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Figura 1.5

De ingeniero con gusto a diseñador industrial. Izquierda: Harold Lindsay con el Ampex Model 200A; a la derecha: Frank Walsh, gerente del departamento de diseño industrial de Ampex, con “Elmer Average”, una figura antropométrica articulada. Fuente: Biblioteca de la Universidad de Stanford. Colección Ampex, M1230, Box 53, carpeta 7439.

A medida que Ampex adquría madurez y su línea de productos se diversificaba para incluir tanto equipos de consumo como profesionales, la capacidad de Harold Lindsay se mostró insuficiente para dar servicio a la industria que había creado. En 1958, en un patrón que se convertiría en el emblema de todo el diseño de Silicon Valley, el “ingeniero con gusto” fue reemplazado por el diseñador capacitado. Con la bendición de Lindsay, Roger Wilder, uno más en la larga lista de graduados del Art Center que habían emigrado al norte de California, se convirtió en el primer diseñador industrial en unirse a la compañía y, poco tiempo después, Frank T. Walsh fue contratado para formar un equipo de diseño profesional. Cuando Walsh renunció a su puesto una década más tarde, Ampex había trasladado sus laboratorios, sus talleres y su equipo de diseño industrial de ocho personas a un extenso campus de más de quince hectáreas en Redwood City, unos kilómetros más cerca de lo que sería el centro neurálgico de Silicon Valley. Fue un movimiento acertado, al menos simbólicamente, ya que era lógico que una compañía que había aprendido a registrar el sonido y (más tarde) la imagen en cinta magnética hubiera extendido su actividad a la grabación de datos de todo tipo.

El sucesor de Walsh fue Arden Farey quien, tras verse afectado por la esclerosis múltiple, se convertiría en una figura destacada en el movimiento de diseño por la discapacidad del IDSA. Sería Darrell Staley quien presidiría el cambio de la cinta magnética al “almacenamiento digital en la era de la información visual”. (53) Staley había pasado por una serie de trabajos de apenas un año después de graduarse en el Art Center en 1959: se ocupó del diseño de superficies para refrigeradores en la división Frigidaire de General Motors en Detroit, formó parte del equipo de apoyo en tierra para la Misión Apollo en North American Rockwell en Los Ángeles, y también participó en el equipo de agricultura móvil para la Corporación FMC, una ocupación que lo llevaría finalmente a San José. Desde el día en que entró en el estudio de la planta baja en Ampex (abierto a un patio interior que mantenía el trabajo de los diseñadores a resguardo de los ojos de los curiosos), sabía que sus idas y venidas habían terminado.

Durante treinta años como gerente de diseño industrial, Staley supervisó la evolución que supuso pasar de las primeras máquinas analógicas (que tiraban de bobinas de cinta de dos pulgadas en tres cabezales) a las revolucionarias grabadoras de exploración helicoidal que envolvían la cinta alrededor de un tambor giratorio. Cada avance supuso un cambio de escala y enfrentó a los diseñadores con nuevos desafíos y oportunidades, pero nada los preparó para el día (a fines de los años ochenta) en que uno de los ingenieros entró al estudio de diseño y les dijo: “No vamos a usar nunca más cinta magnética”. Los requisitos físicos que suponían los carretes de cinta habían condicionado la práctica del diseño desde el principio, de la misma forma en que las válvulas de vacío y los tubos de rayos catódicos habían determinado la forma de la mayoría de los televisores. Con la adopción de la tecnología digital, la tarea tradicional del diseñador industrial que parecía consistir en envolver con una especie de piel un conjunto de componentes físicos, cambió por completo de la noche a la mañana.

A medida que los productos de la industria discográfica entraron en la era digital, también lo hicieron las herramientas que los diseñadores tenían a su disposición. En ninguna parte eso fue más evidente que entre los diseñadores gráficos de Ampex, responsables de todos los impresos (internos y externos) de la compañía. Este grupo se formó alrededor de 1977, cuando Douglas Tinney, que había estudiado en el California College of Arts & Crafts con leyendas de la industria como Joseph Sinel, se unió a un equipo de tres “artistas gráficos”. (54) En su mejor momento Tinney logró reunir un equipo de cuarenta y cuatro profesionales que producían materiales de marketing, informes anuales, manuales de usuario y documentación técnica. En el transcurso de sus veintidós años en Ampex, Tinney, junto con un equipo de diseñadores, fotógrafos, ilustradores e impresores, cambió las cuchillas, el pegamento y las galeradas (que llegaban en un autobús Greyhound) por los primeros ordenadores Apple Macintosh. Al final, cuando el personal de diseño había quedado reducido a la mínima expresión, se vio descargando archivos PDF y devolviendo las correcciones por correo electrónico, sin tener siquiera que desplazarse físicamente.

Esta progresiva sustitución de las herramientas no fue, por supuesto, exclusiva de Silicon Valley. Lo que era específico del sector tecnológico era la naturaleza de los productos que debían explicar, ilustrar y comercializar. Los diseñadores gráficos formados en el ambiente de las escuelas de arte tuvieron que aprender lo suficiente sobre el funcionamiento de instrumentos técnicos complejos como para poder expresar visualmente su relación con otros aparatos, ya fueran fabricados o no por Ampex. Tenían que preparar materiales promocionales mucho antes del lanzamiento de un producto, a menudo a partir de maquetas de madera, lo único con lo que podían trabajar.

A pesar de esta abundante presencia de profesionales capaces, Ampex no logró integrar el diseño en el proceso general de desarrollo de productos. Incluso en sus mejores tiempos, los diseñadores eran vistos como eslabones en una cadena estrictamente jerárquica y no como socios que pudieran sentarse en la misma mesa. Cuando estallaba el conflicto, los diseñadores tenían todas las de perder, algo de lo que se dio cuenta Jay Wilson cuando trabajaba en el dispositivo de video profesional VPR-6: “En un determinado momento me sentí tan frustrado luchando por lo que consideraba pequeños problemas de diseño que envié un memorando a la ingeniería. Les explicaba que si querían diseñar ellos el producto, me lo hicieran saber por escrito para cancelar todo lo relacionado con el diseño industrial”. (55) Al igual que Hewlett-Packard, Ampex era en esencia una empresa basada en la investigación y dirigida por la ingeniería, con una limitada comprensión del vasto abismo que se extiende entre los productos profesionales y el mercado de consumo. La cadena de mando comenzaba en lo alto de la sección de tecnología avanzada y pasaba por el departamento de ingeniería antes de llegar al estudio del primer piso donde se ordenaba a los diseñadores que lo hicieran más barato, que agregaran algunas características y lo metieran en una caja. Unos pocos ingenieros de Ampex, especialmente Harold Lindsay, apreciaban a los diseñadores, algunos los toleraban, pero la mayoría consideraba que eran innecesarios. Dominaba la típica actitud arrogante de los ingenieros: “Esto va a cambiar el mundo, así que a nadie le importa el aspecto que pueda tener”. (56)

Solo a fines de la década de los setenta, cuando Ampex comenzó a sufrir una seria competencia por primera vez en su historia, la empresa llegó a apreciar el valor del diseño como parte de la estrategia corporativa, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las presentaciones de Sony en la feria anual de la National Association of Broadcasters se hicieron cada vez más espectaculares, la moral se desplomó y sufrió el efecto centrífugo de los “cinco pequeños Ampexes” en que se había dividido la compañía unos años antes. (57) Una serie de decisiones catastróficas en la gestión erosionaron aún más su ventaja tecnológica y hoy día no queda casi nada de una compañía (antaño invencible), excepto un signo azul y blanco que saluda en silencio a lo automovilistas que se dirigen por la autopista 101, a los campus de Yahoo!, Google y Facebook.

El diseño llegó a Silicon Valley inmediatamente después de la ingeniería, sin referencias fiables, ni con una idea clara de lo que significaba “diseñar” un atenuador variable o un grabador de video de exploración helicoidal. Pero menos aún se sabía de su relevancia para el mercado de consumo. Como recordaba Steinhilber, cuando comenzó su carrera en Nueva York, “la mayor parte del trabajo tenía que ver con electrodomésticos de línea blanca. Al mudarme a Ohio, tuve que aprender el lenguaje industrial de la máquina-herramienta. Pero lo que me encontré fue una actividad en sus inicios, cuyo vocabulario estaba aún en gestación”, un lenguaje que inventaban sobre la marcha. (58) La primera generación que se dedicó a esta práctica se acercó a esa terra incógnita desde la creatividad, la intuición, el instinto y el gusto, y buscaron la motivación en cualquier lugar donde pudieran encontrarla. Como se ha comentado, Carl Clement de HP viajó al MIT a experimentar la “ingeniería creativa”. Myron Stolaroff se retiró a una cabaña en Sierra Nevada donde administró LSD a ocho ingenieros de Ampex en un esfuerzo por desbloquear su latente creatividad. Por otra parte, en el Stanford Research Institute, Douglas Engelbart se integró en el Movimiento del potencial humano e inscribió a un personal más bien reacio en toda suerte de seminarios. (59) Con cada nueva sacudida tecnológica se hacía evidente la necesidad de habilidades profesionales más especializadas, pero también, paradójicamente, era obligada una visión más amplia de la innovación en su conjunto. “Estamos creando productos que nunca antes habían existido”, recordaba Allen Inhelder a sus colegas en HP, “y tenemos que diseñarlos para que nuestros clientes sepan cómo usarlos”. Desde su puesto en Ampex, Darrell Staley señalaba que “el diseñador californiano se veía obligado a convertirse en un especie de pequeño hombre del Renacimiento, y ni siquiera lo pensaba dos veces. Era algo que estaba en el ambiente”. (60)

 

Sin embargo, fue una batalla con todos en contra. No era nada fácil que los diseñadores ganaran credibilidad entre ingenieros capacitados, bien situados y mejor pagados, para quienes incluso un simple envase era, en el mejor de los casos, un mal necesario. Más de uno terminó agotado en esa pelea constante por ser invitado a formar parte de los equipos de desarrollo al comienzo de un proyecto, y evitar así recibir al final un conjunto de componentes con el único objetivo de empaquetarlos. Para aquellos cuyo espíritu se hundía bajo el peso de la burocracia corporativa, o cuyos egos se erizaban en su condición de “sirvientes exóticos” o “cocineros de poca monta” (61) , las alternativas eran pocas y no estaban a mano. Algunos lograron ascender en la escala corporativa hasta posiciones de gestión, dejando atrás sus habilidades de diseño (o su carencia de ellas); otros se dirigieron “hacia el Este” a las consultorías de Chicago o Nueva York. Solo dos se atrevieron a explorar un tercer camino.

Dale Gruyé y Noland Vogt eran amigos desde su época de estudiantes en el Art Center School de Los Ángeles, y siguieron siéndolo como empleados de General Electric en Utica, Nueva York. En marzo de 1966, después de que Gruyé dejara su puesto en las oficinas de diseño corporativo de Hewlett-Packard y Vogt hiciera lo mismo en Ampex, se unieron a George Opperman, alquilaron una tienda anodina en el extremo sur de Palo Alto y comenzaron a buscar clientes. Los tres jóvenes diseñadores, optimistas y ambiciosos, soñaban con dar forma a un negocio que escapara del espíritu provinciano de la zona y adquiriese una clientela nacional. Aunque su oficina en San Antonio Road estaba a pocas manzanas de los antiguos Laboratorios Shockley Semiconductor (donde nació la nueva tecnología) no tenían idea de que con el lanzamiento de su sociedad GVO estaban escribiendo las primeras líneas de un nuevo capítulo en la historia de Silicon Valley, el “valle que deleita los corazones”. (62)


Figura 1.6

El valle que deleita los corazones.

2

INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO

A mediados de los años sesenta aumentó extraordinariamente el interés por algo parecido a una forma de “ergonomía” entendida como diseño del entorno de trabajo. En Michigan, la empresa Herman Miller creó un departamento cuyo objetivo era “estudiar problemas al margen de la industria del mueble y concebir soluciones para ellos”. Desde su oficina central en Connecticut, Xerox (con mucho dinero disponible gracias a su monopolio casi total en la industria de las fotocopiadoras) anunció su deseo de abrir un centro de investigación de vanguardia en Palo Alto, que tendría por objeto reflexionar sobre la “la oficina del futuro”. Y en el Stanford Research Institute en Menlo Park, Douglas Engelbart daba forma al Augmented Human Intellect Research Center, una iniciativa para investigar entornos de trabajo colaborativo que pudieran “elevar el coeficiente intelectual colectivo” de trabajadores que se encontraban desperdigados en el tiempo y el espacio. Era inevitable que estos programas llegaran a relacionarse en ese volátil entorno que impulsaba la investigación en Silicon Valley, donde el ordenador se estaba convirtiendo en un objeto de diseño, pero también en una herramienta para el diseño.

En toda la región, la abundancia de laboratorios de grandes empresas, centros de investigación privados e institutos académicos había comenzado a generar constantes avances técnicos que, cuando se tradujeron en productos, cambiaron la forma e incluso la definición del trabajo. El laboratorio de Engelbart es quizá el mejor ejemplo. En 1968, gracias a una subvención de la NASA de 80 000 dólares (y a la provechosa amistad con Robert Propst, director de investigación de la compañía Herman Miller), Engelbart se lanzó en busca de conceptos de diseño que pudieran guiarlo para equipar su laboratorio: una instalación en red que llamó oN-LineSystem (NLS). Cuando Bill English, director asociado del Stanford Research Institute, dejó su puesto para ir al Palo Alto Research Center (PARC) de Xerox, llevó consigo las claves de lo que denominaba oN-LineSystem (NLS), un concepto que contribuiría a la aparición del ordenador Xerox Alto y de su sucesor comercial, la estación de trabajo Star. Cuando la idea de un ordenador personal, incluso portátil, comenzó a extenderse a esa volátil arena formada por nuevas empresas financiadas con capital riesgo, algunos veteranos de Xerox comenzaron a buscar diseñadores que les ayudaran a transformar esas tecnologías innovadoras en productos que pudieran comercializarse. El diseño tuvo seguramente responsabilidad en dar forma al ordenador, pero fue mucho más importante el papel que desempeñaron los ordenadores en la materialización del diseño.

A medida que los informática se trasladaba de la oscura trastienda a las mesas de lo despachos (y se preparaba para entrar en los hogares), generaba productos que no podían ser concebidos únicamente por científicos e ingenieros. Los diseñadores debían cubrir ese espacio vacío entre la investigación y el desarrollo, pero en el Norte de California eran pocos y estaban alejados: en 1974, solo nueve oficinas estaban representadas en la sección de la IDSA correspondiente a la Bahía de San Francisco, y en ninguna de ellas, por razones obvias, trabajaban con ordenadores (ni habían visto uno en su vida). Entre ellas estaba la sociedad GVO (hija adoptiva de los estudios de diseño corporativo de Hewlett-Packard y Ampex) y la primera de las consultoras independientes que tendría un papel relevante en el ecosistema de innovación de Silicon Valley.

En sus primeros cinco años GVO se dedicó a perseguir a los clientes y a tratar de ir trampeando con el alquiler. Al principio, los socios tenían la esperanza de crear un negocio basado en la afinidad natural entre el diseño y la publicidad, algo ya probado en otras partes. (63) En el Valle de Santa Clara, sin embargo, donde las empresas generalmente se veían impulsadas más por las nuevas tecnologías que por la demanda del consumidor, cada una de estas actividades tendió a actuar como un lastre para la otra, y en 1971 George Opperman puso a la venta su parte del negocio. Los demás socios se refundaron a sí mismos como Gruyé-Vogt Organization, trasladaron su oficina a Tasso Street, en el centro de Palo Alto, y pusieron su atención en actividades más prosaicas como el diseño de exposiciones y ferias.

Aunque sus clientes provenían principalmente de industrias tradicionales, Gruyé y Vogt acercaron la comunidad del diseño a un territorio nuevo y desconocido. La recesión que tuvo lugar en 1970 y 1971 casi se los llevó por delante, la mayor parte de los quince empleados fueron despedidos y Vogt hipotecó su casa para mantener a flote la compañía. Pero a mediados de la década habían comenzado a reconstruir su núcleo esencial: John Gard, que había trabajado en el diseño de productos de consumo para la consultora Mel Boldt en Chicago, hizo una fría llamada a GVO que comenzó: “No me conoce, pero nos dedicamos a lo mismo”, a lo que Gruyé respondió: “¿A qué se refiere, a hacer dinero?”. No obstante, aceptó la oferta salarial de 14 000 dólares que le hacía GVO y se mudó a California en abril de 1974. A Gard le siguieron en 1975 los diseñadores industriales Elliot Blank y Steve Albert; en 1976 se uniría a ellos Mike Wise como creador de prototipos, aunque en aquellos primeros tiempos hacía un poco de todo. De vez en cuando, algún recién graduado de cualquier escuela de diseño llamaba a la puerta pidiendo trabajo y Vogt o Gruyé salían del taller cubiertos de serrín para hacerle una entrevista allí mismo.

Más importante que el crecimiento en sí, era que el modelo de negocio evolucionó para satisfacer las demandas de las industrias de Silicon Valley. En ellas primaban los condicionantes técnicos y los factores humanos eran, en el mejor de los casos, secundarios. Gruyé era dueño del edificio en Tasso Street y alquiló parte de sus oficinas a un ingeniero mecánico que pacientemente respondió a todo tipo de preguntas técnicas de los diseñadores. Vogt, que había estudiado ingeniería antes de dedicarse al diseño industrial, siempre mantuvo su vinculación con esa disciplina y, cuando su inquilino se mudó a mejores sitios, concibió la idea de añadir un departamento de ingeniería.

No era habitual entonces que diseñadores e ingenieros convivieran bajo un mismo techo, pero la naturaleza de su trabajo lo exigía. La primera oportunidad surgió con un proyecto para Cordis Corporation que llevó a GVO en 1976 a ocuparse del diseño industrial de un aparato de hemodiálisis para una empresa conjunta con Dow Chemical. En el transcurso de aquel proyecto que tuvo una duración de dos años, los ingenieros del equipo de Cordis Dow aceptaron la insistente petición de los diseñadores de combinar usabilidad (pensando en el técnico que opera el dispositivo), con una apariencia que no asustara al paciente. Los diseñadores de GVO a su vez se dieron cuenta de que un producto de ese tipo no podía abordarse ocultando su compleja tecnología en un contenedor elegante. Al final, Vogt invitó al ingeniero principal de Cordis-Dow, Robert Hall, a pasarse a GVO para dar una mayor presencia a la ingeniería en la empresa. En un primer momento, el papel de Hall no era tanto practicar la ingeniería como establecer una relación de esta disciplina con los diseñadores de GVO y con sus clientes; pero con el tiempo se convirtió en una departamento en toda regla; disponía de un laboratorio de prototipos equipado con un sistema Auto-Trol de diseño asistido por ordenador e, incluso, contaba con lo que entonces era una novedosa máquina de fax. En otros aspectos, sin embargo, los socios se adaptaron lenta y cautelosamente a las nuevas tendencias: cuando, una década más tarde, llegó la primera generación de empleados jóvenes formados en la San José State, Vogt miraba con recelo sus trabajos de clara inspiración moderna: “vuestro problema es que nunca aprendisteis a trabajar con arcilla”, les decía. (64)

La idea estratégica de GVO era afrontar los proyectos en sus primeras etapas e integrar ingeniería y diseño desde el principio. Por entonces esto era una innovación audaz, dada la dificultad de persuadir a los clientes de que los mandos de control bien situados, los envases prácticos y una narración coherente y unificada del producto, eran una inversión que valía la pena. Al dotarse de una adecuada ingeniería, GVO pretendía alcanzar una mayor capacidad para argumentar sus propuestas, y los resultados parecían confirmar lo acertado de esa arriesgada decisión. En unos pocos años, la firma había adquirido un carácter regional y contaba con una lista de clientes que incluía compañías de tecnología como Syntex, Memorex, NCR, National Semiconductor, Intel y Varian. Hizo también una incursión en una industria emergente que casi no había sido tratada por el diseño, pero que influiría decisivamente en su futuro: los ordenadores.

La empresa Osborne Computer Company, que hoy no es más que una nota a pie de página casi olvidada en los anales de Silicon Valley, estuvo a punto de dominar por un momento el mundo de los ordenadores personales. Había nacido a partir de una extraña colaboración entre Adam Osborne, un extravagante y ambicioso empresario, y Lee Felsenstein, fundador del famoso Homebrew Computing Club (y partidario como Ivan Illich de buscar “herramientas de convivencia”). Osborne fue el primero en ofrecer un microordenador portátil que cupiera debajo del asiento del avión. Los prototipos se presentaron con gran alboroto en la West Coast Computer Faire en abril de 1981, pero la carcasa de metal era tan pesada y costosa que, como era costumbre entonces (dado el papel secundario de los diseñadores) se decidió que GVO se encargara de su desarrollo. Mike Wise hizo pruebas con sistemas de vacío y presión, un experimento que Adam Osborne describió en un informe interno como “un patito feo”. Para la siguiente versión, Philip Bourgeois creó una ingeniosa carcasa moldeada por inyección que podía montarse en menos de dos minutos. En septiembre se vendieron 10 000 unidades del Osborne 1A, con sus más de doce kilos de peso, su paquete de software, su pantalla de cinco pulgadas, su teclado plegable y un asa de transporte que permitía definirlo como el primer ordenador portátil del mundo. Eran unas cifras de venta sin precedentes hasta entonces. (65)

 

La desaparición de Osborne Computer Corporation, víctima de la intensa competencia entre IBM y Commodore, y de un catastrófico error comercial por parte del propio Adam Osborne, aumentó la desconfianza de los socios de GVO hacia una industria informática que se mostraba cada vez más volátil. La siguiente pareja de “refugiados de la raza humana” que se presentó en la oficina de Vogt, vestidos con pantalones vaqueros y camisetas, llevaban una propuesta para intercambiar 1700 dólares en servicios de diseño por acciones en una compañía con el nombre de una fruta y que había sido fundada el Día de los Inocentes. “El problema”, recordaba Vogt con tristeza, “era que empresas como Apple surgían y desaparecían con demasiada frecuencia en aquellos días [...] Así que decidimos dejarlo correr”. (66)

En cualquier caso, había mucho trabajo en industrias más consolidadas, pero incluso ese trabajo estaba empezando a adquirir un carácter nuevo y específicamente regional. En aquel clima un poco pasado de revoluciones de principios de los ochenta, muchas de las empresas que cortejaba GVO expresaron su deseo de ver resultados antes de embarcarse en costosas iniciativas llenas de riesgo. Los diseñadores, por su parte, estaban cada vez más desilusionados con su papel secundario como técnicos que “ejecutan a la perfección las malas ideas de otros”. (67) Para afrontar esas frustraciones, tanto con sus clientes como con ellos mismos, GVO fue cambiando, gradual e intuitivamente, desde una organización basada en la práctica a otra fundada en la investigación. Tres proyectos, en un período de cinco o seis años, revelan la función cada vez más amplia que desempeñó la investigación en el modelo emergente de práctica profesional de la región.

El primero de ellos se realizó para Syntex, el gigante farmacéutico con sede en Palo Alto, que había entrado con gran éxito en el campo de la sanidad animal en la década anterior, gracias a sus hormonas bovinas naturales y sus medicamentos antiparasitarios. Su aportación científica era innovadora, pero el sistema de administración resultaba primitivo: alimentaban a los animales a la fuerza, lo que no hacía ninguna gracia ni a las vacas ni a los ganaderos. Los científicos de Syntex querían ver la posibilidad de inyectar la fórmula patentada en la panza de los rumiantes, donde residen los parásitos, pero no tenían ni idea de cómo hacerlo. En 1982 recurrieron a GVO para obtener ayuda.

Hay algo de ironía en el hecho de que el inyector para rumiantes (un proyecto que hizo que varios diseñadores industriales de GVO hubieran preferido trabajar en productos convencionales para Loewy, Dreyfuss o Teague) fuera reconocido por la IDSA como uno de los “diseños de la década”. (68) Este reconocimiento se debió en parte a la investigación sin precedentes que precedió al verdadero trabajo de diseño. El propio Noland Vogt dirigió un equipo que se desplazó a las granjas para entrevistar a veterinarios, ganaderos y trabajadores. Esa investigación los llevó a alimentar ganado en California, Australia y Colorado, donde los lugareños les agasajaron con delicias regionales como las “ostras” de las Montañas Rocosas. Tuvieron que resignarse al hecho de que, mientras sus homólogos en la industria de bienes de consumo se habían convertido en expertos en factores humanos, ellos se habían vuelto expertos en factores bovinos. Pero finalmente desarrollaron un inyector muy automatizado que logró una precisión del 100 % (y ningún desperdicio) que requería solo diez minutos de formación. Aquel dispositivo obtendría el elogio del cliente y un amplio reconocimiento de la comunidad de diseño profesional.

Unos años más tarde, un fabricante de sistemas de control para edificios industriales se acercó a GVO en busca de ayuda. Tras haber sido absorbida por un competidor más grande, Controls International necesitaba ayuda para reducir el coste de un maletín de chapa metálica de 1000 dólares que contenía interruptores y circuitos que administraban un edificio y se ocupaban del uso de la energía, la iluminación, la seguridad y la lucha contra incendios. GVO respondió con otro maletín de 30 000 dólares. La historia, huelga decirlo, es más complicada de lo que parece.

En los primeros años de la asociación entre Gruyé y Vogt, este tipo de proyectos (es decir, la acción comercial de un taller de diseño industrial) se habría tratado como un problema de forma y fabricación. Sin embargo, desde una perspectiva basada en la investigación, las dimensiones físicas de un envase no eran más que la expresión visible de un problema mayor que debía entenderse de manera sistémica. En consecuencia, GVO reunió un equipo que incluía no solo a sus propios diseñadores industriales, sino también a ejecutivos, ingenieros de software, técnicos y personal de ventas de la Johnson Controls International, y los puso a realizar lo que hoy se podría llamar un análisis exhaustivo del ciclo de vida de los productos. Llevaron a cabo análisis de las herramientas y de los procesos de fabricación; viajaron en camiones con los encargados de entregar, instalar y reparar las instalaciones; reunieron datos cualitativos; tomaron fotografías y fueron testigos de innumerables anécdotas. Con todo aquello sumergieron a los miembros de la Johnson Controls International del equipo, por primera vez, en el mundo de sus clientes.

El principal ingeniero de diseño de GVO renunció a mitad del proyecto porque no podía hacer frente a esa metodología abierta y a la necesidad de convencer al cliente. Para proteger esta iniciativa de esos anticuerpos que las organizaciones desarrollan con el fin de acabar con cualquier idea nueva, creó lo que en realidad era una compañía ficticia dentro de la Johnson Controls International que operaba bajo el radar corporativo. El equipo hizo miles de kilómetros en avión, en aquellos tiempos anteriores al correo electrónico, trayendo y llevando ordenadores entre California y la sede de la compañía en Milwaukee.

La idea clave de este ejercicio pionero en la protoetnografía fue que el producto final, el envase, era un componente menor en un sistema mucho más grande plagado de ineficiencias. En concreto, los costes de mano de obra derivados de la instalación y el mantenimiento de la caja de control, y la coordinación de los numerosos operarios necesarios para su mantenimiento, superaban el coste del producto en sí. La solución fue una familia de paneles a presión, modulares y escalables, diseñados en los estudios de GVO en Palo Alto y fabricados bajo sus auspicios. (69) Tuvo tal éxito que la Johnson Controls International rentabilizó la inversión inicial con el ahorro de cientos de miles de dólares durante la vida útil de la instalación.

Un tercer proyecto para Canon cerraría el círculo. Tras ver que el elevado índice de ventas de sus impresoras en color contrastaba con el escaso éxito de sus productos para uso doméstico, en 1992 el fabricante japonés contrató a GVO para averiguar por qué había tanta resistencia a la impresión casera. Un proceso de diseño industrial convencional podría haber comenzado analizando el producto, evaluándolo frente a sus competidores y explorando materiales alternativos, acabados y métodos de fabricación diferentes; el resultado final probablemente habría sido un modelo mejorado, rediseñado, con otro nombre y maquillado con algunas características que lo “hicieran parecer nuevo”. El producto final de GVO, en claro contraste con las normas vigentes en la industria tecnológica, no fue un artefacto sino un documento. Un estudio etnográfico a partir de treinta familias seleccionadas reveló que mientras los oficinistas deciden “imprimir” algo al final de un trabajo, en el hogar es más probable que las personas necesiten ese material impreso al inicio de un proyecto familiar: álbumes fotográficos, dibujos para niños, planificación de las vacaciones, etc. En un informe titulado “Un estudio de la impresión en el hogar”, GVO recomendaba que Canon dejara de ver la impresora doméstica como un dispositivo de oficina bajo un techo diferente, para pensar en un electrodoméstico por derecho propio, con su software específico. Lo que el cliente necesitaba, en otras palabras, no era una buena respuesta sino una buena pregunta.