El mundo indígena en América Latina: miradas y perspectivas

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EL INDIO RECONOCIDO*

Guillermo Bonfil Batallaspan **

Uno de los caminos para eludir el problema de la indianidad de México ha sido convertir ideológicamente a un sector de la población nacional en el depositario único de los remanentes que, a pesar de todo, se admite que persisten de aquel pasado ajeno. Los indios, denominados genéricamente, resuelven así el absurdo evidente de una civilización muerta por decreto. ¿Qué queda de aquello? Esto: los indios.

Y están aquí, en efecto. En las regiones indias se les puede reconocer por los signos externos: las ropas que usan, el “dialecto” que hablan, la forma de sus chozas, sus fiestas y costumbres. Sin embargo, en general, los mexicanos sabemos poco de los indios, de “nuestros” indios. ¿Cuántos son?, ¿cuántos pueblos componen ese abigarrado mosaico étnico que el colonizador encubrió bajo el término único de “indio”: el colonizado, el vencido?, ¿cuántas lenguas aborígenes se hablan? Pero más allá de estos fríos datos –por otra parte, sintomáticamente difíciles de precisar–, la cuestión está en que el rechazo a lo indio nos cierra la posibilidad de entender formas diferentes de vida y alternativas. A muy pocos parece interesarles qué significa ser indio, vivir la vida y la cultura de una comunidad india, padecer sus afanes y gozar sus ilusiones. Se reconoce al indio a través del prejuicio fácil: el indio flojo, primitivo, ignorante, si acaso pintoresco, pero siempre el lastre que nos impide ser el país que debíamos ser.

LA RAZÓN DE SER INDIO

No es posible dar una cifra precisa del número de mexicanos que se consideran a sí mismos miembros de un pueblo indígena, es decir, de los que asumen una identidad étnica particular y se sienten colectivamente parte de un “nosotros” diferente de “los otros”. En México no hay una definición jurídica de la condición de indio, que sería un camino formal para estimar un número: aquí todos somos iguales, aunque también hay indios. Los censos sólo registran un dato pertinente, pero de ninguna manera suficiente: población de cinco años y más que habla alguna lengua indígena. El Censo de 1980 arroja un total de 5 181 038, de los cuales 3 699 653 hablan también español. Estas cifras y las correspondientes de censos anterio­res han sido frecuentemente criticadas y puestas en duda, hasta dar lugar a que se hable de un “etnocidio estadístico”, esto es, una reducción sustancial de las cantidades reales debida, en principio, a una insuficiente y defectuosa captación de los datos. Se sabe bien que muchas personas que tienen por lengua materna un idioma indígena lo ocultan y niegan que lo hablen; son problemas que nos remiten de nuevo a la situación colonial, a las identidades prohibidas y las lenguas proscritas, al logro final de la colonización, cuando el colonizado acepta internamente la inferioridad que el colonizador le atribuye, reniega de sí mismo y busca asumir una identidad diferente, otra. Agréguese, en muchos casos, la actitud de autoridades locales “progresistas”, ansiosas de probar a cualquier precio que aquí, en este pueblo, ya no hay indios o ya son menos: nos hemos vuelto “gente de razón”.

Sin embargo, aparte de depurar las cifras censales, el problema consiste en que hablar una lengua indígena, con ser un dato importante, no permite concluir que todos los hablantes y sólo los hablantes de las lenguas aborígenes constituyan el total de la población india. No es un problema de naturaleza lingüística, aunque el idioma desempeñe un papel de gran importancia; son elementos sociales y culturales los que determinan la pertenencia a un pueblo específico, en este caso un pueblo indio. Conviene entonces intentar caracterizar al pueblo o grupo indígena (grupo étnico), para después hacer la estimación de cuántos indios hay en México.

Los pueblos indios, como cualquier pueblo en cualquier lugar y momento, provienen de una historia particular, propia. A lo largo de esa historia –milenaria, en muchos casos– cada generación transmite a las siguientes un legado que es su cultura. La cultura abarca elementos muy diversos: incluye objetos y bienes materiales que ese sistema social organizado que aquí denominamos pueblo considera suyos: un territorio y los recursos naturales que contiene, las habitaciones, los espacios y edificios públicos, las instalaciones productivas y ceremoniales, sitios sagrados, el lugar donde están enterrados nuestros muertos, los instrumentos de trabajo y los objetos que enmarcan y hacen posible la vida cotidiana; en fin, todo el repertorio material que ha sido inventado o adoptado al paso del tiempo y que consideramos nuestro –de nosotros– los mayas, los tarahumaras, los mixes.

Se trasmiten también, como parte de la cultura que se hereda, las formas de organización social: qué deberes y derechos se tienen que observar entre los miembros de la familia, en la comunidad, en el pueblo en su conjunto; cómo solicitar la colaboración de los demás y cómo retribuirla; a quién acudir en busca de orientación, decisión, o remedio. Todo lo anterior lleva ya a otro campo: los conocimientos que se heredan.

Aprendemos a hacer las cosas, a trabajar en lo que aquí se trabaja, a interpretar la naturaleza y sus signos, a encontrar los caminos para enfrentar los problemas, a nombrar las cosas. Y junto con esto recibimos también valores: lo que es bueno y lo que es malo, lo que es deseable y lo que no lo es, lo permitido y lo prohibido, lo que debe ser, el valor relativo de los actos y las cosas. Y una generación transmite a otras los códigos que le permiten comunicarse y entenderse entre sí: un idioma que expresa además la peculiar visión del mundo, el pensamiento creado por el grupo a lo largo de su historia; una manera de gestos, de tonos de voz, de miradas y actitudes que tienen significado para nosotros, y muchas veces sólo para nosotros. Y más en el fondo, se transmite también, como parte de la cultura, un abanico de sentimientos que nos hacen participar, aceptar, creer, sin el cual y por su correspondencia con el de los demás miembros del grupo, sería imposible la relación personal y el esfuerzo conjunto. Tal es la cultura, la que cada nueva generación recibe, enriquecida por el esfuerzo y la imaginación de los mayores, en la que se forma y a la que a su vez enriquece.

Es la cultura propia, la nuestra, a la que tenemos acceso y derecho exclusivamente “nosotros”. La historia ha definido quiénes somos “nosotros”, cuándo se es y cuándo no se es, o se deja de ser, parte de este universo social que es heredero, depositario y usufructuario legítimo de una cultura propia, nuestra cultura. Cada pueblo establece los límites y las normas: hay formas de ingresar, de ser aceptado; hay también maneras de perder la pertenencia. Esto es lo que se expresa en la identidad. Saberse y asumirse como integrante de un pueblo, y ser reconocido como tal por propios y extraños, significa formar parte de una sociedad que tiene por patrimonio una cultura, propia, exclusiva, de la cual se beneficia y sobre la cual tiene derecho a decidir, según las normas, derechos y privilegios que la propia cultura establece (y que cambian con el tiempo), todo aquel que sea reconocido como miembro del grupo, de ese pueblo particular y único, diferente.

Desde esta perspectiva podemos entender mejor el significado de pertenencia a un grupo étnico, sin olvidar que todos pertenecemos necesariamente a una sociedad definida, que puede ser pequeña o muy grande, pero que siempre tiene límites precisos, normas de pertenencia y un acervo cultural que considera propio y exclusivo. El indio no se define por una serie de rasgos culturales externos que lo hacen diferente a los ojos de los extraños (la indumentaria, la lengua, la manera, etc.); se define por pertenecer a una colectividad organizada (un grupo, una sociedad, un pueblo) que posee una herencia cultural propia que ha sido forjada y transformada históricamente, por generaciones sucesivas; en relación a esa cultura propia, se sabe y se siente maya, purépecha, seri o huasteco.

En el caso específico de los pueblos indios de México, hay una condición histórica que es indispensable tomar en cuenta para entender sus características y su situación actual: el hecho de que durante quinientos años han sido los colonizados. La dominación colonial ha tenido efectos profundos en todos los ámbitos de la vida indígena; ha constreñido su cultura propia, ha impuesto rasgos ajenos, ha despojado a los pueblos de recursos y elementos culturales que forman parte de su patrimonio histórico, han provocado formas muy variadas de resistencia, ha intentado por todos los caminos la sujeción del colonizado, más efectiva cuanto más se convenza éste de su propia inferioridad frente al colonizador. A lo largo de estas páginas habrá continuamente referencias al proceso de dominación colonial: no es reiteración innecesaria, sino la constante ubicación imprescindible de los pueblos indios en el contexto social en el que ha transcurrido su historia durante los últimos cinco siglos, hasta el presente.

A partir de las reflexiones anteriores se comprenden mejor las dificultades que plantea la elaboración de un censo de la población indígena y las insuficiencias de las cifras disponibles, ya que se requiere emplear un criterio de pertenencia social y no solamente cuantificar una suma de características individuales.

Una estimación de la población indígena mexicana que calcule el total entre ocho y diez millones de habitantes parece razonable. Esto representaría de 10 a 12.5 por ciento de la población total del país. Estamos hablando (valga repetirlo) de gente que mantiene su pertenencia a una sociedad local que se identifica a sí misma como diferente de otras de la misma clase, a partir de su relación con un patrimonio cultural común y exclusivo; quedan fuera del cálculo, por lo tanto, otros individuos y grupos sociales que han perdido su sentimiento de identidad étnica, aunque conserven su forma de vida preponderantemente mesoamericana.

 

¿Cuántos pueblos componen el universo indio del México actual? Tampoco a esta pregunta se le puede dar una respuesta precisa, por razones que se expondrán en otras partes del texto y que aquí se anotan sumariamente. En primer término, la identificación de los pueblos indios a partir de la lengua que hablan resulta insuficiente. En general, se estima que sobreviven 56 lenguas indígenas, pero algunos estudiosos afirman que son muchas más, porque consideran que las formas dialectales de algunas lenguas son en realidad idiomas diferentes. Por lo demás, aunque la lengua común es uno de los principales requisitos para la conformación de un pueblo (o grupo étnico), no se desprende de ello que todos los hablantes de un idioma formen una sola unidad étnica, de manera que la definición de cuántas lenguas indias se hablan no resuelve por sí misma la cuestión de cuantos pueblos existen. El problema de fondo no es lingüístico; la dominación colonial, como veremos más adelante con cierto detalle, intentó sistemáticamente destruir los niveles de organización social más amplios, los que incluían en su seno una vasta población que ocupaba un amplio territorio, y trató de reducir la vida indígena exclusivamente al ámbito de la comunidad local. Esta atomización de los pueblos indios originales ha tenido efectos en el desarrollo de la civilización mesoamericana, y también ha provocado que se refuerce la identidad local, en detrimento de la identidad social más amplia que correspondía a la organización social de los pueblos antes de la invasión europea. De tal manera que las identidades actuales deben entenderse como resultado del proceso de colonización y no como la expresión de una diversidad de comunidades locales que formen, cada una de ellas, un pueblo distinto. Volveré más adelante sobre este punto.

Pese a lo anterior, es posible identificar situaciones contrastantes que nos indican las diferentes condiciones demográficas en que viven los pueblos indios de México. Por ejemplo, se estima que los mayas de la península de Yucatán suman más de 700 mil habitantes; ocupan un territorio continuo, hablan la misma lengua (las variables locales no impiden en ningún caso la comunicación a través del maya) y comparten en gran medida la misma cultura y la misma matriz cultural. Puede entonces hablarse de un pueblo maya. El problema no es igual con los zapotecos, que son más de 300 mil, pero que ocupan territorios diferentes (la sierra, los valles centrales y el Istmo de Tehuantepec), hablan variantes dialectales cuyas formas más alejadas no son mutuamente inteligibles y presentan diferencias culturales muy acentuadas. Aquí se puede hablar de un pueblo histórico cuya diversidad interna ha sido acentuada por la dominación colonial.

Pero es necesario tener presente que muchos pueblos indios están muy lejos de tener la magnitud demográfica de los mayas, los nahuas, los zapotecos, los purépechas o los mixtecos. Una veintena de etnias tienen menos de 10 mil integrantes y la mitad de ellas no llegan siquiera al millar como población total. Éstos son los casos dramáticos de pueblos en riesgo de extinción, asediados por la acción secular de las fuerzas etnocidas.

Se comprende fácilmente que esa diversidad de situaciones se refleje también en las características de la cultura propia que cada pueblo ha podido mantener y reelaborar. Pese a esas diferencias, es posible trazar un perfil de las culturas indias que dé cuenta de sus rasgos esenciales, por encima de los rasgos específicos que posee cada una de ellas.

UN PERFIL DE LA CULTURA INDIA

Cada uno de los pueblos indios que viven en México posee un perfil cultural distintivo que es el resultado de una historia particular cuyos inicios se pierden en la profundidad de épocas remotas. A primera vista, ante ese mosaico de pueblos distintos, parece difícil hacer generalizaciones válidas; sin embargo, una comparación más cuidadosa de las diversas culturas indias va descubriendo similitudes y correspondencias más allá de los rasgos particulares. Esto no debe sorprender si se tienen presentes dos hechos fundamentales. En primer término, la existencia de una civilización única de la que participaban todos los pueblos mesoamericanos y que influyó también a los grupos nómadas del norte; esta civilización constituye el trasfondo común de la herencia cultural propia de cada pueblo. En segundo lugar, la experiencia, también común, de la dominación colonial, que produjo efectos semejantes, aunque la sujeción definitiva haya ocurrido, en algunos casos, con siglos de diferencia. De hecho, algunos pueblos sólo fueron sometidos o “pacificados” en la primera década de este siglo.

La distribución territorial de la población indígena muestra una concentración mayor en áreas que habían alcanzado un notable desarrollo cultural antes de la invasión europea. Sin embargo, no es una correspondencia absoluta, porque desde el inicio de la colonización actuaron factores diversos que alteraron la distribución original. El brutal abatimiento de la población durante el siglo xvi, debido a enfermedades antes desconocidas, a guerras y a las duras condiciones de trabajo impuestas, condujo a la desaparición de pueblos enteros y al despoblamiento de sitios antes habitados. El despojo de sus tierras y la terca voluntad de mantenerse libres arrojaron a muchos grupos hacia regiones inhóspitas distintas de su medio original, a las que con propiedad llamó Gonzalo Aguirre Beltrán “regiones de refugio”. La codicia de tierras y la demanda de mano de obra sujeta, se mantuvieron siempre amenazantes y sus efectos se hicieron sentir con renovado vigor durante el siglo xix, alterando una vez más la distribución de la población india en buena parte del país.

En muchas zonas la población india prácticamente desapareció. Fue exterminada, como muchos grupos nómadas de la llamada Gran Chichimeca; fue expulsada o, con más frecuencia, quedó sometida a condiciones que hicieron imposible su continuidad como pueblos étnicamente diferenciados. A este último proceso, a la desindianización, se le ha llamado mestizaje; pero fue –es– etnocidio. Nos ocuparemos de él en otros capítulos.

Hoy, la población indígena reconocida como tal se distribuye de manera desigual en todo el territorio nacional. El centro, el sur y el sureste del país alojan a los grupos mayores y presentan regiones vastas en las que predomina la población india, sobre todo si se compara con el resto de la población rural. Las comunidades indias se asientan en nichos ecológicos muy diversos, desde la selva húmeda tropical hasta las mesetas semiáridas a más de dos mil metros de altura sobre el nivel del mar. Las zonas de montañas abruptas, que ofrecen condiciones difíciles para una explotación económica redituable, se han convertido frecuentemente en el refugio aislado que sólo ocupan los indios. Pocos pueblos viven de cara al mar: la civilización mesoamericana es más de los ríos, lagos, serranías y valles húmedos, aunque también se haya adaptado a condiciones casi desérticas.

La ocupación colonial del territorio y el crecimiento paulatino y variable del “México útil” para el colonizador han roto en casi todas las regiones la continuidad original de los territorios indios. El espacio se ha fragmentado como consecuencia de la expropiación de las tierras indias, las políticas de división administrativa del territorio, el establecimiento de ciudades y centros de explotación no indios, las vías de comunicación y la construcción de grandes obras públicas. Sin embargo en ciertas zonas la continuidad territorial persiste, como entre los mayas de la península de Yucatán. Otros pueblos, en cambio, se han ido convirtiendo en enclaves dentro de su propio espacio, ocupado ahora por el México no indio. La impresión inicial que deja un recorrido rápido por cualquier región indígena es que se trata de un mundo rural compuesto por comunidades más o menos parecidas entre sí, pero ajeno a las ciudades, aunque no ausente en ellas.

La actividad productiva fundamental de las comunidades indias es la agricultura. Hay muchos sistemas de cultivo, según tipos de suelo, relieve topográfico, régimen de lluvias, temperaturas y, desde luego, las tradiciones culturales vigentes. Siempre son sistemas que buscan el aprovechamiento óptimo de los recursos locales y mejor adaptación a las condiciones del medio, a partir de los conocimientos, la tecnología, las formas de organización del trabajo, las preferencias y los valores del grupo. Contra la imagen usual, que tiende a calificar la agricultura indígena como “primitiva” y de bajo rendimiento, la situación que hoy podemos observar ofrece un panorama muy variado y mucho más rico.

Una primera característica de la agricultura india radica en el cultivo simultáneo de varios productos en un mismo terreno. La forma más conocida es la milpa clásica, en la que se intercalan maíz, frijol, calabaza y chile. Pero el número de cultivos simultáneos es generalmente mayor y, en algunos casos, como el de comunidades huastecas que viven en tierras tropicales al norte del estado de Veracruz, la lista de productos de la milpa abarca varias docenas e incluye raíces, tubérculos, cereales, agaves, hortalizas y frutales. En muchas zonas del trópico húmedo se maneja con habilidad la combinación de los techos de sombra, según la altura de cada especie cultivada, para aprovechar mejor la energía solar y aumentar la variedad de productos. En otras condiciones, la diversificación de los cultivos se logra complementando los productos básicos de la milpa con la siembra de muchos otros, en pequeñas cantidades, en un terreno anexo a la casa habitación; cuando esto sucede, generalmente son las mujeres las que atienden el huerto familiar en tanto que los hombres cultivan la milpa.

Es importante destacar que la diversificación de los productos agrícolas, que conlleva una disponibilidad de cosechas diferentes en distintos momentos del año, juega un papel importante en la conformación de la dieta en las comunidades indígenas. Para evaluar la alimentación mesoamericana no basta cuantificar, por ejemplo, las calorías o las proteínas que se consumen en un día o en una semana cualquiera; es necesario tomar en cuenta el ciclo anual, porque hay una compensación periódica que corrige la ausencia de ciertos nutrientes en determinada época, con su consumo abundante en otras. El ciclo alimenticio incluye también las comidas de fiesta, unas establecidas rígidamente en determinadas fechas obligatorias, y otras que ocurren en función de acontecimientos esporádicos que se dan irregularmente (bautizos, matrimonios, construcción de la casa, etc.). Por último, no debe perderse de vista que, además de los productos agrícolas, la dieta indígena hace uso, también según temporada, de una gran variedad de animales e insectos que aportan nutrientes en el ciclo anual de la alimentación.

Un sistema agrícola que continúa en uso en reductos lacustres del valle de México es el cultivo de chinampa, en el que se aprovechan las aguas superficiales mediante la construcción de parcelas en los bordes del lago; estas parcelas, las chinampas, permanecen constantemente húmedas y permiten altos rendimientos en cultivos hortícolas.

El instrumental empleado es simple y en gran medida se fabrican en las propias comunidades. En terrenos inclinados o pedregosos se emplea para sembrar el espeque (un palo con la punta endurecida) o la azada; en terrenos planos predomina el uso del arado de madera. A estos instrumentos básicos se agrega generalmente la hoz, el machete, alguna punta para deshojar la mazorca, y poco más. Hay sistemas agrícolas indios más complejos, en los que se controla el agua con canales y represas; hay también formas para cultivar laderas y evitar la erosión del suelo mediante la construcción de terrazas de piedra o setos de magueyes. La tecnología en su conjunto dista mucho de ser “primitiva”, pese a lo reducido del instrumental: implica poner en juego una gama muy rica de conocimientos que son producto acumulado de una experiencia secular y que permiten reconocer las características de los suelos, seleccionar las especies compatibles, cultivar cada una de acuerdo a sus requerimientos particulares, obedecer los calendarios propicios, combatir plagas y realizar un sinfín de actividades necesarias para obtener buenas cosechas.

La agricultura en las comunidades indias está íntimamente relacionada con otras actividades que no son propiamente las de cultivar la tierra y con las cuales forman un complejo que debe atenderse en su conjunto. El aprovechamiento de la naturaleza, que incluye la agricultura, abarca también la recolección de productos silvestres, la cacería, la pesca donde es posible y la cría de algunos animales domésticos. Para todas esas tareas se pone en juego una gran cantidad de conocimientos, habilidades y prácticas que adquieren coherencia y unidad a través de una concepción particular de la naturaleza y de la relación del hombre con ella.

 

Al analizar las culturas indias, con frecuencia es difícil establecer los límites que separan lo económico de lo social; como es difícil distinguir lo que se cree, de lo que se sabe; el mito, de la explicación y de la memoria histórica; el rito, de los actos cuya eficacia práctica ha sido comprobada una y otra vez, por generaciones. Por eso, junto a lo que llamaríamos un sólido conocimiento empírico, encontraremos prácticas rituales y creencias que llamaríamos mágicas, en un esfuerzo por ajustar la realidad cultural india a nuestras propias categorías, aunque tales categorías, en este caso, de origen occidental, no existan en esas culturas. Porque en las culturas indias, la concepción del mundo, de 1a naturaleza y del hombre hace que deban colocarse en el mismo plano de necesidad actos de carácter aparentemente muy distinto, como, por ejemplo, la selección adecuada de semillas que se han de sembrar y una ceremonia propiciatoria para tener un buen cielo. Hay una actitud total del hombre ante la naturaleza, que es el punto de referencia común de sus conocimientos, sus habilidades, su trabajo, su forma específica de satisfacer la necesidad ineludible de obtener el sustento; pero que también está presente en la proyección de sus sueños, en su capacidad para imaginar y no sólo observar la naturaleza, en la voluntad de dialogar con ella, en sus temores y esperanzas ante fuerzas fuera del control humano. Al final, eso ocurre en todas las culturas, sólo que en la cultura occidental se pretende separar y especializar distintos aspectos de esa relación total: el poeta le canta a la luna, el astrónomo la estudia; el pintor recrea formas y colores del paisaje, el agrónomo sabe de la tierra; el místico reza… y no hay forma, en la lógica occidental, de unir todo eso en una actitud total, como lo hace el indio.

Resulta difícil comprender muchas características fundamentales de las culturas mesoamericanas si no se toma en cuenta una de sus dimensiones más profundas: la concepción de la naturaleza y la ubicación que se le da al hombre en el cosmos. En esta civilización, a diferencia de la occidental, la naturaleza no es vista como enemiga, ni se asume que la realización plena del hombre se alcance a medida que más se separe de la naturaleza. Por el contrario, se reconoce la condición del hombre como parte del orden cósmico y se aspira a una integración permanente, que sólo se logra mediante una realización armónica con el resto de la naturaleza. Es obedeciendo los principios del orden universal como el hombre se realiza y cumple su destino trascendente. De ahí que el trabajo, el esfuerzo aplicado a obtener de la naturaleza lo que se requiere para satisfacer las necesidades humanas, tenga un significado distinto del que se lo otorga en la civilización occidental: no es un castigo, sino un medio para ajustarse armónicamente al orden del cosmos. Y esa relación con la naturaleza debe lograrse en todos los niveles, no sólo en el puramente material que se cubre mediante el trabajo. Por eso es imposible separar el rito del esfuerzo físico, el conocimiento empírico del mito que le da su sentido pleno dentro de la cosmovisión mesoamericana.

Esto no significa ausencia de sentido práctico ni ignorancia de beneficios y conveniencias; sólo que se ubican en un contexto diferente. Hay una lógica práctica en la distribución del tiempo de trabajo y en la diversificación de las actividades. Pero esa lógica se pone de manifiesto únicamente si se conocen los objetivos últimos de la actividad productiva, las necesidades que debe satisfacer. Las culturas indias tienen a la autosuficiencia. Esa tendencia se da a varios niveles: familia, linaje, barrio, comunidad y pueblo, autosuficientes. Nunca, hoy, es una realidad absoluta; pero es una orientación general, bien definida. Las ovejas dan majada que sirve para abonar la tierra: las familias, entonces buscan tener ovejas, aunque sólo por excepción las coman o las vendan. El guajolote para la comida de fiesta, para el rito (el matrimonio, la construcción de la casa, el banquete que doy cuando soy mayordomo del santo), se cría en casa, mejor que comprarlo. Y en la comunidad hay quienes saben entender otras necesidades: la comadrona, el huesero, el yerbero, el herrero, los músicos. La comunidad es un intrincado tejido de conocimientos generalizados, actividades diversifi­cadas y especializaciones indispensables para llevar la vida con autonomía.

La lógica de la autosuficiencia gobierna muchas acciones. Por eso es erróneo juzgar la agricultura india en términos del valor teórico de la cosecha si, por ejemplo, en vez de la milpa diversificada se sembrara únicamente girasol, algodón o jitomate. Además, desde luego, de que se ignoran entonces los problemas de agotamiento de suelos, caídas súbitas de precios en el mercado, intermediarios voraces, dependencia tecnología y crediticia, y tantos otros que han dado al traste con un sinnúmero de proyectos de modernización y desarrollo agrícola.

¿Qué ofrece en cambio la economía indígena orientada hacia la autosuficiencia? Ante todo, una seguridad básica, un margen más amplio para subsistir, así sea sólo con lo indispensable, aun en años difíciles. Cultivos diversos, unidos a la recolección, caza, pesca y crianza de animales domésticos, entreverado todo con alguna forma de producción artesanal (alfarería, tejidos, cestería y muchos más productos) y una capacidad generalizada para realizar otras tareas (de construcción, de reparación), ofrecen un amplio espectro de posibilidades que se pueden combinar o alternar, según las circunstancias. Ninguna, por sí sola, dentro de las condiciones predominantes hoy en las comunidades indígenas, asegura la sobrevivencia; pero en conjunto sí dan un margen aceptable de seguridad. Para que ese mecanismo múltiple funcione, debe obrar en pequeña escala, a escala humana, produciendo cada actividad lo necesario y nada más. Esta condición determina también otra característica general de la economía indígena: sus escasos márgenes de excedentes y, en consecuencia, su bajo nivel de acumulación. Ésta ha sido señalada reiteradamente como una limitación escandalosa, desde el punto de vista de quienes pugnan por el desarrollo capitalista de la economía nacional: los indios no compran, o compran muy poco, no generan capital, no invierten. Analizaremos esta cuestión más adelante.

Otra consecuencia tiene la economía orientada a la autosuficiencia; exige y da la oportunidad de una capacitación individual para muy diversas actividades. Pensemos en el contraste con nuestro mundo, encaminado hacia una especialización cada día mayor, más fragmentada; “el especialista que sabe cada vez más, de cada vez menos”. El indio, en las comunidades tradicionales, tiene que saber lo suficiente sobre muchas cosas y desarrollar sus distintas capacidades para múltiples tareas. Y lo aprende de otra manera: en la vida, en la convivencia, en el trabajo mismo; no en la escuela. Ejercer sus habilidades, ampliarlas, es resultado de un proceso que no se distingue ni se separa de la vida misma; no hay un tiempo ni un sitio especial para aprender lo que se necesita saber: se observa, se practica, se pregunta y se escucha a cualquier hora y en cualquier parte. Alguna satisfacción profunda habrá cuando se sabe uno capaz, por sí mismo, de resolver tantos problemas de la vida diaria y atender las necesidades básicas.

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