Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi

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Aus der Reihe: Novelistas Imprescindibles #44
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–¡Oh! –gimió Vronsky, llevándose las manos a la cabeza–. ¡Oh! ¿Qué he hecho? –gritó–. ¡He perdido la carrera! ¡Y por mi culpa, por mi vergonzosa a imperdonable culpa! ¡Y he perdido mi yegua, mi pobre y querida « Fru–Fru» ! ¿Qué he hecho?

La gente, el médico, su ayudante, los oficiales del regimiento de Vronsky corrieron hacia él. Para su desgracia, se sabía ileso.

El caballo tenía rota la columna vertebral y decidieron rematarlo. Vronsky no pudo contestar a las preguntas, no pudo hablar con nadie. Volvió la espalda a todos y, olvidando recoger su gorra, que había caído en tierra, marchó del hipódromo sin saber él mismo a dónde iba. Se sentía desesperado. Por primera vez en su vida era víctima de una desgracia, una desgracia irremediable de la que sólo él tenía la culpa.

Yachvin le alcanzó, llevándole su gorra, y le acompañó hasta la casa. Media hora más tarde, Vronsky había reaccionado. Pero el recuerdo de aquella carrera persistió durante mucho tiempo en su memoria como el más terrible y penoso de su vida.

––––––––


XXVI

Las relaciones de Alexey Alejandrovich con su mujer eran, en apariencia, las mismas de antes. La única diferencia consistía en que él estaba ahora más ocupado que nunca.

Como en años anteriores, al llegar la primavera Karenin fue al extranjero para una cura de aguas, a fin de fortalecer su salud, agotada por el exceso de trabajo del invierno.

Volvió en julio, según acostumbraba, y se entregó con redobladas energías a su labor habitual. Y también como siempre, su esposa fue a la casa de veraneo, mientras él quedaba en San Petersburgo.

Después de la conversación sostenida al regreso de la velada en casa de la princesa Tverskaya, Karenin no habló de sus sospechas y celos; pero el tono ligeramente burlón habitual en él y con el cual parecía remedar a alguien le resultaba ahora muy cómodo para sus relaciones con su mujer. Se mostraba más frío y parecía que estuviera algo descontento a causa de aquella primera conversación nocturna que ella no quiso continuar. En su trato con ella apenas exteriorizaba un leve signo de descontento.

«No quisiste explicarte conmigo... Bien: peor para ti... Ahora serás tú quien pida la explicación y yo me negaré a ella... Sí: peor para ti.»

Así parecía hablar consigo mismo, al modo de un hombre que, esforzándose en vano en apagar un incendio, se irritara contra su propia impotencia y dijese: « ¡Ahora vas a quemarte, en justo castigo!» .

Karenin, hombre inteligente y experto en los asuntos oficiales, no comprendía, sin embargo, el error de tratar así a su mujer. Y no lo comprendía porque era demasiado terrible, porque para él era insoportable intuir la realidad de su presente situación.

Había, pues, cerrado aquel secreto cajón de su alma en el que guardaba sus sentimientos hacia su familia, es decir, hacia su mujer y su hijo.

Aunque padre cariñoso, desde fines de aquel invierno estaba muy frío con su hijo, y le trataba del mismo modo irónico que a su mujer.

–¡Eh, muchacho! –solía decir para dirigirse al pequeño.

Alexey Alejandrovich, al reflexionar, se decía que ningún año había tenido tanto trabajo como aquel en su oficina, sin reparar en que él mismo inventaba el trabajo para no abrir el cajón en que guardaba los sentimientos hacia su mujer y su hijo, tanto menos naturales cuanto más tiempo los guardaba encerrados en él.

Si alguien se hubiera atrevido a preguntarle lo que pensaba por entonces sobre la conducta de su esposa, el sereno y reposado Alexey Alejandrovich no habría contestado nada, pero se habría incomodado con el que le hubiese dirigido semejante pregunta.

De aquí la altiva y seca expresión de su rostro cuando le interrogaban sobre la salud de su mujer, Alexey Alejandrovich deseaba no pensar en los sentimientos y la conducta de Ana, y lo lograba, en efecto.

La casa veraniega de los Karenin estaba en Peterhof. Generalmente, la condesa Lidia Ivanovna pasaba también el verano allí, vecina a Ana y en continuo trato con ella.

Pero aquel año la Condesa no quiso vivir en Peterhof, no visitó a Ana ni una vez a hizo entender a Alexey Alejandrovich que consideraba inconveniente la amistad de Ana con Betsy y Vronsky.

Alexey Alejandrovich la interrumpió severamente, diciéndole que Ana estaba por encima de todas las sospechas, y desde entonces evitó todo trato con Lidia Ivanovna.

Se empeñaba en no ver, y por tanto no lo veía, que muchas personas de la alta sociedad miraban con cierta prevención a su mujer. Tampoco quería comprender ni comprendía por qué Ana se obstinaba en ir a vivir a Tsarskoie Selo, donde residía Betsy, cerca del campamento de la unidad de Vronsky.

Se prohibía pensarlo y no lo pensaba; pero en el fondo de su alma, aunque no se lo confesase ni lo demostrara, no dejando traslucir ni siquiera la más leve sospecha, sabía con certeza que era un marido burlado y ello le colmaba de desventura.

Antes, muchas veces, durante los ocho años de su vida de casado, tan dichosa, Alexey Alejandrovich, observando a las esposas infieles y a los maridos engañados, se había dicho:

«¿Cómo es posible llegar a esto? ¿Cómo pueden vivir sin aclarar tan horrorosa situación?».

Mas, ahora que la desgracia se abatía sobre él, no sólo no pensaba en aclarar situación alguna, sino que no quería darse por enterado de ella. Y no quería precisamente porque la situación era horrorosa en exceso, en exceso ilógica.

Desde su regreso del extranjero había estado dos veces en la casa de verano. Una vez comió allí y otra pasó la tarde con los invitados, pero en ninguna ocasión se quedó por la noche, como hacía en años anteriores.

El día de las carreras Karenin estuvo muy ocupado. Por la mañana se trazó el plan de la jornada, resolviendo ir a ver a su mujer a la casa de verano inmediatamente después de comer. De allí se dirigió a las carreras, a las que, por asistir toda la Corte, Karenin no podía faltar.

El ir a ver a su esposa se debía a que había resuelto visitarla una vez por semana para guardar las apariencias. Además, aquel día necesitaba entregar a su mujer el dinero preciso para los gastos de la quincena, como acostumbraba hacer.

Con su habitual dominio de sus pensamientos, una vez que hubo pensado en todo lo que se refería a Ana, prohibió a su imaginación ir más adelante en lo que a ella se refería.

Karenin pasó la mañana muy ocupado. El día anterior Lidia Ivanovna le había mandado un folleto de un viajero célebre por sus viajes en China que estaba, a la sazón, en San Petersburgo.

Lidia Ivanovna acompañaba el envío de una carta pidiéndole que recibiese al viajero, hombre interesante y útil en muchos sentidos.

Alexey Alejandrovich no tuvo tiempo de leer el folleto la tarde antes y hubo de terminarlo por la mañana.

Después empezaron a acudir solicitantes, le presentaron informes, hubo visitas, destinos, despidos, asignación de pensiones, de sueldos, correspondencia... En fin, el trabajo, aquel «trabajo de los días laborables», como decía Alexey Alejandrovich, que le ocupaba tanto tiempo.

Después siguieron dos asuntos personales: recibir al médico y al administrador.

Éste no le robó mucho tiempo; no hizo más que entregarle el dinero necesario y un informe sobre el estado de sus asuntos, los cuales no marchaban demasiado bien. Este año habían salido mucho y gastado, en consecuencia, mucho más, de modo que existía déficit.

El doctor, célebre médico de la capital, amigo de Karenin, le ocupó, en cambio, bastante tiempo.

Alexey Alejandrovich, que no le esperaba, quedó extrañado de su visita, y sobre todo de la manera minuciosa con que le preguntó por su salud. Luego le auscultó, le dio algunos golpecitos en el pecho y le palpó finalmente el hígado.

Alexey Alejandrovich ignoraba que Lidia Ivanovna, observando que la salud de su amigo no marchaba bien aquel año, había pedido al médico que le examinase cuidadosamente.

–Hágalo por mí –había dicho Lidia Ivanovna.

–Lo haré por Rusia, Condesa –repuso el médico.

–¡Es un hombre inapreciable! –concluyó Lidia Ivanovna.

El médico quedó preocupado por Karenin. El hígado estaba muy dilatado, la nutrición era insuficiente y la cura de aguas no había hecho efecto alguno.

Le prescribió el mayor ejercicio físico posible y el mínimo de esfuerzo cerebral. En especial le dijo que evitara todo disgusto, lo que era tan imposible para Alexey Alejandrovich como prescindir de la respiración.

Finalmente, el médico se fue, dejando a Karenin la desagradable impresión de que en su organismo había algo que no marchaba bien y que era imposible remediarlo.

El médico, al salir, encontró al administrador de Karenin, Sludin, hombre a quien conocía mucho. Habían sido compañeros de universidad y, aunque se veían raras veces, se estimaban recíprocamente y eran buenos amigos. A nadie, pues, mejor que a Sludin podía exponer el doctor su opinión sobre el enfermo.

–Me alegro de que le haya visitado –dijo Sludin–. Creo que no está bien. ¿Qué le parece?

–Opino –repuso el médico haciendo, por encima de la cabeza de Sludin, señal a su cochero de que acercase el coche– lo siguiente...

Cogió con sus manos blancas uno de los dedos de su guante de piel y lo estiró.

–Es como este guante. Si usted, sin estirarlo, trata de romperlo, le parecerá difícil. Pero tire cuanto pueda, oprima con el dedo y se romperá. Karenin, con su amor al trabajo, su honradez y su tarea, está estirando hasta el máximo... ¡Y hay una presión ajena y bastante fuerte! –concluyo el doctor, arqueando las cejas, significativo.

 

–¿Estará usted en las carreras? –añadió, mientras bajaba la escalera dirigiéndose a su coche–. ¡Sí, sí, ya comprendo que eso ocupa mucho tiempo! –exclamó en respuesta a algo que le dijera Sludin y no había entendido bien.

Tras el doctor, que estuvo largo rato, como dijimos, llegó el viajero célebre, y Alexey Alejandrovich, gracias al folleto que acaba de leer y a su erudición en la materia, sorprendió al visitante con la profundidad de sus conocimientos y la amplitud de su visión en aquel asunto.

A la vez que al viajero, le anunciaron la visita del mariscal de la nobleza de una provincia, llegado a San Petersburgo para hablar con Karenin.

Cuando éste hubo marchado, Karenin despachó los asuntos del día con su secretario. Debía, además, hacer una visita a una relevante personalidad para un asunto de importancia.

A duras penas llegó a casa a las cinco, hora justa de comer. Comió con su administrador y le invitó a que le acompañase a su casa veraniega, para ir después a las carreras de caballos.

Alexey Alejandrovich, sin darse cuenta, procuraba ahora que las visitas a su mujer fuesen ante terceros.

––––––––


XXVII

Ana estaba en el piso alto, ante el espejo, prendiendo con alfileres un último lazo a su vestido con ayuda de Anuchka, cuando sintió crujir la grava a la entrada bajo las ruedas de un carruaje.

«Para ser Betsy, es demasiado temprano», pensó.

Asomándose a la ventana, vio el coche, el sombrero negro que se destacaba en él y las orejas tan conocidas de Alexey Alejandrovich.

«¡Qué inoportuno! ¿Será posible que venga a pasar la noche aquí?», pensó Ana.

Y le parecieron tan horribles los resultados que podían derivarse de ello que, para no reflexionar, se apresuró a salir al encuentro de los recién llegados con el rostro radiante y alegre, sintiéndose llena de aquel espíritu de engaño y fingimiento que se apoderaba de ella con frecuencia y bajo cuya influencia comenzó a hablar, sin saber ella misma lo que diría.

–Te agradezco la atención de haber venido –dijo Ana, dando la mano a su esposo y saludando a su acompañante, Sludin, el amigo de confianza, con una sonrisa–. Espero que te quedarás a dormir, ¿no?

Decía lo primero que le inspiraba su espíritu de falsedad.

–Iremos juntos a las carreras... Siento haber quedado con Betsy en que... Vendrá ahora a buscarme.

Alexey Alejandrovich hizo una mueca al oír el nombre de Betsy.

–No separaré a las inseparables –dijo con su habitual acento burlón–. Yo iré con Mijail Vasilievich. Los médicos me recomiendan que pasee. Daré un paseo, pues, y me imaginaré que estoy en el balneario...

–No hay por qué apresurarse; tenemos tiempo –repuso Ana–. ¿Quieres tomar el té?

Y tocó el timbre.

–Sirvan el té y digan a Sergio que ha llegado su papá. ¿Cómo estás de salud? No había usted estado aquí nunca, Mijail Vasilievich... ¡Mire, qué terraza más espléndida tenemos! ¡Vaya usted a verla! –decía Ana, dirigiéndose, ya a uno, ya a otro.

Hablaba con sencillez y naturalidad, pero demasiado y muy deprisa. Ella misma lo notaba, tanto más cuanto que en la mirada de curiosidad de Mijail Vasilievich le pareció leer que trataba de escudriñarla.

Mijail Vasilievich salió a la terraza. Ana se sentó junto a su marido.

–No tienes buena cara –le dijo.

–Hoy me ha visitado el doctor durante una hora –dijo Karenin–. Supongo que le envió alguno de mis amigos. ¡Les preocupa tanto mi salud!

–¿Qué te ha dicho el médico?

Le preguntaba por su salud, por su trabajo; le aconsejaba que fuese a vivir con ella para descansar.

Lo decía alegre y rápidamente, con un brillo peculiar en los ojos. Pero Alexey Alejandrovich no daba importancia alguna a su acento. Escuchaba las palabras de Ana, dándoles la significación literal que tenían, contestándole con sencillez, medio en broma. Y aunque en aquella conversación no había nada de particular, jamás en lo sucesivo pudo Ana recordar aquella escena sin experimentar un doloroso sentimiento de vergüenza.

Entró Sergio, precedido de su institutriz.

Si Alexey Alejandrovich se hubiera permitido a sí mismo observarle, habría reparado en la mirada temerosa y confusa con que el niño contemplaba primero a su padre y a su madre después. Pero Karenin no quería ver nada y no lo veía.

–¡Hola, muchacho! Has crecido. Te estás haciendo un hombre. ¿Cómo estás, muchacho?...

Y tendió la mano al asustado Sergio.

Éste era antes ya tímido en sus relaciones con su padre, pero ahora, desde que Karenin le llamaba muchacho y desde que el niño empezó a meditar en si Vronsky era amigo o enemigo, tendía a apartarse de su padre.

Miró a su madre como buscando protección, ya que sólo a su lado se sentía a gusto.

Entre tanto, Alexey Alejandrovich ponía una mano sobre el hombro de su hijo y hablaba con la institutriz. El pequeño se sentía penosamente cohibido y Ana temía que rompiese a llorar.

Al entrar el niño y verle tan inquieto y temeroso, Ana se había sonrojado. Ahora se levantó con premura, quitó la mano de su esposo del hombro del pequeño, besó a éste, le llevó a la terraza y volvió en seguida.

–Ya es hora –dijo, mirando su reloj–. ¿Cómo tardará tanto Betsy?

–Sí, sí –dijo Alexey Alejandrovich.

Se levantó y cruzándose unos con otros los dedos de las manos hizo crujir las articulaciones.

–He venido a traerte dinero –dijo–, porque el pájaro no se mantiene sólo de cantos... Supongo que tendrás ya necesidad de él.

–No, no lo necesito... Digo, sí... –replicó Ana, sin mirarle, ruborizándose hasta la raíz del cabello–. ¿Volverás después de las carreras?

–¡Oh, sí! –contestó Alexey Alejandrovich–. ¡Ahí está la beldad de Peterhof, la princesa Tverskaya! –añadió, mirando por la ventana y viendo el coche inglés, con llantas de goma, de caja muy alta y pequeña–. ¡Qué elegancia! ¡Qué riqueza! ¡Es admirable! Entonces también nosotros nos vamos.

La Princesa no salió del coche. Su lacayo, calzado con botines, vistiendo esclavina y tocado con un sombrero negro, se apeó al llegar a la puerta.

–Me voy –dijo Ana–. Adiós.

Y después de besar a su hijo, se acercó a su marido y le dio la mano.

–Has sido muy amable visitándome ––dijo.

Alexey Alejandrovich le besó la mano.

–Bien; hasta luego. ¡No dejes de venir a tomar el té! –concluyó su esposa.

Y salió, radiante y alegre.

Pero apenas perdió de vista a su marido, recordó la impresión de sus labios en el lugar de su mano que la habían tocado y se estremeció de repugnancia.

––––––––


XXVIII

Cuando Alexey Alejandrovich llegó a las carreras, Ana estaba sentada ya al lado de Betsy en la tribuna donde se congregaba la alta sociedad.

Ana vio a su marido desde muy lejos.

Dos hombres –su marido y su amante– formaban como dos centros de su vida. Sentía su proximidad aun sin ayuda de sus sentidos corporales.

Desde lejos presintió la llegada de su esposo a involuntariamente le siguió con los ojos entre las olas de muchedumbre en medio de las cuales se movía.

Le veía acercarse a la tribuna, ora correspondiendo, condescendiente, a los saludos humildes; ora contestando, amistosamente, pero con cierta distracción, a sus iguales; ora espiando con atención la mirada de los poderosos y quitándose su amplio sombrero hongo, calado hasta las puntas de las orejas.

Ana conocía muy bien todas aquellas maneras de saludar a la gente, y todas despertaban en ella el mismo sentimiento de antipatía.

«En su alma no hay más que amor a los honores, ambición de triunfar» , pensaba. «Las ideas elevadas, el amor a la cultura, a la religión y todo lo demás no son sino medios de llegar a la cumbre.»

Por las miradas que su esposo dirigía a la tribuna, Ana comprendió que la buscaba.

Pero Alexey Alejandrovich no lograba descubrir a su mujer entre el mar de muselina, cintas, plumas, sombrillas y colores.

Ana, aun sabiendo que la buscaba, fingió deliberadamente no verle.

–¡Alexey Alejandrovich! –gritó la condesa Betsy–. Observo que no encuentra usted a su mujer. Está aquí.

Karenin sonrió con su sonrisa fría.

–Deslumbran ustedes tanto que no sabe uno adónde mirar –repuso.

Y se dirigió a la tribuna.

Sonrió a su mujer como debe hacerlo un marido a la esposa que ha visto minutos antes y saludó a la Princesa y a otros conocidos, tratando a cada uno como se había de tratar: es decir, bromeando con las señoras y cambiando cumplidos con los hombres.

Abajo, junto a la tribuna, estaba un ayudante general muy apreciado de Alexey Alejandrovich y muy conocido por su talento a instrucción.

Alexey Alejandrovich le habló.

Estaban en un intermedio entre dos carreras y nada dificultaba su charla. El ayudante general criticaba el deporte hípico. Alexey Alejandrovich lo elogiaba. Ana escuchaba su voz fina y monótona sin perder una palabra, y cada una de ellas le sonaba a falsa y le hería desagradablemente el oído.

Al empezar la carrera de cuatro verstas con obstáculos, Ana se inclinó hacia adelante sin quitar los ojos de Vronsky, que en aquel momento se acercaba a la yegua y montaba.

A la vez oía la voz de su marido, aquella voz repulsiva que hablaba sin parar. El miedo de que Vronsky sufriese algún daño la atormentaba, y la atormentaba más aún, sin embargo, el percibir la aguda voz incansable de Alexey Alejandrovich con sus entonaciones tan conocidas para ella.

«Soy una mala mujer, una mujer caída», pensaba Ana, «pero no me gusta mentir y no puedo con la mentira. ¡Y mi marido se alimenta de ella! Lo sabe todo, lo adivina todo... ¿Cómo puede, pues, hablar con tanta tranquilidad? Si me hubiese matado o matado a Vronsky, le apreciaría. Pero no. No le interesan más que la mentira y las apariencias» .

Así reflexionaba, sin concretar cómo le habría agradado que fuera su marido y lo que habría deseado hallar en él.

No comprendía tampoco que la facundia de Alexey Alejandrovich, que tanto la irritaba, era, aquel día, una expresión de su desasosiego y su inquietud interna.

Como un niño que habiéndose hecho daño ejercita sus músculos para calmar el dolor, Alexey Alejandrovich necesitaba aquella actividad cerebral para apagar los recuerdos relativos a su mujer, que en presencia de ella y de Vronsky, y oyendo repetir este último nombre sin cesar, reclamaban su constante atención.

Y así como para un niño es natural saltar, para él era natural hablar bien y con inteligencia.

Ahora decía:

–El peligro es la condición imprescindible de las cameras de caballos entre militares. Si Inglaterra es la nación que puede exhibir en su historia militar los más brillantes hechos de tropas de caballería, se debe a que ha procurado desarrollar desde siempre el vigor de animales y jinetes. En mi opinión, el deporte tiene mucha importancia. Pero nosotros no vemos nunca más que lo superficial...

–¿Dice usted superficial? –interrumpió la Tverskaya–. Me han dicho que un oficial se rompió una vez dos costillas.

Alexey Alejandrovich sonrió con aquella sonrisa suya que descubría los dientes pero no expresaba más.

–Admitamos, Princesa, que no es superficial, sino profundo. Pero no se trata de eso...

Y Karenin se dirigió de nuevo al ayudante general, con el que hablaba en serio.

–No olvidemos que quienes corren son militares, hombres que han elegido esa carrera. ¡Y cada vocación tiene el correspondiente reverso de la moneda! El peligro entra en las obligaciones del militar. El terrible deporte del boxeo o el riesgo que afrontan los toreros españoles podrá quizá ser signo de barbarie. Pero el deporte sistematizado es signo de civilización.

 

–No volveré a estas carreras; son demasiado impresionantes, ¿verdad, Ana? –dijo la princesa Betsy.

–Impresionantes, pero subyugan el ánimo –repuso otra señora–. Si yo hubiese sido romana; no habría perdido ni uno de los espectáculos del circo.

Ana, en silencio, miraba con los prismáticos hacia un solo punto.

En aquel momento pasaba por la tribuna un general muy alto. Interrumpiendo la conversación, Alexey Alejandrovich se levantó a toda prisa, aunque no sin dignidad, y saludó profundamente al militar.

–¿No corre usted? –le preguntó el general en broma.

–Mi carrera es mucho más difícil –contestó respetuosamente Karenin.

Y aunque la respuesta no significaba gran cosa, el general tomó el aspecto de quien ha oído algo muy ingenioso de boca de un hombre inteligente y en cuyas palabras sabía él percibir bien la pointe de la sauce...

–En estas cosas –seguía Karenin– hay dos puntos a considerar: los actores y los espectadores. Convengo en que el amor a estos espectáculos es signo indudable del bajo nivel mental del público, pero...

–¡Una apuesta, Princesa! –gritó desde abajo la voz de Esteban Arkadievich–. ¿Por quién apuesta usted?

–Ana y yo apostamos por el príncipe Kuzovlev –contestó Betsy.

–Y yo por Vronsky. ¿Va un par de guantes?

–Va.

–¡Qué hermoso espectáculo! ¿Verdad?

Alexey Alejandrovich calló mientras hablaban junto a él y luego recomenzó:

–Conforme con que los juegos no varoniles...

Iba a continuar, pero en aquel momento dieron la salida a los jinetes y todos se levantaron y miraron hacia el riachuelo.

Karenin no se interesaba por las carreras. No miró, pues, a los corredores. Sus ojos cansados se dirigieron distraídamente al público y se posaron en Ana.

El rostro de su mujer estaba pálido y serio. Se notaba que Ana no veía sino a uno solo de los corredores. Contenía la respiración y su mano oprimía convulsivamente el abanico.

Karenin, después de haberla mirado, volvió precipitadamente la cabeza, dirigiendo la vista a otros semblantes.

«Aquella otra señora... y esas otras también... Están muy emocionadas; es natural», se dijo Alexey Alejandrovich.

No quería mirar a Ana, pero involuntariamente sus ojos se volvieron hacia ella. Estudiaba su rostro tratando, y no queriendo a la vez, leer lo que en él estaba tan claramente escrito y, contra su deseo, leía lo que deseaba ignorar.

La primera caída –la de Kuzovlev en el riachuelo– impresionó a todos, pero Karenin leía en el pálido y radiante rostro de Ana el júbilo de que aquel a quien ella miraba no hubiera caído. Cuando Majotin y Vronsky saltaron la valla grande y el oficial que les seguía cayó de cabeza quedando muerto en el acto, Karenin observó que Ana no le veía ni casi reparaba en el murmullo de horror que agitaba a los espectadores, y que apenas sentía los comentarios que se hacían en torno a ella.

Alexey Alejandrovich la miraba cada vez con más insistencia. Ana, aunque absorta en seguir la carrera de Vronsky, sintió la fría mirada de su marido, que la contemplaba de soslayo. Se volvió un momento y le miró a su vez, interrogadora, arrugando ligeramente el entrecejo. Luego volvió a contemplar el espectáculo.

«Me da igual», parecía haber contestado a su esposo. Y no le miró ni una vez más.

Las carreras resultaron desafortunadas. De diecisiete hombres que intervinieron en la última, cayeron y se lesionaron más de la mitad. Al terminar la última carrera, todos estaban muy impresionados. Y la impresión aumentó cuando se supo que el Emperador estaba descontento del resultado de la prueba.

––––––––