de un pequeño edificio. En un extremo había restos de una hoguera, ennegrecida y definida por un círculo de ladrillos rotos y piedras grandes, y en el otro, un bloque elevado de hormigón (una carbonera, una fosa séptica o algo con una función parecida). El suelo de cemento llevaba expuesto a las inclemencias del tiempo lo bastante como para que un par de centímetros de polvo y tierra gris se hubiera amontonado encima.



—Nadie es capaz de encontrar este sitio —dijo Stan con orgullo.



Pero, evidentemente, alguien lo había hecho, porque Stan nos enseñó la puerta de hierro forjado situada en el lateral del plinto; se parecía al conducto para la basura del piso de mis padres. Serpentinas de plástico verde, blanco y transparente asomaban por los bordes de la puerta: restos de unas bolsas. Stan tiró de la puerta, que se abrió con un crujido y reveló más tiras de plástico y un hedor terrible a carne pasada y papel podrido. Parecía haber un gran hueco detrás de la puerta, pero no tenía mucha curiosidad por saber de qué se trataba.



—¿Qué guardabas ahí dentro? —pregunté.



—Mis reservas —respondió Stan.



—Ya, pero ¿qué exactamente?



Bennies

, algunas balas azules, algo de

speed,

 un poco de ciervo, un par de conejitos y algo de rojo.



Las tres primeras las conocía —eran bencedrina, diazepam y anfetaminas—, pero le pregunté a Dominic qué era el resto.



—Ya sabes. Ciervo como Bambi, conejos y gasóleo agrícola. Stan se lo manga a su padre del tractor, ¿no es cierto?



Stan afirmó con la cabeza. No sabía qué era el gasóleo agrícola, pero, no quería parecer un idiota, así que no lo pregunté.



—¿Cuándo crees que se lo llevaron todo? —inquirí.



—Lo encontré así el jueves —contestó Stan—. Por la tarde. —Levantó un dedo y empezó a enrollar un rizo de pelo con él—. Alrededor de las cinco.



La mañana en la que habían desaparecido las niñas; el primer día de la búsqueda.



—Y antes de eso, ¿cuándo fue la última vez que viniste? —preguntó Dominic, que obviamente pensó lo mismo que yo.



—El miércoles —dijo Stan, y se calló de golpe cuando me vio sacar un cuaderno y apuntar cosas en él. Para la policía, si las cosas no están escritas en alguna parte, no ocurrieron. Y si la investigación acababa mal, habría preguntas. No iba a arriesgarme a que hubiera alguna confusión con respecto a quién había dicho qué a quién, fuera un colega o no.



—¿Por la mañana o por la tarde? —pregunté.



Dominic emitió unos ruiditos alentadores y Stan admitió que había comprobado el escondite sobre las siete de esa tarde. Un pensamiento horrible me cruzó la mente en ese momento.



—¿Has mirado a ver si… —Vacilé—… si hay alguien dentro?



Stan negó con la cabeza.



Miré a Dominic y señalé con la cabeza la amplia trampilla. Gruñó.



—Es tu colega —comenté.



Dominic suspiró, sacó una fina y diminuta linterna del bolsillo de la chaqueta e introdujo la cabeza con diligencia. Escuché un «¡Mierda!» amortiguado, un tosido y, entonces, Dominic emergió de nuevo.



—No —dijo—. Gracias a Dios no hay nadie. Y Stan, no vuelvas a guardar comida ahí dentro en el futuro. Es asqueroso y, seguramente, poco saludable.



—Vamos a tener que informar de esto —añadí, y Dominic asintió.



Stan se quedó boquiabierta.



—¿Por qué? —preguntó.



—Para que los equipos de búsqueda no pierdan el tiempo con este sitio cuando lleguen—explicó Dominic.



—Entonces, ¿crees que lo encontrarán? —preguntó Stan.



—Llegarán aquí mañana —respondió Dominic.



—Vaya —dijo Stan—. Aun así, me ayudaréis, ¿verdad?



—¿Ayudarte a qué? —pregunté.



Stan hizo un pequeño gesto de desesperación en dirección a la trampilla vacía.



—Me han robado mi alijo —indicó.



—¿Qué? ¿Todas las cosas ilegales que habías escondido para que la policía no te pillara?



—Los conejos no son ilegales —murmuró Stan.



—¿Quién crees que se lo llevó? —preguntó Dominic.



—Supuse que había sido un poni —dijo Stan.



—¿Por qué iba un poni a meterse en tu escondite? —repliqué.



—Les vuelve locos la comida —dijo.



Le pregunté a Dominic si había ponis por allí.



—Hay algunos a un par de parcelas de distancia —respondió—. Y algunos más bajando la colina, hacia Aymestrey. Pero nunca había oído que bebieran gasóleo.



—¿Y qué hay de las drogas? —quise saber—. ¿Qué efecto tendría el diazepam en un caballo?



Los dos miramos a Stan y ella se encogió de hombros.



—No lo sé —reconoció—. Nunca se lo he dado a un caballo.



—Quizá deberíamos informar a los veterinarios locales —propuse.



—No fue un caballo —dijo Stan—. La puerta estaba cerrada con un alambre.



Nos mostró unos orificios negros de metal que había en la puerta y el marco. Los restos de una cerradura de seguridad, pensé. Stan dijo que siempre le daba un par de vueltas a un alambre grueso de acero a través de los agujeros y que, después, lo enrollaba para mantenerla cerrada. Le pregunté dónde estaba el alambre y me enseñó el sitio en el que había caído sobre el suelo, desenrollado. Recogí los pedazos y les eché una ojeada; ni los habían cortado ni los habían fundido ni, hasta donde podía asegurar, habían estado expuestos a la magia. De hecho no había absolutamente nada de nada en lo que se refiere a

vestigia

 (el rastro que deja la magia) en ninguna parte del escondite.



La flora retiene muy pocos

vestigia,

 lo que hace que el campo, dejando a un lado la poesía, no sea un lugar especialmente mágico. Este hecho causó una gran consternación entre los practicantes de magia más románticos de finales del siglo xviii y principios del xix, entre los que destaca Polidori, que pasó mucho tiempo intentando demostrar que las cosas naturales, en su estado salvaje e indómito, eran intrínsecamente mágicas. Al final, terminó loco, pero eso podría haber sido el resultado de pasar mucho tiempo con Byron y los Shelley. Su gran salto a la fama, más allá de escribir la primera novela de vampiros de la historia, vino dado por su intento de clasificar los lugares de los que provenían los poderes mágicos, fueran los que fueran. Para ello empleó la palabra

potentia,

 ya que no hay nada como el latín para ocultar el hecho de que te inventas las cosas sobre la marcha.



Polidori se encontraba entre los primeros en postular que, además de los animales, las cosas debían generar

potentia

. Los bosques, por ejemplo, producen

potentia silvestris

 y los ríos,

potentia fluvialis

. Y es de estas fuentes de energía de las que los dioses, diosas y espíritus locales obtienen su fuerza.



Yo he estado en presencia del Padre Támesis y he sentido cómo su influencia se abalanzaba sobre mí como una marea entrante. He visto a una diosa menor lanzar un muro de agua de un extremo del mercadillo de Covent Garden al otro. Eso son sesenta toneladas de agua sobre una distancia de treinta metros —lo que precisa mucho poder, unos setenta megavatios como mínimo—, más o menos lo que consigues con un motor de reacción a toda potencia. Y además, estuve a punto de besarla después de aquello… Da que pensar, ¿no os parece?



Sabemos que el poder debe provenir de alguna parte y las teorías de Polidori eran tan válidas como las de cualquier otro. Pero poner un nombre en latín a una teoría no hace que sea cierta, o al menos no en el sentido que importa.



Si hubiera habido alguna clase de actividad sobrenatural en aquel lugar, habría encontrado, al menos, algo en la puerta o en el hormigón de los cimientos, pero no había rastro alguno de magia. La ausencia de pruebas, como cualquier arqueólogo puede confirmar, no es prueba de ausencia. Hice una nota mental para acordarme de preguntar a Nightingale cómo funcionaba la magia en el campo.



—¿Qué buscas? —me preguntó Stan.



—Estaba mirando por si encontraba alguna huella —dije.



—No hay ninguna —respondió la mujer—. Si las hubiera, las habría visto.



—A Stan se le da bien rastrear —repuso Dominic.



El sol se había alzado lo bastante como para darme directamente en la nuca.



—Entonces, ¿no hay ningún rastro?



—Ninguno —aseguró Stan.



—¿Por qué piensas entonces que ha sido obra de un poni?



—No lo sé. Fue lo primero que me vino a la cabeza cuando lo encontré abierto.



Nos quedamos en silencio durante un instante; algo con un tono agudo cantó entre los árboles. El calor parecía aumentar a nuestro alrededor y recordé que mi botella de agua seguía en la furgoneta.



—A ver, recapitulemos —dije—. Tu alijo ha desaparecido, pero las chicas no están ahí dentro. Y, aunque parece que ha sido obra de una persona y no de un animal, no hay ningún rastro.



—También se me ocurrió que quizá había sido cosa de extraterrestres —añadió Stan—. Por lo de que no haya huellas—. Hizo un movimiento con el brazo, como si fuera una especie de garra colgando bocabajo.



—Esperemos entonces que su platillo funcione con gasóleo —respondió Dominic—. De lo contrario, creo que se llevarán un chasco.



Utilicé una aplicación GPS en el móvil para fijar nuestra localización y, después, sugerí que volviéramos a la furgoneta antes de dar la investigación por concluida.



—¿Cómo vamos a explicar lo que hacíamos aquí? —preguntó Dominic mientras gateaba para salir de entre las azaleas.



Le respondí que podía culparme a mí, que dijera que estaba haciendo mis comprobaciones rutinarias.



—Creía que ese era el plan —dije.



Dominic admitió que así era, pero quería saber cuál sería mi declaración.



—Les diré que quería echar un vistazo a una instalación militar de la Segunda Guerra Mundial —indiqué.



Era bastante creíble. Los cimientos no solo tenían las dimensiones perfectas para haber sido un refugio estándar, sino que además estaban construidos con el «hormigón barato» y de poca calidad que se empleó para construir fortines y refugios antiaéreos a toda prisa. En el tumulto que siguió a la caída de Francia en 1940, muchos sitios quedaron fuera del radar burocrático.



—¿Incluirás eso en tu informe? —preguntó Dominic.



—¿Por qué no? —dije—. Todavía quedan muchos secretos por desvelar de aquella época.



Nos abrimos paso entre los helechos y volvimos al camino. Como cada vez hacía más calor, olía la cálida esencia de la resina de los árboles que me rodeaban.

Potentia silvestris:

 así llamaba Polidori al poder que derivaba de los bosques y del que brotaban los dioses astados de la mitología celta: Lemus, Cernunnos y Herne el Cazado (bueno, quizá este último no).

9

 



—¿Quién suele venir por este camino? —pregunté.



—Paseadores de perros —dijo Dominic.



—Excursionistas —añadió Stan.



—Turistas —prosiguió Dominic, y me explicó que formaba parte del sendero Mortimer, que discurría desde Ludlow, al noreste, a lo largo de la cordillera que bordeaba Rushpool, bajaba hasta Aymestrey, donde cruzaba el río Lugg, y, después, subía hasta Wigmore, conocida en las canciones y las fábulas como el asentamiento ancestral de la familia Mortimer. Aparte de que fueron señores de las Marcas

10

 durante la Edad Media y de que tuvieron un papel importante en la Guerra de las Rosas, Dominic no tenía muy claro quiénes eran los Mortimer.



—Los estudié en el colegio —dijo—, pero lo he olvidado casi todo.



El sendero era popular entre la gente a la que le gustaba ir de excursión por su terreno relativamente accesible y por la cantidad de excelentes

pubs

 que había en su recorrido.



—Y entre los ufólogos —dijo Stan.



—Sí, es un sitio muy popular —reconoció Dominic.



—Una zona de avistamiento —añadió la mujer.



Diez años antes, se habían producido varios; se habían visto unas luces en el cielo, varios coches se habían averiado misteriosamente y alguien había abusado sexualmente de una vaca, aunque Dominic reconoció que podía haber otra explicación para esto último.



—Celebrábamos fiestas alienígenas —comentó Dominic.



En estas juergas temáticas, al parecer, se bebía la tradicional sidra barata, había vómitos y algún que otro besuqueo; con algo de suerte, no en ese orden.



—¿Has tenido algún encuentro con alienígenas? —le pregunté a Stan antes de poder contenerme.



—Sí —dijo—, pero no me gusta hablar del tema.



Llegamos adonde habíamos aparcado la Nissan. Dominic se ofreció a llevar a Stan, pero esta respondió que no le importaba volver a casa caminando. Vivía con su familia al otro lado de las colinas, junto a una aldea llamada Yatton. La observé mientras se alejaba dando tumbos camino abajo y zigzagueaba y se detenía cada poco tiempo para orientarse.



—Se golpeó la cabeza con un árbol y estuvo seis meses en el hospital —dijo Dominic—. Los médicos alucinaron cuando la vieron salir de allí por su propio pie. Ha tenido mucha suerte.



«Sí —pensé—, es una colega por la que lo darías todo».



A pesar de que Dominic había aparcado una parte del vehículo en la sombra, una ráfaga de aire caliente y fétido nos golpeó en la cara cuando abrimos las puertas. Bajo el aroma a mierda reseca, percibí también un olor a verduras podridas y plástico medio derretido.



—Dios, Dominic, ¿a qué se dedica tu novio?



—Es granjero —dijo, como si eso lo explicara todo.



Dejamos las puertas del coche abiertas para que la Nissan se aireara mientras Dominic llamaba por radio. Para mi sorpresa, su Airwave tenía mucha mejor cobertura que cualquiera de nuestros móviles. Estaba tan sediento que me estaba mentalizando para armarme de valor y coger la botella de agua que tenía dentro de la furgoneta cuando Dominic bajó la radio e hizo una señal para que me acercara.



—¿Esperas algún paquete? —preguntó.




***




La madre de Dominic era una mujer rellenita que apenas me llegaba al pecho. Tenía el pelo castaño con alguna que otra cana y lo llevaba recogido a la altura de la nuca en un moño despeinado. Saltaba a la vista que le había dado el sol estival porque tenía la piel morena y lucía marcas de crema solar en los pómulos. Salió a toda prisa del bungaló en cuanto Dominic aparcó fuera y me tendió enérgicamente la mano para que se la estrechara. Tenía la piel cálida y suave como la franela y los huesos que había debajo parecían delicados como los de un pajarillo.



—Me alegro de conocerte por fin. —Le costaba respirar. Era como si la corta carrera que se había dado desde la puerta principal la hubiera dejado sin aire—. ¿Estás a gusto en la habitación?



—Es perfecta —contesté.



Asintió y retiró la mano. Le di un momento para que recuperara el aliento antes de preguntarle por los paquetes. Señaló la zona asfaltada que había junto a la puerta principal, donde se encontraban, uno al lado del otro, dos baúles antiguos forrados de cuero granate.



Suspiré y le pedí a Dominic que me ayudara.



—Joder —dijo cuando intentó levantar un extremo—. ¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte?



—Es cosa de la criada —dije—. Se deja llevar.



Dominic me miró con extrañeza.



—¿La criada?



—No es

mi

 criada —expliqué mientras intentaba no derribar un gnomo de jardín—. Es la criada de nuestra comisaria —dije, lo que resultó incluso más chocante.



—Ya —respondió Dominic—. Bueno, la comisaría de Leominster tiene sillones de masaje la sala de descanso.



—¿Sillones de masaje?



—Sí, ya sabes, de esos en los que te sientas en ellas y vibran —repuso—. Es muy relajante.



Hacía tanto calor en mi habitación, también conocida como el establo, que, en cuanto dejamos los baúles, volvimos al exterior para beber de la jarra de limonada casera de la madre de Dominic. Cuando el ambiente del interior se hubo refrescado, Dominic y yo echamos un vistazo al primero de los baúles. La primera capa consistía, gracias a Dios, en más o menos la mitad de las prendas de mi armario, recién lavadas y con los pliegues tan planchados que parecían el filo de una navaja, lo que queda un poco extraño en las sudaderas. El baúl venía equipado con una serie de prácticos cajones y compartimentos que contenían un hornillo de latón en miniatura, con una cacerola y una tetera a juego y un estuche de cuero con una navaja de afeitar, una brocha y una pastilla de jabón que olía a almendras y ron. Me pregunté si todos aquellos artículos eran de Nightingale o si Molly los había pescado de algún rincón La Locura. Probablemente muchos hombres habían dejado allí sus pertenencias en 1944, creyendo que regresarían.



Dejé el set de afeitado donde lo había encontrado.



El segundo baúl contenía una chaqueta de caza de

tweed,

 un chaleco amarillo a juego, una gabardina

vintage

 de Burberry, botas de montar, una banqueta de lona verde y un bastón que, al desplegarse, se convertía en una silla. No fue una sorpresa, por lo tanto, encontrar en el fondo, desmontadas dentro de su propio estuche de roble y cuero, un par de escopetas de cañón basculante y recámaras de cinco centímetros. A juzgar por el grabado del mecanismo, eran las Purdey que Nightingale guardaba en un estuche cerrado con llave en la sala de billar.



Miré a Dominic. Los ojos se le salían de las órbitas.



—Tú no has visto nada, ¿de acuerdo?



—Desde luego que no —dijo.



—Genial.



—La temporada de caza del urogallo empezó el lunes pasado —comentó Dominic.



De repente, me pregunté si los contemporáneos de Nightingale se habrían tomado la molestia de usar las armas o si simplemente habrían trotado por el campo lanzando bolas de fuego. «¡Anda! ¡Buen lanzamiento, Thomas! ¡Qué buen tirador, por Dios!» Caí en la cuenta de que ahora mismo estaba a menos de media hora de distancia en coche del hombre que podría aclarármelo, si antes de eso no recibía las picaduras mortales de sus abejas en el umbral de su puerta.



—¿Qué cojones…? —dijo Dominic, y se irguió para mirar hacia la parte delantera del bungaló.



Me uní a él justo a tiempo de ver una columna de vehículos que rugieron al pasar por la carretera frente a la casa. Reconocí un Peugeot azul que había visto en el aparcamiento público de la comisaría de Leominster, así como un coche de cinco puertas verde y abollado. Un par de motos con fotógrafos en el asiento trasero pasaron