In crescendo

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5

—¡Caramba con Salgado, eh! Menudo ritmo de trabajo lleva el tío, está frenético.

Era uno de los comentarios más escuchados en la oficina, sobre todo si a la hora del café de media mañana él no estaba y nos podíamos permitir el lujo de hablar a sus espaldas.

—Sí, la verdad es que no para, creo que vamos a reunión diaria y algunos días, dos —dije yo, que estaba francamente agobiado ante el ciclón que parecía ser aquel hombre, ante los planes de renovación que traía, ante el torrente de ideas que parecían no tener fin.

—Y tú no te quejes —me dijo Núñez—, que a ti te trata “con cariño”. ¿Has visto la torre de datos que le pidió ayer a Hortigosa? Creo que anda todavía sumergido en los archivos de los ordenadores, no sé si habrá ido a dormir a casa.

—No es solo Hortigosa el que no ha podido ir a casa, yo llevo tres días revisando con Luis los datos del año pasado, desde enero. ¿Qué demonios necesitará él saber de enero si no estaba aquí? Estoy haciendo más horas extras que cuando entré en el banco con pantalones cortos... —añadió Ferrer.

Parecía que todos los comentarios favorables que Salgado había suscitado los primeros días de su estancia entre nosotros, habían cambiado en el momento en que el nuevo director nos había puesto a todos a trabajar a un ritmo al que no estábamos acostumbrados.

No se pudo comentar nada más, pues en aquel mismo momento el director se unió a nuestro grupo acompañado de otros tres compañeros que, con el nudo de la corbata aflojado, se lanzaron sobre los cafés que el camarero les puso apenas los vio entrar por la puerta.

—Hemos tenido una mañana agotadora —dijo Salgado mientras se soltaba el primer botón de su impecable camisa de Dutti—, pero no hay más remedio, no tengo otra forma de ponerme al día, como no me echéis una mano, no terminaré de asentarme en tres meses.

Colocado a mi lado y como si se acabase de acordar de algo que seguramente estaba ya planeado de antemano, me dijo:

—¡Vaya, Ignacio! Casi se me olvida, te veo en mi despacho en cinco minutos, tenemos que estudiar la forma de aplazar esa auditoría que nos quieren hacer a primeros de mes, no tenemos preparada todavía la documentación que piden, vamos a ver cómo lo hacemos para que lo pospongan un poco...

Observé cierto rumor de risas contenidas en el resto de compañeros, alguno se tuvo que volver de espaldas para que no se le notase, otros se dieron leves codazos y uno incluso estuvo a punto de atragantarse con el café que tenía en la boca.

—Bueno —dije intentando salir al paso— no veo qué voy a poder hacer yo en ese tema... ya sabes cómo es esta gente, cuando anuncian su llegada son como un terremoto, no hay quién los detenga...

—Bueno, habrá que intentarlo, echaremos un vistazo a auditorías anteriores, a ver a qué nos podemos agarrar para retrasarla al máximo, te juro que me encuentro muy verde para afrontar ahora mismo este tipo de revisiones, ven conmigo. Hasta luego a todos, y otra vez gracias por la ayuda. Me imagino que en vuestras casas no me podrán ni ver, pero confío en que sea la primera temporada, después ya no hará falta tanto detalle. Vamos, Ignacio.

Y apurando el café de un sorbo, me arrastró fuera de la cafetería.

A nuestras espaldas quedaron de nuevo un coro de risas incipientes a duras penas disimuladas y que, si yo pude percibir, supongo que de igual forma lo haría Salgado, aunque se abstuvo de hacerme ningún comentario.

Abriendo la puerta de su despacho, me cedió amablemente el paso y en vez de tomar asiento detrás de su mesa, se dirigió a la otra parte de la amplia habitación, donde había dos sofás de cuero negro circundando una mesa baja desbordada de papeles.

—Ponte cómodo —me dijo—, vamos a tener para rato.

Antes de sentarse, se quitó la americana y la colgó en uno de los brazos del moderno perchero de metacrilato que hacía juego con otros complementos y muebles auxiliares del despacho.

Me senté en el sofá sin saber muy bien qué era lo que hacía allí, preso de una situación incómoda que se había propiciado por las risas de mis compañeros, volví a sentirme un imbécil incapaz de cumplir mi propósito de no prestarme a más acciones de ayuda humanitaria para jefes recién llegados, algo que parecía estarse convirtiendo en una especialidad a lo largo de mi vida.

Salgado se situó a mi lado cargado con unas enormes carpetas que colocó entre los dos, y dejándolas allí sin abrir siquiera, me dedicó una de aquellas miradas de las que no había por dónde escapar.

—Me estás ayudando mucho desde mi llegada, no sé qué hubiera hecho sin ti, porque sospecho que entre los demás no he caído demasiado bien…

Como si fuese un acto reflejo, algo que siempre hago sin darme cuenta cuando estoy nervioso, me aflojé el nudo de la corbata, como si con ese gesto ganase unos segundos para saber qué era lo que tenía que decir en aquellos momentos, algo que hiciese cambiar el rumbo de la conversación, pero sin que se notase demasiado que yo quería ir directamente al tema que me había llevado allí, saltándome todos los prolegómenos.

—Bueno… no creo que… la verdad es que… son cosas… a veces... —dije haciendo gala de una gran facilidad de palabra.

—No, no, si no intento ponerte en contra de tus compañeros de toda la vida, no me malinterpretes, simplemente quería agradecerte tu apoyo. Sé por experiencia que es imposible caerle bien a todo el mundo, pero eso tampoco me preocupa si a la hora de la verdad tengo a mi lado a la gente que realmente vale la pena.

No sabía qué hacer ni qué decir. Yo no estaba acostumbrado a un trato tan personalizado, solo quería terminar con aquella situación que me resultaba de lo más incómoda, y salir de allí disparado. ¿No era el nuevo director? Pues que solucionase sus problemas cono teníamos que hacer los demás, a ver si encima de llegar a pisarme el cargo que debería haber sido mío, me tocaba allanarle el camino.

Mis propios pensamientos me descolocaron, me estaba convirtiendo en un eco de Paloma, ¿es que ya no tenía personalidad ni para pensar libremente?

—¿Qué tal si miramos algunos datos de esos que querías? —le dije para salir del paso de la mejor manera posible.

Al mismo tiempo los dos, nos dispusimos a coger una de aquellas carpetas que reposaban en el sofá en el que estábamos sentados, y por un instante apenas perceptible, nuestras manos se rozaron. Mi gesto fue un reflejo de mi sensación interior, aparté mis manos como si el contacto con las suyas me produjese una descarga eléctrica.

—Voy a buscar unos cafés para que nos mantengan despiertos porque entre tantos números va a ser difícil —dije disponiéndome a salir del despacho en busca del aire que me faltaba allí dentro.

—Espera. —Me detuvo justo cuando iba a abrir la puerta—. Llamaré a Juan y le pediré que nos los traiga, así podemos ir empezando.

No había disculpa, tenía que sentarme allí y empezar a revisar números e informes cuanto antes si no quería que aquello durase eternamente, así que mientras él hablaba con el auxiliar por el interfono, me enfrenté a la primera de las carpetas buscando no sabía muy bien el qué.

Acto seguido, Salgado vino hacia donde yo estaba y retirando del sofá la otra carpeta que anteriormente nos había separado, la colocó en la mesa y se sentó a mi lado, muy cerca de mí disponiéndose a mirar al mismo tiempo que yo, las hojas que iba pasando.

Instintivamente me separé un poco, tratando de que existiera una invisible frontera entre los dos, no sé por qué lo hice, fue sin darme cuenta, como te retiras cuando intuyes que algo te puede caer encima.

—No veo bien, perdona —dijo él anulando de nuevo la distancia que yo había interpuesto, y colocándose literalmente pegado a mí, siguió revisando los números que para mis ojos habían desaparecido hacía rato entre la incomodidad, el calor que sentía y la sensación de asfixia que tenía desde hacía rato.

El instante en el que Juan golpeó suavemente la puerta para, sin esperar respuesta, entrar con una pequeña bandeja en la mano, fue para mí como si hubiese escuchado el pistoletazo de salida, y dando un bote en el sofá, me puse en pie tan aprisa como pude, tratando por todos los medios de que el sudor que en aquellos momentos comenzaba a deslizarse por mis sienes, no fuese percibido por el muchacho, ni mucho menos, por Salgado.

—Gracias Juan, perdona que te haya molestado, pero necesitábamos un café donde mojar tantos números como tenemos delante.

—De nada, si necesitan algo más no dude en llamarme —dijo él saliendo ya del despacho.

—Esto es otra cosa, ¿no te parece?

Y mirándome extrañado por la cara desencajada que yo debía de tener en aquellos momentos, me preguntó:

—Ignacio, ¿te encuentras bien? ¿Quieres que dejemos esto para otro momento?

Al mismo tiempo que había dicho aquella frase, se había aproximado hacia mí y alargando su mano a mi frente, con la mayor naturalidad del mundo, había tanteado mi temperatura.

—No, fiebre no tienes. Anda, ven, siéntate aquí un momento, si no se te pasa te acompaño a casa. Será el calor, este aire acondicionado nos va a matar a todos.

Como si fuese un niño, tiró de la manga de mi americana para que lo acompañase al sofá, y lo peor de todo es que, ante mi propio asombro, lo seguí, sin decir ni media palabra, y me senté a su lado dejando plantada frente a los ventanales la dignidad que me llamaba para que espabilase, sin comprender mi repentina sordera.

—¿Estás bien? ¿Quieres que pida una botella de agua, un té, algo?

—No, no, ya estoy bien, seguramente ha sido eso, el calor…

Y sin ningún tipo de inhibición pasó el dorso de su mano por mi mejilla.

 

No pude evitar apartar la cara bruscamente, yo no estoy acostumbrado a que el director del banco, mi inmediato superior, me haga caricias en la mejilla o me tome la temperatura en la frente.

—¿Eres homosexual, verdad? —le pregunté a bocajarro olvidando el riesgo que corría haciendo una pregunta tan personal a mi jefe.

No se inmutó, no dejó de mirarme ni por un instante, no bajó los ojos como yo esperaba ni montó en cólera ante mi atrevimiento, simplemente dijo “Sí”, sin perder el esbozo de sonrisa amarga que despuntaba en su boca.

—¿Y...? —dejó colgando en el aire como si lo que acababa de confirmarme no tuviese la menor importancia.

—Pues que yo no lo soy —le dije casi desde la otra esquina del despacho a donde me habían llevado mis pies sin ser consciente de ello—, yo no lo soy, y esta situación me resulta muy incómoda, por lo que te pediría que…

—Ignacio —me interrumpió—, ser homosexual no significa ser imbécil, no voy a andar provocando situaciones violentas a nadie, te lo aseguro.

—Lo estás haciendo, ya lo estás haciendo porque a mí estos rollos no me van, yo no tengo nada en contra de nadie, pero preferiría que nos dedicásemos al trabajo y ya está.

—“¡Mariconadas las justas!” –me espetó irónico y evidentemente molesto—. Como se suele decir, ¿verdad?

—Pues mira, sí, es justamente eso, a ser posible, mariconadas ninguna —le dije sin esconder el desdén que en aquellos momentos salía de mí.

—Tú eres muy hombre, claro —dijo con una cierta sorna en sus palabras.

—Tú lo has dicho, muy hombre sí señor, pero no estamos aquí para hablar de los gustos sexuales de cada uno, me parece, así que vamos a trabajar en esto, y si no, me voy y lo haces con otra persona, por mí no hay problema.

—Muy hombre y muy homófobo, por lo que veo.

Sin decir más, abandoné el despacho y atravesé el pasillo en dos zancadas dirigiéndome al mío, donde cerré la puerta por dentro y avisé al administrativo para que no me pasase ninguna llamada hasta nuevo aviso.

Sujeté la cabeza con mis manos, cerré los ojos y me apreté las sienes.

No era posible que aquello me estuviese pasando a mí.

6

—¿Sabes qué he pensado, Nacho? Que podíamos invitar a Salgado a que pase un fin de semana con nosotros en la casita de la playa. Hay que cuidar esos detalles, que los hombres no tenéis nada en cuenta esas cosas, os pensáis que es solo el trabajo y ya está, y eso no es así, hay que relacionarse, hay que abrir las puertas de la casa para que…

La voz monótona de Paloma sonaba en mis oídos como una auténtica tortura, pero hice todo lo que pude para contenerme y no hacer ningún comentario que pudiera sonar inoportuno.

—¿Un fin de semana entero? —dijo mi hija—. Avisadme que yo no voy, menudo rollo…

—¡Marta! —la increpó su madre—, que es el jefe de papá, hija, que hay que llevarse bien, además, está solo, no tiene aquí a su familia y es como… como una obra de caridad.

Mis dos hijos estallaron en una sonora carcajada ante la afirmación de su madre que ni ellos mismos lograban creerse. Paloma y sus “obras de caridad”, siempre con gente que no las necesitaba en absoluto, pero que aportaban a su círculo de amistades un pedigrí que para ella era tan necesario como el aire que respiraba.

—¡Nacho! Diles algo, hombre, que parece que estás en la inopia.

—Vale de risas —fue todo lo que acerté a decir, y que evidentemente no hizo ningún efecto en los chavales—. Venga, ya está bien, Marta, mira a ver si tenéis algo mejor que hacer que estar aquí poniendo nerviosa a tu madre.

—No, nerviosa no, lo que quiero es que me des la razón.

—Que sí mujer, que sí, que te doy la razón, ya vale tú también.

No tenía ningunas ganas de discutir, con los muchachos saliendo del comedor a pura carcajada burlándose de las obras de caridad de su madre, con Paloma reclamando mi atención y una “razón” que no sabía si tenía que darle o no porque ni siquiera sabía de lo que me hablaba, y un montón de pensamientos extraños rondando de forma insistente por mi mente, que iban y venían del despacho de Román Salgado a mi cabeza y de mi cabeza al despacho de Román Salgado llamándome homófobo, a mí que era un hombre tolerante y solidario, que siempre había estado convencido de que los homosexuales y las personas normales somos todos iguales.

—Entonces, Nacho, el próximo fin de semana me encargo de que todo esté listo en la casita de la playa y lo invitamos, ¿eh?

Claro que yo era tolerante, quizás no estaba bien expresado lo de “personas normales”, bueno, tal vez todos fuésemos normales, incluidos ellos, pero eso me costaba mucho aceptarlo, en todo caso “nosotros” éramos más normales que ellos.

—¡Nacho! ¿No me oyes? Digo que el fin de semana próximo estaría bien. ¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

Por otra parte, Salgado era mi jefe, mi director, y tendría que trabajar a su lado me gustase o no, tendría que mentalizarme de que, por el hecho de tener una desviación sexual, no iba a ser peor director que los demás, era buena gente, eso estaba claro, educado, correcto, amable con todos sus colaboradores, pero yo lo único que quería era que conmigo no manifestase ningún tipo de afecto especial. Ya había visto las sonrisas que provocaba en los demás cada vez que me llamaba a su despacho, los muy falsos seguro que estaban al tanto de que el director era sarasa perdido y no me habían dicho nada, menudas juergas se debían de haber corrido a mi cuenta. Vaya pandilla de traidores que tenía a mi alrededor, dándose codazos y haciéndose señas cada vez que Salgado se dirigía a mí, y yo que estaba convencido de que eran celos profesionales, las típicas envidias que se despiertan cuando el nuevo director muestra más afinidad por un compañero que por otro.

—Podemos encargar una pequeña fiesta para el sábado por la noche. —Paloma seguía su serenata monocorde como si fuese la banda sonora de mis pensamientos—. Hablaré con los de la sala de abajo y organizaremos un baile para amigos, una cosa íntima, no más de treinta o cuarenta personas, tal vez le podamos presentar a alguna chica maja, tiene muy buena planta Salgado, se lo van a rifar…

Mi mujer soñaba en alto aquellas fantasías que alimentaban su vanidad, y yo seguía sin dar tregua a mi cerebro, encontrando explicaciones a gestos y bromas que no sabía cómo me podían haber pasado tan desapercibidos hasta entonces.

Si hubiera que andar analizando cada comentario que se hace cuando uno está fuera de las presiones habituales y se relaja el ambiente, no haríamos otra cosa en todo el día. Pero podían haberme dicho algo, viendo que yo no me daba por enterado, debían haberme advertido. No se les habría ocurrido suponer siquiera que a mí me iba también el rollo homosexual, vamos, es que solo de imaginarlo se me ponían los pelos de punta. Yo no tenía nada en contra de ellos, pero de ahí prestarse a confusiones había un abismo. No podía ser, tenía que hacer algo para dejar bien asentada mi postura, mi masculinidad no debía de quedar en duda. Menuda situación.

—¡Pero Nacho! Dime algo, por Dios, que llevo media hora hablando contigo... —el grito de mi mujer casi dentro de mi oreja, me hizo rebotar de tal manera que ella misma se asustó al ver mi reacción.

—¡Que me dejes en paz! ¡Eso es lo único que tengo que decirte! ¡Que me olvides de una santa vez!

Y salí del comedor dejando detrás de mí un sonoro portazo. La dejé allí paralizada mientras me ponía una chaqueta y me iba de casa a respirar soledad, que era lo único que necesitaba en aquellos momentos.

Caminé hasta el parque que estaba cercano a casa y allí me senté en un banco, con la cabeza embotada de tanto como bullían los pensamientos en su interior. Por si tenía poco, acababa de fastidiarlo todo con Paloma, que según era ella, me costaría ocho días y cien mil disculpas tenerla otra vez contenta, y lo peor de todo era que, en aquellos momentos, no tenía ningunas ganas de pedir disculpas a nadie y me era bastante indiferente si estaba contenta o no.

De repente, la única idea que me preocupaba era regresar al banco al día siguiente y dejar claro a todo el mundo que mi “cercanía” con el director era absolutamente profesional, no iba a permitir la menor duda sobre ello aunque para eso tuviera que solicitar claramente que fuese otra persona la que se ocupase de facilitarle los datos que necesitaba.

Solo imaginarme al personal de la oficina burlándose de mí, me ponía verdaderamente quemado por dentro. Yo no había sido nunca un ligón empedernido, y jamás se me hubiese ocurrido intentarlo en el banco, donde tenía clara cuál era mi función allí: trabajar igual que el resto del equipo, pero de ahí a pasar a ser el hazmerreír del banco porque a un recién llegado director gay se le antojase, había una distancia que no pensaba recorrer.

Fuera del banco, tampoco había tenido una historia demasiado apasionada, un par de escarceos sexuales, nada serio, lo justo para satisfacer la curiosidad de saber si seguía siendo atractivo para las mujeres, porque a partir de cierta edad, no vale con imaginarlo, hay que comprobarlo y asegurarse. Y eso había sido todo, así de sencillo, y así debía de seguir siendo, de eso me iba a encargar yo aunque para ello tuviera que trasladar mi despacho a la otra torre que conformaba el edificio del Banco Pelayo.

Es más, pensé que lo mejor sería hablar directamente con Salgado y decirle sin rodeos que respetaba sus ideas, sus tendencias o como lo quisiese llamar, porque hablar de desviaciones tal vez fuese muy fuerte, yo tampoco estaba muy seguro de si eso se podía considerar una desviación, y dejarle claro que a partir de aquel mismo momento preferiría que se comportase conmigo de un modo más distante y que las reuniones se produjesen siempre en presencia de otras personas. Sí, mejor dejar las cosas claras desde el principio, era preferible pasar un mal rato para decir aquello, que andar toda la vida con los rumores a la espalda, de eso nada, a mí me sobraba carácter para plantarle cara a quien fuese, lo tenía bien claro, mi actitud no iba a quedar en duda, de eso me encargaría personalmente.

Aquella noche cuando llegué a casa encontré a Paloma seria y con claros signos de haber pasado la tarde llorando a juzgar por las ojeras que tenía. Me acerqué y traté de darle un beso para que se olvidase de lo sucedido, pero de sobra sabía yo que aquello no iba a bastar, y como prueba de que no estaba equivocado, me apartó bruscamente de su lado sin dirigirme la palabra.

—Lo siento, —le dije sabiendo que aquella solo sería la primera de una larga lista de disculpas—perdóname, mujer, no sé lo que me pasó, es que había tenido una mañana tremenda, con mucha presión...

Siguió sin contestarme, a lo suyo, como si no me escuchase. Estábamos en la cocina, ella trajinaba por allí preparando la cena; estaba con una bata muy fina, seguramente acababa de salir de la ducha porque solo llevaba una minúscula ropa interior.

Salí de la cocina y fui al cuarto de Marta, no había nadie; me dirigí entonces a la habitación de Chimo y tampoco estaba.

—¿Dónde están los chicos? —pregunté de regreso a su lado.

—Han ido al cine, estrenaban una de esas que les gustan a ellos.

—¿Juntos? —pregunté extrañado, pues mis hijos se llevaban como hermanos, por lo que no se podían ni ver.

—¡Seguro! —dijo Paloma— No sé cuándo han ido juntos a ningún sitio. Cada uno fue con sus amigos, estoy segura de que si se encuentran ni siquiera se dirigen la palabra.

En aquellos momentos me era completamente indiferente si los chicos estaban juntos o separados, la verdad, lo único que me importaba era saber que no estaban en casa, y una vez asegurado ese punto, se fijó en mi mente la idea obsesiva que llevaba toda la tarde torturándome por dentro: yo era un hombre, y lo tenía que demostrar. ¿A quién? Pues seguramente que, aunque no lo supiera, lo primero que necesitaba era probármelo a mí mismo, por eso me acerqué a mi mujer, que una vez más me rechazó alejándome de ella, pero no me bastó, no era un buen momento para despreciarme.

—Ven aquí —le dije, acercando mi boca a su oreja, con un rugido lastimero, mezcla de pasión y necesidad, que ella no correspondió.

—¡Que te pares, hombre! ¿No querías que te dejase en paz? ¿Tú qué te crees? ¿Que las cosas se arreglan así? Aquí te pillo y aquí te mato, sin más ni más, y hala, todo olvidado. Que no, que te digo que no te enteras...

Estaba frente a mí, con la bata casi abierta, enfurecida, mirándome sin verme, sin percatarse de que no le estaba pidiendo nada, de que se pusiese como se pusiese yo tenía una idea fija y la iba a llevar a cabo.

 

Recuerdo aquel momento y no me reconozco, yo no soy así, jamás he utilizado la fuerza para nada y mucho menos para mantener relaciones con mi mujer. Juro que me sonrojo al recordarlo y si pudiera hacerlo borraría ese día de toda mi vida, pero no puedo, y recordarlo me hace tanto daño que entiendo que es el precio a pagar por mi actitud imperdonable.

Como si no fuese yo mismo, le abrí la bata y me lancé sobre los pechos que habían quedado al descubierto, ella intentó apartarme, pero no me di por enterado, y acorralada como la tenía en la esquina de la cocina, continué mi saqueo bajando por su cuerpo con mis manos y con mi boca, marcando mi territorio como un animal, como el macho herido que en aquellos momentos buscaba desesperadamente a su hembra sin otro motivo que dejar bien claro quién era el hombre.

El forcejeo no se hizo esperar, Paloma reaccionó sorprendida ante una actitud a la que no estaba acostumbrada intentando separarme mientras yo la sentaba en la mesa y me perdía entre sus piernas abiertas a pesar de que ella intentase evitarlo.

La tumbé en la mesa sujetándole los brazos, y me adentré en ella con una fuerza desbocada rematando mi faena en dos minutos. Cuando culminé mi toma de poder, me retiré de ella, que, asustada, se incorporaba dolorida y me miraba con una sombra de miedo que jamás había visto antes en su mirada.

—¿Pero a ti qué te pasa? ¡Me has hecho daño! —me dijo enfadada.

—Lo siento, lo siento de veras, no volverá a ocurrir.

Fue lo único que acerté a decir mientras me dirigía al cuarto de baño y abría el grifo de la ducha.

El agua resbalaba por mi cara, por mi cuerpo desnudo, agotado más por la presión psicológica a la que le había sometido que por el desgaste físico. Y allí, bajo la ducha, sin saber por qué, lloré como un crío, lloré de rabia, de asco, de tensión o de pena, no supe por qué.

Entonces no lo sabía, hoy, meses después, ya lo he descubierto.