Familias fatales

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Aus der Reihe: Ríos de Londres #4
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El dormitorio de los padres tenía un olor rancio y concentrado, y no había muchas cosas que me interesaran. Los practicantes de magia de verdad nunca dejaban los libros importantes por ahí tirados, pero vas aprendiendo algunos trucos. La clave está en las yuxtaposiciones improbables. Mucha gente lee libros sobre ocultismo, pero si los encuentras junto a otros escritos por o sobre Isaac Newton, especialmente los tochos más aburridos, entonces se te erizan los pelos del pescuezo, se izan las banderas y, lo que es más importante, haces anotaciones en la libreta.

Lo único que descubrí en el dormitorio, bajo la cama, fue una copia con las esquinas dobladas de El descubrimiento de las brujas, junto con La vida de Pi y El dios de las pequeñas cosas.

—Él no ha hecho nada —dijo una voz a mi espalda.

Me levanté y, al girarme, descubrí a Lynda Weil en la puerta.

—No sé qué es lo que se piensan que hizo —dijo—, pero no lo hizo. ¿Por qué no me dicen qué se supone que ha hecho?

Los policías buenos, cuando están ocupados con otros asuntos, evitan interactuar con los testigos o los sospechosos y, sobre todo, con aquellos individuos que encajen en las dos categorías. Además, desconocía lo que había hecho su marido.

—Lo lamento, señora —dije—. Terminaremos tan pronto como podamos.

Acabamos incluso antes porque, un minuto después, Nightingale me llamó para que bajara y me dijo que la Brigada de Grandes Crímenes había encontrado un cuerpo.

Además, lo habían logrado con un poco de vigilancia policial. Me habían impresionado de verdad. La Brigada de Grandes Crímenes tenía las imágenes de unas cámaras de vigilancia en las que se veía a Robert Weil atravesando la rotonda de Pease Pottage y dirigiéndose hacia la Carretera del Bosque, que tenía ese nombre tan siniestro porque recorría el eje central del bosque de St. Leonard, un mosaico de forestas que cubrían la cumbre de un terreno elevado que iba desde Pease Pottage hasta Horsham.

Un terreno ideal para depositar un cadáver, según la agente Slatt; de fácil acceso a pie por los senderos y las pistas forestales y sin cámaras de tráfico. Fuera a donde fuera, Robert Weil no había vuelto a Pease Pottage hasta más de cinco horas después, así que podría haber estado, sin problema, en cualquier sitio del bosque. Pero habían tenido suerte, porque Lynda Weil llamó a su marido a las nueve menos cuarto de la mañana, presumiblemente para preguntarle dónde demonios estaba, y eso le permitió a la policía de Sussex triangular la posición de su teléfono a una celda pegada al pueblo de Colgate. Después de eso, solo era cuestión de comprobar el tramo adecuado de la carretera hasta que localizaran algo, en este caso, las marcas de neumático de un Volvo V70.

Las nubes grises se estaban oscureciendo hasta ponerse de un negro campestre cuando llegamos al lugar del crimen. No había ninguna salida directa, así que tuve que aparcar el Jaguar avanzando un poco por la carretera y retrocedimos andando.

La agente Slatt nos explicó que el dueño de las tierras acababa de bloquear la entrada a una ruta de acceso que atravesaba el bosque.

—Probablemente Weil recordara la salida de algún paseo que había dado por la zona —dijo—. No se imaginaba que ya no existiría.

Consejo de seguridad importante para asesinos en serie: investigar siempre el sitio donde se van a tirar las cosas antes de utilizarlo. Tuvimos que escalar un montículo artificial hecho de un barro pegajoso y amarillento y de las ramas desechadas de los árboles, porque los forenses seguían trabajando en el camino ligeramente visible.

—Tuvo que arrastrar el cuerpo, porque dejó un rastro —dijo la agente Slatt.

—No da la impresión de que sea una persona muy preparada —dije. La lluvia formaba rayas plateadas a la luz de mi linterna mientras apuntaba hacia atrás para guiar a Nightingale.

—A lo mejor era su primer asesinato —comentó.

—Dios, eso espero —dijo Slatt.

El camino que había más adelante estaba lleno de barro, pero lo atravesé con la confianza de un hombre que se ha asegurado de meter unas botas DM en su kit de supervivencia. Ya sea en el campo o en la ciudad, uno no quiere llevar puestos sus mejores zapatos en la escena de un crimen. A no ser que seas Nightingale, que parecía tener un suministro ilimitado de zapatos de calidad hechos a mano que otra persona se encargaba de limpiar y de sacar brillo. Sospechaba que probablemente sería Molly, pero podrían haber sido unos gnomos, que yo supiera, o cualquier otro espíritu de la casa indeterminado.

A cada lado del camino había una hilera de árboles esbeltos con unos troncos pálidos que Nightingale identificó como abedules plateados. La hilera sombría de árboles puntiagudos y oscuros que había más adelante estaba conformada, por lo visto, por abetos Douglas intercalados con algunos alerces aquí y allá. Nightingale estaba horrorizado por mi falta de conocimientos arbóreos.

—No entiendo cómo conoces cinco formas de unir ladrillos pero eres incapaz de distinguir el árbol más común de todos —dijo.

En realidad conocía veintitrés formas de unir ladrillos, si contaba el estilo Tudor y el resto de estilos de la Edad Moderna, pero me lo guardé para mí mismo.

Alguna persona sensata había puesto cinta reflectante de un árbol a otro para señalar nuestro camino descendente hacia el sitio desde el que me llegaba el zumbido de un generador portátil y donde veía los flashes blancoazulados de las cámaras, las chaquetas amarillas reflectantes y las figuras fantasmagóricas de las personas ataviadas con trajes desechables de papel.

En oscuros tiempos lejanos, se embolsaba a la víctima, se la etiquetaba y se la enviaba a la morgue en cuanto se tomaban las primeras fotografías. Hoy en día, los patólogos forenses colocan una tienda sobre el cuerpo y se instalan indefinidamente. Por suerte, de vuelta en la civilización, no tardan mucho tiempo, pero en el campo hay toda clase de insectos y esporas interesantes que se dan un festín con el cadáver. Según nos han contado, estos ofrecen una gran información sobre la hora de la muerte y el estado en el que se encontraba el cuerpo cuando cayó al suelo. Catalogarlo todo puede llevar un día y medio y acababan de empezar cuando llegamos. Se notaba que a la patóloga forense no le hacía gracia que otro grupo desconocido de policías interfiriera en su cuidada investigación científica, incluso aunque nos portáramos bien y fuéramos vestidos con unos trajes Noddy con las capuchas y mascarillas puestas.

Y al inspector jefe Manderly, que había llegado allí antes que nosotros, tampoco le hacía gracia. Aun así debió de pensar que, cuanto antes empezáramos, antes nos marcharíamos, porque se puso a hacernos señas de inmediato para que nos acercáramos y nos presentó a la forense.

Yo había echado bastantes horas junto a cadáveres desde que me uní a La Locura y, después del bebé al que arrojaron y del Hari Krishna al que le había explotado la cabeza, pensaba que me había vuelto más frío. Pero, como le he oído contar a los agentes con experiencia, nunca consigues serlo lo suficiente. Era el cuerpo de una mujer, estaba desnudo y cubierto de barro. La forense nos explicó que la habían enterrado en una tumba de poca profundidad.

—Solo estaba a doce centímetros de la superficie —dijo—. Los zorros habrían acabado con ella en cuestión de segundos.

No había señales de lucha, de manera que Robert Weil, si es que había sido él, se había limitado a depositarla en el agujero y cubrirla. Con aquella luz artificial, la mujer parecía estar tan gris e incolora como las fotografías del holocausto que recuerdo del colegio. No veía más allá del hecho de que era caucásica, mujer y ni una adolescente ni tan mayor como para tener la piel caída.

—A pesar de este entierro chapucero —dijo la forense—, hay pruebas forenses de tácticas defensivas, todos los dedos han desaparecido a partir de la segunda falange y, por supuesto, está la cara…

O su ausencia, más bien. De la barbilla para arriba no había nada salvo una papilla roja moteada del blanco de los huesos. Nightingale se agachó y situó el rostro tan cerca como para haber besado la zona donde habrían estado los labios de la mujer. Yo aparté la vista.

—Nada —me dijo Nightingale mientras se incorporaba—. Y tampoco ha sido dissimulo.

Respiré hondo. Así que no era producto del hechizo que le destrozó la cara a Lesley.

—¿Qué cree que lo ha causado? —le preguntó Nightingale a la forense.

Esta señaló la zona de la parte de arriba del cuero cabelludo, que presentaba unos pequeños surcos rojos.

—Nunca lo he visto en carne y hueso, por así decirlo, pero sospecho que el disparo de una escopeta en el rostro a poca distancia.

Las palabras «a lo mejor alguien pensaba que era una zombi» intentaron escaparse de mi garganta con tanta fuerza que tuve que ponerme la mano delante de la mascarilla para que no salieran.

Nightingale y la forense me miraron con curiosidad antes de volver a centrarse en el cadáver. Salí corriendo de la tienda con la mano aún sobre la boca y no me detuve hasta que me alejé del perímetro forense interno, donde pude recostarme contra un árbol y quitarme la mascarilla. Ignoré las miradas compasivas de los policías de más edad que había fuera; prefería que pensaran que estaba mareado y no que me estaba conteniendo para no reírme.

La agente Slatt se acercó y me ofreció una botella de agua.

—Queríais que hubiera un cadáver —dijo mientras me enjuagaba la boca—. ¿El caso es vuestro?

—No, no creo que vaya a ser nuestro —dije—, gracias a Dios.

* * *

Nightingale tampoco lo pensaba, de manera que volvimos a Londres tan pronto como nos deshicimos de nuestros trajes y le dimos las gracias al inspector jefe Manderly por su cooperación. Nightingale condujo.

 

—No había vestigia, y la verdad es que me parecía la herida que produce una escopeta —dijo—. Pero estoy dispuesto a preguntarle al doctor Walid si le gustaría venir y echarle un vistazo en persona. Solo para asegurarnos.

La lluvia constante había aflojado mientras nos dirigíamos al norte y vi las luces de Londres reflejadas más allá de las nubes, justo pasadas las North Downs.

—Un asesino en serie normal y corriente, entonces —convine.

—Estás sacando conclusiones apresuradas —dijo Nightingale—. Solo hay una víctima.

—Que sepamos —indiqué—. Bueno, aun así ha sido una pequeña pérdida de tiempo para nosotros.

—Teníamos que asegurarnos —dijo Nightingale—. Y nunca viene mal salir al campo.

—Oh, claro —dije—. No hay nada como una escapada a la escena de un crimen. Es imposible que esta sea la primera vez que investigas a un asesino en serie.

—Si es que lo es.

—Y si lo es, no puede ser el primero.

—Por desgracia, eso es verdad —dijo—, aunque yo nunca he sido el oficial al mando.

—¿Alguno de los famosos eran seres sobrenaturales? —pregunté. Pensaba que aquello explicaría muchas cosas.

—Si hubieran sido sobrenaturales —indicó—, nos habríamos asegurado de que no fueran famosos.

—¿Y Jack el Destripador? —pregunté.

—No —respondió—. Y créeme, se habría producido un gran alivio si hubiera resultado ser un demonio o algo así. Conocí a un mago que ayudó en la investigación policial y me dijo que todos habrían dormido mucho mejor de haber sabido que no era un hombre el que estaba haciendo todas aquellas atrocidades.

—¿Peter Sutcliffe?

—Yo mismo lo interrogué —dijo—. Nada. Y desde luego ni era un practicante ni estaba bajo la influencia de ningún espíritu maligno. —Levantó la mano para que me callara la siguiente pregunta que iba a hacerle—. Y tampoco lo era Dennis Nilsen, hasta donde yo sé, ni Fred West ni Michael Lupo ni ningún otro del desfile de espantosos individuos a los que he tenido que investigar en los últimos cincuenta años. Todos eran unos monstruos perfectamente humanos.

Capítulo 2
Los hijos de Weyland

Si Robert Weil era nuestro monstruo perfectamente humano, entonces se lo tenía muy calladito. Hice un seguimiento de las transcripciones del interrogatorio a través de HOLMES y, en la primera declaración, encontré lo que era de esperar: niega que llevara un cuerpo en la parte trasera del vehículo, sostiene que salió a dar una vuelta en coche y después a pasear, no sabe cómo llegó allí la sangre y, por supuesto, no está familiarizado con mujeres muertas a las que les han volado la cara. Como empieza a resultar evidente que las pruebas forenses son abrumadoras, con lo de la sangre en su ropa y el barro bajo sus uñas, deja de contestar a las preguntas. Cuando lo acusaron formalmente y lo arrestaron, dejó de hablar con la gente, incluso con su abogado, que, a raíz de aquello, recomendó que le realizaran una evaluación psicológica. Solo con leer por encima la lista de tareas sentí la frustración de la Brigada de Grandes Crímenes mientras se embarcaban en un largo y duro esfuerzo, desmenuzando cada pista hasta convertirla en un fino polvo y después tamizándola en busca de pruebas. La víctima no se dejaba identificar y la autopsia no reveló nada más aparte de que era mujer, caucásica, de unos treinta y cinco y que no había comido nada durante al menos cuarenta y ocho horas antes de morir. La causa de la muerte era muy probablemente el disparo de una escopeta en el rostro, lo bastante cerca como para dejar quemaduras de pólvora. El doctor Walid, la respuesta gastroenterológica a Cat Stevens1 y, hasta donde sabíamos, el único criptopatólogo en activo en el mundo, se acercó un momento de camino a su casa con su propio informe de la autopsia.

Así que tomamos la merienda hablando de patología, sentados en los butacones mullidos de cuero que había en el patio interior de la planta baja. El mobiliario de La Locura se había renovado por última vez en los años treinta, cuando la clase dirigente británica creía firmemente que la calefacción central era obra, si no del mismísimo diablo, sin duda de los malvados extranjeros empeñados en debilitar el robusto espíritu británico. Extrañamente, a pesar de su tamaño y de la cúpula de cristal, en el patio interior se estaba a menudo más calentito que en el pequeño comedor o en cualquiera de las bibliotecas.

—Como podéis ver —dijo el doctor Walid mientras extendía las imágenes de unas rebanadas finas de cerebro sobre la mesa—, no hay indicios de degradación hipertaumatúrgica. —Las rebanadas estaban teñidas con una variedad de colores estridentes para mejorar el contraste, pero el doctor Walid se quejó de que seguían siendo obstinadamente normales, y yo le tomé la palabra—. Tampoco había indicios de modificaciones quiméricas en ninguna de las muestras de tejido —prosiguió, y le dio un sorbo a su café—. Pero he enviado un par de ellas para que hagan su secuenciación.

Nightingale asintió educadamente, pero yo sabía por experiencia que solo tenía una idea vaga de lo que era el ADN, ya que era tan viejo como para haber sido el padre de Crick y de Watson.2

—Creo que podemos dar el caso por cerrado —dijo—. Al menos, desde nuestro punto de vista.

—Me gustaría continuar —dije—, por lo menos hasta que identifiquemos a la víctima.

Nightingale se puso a tamborilear la mesa con los dedos.

—¿Estás seguro de que tienes tiempo para hacerlo? —preguntó.

—La Brigada de Grandes Crímenes de Sussex y Surrey elaborarán un resumen diario mientras el caso siga abierto —dije—. Solo me robará diez minutos.

—Creo que no me toma tan en serio como debería —le dijo Nightingale al doctor—. Todavía se escabulle para realizar experimentos ilegales cuando se cree que no le veo. —Me miró—. ¿Cuál es tu último interés?

—He estado estudiando cuánto tiempo aguantan varios materiales los vestigia —dije.

—¿Cómo mides la intensidad de los vestigia? —preguntó el doctor.

—Utiliza al perro —respondió Nightingale.

—Pongo a Toby en una caja junto con el material y después mido la frecuencia y el volumen de sus ladridos —expliqué—. Es como usar un perro rastreador.

—¿Cómo te aseguras de la consistencia de los resultados? —preguntó el doctor Walid.

—Realicé una serie de experimentos de control para eliminar las variables —respondí. Dejé solo a Toby en una caja a las nueve de la mañana y después a intervalos de una hora para medir los puntos de referencia del volumen. A continuación puse a Toby en una caja con varios materiales que eran cien por cien inertes, para obtener también esas referencias. El tercer día, Toby se escondió debajo de la mesa de la cocina de Molly y tuve que tentarle con salchichas para que saliera.

El doctor Walid se inclinó hacia delante mientras se lo contaba; al menos, él apreciaba un poco de empirismo. Le expliqué que había expuesto cada muestra de los materiales a la misma cantidad de magia al conjurar una bola de luz —el hechizo más simple y más fácil de controlar que sabía— y después la había introducido en la caja con Toby para ver qué pasaba.

—¿Hubo algún hallazgo significativo? —preguntó.

—Toby no es un gran entendido, así que hablamos de un amplio margen de error —dije—. Pero fue un poco lo que me esperaba y acorde con mis interpretaciones. La piedra es el material que mejor retiene los vestigia, seguido del hormigón. Los metales se parecían todos demasiado como para diferenciarlos. La madera era el siguiente y el peor era la carne. —En forma de una pierna de cerdo que Toby se comió posteriormente antes de que pudiera detenerlo—. La única sorpresa —concluí— fueron algunos plásticos, que llegaron casi tan alto en el ladrómetro como la piedra.

—¿El plástico? —preguntó Nightingale—. Eso sí que es inesperado. Siempre había asumido que las cosas naturales eran las únicas que conservaban lo insólito.

—¿Puedes enviarme por correo electrónico los resultados? —preguntó el doctor.

—Claro.

—¿Has pensado en probar con otros perros? —preguntó—. A lo mejor si son de razas distintas tienen sensibilidades diferentes.

—Abdul, por favor —dijo Nightingale—. No le des ideas.

—Está haciendo progresos en este campo —indicó el doctor Walid.

—Escasos —dijo Nightingale—. Y creo que está repitiendo trabajos que ya se han hecho.

—¿Quién los ha hecho? —quise saber.

Nightingale bebió un sorbo de su té y sonrió.

—Haré un trato contigo, Peter —dijo—. Si mejoras en los progresos de tus estudios de verdad, te diré dónde puedes encontrar las notas del último cerebrito que llenó el laboratorio con… En realidad, la mayoría eran ratas, pero creo recordar un par de perros en su casa de fieras.

—¿Mejorar cuánto en mis progresos? —pregunté.

—Más que ahora —respondió.

—A mí no me importaría ver esos datos —dijo el doctor Walid.

—Entonces deberías animar a Peter para que estudie más —comentó Nightingale.

—Es un hombre malvado —dije.

—Y astuto —concedió el doctor.

Nightingale nos miró plácidamente por encima del borde de su taza de té.

—Malvado y astuto —repitió.

* * *

A la mañana siguiente conduje hasta Hendon para la primera parte del curso obligatorio de Seguridad para Agentes. Se supone que debes hacer uno de estos seminarios cada seis meses hasta llegar al rango de inspector jefe, pero dudo que alguna vez veamos a Nightingale asistir a uno. Tuvimos una clase entretenida sobre el Delirio Agitado, o qué hacer con las personas que están colocadísimas. Y después hicimos juegos de cambio de rol en el gimnasio, donde practicamos cómo sujetar a los sospechosos para evitar que se caigan por las escaleras. Había un par de agentes que estudiaron con Lesley y conmigo en Hendon y nos sentamos juntos en la comida. Me preguntaron por Lesley y yo les conté la versión oficial de que la habían agredido físicamente durante los disturbios de Covent Garden y que su atacante se había suicidado posteriormente antes de que pudiera arrestarle.

Por la tarde nos turnamos para esconder armas ilegales en nuestro cuerpo mientras nuestros compañeros nos cacheaban, concurso que yo gané de calle porque sé ocultar esconder una cuchilla de afeitar en la cinturilla de mis vaqueros y no me da miedo llegar hasta la entrepierna de un sospechoso. Todas las pruebas físicas me infundieron una extraña energía, así que cuando uno de los agentes sugirió ir a una discoteca, me pegué a él como una lapa. Terminamos en un granero con luz ultravioleta y lleno de gente de Romford donde, quizás sí o quizás no, terminé dándome el lote con la diosa del río Rom. Pero, a ver, no fue nada serio, solo un poco de sobeteo y algo de lengua, que es lo que ocurre cuando te pasas con el vodka. Me desperté a la mañana siguiente sobre una de las sillas del patio interior, sorprendentemente con poca resaca y con Molly cerniéndose sobre mí. Me miraba con desaprobación. Hubiera preferido tener resaca.

Mi fiel Ford Asbo estaba aparcado sano y salvo en el garaje, así que, después del desayuno y de bañarme en un cubo, salí otra vez para Hendon. Mientras me subía al asiento del conductor, un fuerte vestigium se abalanzó sobre mí. Sabía a vodka, olía a aceite industrial y sentí la resbaladiza textura de un bálsamo labial. Había gritos y chillidos de entusiasmo y un acelerón ilegal, de los que te empujan hacia atrás en el asiento mientras el motor gruñe como si fuera algo grande y en vías de extinción.

Había un pintalabios abierto en el salpicadero, rosa fosforito.

No sabía mucho de la diosa del río Rom, pero sin duda me había rozado con algo sobrenatural. A lo mejor, no había sido el vodka, al fin y al cabo.

«Se acabó», pensé. «No vuelvo a salir por ahí sin tener una carabina».

Pisé el acelerador del Asbo pero, a pesar de la pequeña presión que le había ocasionado al motor, no rugió como una pantera.

Sí que me llevó de vuelta a Hendon a tiempo de empezar con el segundo día, que iba sobre la seguridad del equipo del agente. La clase de por la mañana trataba sobre parar y cachear en relación con la localización de comportamientos sospechosos. El ponente, que se vanagloriaba de llamarse Douglas Douglas, ilustró la rara posición rígida de las extremidades que mostraban los ladrones de tiendas, conocida como «el robot», o el exagerado comportamiento, parecido al de los mimos, que adoptaban los culpables de verdad cuando se encontraban inesperadamente con la policía.

 

—Nunca os equivocaréis —dijo— al cachear a alguien que quiera mantener una conversación con vosotros.

Partíamos de la base de que nadie quiere hablar por voluntad propia con la policía a no ser que esté intentando desviar tu atención de otra cosa, pero nos advirtió que hiciéramos excepciones con los turistas porque Londres necesitaba el capital extranjero.

Después de eso, volvimos al gimnasio para que nos recordaran cómo usar las esposas correctamente. Utilizamos las que tienen el centro firme, que puedes sujetar y retorcer para ejercer presión en los brazos del sospechoso y asegurarte de lo que nuestro instructor llamaba sumisión y cooperación. Por la tarde, uno de nuestros instructores se puso un traje acolchado, adoptó un aspecto de loco y nos retó a que lo redujéramos con nuestras porras extensibles. A esta parte se la solía llamar entrenamiento «de locos», pero ahora se conoce oficialmente como «la persona con diferencias». Son conocimientos útiles. Nunca sabes cuándo tendrás que asegurar la docilidad y cooperación de las personas con diferencias, en un estado de Delirio Agitado o no.

Cuando terminamos, volvieron a invitarme a salir, pero dije que no y, en su lugar, conduje despacio y con cuidado hasta casa.

* * *

Lesley salió del hospital y apareció inesperadamente cuando yo intentaba perfeccionar una forma llamada aqua que, para los que no hayáis tenido una educación clásica, es una forma básica para manipular el agua. Solía formar la empedocliana junto con lux, aer y terra, dos de las cuales pasaron de moda cuando la teoría de los cuatro elementos de la materia no sobrevivió a la época de la Ilustración.

Se parece mucho a luz porque moldeas la forma en tu cabeza, abres la palma de la mano y, con suerte, te encuentras con una bola de agua del tamaño de una pelota de ping-pong. Nightingale aseguraba no saber de dónde salía el agua, pero yo supuse que provenía del aire del entorno. Era eso o que la absorbiéramos de una dimensión paralela, del hiperespacio o de algo incluso más extraño. Yo esperaba que no fuera el hiperespacio porque no estaba preparado para lo que eso implicaba.

En mi caso, de momento, había conseguido hacer una nube pequeñita, una gota de lluvia congelada y un charco. Y eso después de que tardara cuatro semanas en conseguir algo. Nightingale me estaba supervisando en el laboratorio de aprendizaje del primer piso cuando la neblina sobre mi mano se encogió y se convirtió en una bola flácida. El problema que surge en esta fase en la que estás aprendiendo a dominar una forma es que resulta casi imposible saber por qué lo que estás haciendo en ese momento funciona mejor que lo que estabas haciendo dos segundos antes. Por eso terminas practicando mucho las formae nuevas y no es fácil mantenerlas, sobre todo cuando alguien decide empezar a cantar el estribillo de Rehab al otro lado de la puerta, en voz alta y desafinando un cuarto de tono.

La bola explotó como un globo de agua, empapándome a mí, al banco y al suelo que teníamos alrededor. Nightingale, que ya estaba acostumbrado a mi peculiar aptitud de explotar las formae, se había mantenido bien atrás y llevaba puesto un chubasquero.

Fulminé a Lesley con la mirada y ella adoptó una pose en la puerta.

—He recuperado mi voz —dijo—, más o menos. —Había dejado de llevar puesta la máscara dentro de La Locura y, aunque su rostro seguía destrozado, al menos conseguía distinguir cuándo sonreía.

—No —dije—, siempre has desafinado.

Nightingale le hizo señas a Lesley para que entrara.

—Perfecto —dijo—, me alegro de que estés aquí. Tengo algo que enseñaros y estaba esperando a que estuvierais los dos para haceros la demostración a la vez.

—¿Puedo dejar mis cosas primero? —preguntó Lesley.

—Pues claro —respondió Nightingale—. Mientras lo haces, aquí el amigo puede ponerse a limpiar el laboratorio.

—Menos mal que era agua —comentó Lesley—. Ni siquiera Peter puede hacer que explote.

—No tentemos a la suerte —dijo Nightingale.

Nos reunimos de nuevo media hora después y Nightingale nos condujo a uno de los laboratorios sin usar del final del pasillo. Quitó unos guardapolvos y descubrió unos bancos de trabajo arañados, tornos y tornillos de banco. Lo identifiqué como un taller de diseño y tecnología, como el que utilizaba en el colegio, solo que atrapado en el túnel del tiempo de los días de la energía a vapor y el trabajo infantil. Levantó el último guardapolvo, bajo el que había un yunque negro de hierro de la clase que solo he visto cayendo sobre la cabeza de los dibujos animados.

—¿Estás pensando lo mismo que yo, Lesley? —pregunté.

—Eso creo, Peter —respondió—. Pero ¿cómo vamos a subir hasta aquí el poni?

—Herrar un caballo es una destreza muy útil —comentó Nightingale—. Y cuando yo era niño solía haber una herrería abajo, en el patio. Aquí, sin embargo, es donde convertimos a los chicos en hombres. —Se quedó callado y miró a Lesley—. Y supongo que a las jovencitas en mujeres.

—¿Vamos a forjar el Anillo Único? —pregunté.

Nightingale levantó un bastón.

—¿Lo reconoces? —preguntó.

Sí, lo reconocía. Era el bastón de un caballero, con un mango de plata de aspecto un tanto deslustrado.

—Es tu bastón para caminar —dije.

—¿Y qué más?

—Tu bastón de mago —dijo Lesley.

—Muy bien —dijo Nightingale.

—El golpea-canallas —dije, y cuando Lesley levantó lo que quedaba de su ceja izquierda, añadí—: Un bastón para darle una paliza a los granujas.

—Y la fuente de poder de un mago —dijo Nightingale.

Hacer magia tiene una limitación muy específica. Si te pasas, tu cerebro se convierte en queso suizo. El doctor Walid lo llama degradación hipertaumatúrgica y tiene algunos cerebros en un cajón que saca a la menor excusa para mostrárselos a los jóvenes aprendices. La regla de oro del daño cerebral es que, para cuando sientes cualquier cosa, el daño ya está hecho. Así que los practicantes de esta destreza suelen pecar de precavidos. Esto puede causar tensión cuando, solo como hipótesis, dos tanques Tigre aparecen de repente por entre los árboles una noche lluviosa de 1945. Para convertirse en el héroe de Boy’s Own Weekly y conservar el cerebro intacto, un mago sensato lleva consigo un equipo al que haya imbuido personalmente de muchísimo poder.

No me preguntes qué clase de poder es porque lo único que tengo que puede detectarlo es Toby, el perro. Me encantaría meter algún material con potentes vestigia en un espectrómetro de masas. Primero tendría que conseguir uno y después tendría que aprender suficiente física como para interpretar los puñeteros resultados.

Nightingale puso su bastón sobre uno de los bancos de trabajo, desatornilló la parte de arriba y sujetó la parte del palo a un tornillo de banco. Después, con un martillo y un cincel, lo partió a lo largo y descubrió un núcleo color plomo azulado mate del grosor de un lápiz.

—Este es el corazón del báculo —dijo, y buscó una lupa en un cajón cercano—. Miradlo más de cerca.

Cogimos la lupa por turnos. La superficie del núcleo se había difuminado salvo por unas distinguibles ondas sombreadas que parecían enrollarse hacia arriba a lo largo de su longitud.

—¿De qué está hecho? —preguntó Lesley mientras lo observaba.

—De acero —respondió Nightingale.

—De acero doblado —dije—, como las espadas de los samuráis.

—Se llama acero wootz —dijo Nightingale—. Son diferentes aleaciones de acero, forjadas con un diseño intencionado. Si se hace correctamente, crea una matriz que retiene la magia de manera que su dueño pueda recurrir a ella después.

Con lo que uno se ahorra bastante desgaste del cerebro, pensé.