Ergo

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Petrificado ante la escena no supe reaccionar, clavado, los pies sujetos al suelo, el cemento me recubría las pantorrillas. «No la dejes escapar», me vociferaron a lo lejos. Me pareció más cercano Dusambé aquel atardecer que el puzle encuadrado que se desmigaja por la rotura del cristal que soportaba la conjunción de las piezas, la imagen mostraba su andar sin dejar de otearme, como si esperara mi acto. No supe hasta un par de horas después que para ella había acabado y ahora el que poseía la más increíble de las prisas apuraba más pronto que nunca romper la costra de hormigón que me ataba al lugar, debía recomponer el rompecabezas. Las fichas despedazadas, algunas se las llevaba el viento, otras mojadas por la lluvia de días posteriores, pisoteadas por el complemento circunstancial de modo. Tardíamente…

No fue conciliador el sueño, a la mañana siguiente ocurrió, desapareció quien menos deseaba, la tarde anterior el sentimiento no fue tal cual descrito, lo he reconstruido con la agudeza y la experiencia del después, la llamada se acogió al limbo y resonó su «lo siento, pero sentí alivio cuando me fui […] me has dado más de lo que necesitaba». El presidente del Gobierno decretó el «estado de alarma» y comenzó el suplicio. Bienvenido, le esperaba, amable en su regocijo, cadena perpetua. La mía.

¿Tan difícil es comprender al otro? La pena te arrastra al vacío, te agarra, te empuja, diminutos seres hechos personas ablandan tus oídos, la nostalgia te persuade, la melancolía hiere lo que no ve, su intención no es lo inmaterial ni lo físico, no tienes nada y es el tener quien forma al ser, no eres nadie, la música no allana, inquieta y perturba, seguirá sonando en nuestras cabezas aunque nos quitemos los auriculares, la vida no es ese gesto, a veces los llevamos puestos sin ellos, y no, no me refiero a un tatareo, me refiero a la melodía personalizada. Sé que en la ridiculez de miles de caminares, alguno interprete o busque la burla a través de los pasos, pero todos llevamos nuestra banda sonora, sin notas musicales a interpretar, lo que lo hace más complejo, la necesidad de los melómanos de vivir y sentir a través de ella que atormenta a los solitarios que piensan a través de paredes blancas, pero la música existe sin su interpretación, la élite se desgarra ante este hecho, las personas la sienten y de ello va la vida, de tocar la puerta de tu compañero de piso, abrirla y pegarle un tiro en la nuca sin «venir a cuento», las cosas pasan por los entresijos de las conexiones neuronales o por las decisiones impropias de lo propiamente desconocido, creemos que nos conocemos, lo que somos, ante eso lo que tenemos es ridículo pero si tal vez una milésima parte pensara que nunca sabremos lo que haremos, si la decisión que tomaremos nos llevará o no a la inquietud, a la incertidumbre del yo futurible. De esta agua no beberé, cuentan. Pero quienes han bebido lo dictaminan como sabios perfumados de una colonia intensa, que tal vez unos pocos reconocen disimilitudes en la fragancia, pero la mayoría huele a alcohol destilado, eso es la vida, hacer suyo una loción no significa que a todos les sienta igual la misma, aunque todos intenten adaptarse a ella, el producto es quien lo elige, como ciertas varitas mágicas (perdónenme la referencia a quien les moleste). Lo dulce y lo salado conjugan siempre, aunque intentemos descartar al uno del otro en los platos, el sabor realiza inmersiones a través del gusto, pero ¿se forma o se aprende?, discusiones varias conocidas por algunos colegas de élites perfumadas tras el eau de toilette, que quizás fuera de ese contexto no entiendan, pero sí que huele y sabe. A los sentimientos les sucede lo mismo, el jazz, el rock y el reggaetón comparten acordes, quieran o no. Cuatro notas, pero qué cuatro.

Alea iacta est, históricamente las locuciones latinas tuvieron importantes dosis de locuacidad y reputación en la literatura, amplio consenso en su utilización implica ganancias atractivas en la atención para con el público, el polémico «código elaborado» apto para unos pocos, inalcanzable para otros. La decisión no sería errónea, principalmente porque era la tomada subjetivamente. Iría a la oficina, pesara a quien le pesase. Quiso el destino, caprichosamente, que se me quedara cara de tonto; el jefe del departamento allí me recibió con los brazos abiertos a la aprobación de no sentirse estúpido, ni solitario el primer lunes de cuarentena. Estimé la presencia de unas veinte personas en las tres oficinas: parte del equipo de soporte, recepcionistas, dos o tres despistados, alguna administrativa, los receptores del odio a la tecnología, el director de recursos humanos, su principal función que nada se le escapara de sus palmas (la rima me disgustaba) y los dos anteriores susodichos.

Me convertí en el llanero, el huidizo, el esquivo, protagonicé la inefabilidad del relato, no me importaba lo más mínimo. «Ya se cansará. En menos de lo que canta un periquete…», solían representar sus gestos ante mi presencia, «no comparto que sigas viniendo ante esta situación, pero tú sabrás», indicaron con reprobación. Y a la segunda semana, el escándalo, «¿vas a seguir viniendo?, ¿de verdad? Tú estás loco» me acusaron, solía responder ante tal hecho con la enésima sandez que parpadease en mi mente: «En un mundo de locos, el más loco, es el más cuerdo». Sonreía por dentro, mi compañía, no me lo esperaba, asintió, dieciséis días después no estaba solo. Pero eso será para más adelante.

Los primeros días en la desértica oficina, aunque ya han pasado bastantes y no lo recuerdo exactamente, discurrían sin mayor motivación que descubrir el mañana, algo nuevo surgía, más curva, peores datos, negligencias por allá, el torpe Gobierno por acá, los públicos exasperaban, cierre de puertas, ventanas, bajada de estores, escondámonos del presente, esperemos por el futuro, ya vendrá.

¿Qué vendrá?, ¿qué vendrá?

Yo escribo mi camino

Sin pensar, sin pensar

Dónde acabará.

Ni el dónde, ni el cómo. Escondidos, sujetos no sujetados, implorarán el paso de las tinieblas sin que les arrastre a la realidad, sin poder narrar su terna, sin pensar el acabose. El paciente será el vencedor de la inefable guerra en el que quien dispara demuestra su ignorancia. Mientras tanto, las huestes del reino cabalgaban atrapados bajo los barrotes de su balcón, de las ventanas, de las puertas, su único acto, el aplauso, frágiles. El ácido lisérgico les postergaba a las fases de la abstinencia, ¿del cabreo a la incredulidad, del enfado a la resignación?, fuesen los primeros días, se vanagloriaban de servir a la patria, se trataba de recordarles a ellos, a los héroes, que no estaban solos. Con el paso del tiempo, creyeron incluir al resto de sectores, solo duró un suspiro, porque la llegada del sentimiento grupal provocó la amnesia hacia el pasado, aplaudir por «ser parte de», conformar un espíritu nacional, que se desmigajaría a los treinta días. Los residuos, allí quedarán, mostrando la realidad superflua del estiércol, de la hipocresía, de la mugre, su función tupir el desagüe, taponar con el peor de los hedores, ahogar la falsa apariencia. No era fantasía.

De la fantasía a la ficción, la ciencia acaparaba portadas y ratos en informativos, páginas, sintonías, muros virtuales y en las calles, un comité de científicos que se «cientifican» en pro de la religión de la ciencia, acuerdan por unanimidad que el aislamiento total, el confinamiento localizado y nacional, es la solución para detener una pandemia global, curiosa apreciación el no saber distinguir entre epidemia y pandemia los mismos a los que apelan globalidad en lo local. ¿Ironía del futuro en su pasado? Demostraron no haber estudiado las diferencias entre confinamiento y hacinamiento, algunos no estaban, y ahora más, muy lejos de vivir en las segundas condiciones, supongo que leyeron mucho a Josef Mengele (el ángel de la muerte) y pocos a quienes narraron sus vidas en los campos de concentración. Sin embargo, la cuna de la ciencia aupó hasta los albores del Olimpo a aquellos seres de bata, agrupados bajo el conglomerado denominado por «sanitarios», surgiendo así, supuestamente en forma de agradecimiento, un fenómeno social acuñado como «el aplauso de las ocho» (una hora menos en las Islas Afortunadas). Se extendió como la pólvora. El primer día de la proclamación del «estado de alarma», surgieron palmas disonantes entre las veinte horas, las veintiuna y las veintidós horas, quizá no lo recuerden, no había consenso, al menos en los primeros días. Las interpretaciones individuales variaban, los desorbitados aplausos, múltiples bocinas, pitos y otros enseres utilizados por aficiones deportivas, los que cacerola en mano, cacharros, sartenes, agolpaban una y otra vez tras la noche más oscura, resonaban patios de luz, ecos de la urbanidad, silencios rurales, e increíble aunque lo parezca, por vez única, las olas ondularon en sentido contrario hacia el mar, el sentimiento unitario de todo un país, la fortaleza de los jardines, de las terrazas, los balcones, las puertas de la calle, las ventanas, los interiores, los aislados. Con ahínco, con garra, en favor de los sanitarios del país que se dejaban la piel, que tenían ese minutito de gloria y se reunían a las afueras de los hospitales para agradecer al público lo que ellos no pudieron evitar las privatizaciones, eso sí, siempre guardando la distancia mínima (dato a interpretación popular, a veces un metro, otras un metro y medio, quizás se llegara alguna vez al kilómetro). Las caravanas de los vehículos de los cuerpos de seguridad y emergencias trotaban desbocados calle abajo, cuesta arriba, da igual el lugar de destino, la casa de una niña al que felicitar por su cumpleaños o a mostrar respeto ante el Hospital Jiménez Díaz, ¿de verdad? Sí, sí, querido lector, nunca a las ocho horas de la noche, hubo emergencia alguna, qué mejor que derrochar el gasto público con semejante aplauso a lo desconocido. Se vanagloriaban de ello, manifestaban, «aquí estamos y no dejaremos salir a nadie, multaremos si hace falta», el estado policía tomó forma, y desde sus respectivas casas los ciudadanos conformes, asentían, gritaban «Viva España» y demás proclamas nacionalistas, les vitoreaban por haberlos encerrado, era nuestro «mundo feliz».

 

A medida que traspasaron las fronteras del tiempo, todo aquello se derrumbó, al principio era honor, no duró ni cuatro días, el miedo truncó sus sueños, elogiaban por si la policía de los balcones diese parte a las autoridades, dichoso vocablo «auctoritas», y a la misma vez otras tantas por sentirse en armonía con el conjunto. Las últimas ocasiones, el aburrimiento acortaba el «aplauso más largo del mundo», el tedio se imponía, la lluvia obtuvo su recompensa y los acalló, día treinta y tres, día treinta y cuatro, se escuchaba a los gatos maullar, la hegemonía discurrió a las veintiuna horas, las protestas aumentaron en consonancia con la represión, la señora del piso diecisiete, aquella que consolaba sus instintos de rebeldía, la solitaria mujer, que protestaba a las veintiuna horas a las primeras semanas, ganaba su terreno, estuvo sola y ya le hacían compañía. Dichosa persistencia.

Deambulo, de la habitación al escritorio de la oficina, de ella a vueltas con el tormento. Ella resurge frecuentemente, como si de un holograma se tratara, se presenta sonriéndome sentada en la mesa, colgando las piernas y alternando el movimiento de estas hacia adelante y hacia detrás, me abraza por la espalda cuando me miro en el espejo por las mañanas antes de marcharme y me susurra lo que deseo escuchar en ese preciso instante, antes de cerrar la puerta me recuerda no olvidar nada, y pasea de la mano junto a mí por las gélidas aceras del todavía invierno, más frías, la falta de calor humano, de la contaminación, palomas y más palomas revolotean entre la selva urbana. Me inmiscuí en ella. Una y otra vez, resuena en los altavoces (con una excelente interpretación nasal) «Se recomienda tomar el ascensor una sola persona, prioritario para aquellas con movilidad reducida», esto me recordaba al día de la disputa entre una mujer de unos treinta y pocos años, contra otra, rondando la cincuentena, por quién merecía ocupar el espacio público de un ascensor en la estación de metro, en base a la idea de la obligatoriedad versus prioridad en la cuestión del acceso a personas con movilidad reducida o sin ella, debo reconocer que si hubiese dado un paso hacia atrás hubiesen cabido las dos, aunque ninguna lo mereciera.

Tras los siete días del comienzo, continuaba en mis paseos matutinos, el vacío de las aceras, de los vagones en el metro, se contrarrestaba con el hombre que pedía limosna o los tres ciudadanos que montaron su campamento urbano en dos de los bancos a uno de los lados de la parroquia de la Santísima Trinidad, allí donde Cáritas había decidido dejar de repartir comida en la situación actual, y precisamente en el mismo punto en el que una mujer con un pañuelo en la cabeza de cuyos orígenes étnicos me importaban lo más mínimo, que es una persona igual que quien escribe, solicitaba, rogaba día sí y día también, debajo de la lluvia, sin paraguas siquiera, las prisas de los trajes y las corbatas en la cotidianidad que permitiese su subsistencia, quizás esperaría por Cáritas, solamente un quizás. El papel informativo en español, servía de un número de teléfono al que llamar desde las cabinas gratuitas depositadas en medio de la resplandeciente ciudad, porque si pedía dinero, principalmente se debía al pago de la cuota de su línea telefónica. Moriría pronto. A todo esto, la misión salvadora del ejército nunca llegó a ese lugar, tampoco a otros por donde tuve el placer de pasear, no importó lo más mínimo, víctimas aledañas al problema, renombraron.

Continué mi paso, hasta el edificio de cristaleras y subí por el ascensor, a la cuarta planta me dirigía, casi sufro un percance, la puerta automática no abrió, manualmente se decidió el paso a un grupo de elegidos al que, por mi condición novel e irrelevante, se me relegó al teletrabajo. No iba a rendirme, era mi defecto. Miré hacia la derecha, las luces encendidas, presupuse la asistencia de algún trabajador del mantenimiento activo de los dispositivos por control remoto, y hacia la izquierda, estaba allí una mujer, de mirada penetrante, la conocía de vista, me había encontrado con ella la semana anterior, pero sin entablar conversación. No me hizo mucho caso. Subí a recepción, al menos para encontrar una explicación del motivo. Un guardia de seguridad activó el mecanismo, las puertas se separaron, Candela me atendió apresuradamente. Presentaciones acordes permitieron evocar a quien nunca tuve la posibilidad de tratar, a una de esas personas que crees conocer previamente a ello. Juan dispuso un respetuoso saludo y le correspondí en el trato.

Se convertiría en la compañía de mi cuarentena, pero no lo sabía, incluso al verlo el presentimiento fue negativo, tener que soportar la levedad de un ser desconocido al que pedir permiso para subir a la cocina, salir y entrar, me pareció farragoso y molesto. Encontré otros cauces alegales, consideré la puerta de emergencia como una provocación hacia mi persona, a hurtadillas bajaría a la planta inferior y satisfacer a la desapacible acerbidad del apetito a la exquisitez presente en la máquina expendedora de la chocolatina de turno, una relación de amor odio con ella, lo que me dio me lo quitó y viceversa.

No fue la única alegría semanal, a la presencia de Juan, se sumaron a media tarde, tres personas, al que uno ya intuyó días atrás pero que no hubo compartido momentos, no fue por falta de ganas como ya había hecho con dos de sus compañeras en la semana anterior, a las que recuerdo y quisiera recuperar el trato con ellas, una mujer dominicana muy simpática y alegre, sensata, y otra reivindicativa, muy guapa, rebelde, trabajaba después de muchos años sin hacerlo. Les perdí, desgraciadamente, pero corrieron a mi suerte, Ritha, Ana y Loli. Nunca disfruté tanto de la compañía de tres personas desconocidas, cada una de ellas era increíble, con sus ocurrencias, sus ideas, sus cotidianidades, sus reacciones, sus actitudes, me maravillaron y aquí lo escribo. Si una era calmada, tranquila, sosegada, otra inducía un seísmo en el lugar y no establecía epicentro, no paraba, corría de allí para acá, quería hacerlo todo y no podía, era divertido verla. Se complementaban.

Las «chicas», así decidí llamarlas, diferían en orígenes, mientras dos de ellas eran madrileñas, Ritha procedía de una ciudad de las medianías del «Piruw», zona bastante fría le entendí, no quiso concretar más. Ella era una mujer joven, solamente un par de años más que un servidor, madre de dos hijos que curiosamente comparten nombre. Sigo recordando esa escena con gracia, el niño ansiado de una hermana, le pide que le pusiera su mismo nombre, la madre accedió, eso sí, con nombre compuesto, aún más el chiste surge cuando me enteré que Ritha la llama por el nombre del hermano mientras que el niño se decantó por el segundo. Cosas de familia. El último viernes que compartimos oficina se mostraba preocupada; al parecer, el marido había cedido sus puntos del carné de conducir para «pagar» una multa de tráfico, no sabía dónde corroborar dicha información, le mostré algunos procedimientos plausibles. Eso sí, no perdía la sonrisa, su «gran» amigo, como ella le llamaba, le iría a recoger en coche esa tarde, más le valía.

No tengo ningún inconveniente en reconocer, que estuve dos horas, mientras limpiaban los pelos del interior de las ruedas, charlando, como si fuera para mí una fiesta, me mostraba a gusto. Eran mis amigas en el océano de la soledad. Miedo sí que debió pasar ella, Loli, con secuencias psicológicas después de un matrimonio aterrador, más de treinta y cinco años, pagando su condena limpiando, como tantas otras mujeres a sueldos de sus maridos, manos desgarradoras las de ellas, desgastadas, sin protecciones para los fuertes olores, los productos y las condiciones del lugar, cada seis meses debía cambiar de residencia, y más aún, terminar el pago de una hipoteca. Tan solo rondaba los cincuenta años, «ya no tengo edad para una relación», ojos de cordero degollado tras sus gafas respondían.

Y sin duda alguna, quien llamó más mi atención era la muchacha, la más jovencita, sobre los treinta añitos, directa, con carácter, luchadora, si descuidabas te arrollaba con poco tacto, no lo necesitaba, aguántale la escoba que ella limpia con sus manos y pies si hiciera falta. La gran profesional que vendía sus bronquios al dinero, poseía una grave dolencia pulmonar, el mínimo esfuerzo le provocaba una tos crónica, su sobrepeso y la adicción al tabaco, la ponían contra las cuerdas. No le faltaba voluntad y si fuera así, recordaba a sus sobrinas y se le pasaba el enfado, era una niña más.

Las «chicas» trabajaban para un grupo empresarial que surgió a raíz de una de las grandes fundaciones del país, sin ánimo de lucro en sus comienzos, pero al que la acumulación de capital transformó en objetivos. Probablemente, los lectores sepan perfectamente a quién me refiero, si no es así, recuerden la noche de Reyes Magos y esa ilusión que albergaban de pequeños. Un modelo empresarial para generar empleo de calidad para personas con «discapacidad» o eso se recita en su página web, a ello me remito. Las tres contaban con un contrato por horas, a tantas trabajadas cierto dinero ingresaban, a menor cantidad horaria, inferior ingreso en sus nóminas, a merced de la temporalidad. Pan bendito. A la declaración del «estado de alarma», duraron dos semanas en la empresa limpiando, las dejaron en casa sin horas y con un contrato y luego el ERTE, ¿quién las salvaguardará de las responsabilidades estatales? No importa, la superioridad política, social y económica de sus coetáneos para con ellas las salvará de los problemas financieros, las tres acarreaban con deudas, no muy cuantiosas, pero con pagos a los que no hacer frente en tal situación. A pocos les interesó, siguieron en sus balcones, aplaudían.

En mi última tarde con ellas, el viernes, apareció en escena Marigely, trabajaba en una planta más abajo y acudió al rescate. Las cuatro depararon de la vida allí mismo, insólito y atento, las observaba con sus curiosidades y sus anécdotas, se enfadaban, se interferían entre unas y otras, ya saben que la limpieza alberga subjetividades y disputas sobre los procederes. Si fuese por Ana, con sus propias uñas levantaría la porquería losa a losa, mientras Marigely le reprochaba la actitud, la desgana y la apatía sufragaba su esfuerzo, pasaba la fregona por encima de las patas de las sillas, reprochaba a grandes rasgos el comportamiento de la coordinadora, en sus propias palabras «se cree que está por encima de las demás y hace lo mismo que el resto», por eso las limpiadoras duraban poco tiempo, «las echaban a la mínima», ninguna de las chicas llevaba tan siquiera tres meses allí. Empleados de primera, segunda y tercera categoría, luego las recepcionistas, los guardias de seguridad y, siempre, las últimas, quienes limpian. Por evitar ser grosero, las tapas del váter, el recipiente en el que depositar el papel higiénico y los manillares de las puertas en el que depositan los flujos internos corporales el resto, los maquillan ellas.

En la discusión acalorada, Marigely recriminaba a diestro y siniestro las prácticas y las actitudes de la plantilla categórica, no les saludaban, se les faltaba el respeto, las miradas con desidia y si en todo caso alguno decidiera entender de mollera que la bata azul correspondía a un ser que la cargaba sobre sus hombros, se sentían reconfortadas con tan nimio acto, y ni mucho menos se les agradecía su labor. Ni siquiera podían almorzar en las mesas de la cocina de la propia empresa, no vaya a ser que contagien de lumpemproletariado a sus altezas. El clasismo existió durante un tiempo, aún sobrevive. Volví a mi sustento y las escuché, sobre todo predominaba Marigely, enfadada y molesta por lo que había escuchado:

—Marigely: ¿Se pueden creer qué me dijo?… «Hacer el amor todos los días para quitarte el coronavirus» —e insistía con sorna y enfado—, «hay que juntarse, juntaditos hay que hacerlo». —Indignada por lo que oyó decir a una compañera de trabajo.

—Ritha: No hay palabras mal dichas sino mal interpretadas.

—Loli: Lo que pasó de lo mío es que cómo me casé con una persona machista...

—Ritha: Todos los hombres son machistas.

—¿Cómo? —se preguntaban las demás sorprendidas.

—Ritha: Todos los hombres son machistas, en cierto sentido.

—Marigely: Todos no son machistas —dirigiéndose a Loli—, te ha tocado el peor del mundo.

 

Arremetieron contra un servidor, después de dos horas de cháchara cayeron en la cuenta de que estaba ahí con ellas, mencionaron que probablemente estuviera escandalizado con sus conversaciones.

—Yo aprendo, yo aprendo —afirmé, atento.

—Ritha: Tú escuchas.

—¿Cuántos años estuviste casada con él, Loli? —Intentaba esquivar la atención y descubrir más sobre ellas.

—Loli: Hasta hace dos años.

—Fueron entonces treinta y siete años. Son bastantes… bastantes (intenté calcular en mi piel, cuál sería esa cifra).

—Loli: Toda una vida. Toda una vida… —Se detuvo el silencio—. Fui yo la que di el paso con ese señor.

—Ana (en tono de broma): Él dio el paso para pedirte el matrimonio y tú el divorcio.

Entre crudas verdades, risas. Por aquello que en toda boda aparece una lágrima y en todo entierro chistes y bromas, a veces no hace falta recordar esos eventos cotidianos, nadie muere por amor.

—Al final salió ganando ella —me atreví.

—Marigely: ¡Salió perdiendo!

—¿Ella?

—Marigely: Ella tiene que vivir seis meses en una casa y seis meses en otra.

—Ritha: Ahora tiene su tiempo libre, para ella.

—Marigely: ¡A ver si es verdad!

—Loli: Yo, como los reyes, hija. No me molesta nadie, me levanto cuando quiero, entre comillas, de lunes a viernes cuando me toca venir a trabajar… Pero los sábados me levanto cuando quiero. No tengo que estar esperando a que salgan del cuarto de baño para yo poder entrar.

Marigely se ríe, me da la sensación de que esa rutina le evocará a alguna situación en casa.

—Ritha: No tienes que hacerle la comida.

—Loli (asiente en la intervención de Ritha): No tengo que hacerle la comida a nadie.

—Marigely: Yo me caso con un hombre y me tiene que hacer la comida, la de él y la mía. Muy machista, ¿cómo le vas a hacer tú la comida a alguien?

—Loli: Ya que la hago para mí, la hago para él, ¿no? —intentaba justificarse.

—Marigely: Que la haga el otro. Mientras que él está viendo la tele yo estoy en la cocina. ¡Mierda!

—Ana: Pero, chica, ¿qué haces aquí? —en tono picajoso—. Tú tendrías que estar trabajando ya. ¿Qué hora es?

—Ritha: ¡Qué fuerte, chicas! Lo están asustando. —Se refiere a mi persona—. A este paso no se va a casar. Hombre, chicas, por favor.

—Marigely: ¡A saber si tiene novia!, si no tiene novia, tampoco…

—Ritha: Ni siquiera novia va a tener como les estáis, les estáis hablando pestes, pensará «¿para qué?, ¿para qué me voy a complicar la vida?».

—Ana: Yo estaba pensando, qué pasa contigo (reiteraba en su insistencia a la presencia allí de Marigely). No, que es una broma.

—Loli: Encima que te viene a ver, Ana.

—Ana: No, y lo agradezco, lo agradezco, pero, pero que se ponga con las sillas como nosotras.

—Marigely: Ya he terminado, he acabado rápido con las sillas.

—Ritha: Tú debiste ser psicólogo, ¿eh?

—¿Yo?

—Ana: Tienes pinta de psicólogo, ¡es verdad!

—Marigely: Te van a cobrar los psicólogos, te van a cobrar un montón los psicólogos, ahora.

—Ritha: ¿Por qué?

—Ana: Por lo de la crisis esta.

—Marigely: De la crisis…

—Ana: Del virus y la crisis mundial que va a haber económica.

—Ritha: ¿Y qué tienen que ver los psicólogos?

—Ana: Mucho. Pues un psicólogo te ayuda a ver el lado… No, no, no, espera, espera, espérate. —Se sostiene ante una intervención—. No solo el lado positivo, tener, el, el entender el lado intermedio de las cosas, es decir, la empatía. Sí, lo que no puedes hacer es «o blanco o negro», no, debes tener un punto intermedio, el gris. Quiero decir, que el psicólogo te ayuda a mirar las cosas de otra manera. Es verdad.

—Marigely: Van a cobrar los psicólogos un montón.

—Ana: Que no todo es blanco y negro, pero… lo que pasa es que no estamos preparados para una pandemia, tía, que no, que es lo que ha pasado.

—Marigely: Lo que nunca había pasado.

—Ana: Nunca ha pasado.

—Marigely: No aquí, en España.

—Ana: ¡Ah! Sí, la peste.

—Marigely: La peste, pero la peste te puede matar tranquilamente, pero nunca había pasado algo tan grande, así.

Se enmaraña la conversación y la reverberación es la única que se impone en sus opiniones.

—Marigely: Ana podría ser psicóloga.

—Ana: No.

—Marigely: Tú sí.

—Ana: No, lo que pasa es que igual he ido muchas veces al psicólogo.

—Marigely: Claro, pero tienes pinta de ser psicóloga. Tú, sí. Lo que como no te lo has planteado, pues…

—Ana: No, lo que pasa es que me muevo mucho, y he luchado muchos años. He trabajado muchos años…

La risa es generalizada y completamos la oración entre los allí presentes, «… he trabajado muchos años de psicóloga». En ese instante, aparece Juan y nos observa, me mira y me responde con un gesto de ternura hacia las chicas, le correspondo. Y se va. Sigue en su lucha contra el aburrimiento, preso de las «rondas».

—Ritha (insiste en la broma): «He escuchado muchos años, escuchando los problemas de mis amigas».

—Ana: Hacía como él —de nuevo me interpelaba— que se callaba y no decía ni «mu», se callaba y se quedaba escuchando la conversación de los demás.

—Ritha: Y aprendiste…

—Ana: Claro, es que hay que ser observador en esta vida.

—Marigely: Eso es bueno…

—Ritha: Así que crees todo lo que te están diciendo estas chicas. —Me mira.

—Incluso lo estoy apuntando ahora mismo —afirmo.

—Ritha: ¡Chicas, le están dando un máster! Este chico va a buscar una mujer perfecta.

Sueltan sus carcajadas.

—Marigely: Él no tiene que buscar nada, él tiene que encontrar a la suya.

—Ritha: Claro, por eso, pero él va a seguir sus consejos y con las cosas que dicen, él ya va a buscar una chica perfecta.

—Lo que pasa es que, si voy a buscar la chica perfecta, me voy a equivocar, porque no existe. —No era una reflexión sesuda por mi parte.

—Marigely: ¡Exactamente! Ahí le has dado.

—Ritha: Sí existe.

—Ana y Marigely (en conjunto): No existe.

—Ritha: ¡Sí, existe!

—Ana y Marigely (a la vez de nuevo): ¡Que no existe!

—Marigely y Ritha (se intercambian los papeles): Sí existe, la chica perfecta aquí soy yo —en tono de cachondeo, coinciden al unísono.

Las risas y las carcajadas inundaban, otra vez, la oficina.

—Ritha: Yo, soy perfecta.

—Marigely: Perfecta, sí… (incrédula y con socarronería).

—Ana: Ni siquiera el ser más inteligente es perfecto.

—Marigely: El único perfecto aquí, es dios. En la vida.

—Ritha: Seguro, él —me señala— es ateo.

—¿Yo, ateo?

—Ritha: ¿Eres cristiano?

—No.

—Ana: ¿Agnóstico?

—Tampoco.

—Ritha: ¡Ateo!

La discusión se entornó sobre las diferencias entre agnosticismo y ateísmo. Escuchaba sin manifestarme al respecto.

—Marigely: Los evangélicos no creen en dios, ellos creen en la virgen…

—Ana: Pero ¿tú eres evangelista? ¿O algo de eso? —me preguntaba.

—Marigely (en tono salomónico, salvaguardándome): Dejémoslo ahí, es muy rollo de explicar, eso.

—Va a ser muy largo, tenemos mucho tiempo por delante. —Me equivocaba, una vez más, en la medición del tempo.

—Ana: Lo que dure la pandemia.

—Ritha: ¿Lo qué?

—Dice Ana, que lo que dure la pandemia.

—Ritha: ¡Qué exagerado!

—Marigely: Que sí, que sí, es muy rollo explicar eso.

—Ritha: ¿Por qué es muy rollo, Ana, digo Marigely?

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