Víctimas y verdugos en Shoah de C. Lanzmann

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Aus der Reihe: Historia #182
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La primera filmación en recoger el Holocausto fue proyectada el 23 de diciembre de 1941, en la edición 114 de Soiuzkinozhurnal,11 y se trata del noticiario dedicado a la primera ciudad liberada por los soviéticos. El 29 de noviembre de 1941, una contraofensiva del Ejército Rojo recuperó Rostov, ciudad de medio millón de habitantes entre los que se contaba un número significativo de judíos. El noticiario comienza con los titulares de la reconquista de Rostov, imágenes de batalla, de los generales soviéticos victoriosos, de los restos de las tropas alemanas y la entrada en la ciudad de los tanques y la infantería soviéticos. Tras esta típica representación de la victoria, un cartel, «En Rostov», da paso a las imágenes de las ruinas de la ciudad y una voz superpuesta introduce el tema: «Las bandas fascistas se enseñorearon de Rostov durante ocho días. Durante ocho días quemaron y saquearon la ciudad. Violaron y mataron a pacíficos ciudadanos» (Hicks, 2012b: 49). Evidentemente, la mayoría de los pacíficos ciudadanos asesinados fueron el centenar de judíos fusilados sin mención alguna de los motivos racistas que los condenaron. Esta fue la línea editorial de la asimilación de todas las víctimas judías al martirio de la población soviética. Incluso las imágenes de las fosas comunes descubiertas en Dobritski Yar y Babi Yar en Ucrania, donde fueron exterminados miles de judíos por los Eisantzgruppen, fueron interpretadas por la voz del narrador como el ensañamiento de los fascistas con los ciudadanos soviéticos.

En su avance por el norte, los soviéticos liberaron todos los campos de exterminio –situados en lo que entonces los nazis denominaron «Gobierno General» y que hoy es el este de la actual Polonia– y un gran número de campos de concentración. El 24 de julio de 1944, el Ejército Rojo liberó el campo de concentración y exterminio de Majdanek, en las afueras de Lublin. Las cámaras no tardarían en llegar para filmar el encuentro con una realidad que superaba las atrocidades filmadas anteriormente y cuyos indicios daban cuenta del asesinato industrial de los judíos en los campos de exterminio establecidos en Polonia. Dos fueron los equipos que filmaron en Majdanek. El primero en llegar fue un equipo polaco dirigido por Aleksander Ford; el segundo, el soviético dirigido por Roman Karmen. Las imágenes filmadas por los dos equipos serían enviadas a Moscú para realizar dos montajes diferentes, Vernichtungslager Majdanek. Cmentarzysko Europy (‘Campo de exterminio de Majdanek. Cementerio de Europa’), dirigido por Aleksander Ford y estrenado en Polonia, y una versión soviética titulada Majdanek, obra de la montadora I. Setkina. Según Hicks (2012a: 165), en los catorce rollos de metraje no montado por Ford y Setkina se encuentran frecuentes afirmaciones, especialmente de los SS capturados, acerca de la identidad judía de las víctimas. Sin embargo, en el metraje montado en las dos películas no se encuentra ni una sola referencia a esta condición.12

El análisis de Stuart Liebman de Vernichtungslager Majdanek. Cmentarzysko Europy, estrenada en el otoño de 1944 y la primera película sobre el Holocausto en los centros de exterminio (Liebman, 2006), y de Swastyka i Szubienica (‘Esvástica y patíbulo’, Kazimierz Czyński, 1945) (Liebman, 2012), dirigidas a la población polaca en los meses siguientes al descubrimiento de las atrocidades de los campos –cuyo sincretismo religioso-político resulta inexplicable sin atender a las intenciones soviéticas de no despertar recelos entre las clases populares polacas que querían ganarse para su posicionamiento geopolítico de posguerra–, muestra cómo las víctimas judías fueron sepultadas bajo una cruz y utilizadas por una ideología emergente en la que el verdugo alemán se convertía en el denominador común de un proyecto de futuro, a saber, el bloque soviético de la Guerra Fría.

Hasta que a finales de los años cuarenta la política estalinista concluyese que cualquier mínima mención a la condición judía de las víctimas era prueba de un complot internacionalista que debía ser purgado, en la Europa del este se produjeron un puñado de películas que reflejaron la suerte de los judíos, aunque siempre conjugada con condicionantes locales y políticos que diluyeron su especificidad:

Una lista selectiva de films debiera incluir: Die Mörder sind unter uns (Wolfgang Staudte, 1946); Ehe im Schatten (Kurt Maetzig, 1947); Ostatni etap (Wanda Jakubowska, 1948); Ulica Graniczna (Aleksander Ford, 1948); and Valahol Europaban (Géza von Radvanyi, 1948). Con una distribución mucho más restringida está Lang ist der Weg (Herbert Fredersdorf y Marek Goldstein, 1949), producción independiente realizada en la zona occidental de la Alemania ocupada. La última película en yidis rodada en Polonia, Unzere Kinder (Natan Gross y Shmuel Goskind, 1949), debe ser añadida a esta lista, aunque fuera prohibida en las salas polacas y solo pudiera ser proyectada en Israel tras la emigración de sus directores en 1950… También debe ser mencionada la película soviética Nepokorennye (Mark Donskoi, 1945). También fueron realizados y proyectados un considerable número de documentales13 (Láníček y Liebman).14

Tampoco las imágenes tomadas desde el lado occidental permitieron que la inmensa mayoría de cadáveres mostrasen sus señas de identidad particulares. En su marcha hacia Berlín, los ejércitos aliados occidentales fueron liberando los campos de concentración a su paso y filmaron los restos y a los supervivientes encontrados. Las imágenes, de una crudeza insoportable, resultaron adecuadas para la plasmación de la barbarie allí cometida, pero las operaciones discursivas, a través del montaje y la voz del narrador, que de ellas se hicieron se conformaron a los intereses del momento de las distintas potencias.

En Francia, deportación racial y política, campos de concentración y exterminio se fundieron en un único imaginario en la inmediata posguerra, siendo el deportado político resistente el representante por excelencia de la víctima de la barbarie nazi. Consecuentemente, sería el campo de concentración de Buchenwald, y no los campos de exterminio, el que proporcionaría sus características particulares para la genérica etiqueta «L’univers concentrationnaire».15 Con sus bien organizados comités de presos comunistas, materializaba el ideario del resistente deportado.16 Se imponía un imaginario heroico que silenciaba la colaboración y la resignada aceptación de los invasores nazis. En la pugna de noticiarios de distinto signo político en la inmediata posguerra podemos encontrar deportados políticos, resistentes heroicos, pero no deportados judíos ni noticia específica sobre el genocidio. Estos últimos no eran rentables a ninguna de las familias políticas francesas que se atribuían la liberación del yugo alemán y pugnaban por el poder vacante, al tiempo que la colaboración de los poderes franceses en la deportación de los judíos, en la zona ocupada y en Vichy, junto con la indiferencia generalizada de la población ante la suerte de estos, suponían una carga de profundidad contra el mito nacional de enfrentamiento a la barbarie invasora (Drame, 1996; Lindeperg, 2000: 155-209).

El modelo difundido en Estados Unidos y Reino Unido se forjó con las imágenes de la liberación de los campos occidentales. Las dantescas imágenes filmadas por los camarógrafos que acompañaban a los ejércitos aliados occidentales en su descubrimiento de los campos culminaron en el campo de Bergen-Belsen, filmado por operadores británicos. Las montañas de cadáveres, las gigantescas fosas comunes improvisadas ante el riesgo de epidemias y el estado de los supervivientes superaron con creces las primeras imágenes estadounidenses de la liberación de un campo de concentración, Ordhruf, cuyo shock motivó una postura conjunta del Alto Mando aliado en abril de 1945 para dar la mayor exhibición posible a dichas imágenes. Se dispuso todo un programa de difusión que se apoyaba en lo que entonces se denominó una «pedagogía del horror» (Lozano, 2007). Las imágenes pretendían dar ajustada cuenta de la barbarie nazi, debían servir como prueba documental para aquellos que dudasen de los relatos orales o escritos y apoyatura de las tareas fiscales en los juicios de posguerra, pero también suponían un arma fundamental en la política de desnazificación prevista para la inminente ocupación de Alemania.17 El modelo se asentaba en la truculencia de la imagen y en un discurso humanitarista sobre la barbarie, sin hacer mención alguna a la condición judía de la mayoría de víctimas que aparecían en la pantalla. Los campos liberados eran los occidentales, donde no se llevó a cabo el programa exterminador, pero, sin embargo, fue aquí donde acabaron la inmensa mayoría de supervivientes judíos al ser arrastrados por los guardias nazis en su apresurada retirada frente al Ejército Rojo. Tampoco parecía muy acorde con esta «pedagogía del horror» incidir en la especificidad de las víctimas, tanto por la centralidad del tema judío en los discursos de la Alemania nazi como por el latente antisemitismo en los países occidentales.18 Su estrategia respondía a un modelo más elemental: la representación cinematográfica debía ser lo menos manipulada posible para que no cupiese la menor duda sobre la filmación neutra de las escenas descubiertas en los campos, la violencia plasmada en la imagen debía conmover por sí misma y las víctimas debían resultar cercanas al espectador, ninguna especificidad se debía interponer entre estas y un público concernido por ellas.

 

Primeras formulaciones de la víctima judía

Afirmación de la identidad judía, cuestionamiento de la víctima

No conocemos ningún estudio sobre la representación de los campos de concentración en las películas exhibidas en la Palestina de la inmediata posguerra ni en el reciente Estado de Israel creado en 1948. Es lógico suponer que esta no diferiría demasiado de la ofrecida en Reino Unido y, si cabe, en su protectorado extremaría el silenciamiento del protagonismo judío para no desestabilizar más el inestable equilibrio de la zona. Sin embargo, tanto por la centralidad absoluta de la condición judía del nuevo Estado, como por la fragilidad política, económica, social y demográfica de la región que impediría una difusión normalizada de las producciones cinematográficas, cabe rastrear la memoria del Holocausto en formas más institucionales y no tan sutiles e indirectas como pudiera ser la representación cinematográfica de los campos de concentración.

Aunque algunas investigaciones (Ofer, 2000) hayan incidido en el vigor de la memoria del Holocausto en Israel durante su primera década, cuestionando la opinión generalizada19 de la conflictiva relación del nuevo Estado con la memoria de la catástrofe de los judíos europeos, creemos que estas aportaciones deben ser matizadas. Más allá del censo de iniciativas privadas o públicas que rememoraron la destrucción de la Diáspora,20 es la atención a los matices la que clarifica la problemática inclusión de la memoria del genocidio en los discursos fundadores de Israel. Obviamente, en estas latitudes la cuestión no es la omisión de la especificidad judía de las víctimas del genocidio perpetrado por los nazis, sino la problemática condición de víctima.

Ya en 1942, con la llegada de las primeras noticias sobre el exterminio de los judíos, la percepción del presidente de la Agencia Judía en Palestina, David Ben Gurion, resultó reveladora de la actitud inicial de los judíos asentados en el protectorado británico frente a la destrucción de las comunidades europeas: «… consideraba que un duelo público resultaba inútil y –puesto que se dirigía a una Europa que los colonos habían dejado atrás– muy poco sionista por naturaleza» (Hilberg, 1994: 269).

En fecha tan temprana entendía que el Yishuv, judíos asentados en Israel, nada podía hacer por la Diáspora y que su futuro como pueblo pasaba por la consecución de un estado propio. Este pragmatismo impedía necesariamente una fácil asimilación de la destrucción de la población judía europea a los discursos forjadores del nuevo estado. Buena prueba de ello fue el juicio contra Malkiel Gruenwald en 1954-1955. La denuncia contra este escritor poco conocido partía del Gobierno israelí, que lo acusaba de calumnias contra el doctor Israel (Rudolf) Kasztner. Kasztner, alto funcionario israelí, jefe de seguridad del gabinete del primer ministro y candidato al Parlamento israelí por el Partido Laborista (Mapai), había participado como enviado de un comité de ayuda judía en las negociaciones con los nazis para salvar a los judíos húngaros en 1944. Fracasadas las negociaciones, y para no dejar al «ciego azar» la selección de aquellos que podían salvarse, el doctor Kasztner eligió a los 1.684 judíos «más prominentes», mientras que 476.000 judíos fueron enviados a las cámaras de gas de Auschwitz (Arendt, 1999: 180-181). Sus avales a algunos antiguos nazis con los que negoció en aquellos días ante los tribunales de posguerra arrojaban todavía más sombras. La sentencia que absolvió al escritor, en la que el juez Halevi declaró que «Kasztner había vendido su alma al diablo», fue recurrida por el Gobierno y trasladada a la Corte Suprema, que falló en 1958. El final de Kasztner en marzo de 1957, tiroteado en la puerta de su casa, y la caída del Gobierno, tras solicitar el recurso de la sentencia en primera instancia, dan cumplida cuenta del efecto desestabilizador del legado de las víctimas, más que de su potencial cohesivo en el forjado del nuevo estado.

La relación de Israel con el Holocausto en estos primeros años es profundamente ambivalente. Por una parte, existía un reconocimiento de que el nuevo Estado mantenía una considerable deuda con el Holocausto,21 pero, por otra parte, el exterminio de los judíos era considerado como la consecuencia inevitable de la errónea decisión de la Diáspora que, al rechazar la vía sionista, quedó expuesta a las persecuciones en sus países de acogida.

Analicemos los dos gestos más nítidos e institucionales de conmemoración anterior a los años sesenta. Nos referimos a la celebración del «Día del recuerdo» (Yom Hashoah) y al debate parlamentario que constituyó legalmente al Yad Vashem22 en abril de 1951 y 1953, respectivamente.

El 12 de abril de 1951 una solemne proclamación en la Knesset, el Parlamento israelí, declaró el 27 del hebreo mes de Nissan como el Día del recuerdo. La elección de la fecha para el recuerdo del Holocausto en el mes de abril ya nos pone sobre la pista de qué se ensalzaba en este recuerdo: la insurrección del gueto de Varsovia. Ocurrida durante los meses de abril y mayo de 1943, resultaba el acontecimiento de mayor sintonía con la realidad del nuevo Estado. Si cabía alguna duda, la denominación oficial de la jornada, «Día del recuerdo del Holocausto y de la insurrección del gueto», la disipaba. Poco importaba la excepcionalidad del suceso23 en el marco de un genocidio que acabó con más de cinco millones de personas y mucho su potencial simbólico para el ideario sionista, según el cual, el nuevo judío, Sabra, rompía con el judío tradicional de la Diáspora. Pero las ventajas de la fecha para la integración del recuerdo en el discurso del nuevo Estado no se agotaban en el ideal heroico del gueto, puesto que la jornada precedía en pocos días a la celebración del Día de la Independencia (Yom Ha’atzmaut). Las jornadas conmemorativas recordaban la destrucción, pero giraban en torno al heroísmo y, por su disposición en el calendario, ofrecían una secuencia narrativa en la que el renacimiento del pueblo judío en el nuevo Estado de Israel culminaba e interpretaba los acontecimientos relevantes de la historia judía reciente.24

La legislación que creó el Yad Vashem25 en 1953, también en abril, expone en primer lugar la responsabilidad de recordar a los muertos y las comunidades destruidas, pero se extiende en mayor medida sobre la necesidad de recordar el heroísmo judío. El coprotagonismo se da en la misma designación, «Autoridad para el recuerdo de los mártires y héroes del Holocausto», pero, entre sus nueve objetivos encomendados, tres conciernen a la destrucción judía, cinco recuerdan el heroísmo, la valentía y la entereza judíos y uno hace referencia a la actuación de los Justos, gentiles cuya intervención salvó vidas judías. En palabras de Tim Cole: «… en los primeros días de la construcción del Estado, “el país quería héroes” e “historias de gloria”, por lo que el discurso oficial del “Holocausto” que se concretó en el Yad Vashem privilegiaba el encuentro con el “heroísmo”, incluso por encima del encuentro con el “martirio”» (1999: 129).

Consecuencia lógica de esta concepción es la preeminencia en las primeras fases del Yad Vashem del gueto de Varsovia frente a Auschwitz, de la resistencia frente a la destrucción:

… esto explica nuestro encuentro inicial con el heroísmo en el Yad Vashem. El emplazamiento refleja el discurso oficial sobre el pasado del Holocausto. Caminando por la plaza del gueto de Varsovia al inicio de la visita llegamos frente «al muro del recuerdo» donde una reproducción de la escultura de Nathan Rapaport «El levantamiento del gueto» está situada ligeramente a la izquierda del relieve «La última marcha». Nuestros ojos se desplazan desde la derecha hasta la izquierda, desde el relieve incrustado en el muro de ladrillo rojo hasta la mucho más dominante escultura, desde las deportaciones hasta las escenas de la resistencia del gueto (ibíd.: 124).

El protagonismo del heroísmo sobre la destrucción da cuenta del problemático injerto de las víctimas de la Diáspora en el relato sionista del nuevo Estado, de las necesidades del momento fundacional. Se atisba ya la floración de las víctimas,26 pero la fructífera cosecha llegará algunos años más tarde.

Víctima redentora y universal

A mediados de los años cincuenta surgió en un nuevo contexto, la industria mediática, una figura llamada a capitalizar la representación de la víctima judía en la cultura popular internacional. Su representación fue, en principio, ajena a toda polémica, el modelo resultó incontrovertible y la figura que la encarnó, desde aquella fecha hasta la actualidad, no es otra que Ana Frank. Los cuadernos que escribió Annelies Marie Frank, entre el 12 de junio de 1942 y el 1 de agosto de 1944, son el material que sería posteriormente publicado bajo el título de El diario de Ana Frank. Para evitar la deportación, Ana Frank pasó a la clandestinidad el 9 de julio de 1942, viviendo oculta en la buhardilla de unos almacenes de Ámsterdam, junto con su padre, madre, hermana mayor y cuatro personas más. Tras ser descubiertos y detenidos el 4 de agosto de 1944, Ana fue enviada a Auschwitz, vía Westerbork, para morir de tifus, junto a su hermana, en marzo de 1945 en el campo de Bergen-Belsen. El único superviviente del grupo sería su padre, Otto Frank, quien a su vuelta recibiría los escritos de manos de Miep Gies, protectora de los escondidos. El diario tiene una forma epistolar dirigida a una imaginaria amiga íntima llamada Kitty. En la primavera de 1944, tras escuchar un discurso del ministro holandés de Educación en el exilio sobre la importancia de los escritos que testimoniasen el sufrimiento padecido bajo la ocupación nazi y la firme voluntad de publicarlos tras la guerra, Ana comenzó la revisión de lo escrito hasta entonces. Al tiempo que continuaba con su diario original, suprimió, corrigió y añadió fragmentos al texto anterior, proponiendo el título de La casa de atrás. La primera publicación del diario se produjo en 1947 en una editorial holandesa. El texto publicado era una tercera versión debida al criterio de su padre a partir de las versiones primera y segunda, abreviada y corregida por la propia Ana. La versión paterna eliminó los temas sexuales y los párrafos y formulaciones del diario más hirientes con su madre y resto de compañeros de encierro. Esta edición es la que se difundió universalmente hasta que, tras la muerte de Otto Frank en 1980, el Fondo Ana Frank decidió publicar una nueva versión. La nueva edición, obra de Mirjam Pressler, partió de la versión paterna y fue ampliada en una cuarta parte con fragmentos de la primera y segunda versión de Ana Frank.

El proceso de entronización de Ana Frank como la primera víctima judía en los años cincuenta culminó con la película titulada The Diary of Anne Frank (‘El diario de Ana Frank’), dirigida por George Stevens en 1959. Antes de entrar en el análisis de esta primera individualización de la víctima, es preciso referir la experiencia previa del director, George Stevens, en la representación de las víctimas de la barbarie concentracionaria. En el verano de 1944 Stevens dirigía una pequeña unidad de camarógrafos que acompañaba a los ejércitos aliados en su avance hacia Alemania. La primavera del año siguiente, cuando las grandes batallas ya habían finalizado, las cámaras descubrieron los campos de concentración. Esas imágenes, de las que ya hablamos anteriormente y que conformaron la «pedagogía del horror», no solo fueron filmadas parcialmente por él,27 sino que posteriormente se encargó de montar, con las películas registradas por los operadores norteamericanos, más algunas cedidas por británicos y rusos, el documental titulado Nazi Concentration Camps, que fue proyectado en el juicio de Núremberg contra los principales verdugos nazis. No resulta nada aventurado afirmar que en la inmediata posguerra nadie tuvo un conocimiento más amplio de todo el imaginario truculento de la liberación que el director estadounidense. Con este bagaje28 acometió la adaptación cinematográfica de El diario de Ana Frank, primer largometraje hollywoodiense que trató la persecución de los judíos y gozó de los beneplácitos de la Academia con tres Óscar y cinco nominaciones.

 

Lo más interesante y revelador de cómo fue introducida la representación del exterminio de los judíos en la cultura cinematográfica hollywoodiense es el enorme abismo entre las imágenes radicales de la liberación de los campos y la realización de una película que abordaba ese mismo tema desde dentro de la industria y consiguió un enorme reconocimiento. La paradoja extrema resulta de que ambos lados del abismo fueran balizados por el mismo director.29

Para explicar este desfase entre ambas representaciones es preciso tener muy presente que el exterminio de los judíos no tuvo protagonismo en ninguna agenda pública ni académica hasta la década de los sesenta. La irrelevancia mediática del exterminio de los judíos no fue, sin embargo, un impedimento para que la primera edición estadounidense de El diario de Ana Frank en 1952 vendiese 100.000 ejemplares el primer año. Este éxito se vio amplificado por el estreno en Broadway, el 5 de octubre de 1955, de la obra de teatro basada en el diario. La escritura de dicha obra corrió a cargo de Albert y Frances Hackett, quienes también escribieron el guion cinematográfico para la Twentieth-Century Fox que dirigiría George Stevens.

A poco que se conozca el diario de Ana Frank se entenderá el porqué de esta aparente excepcionalidad. El diario es una de las obras más fácilmente digeribles y asépticas dentro del género conocido como literatura del Holocausto. Su manuscrito muestra la agudeza y bondad de una niña de 13 años en plena maduración y su diario es testigo de las conflictivas relaciones dentro del encierro, de su descubrimiento del amor y sus dudas sobre la sexualidad.30 Será representativo del exterminio por el final de la protagonista y por mostrar el miedo y la ansiedad de los judíos en las primeras etapas del asedio nazi, pero el diario deja fuera de sus páginas la violencia e iniquidad extrema que van desde la deportación hasta el exterminio, pasando por el espacio concentracionario. Así pues, la expresión máxima de la violencia y el sinsentido de la brutalidad nazi no tienen cabida en un relato centrado en las relaciones entre los escondidos. La muerte de la protagonista sirve de cierre melodramático a una narración que se refugia en la vida interior, pasiones y dudas de un personaje con el que el público se identifica a la perfección; pero no evidencia el asesinato de millones de judíos como resultado de un plan genocida.

El diario de Ana Frank, al igual que las imágenes surgidas de la liberación de los campos, no aportó información específica sobre el exterminio sistemático de los judíos europeos y sí insistió, de manera complementaria, en la denuncia de la monstruosidad nazi y la legitimidad de la causa aliada. Mientras las imágenes salidas del espacio concentracionario en la primavera de 1945 incidían en su carácter fehaciente de prueba mostrada al mundo de la manera más neutra posible y en lo cuantitativo del crimen, el segundo conmovía por la destrucción de tanta bondad.

Por tanto, para la exitosa integración de esta víctima judía en la cultura norteamericana de los años cincuenta parecía necesario evitar o minimizar dos aspectos fundamentales del exterminio de los judíos: la característica étnica del genocidio y la necesaria deshumanización de una violencia que aniquiló a millones de seres humanos. Analicemos, pues, cómo son representados estos dos aspectos en El diario de Ana Frank.

Si hay una frase que se ha convertido en la síntesis de la obra de Ana Frank, esta es, sin duda, «A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es buena en el fondo de su corazón».31 Con distintas versiones según la traducción o la adaptación, este ha sido el mensaje rescatado del diario, lo que, francamente, parece poco apropiado para constituirse en representativo del exterminio de los judíos. Cuando en 1954 Garson Kanin, quien sería director de la representación teatral, ofreció a Lilliam Hellman la adaptación para la escena teatral del diario, esta lo declinó porque, aunque ya adivinaba las posibilidades de la obra como referencia futura, se consideraba incapaz de proponer una lectura que no fuera deprimente en exceso. Sería ella quien sugiriera a sus amigos Frances Goodrich y Albert Hackett para la adaptación teatral, y a tenor de los resultados acertó plenamente.

Algunas de las pocas entradas en el diario original referidas al Holocausto, como la del 9 de octubre de 1942 en la que habla de la deportación de los judíos de Holanda, de su asunción del asesinato de estos y de las noticias de la radio británica sobre el gaseamiento de los judíos, fueron eliminadas de la adaptación teatral (Cole, 1999: 33-34). Con esta separación efectiva del diario del contexto del Holocausto, ya fue posible ofrecer una versión teatral y cinematográfica con un final que no fuera excesivamente sombrío.32 La figura de un anciano y abatido Otto Frank de vuelta al apartamento secreto en el que se refugiaron y el hallazgo del diario sirven de pórtico para la obra de teatro y la película; el final de ambas, con la frase síntesis de Ana sobre la bondad innata de la gente, consuela y llena de esperanza al hundido padre. Ni qué decir tiene que la figura del único superviviente, adorado padre de la víctima y conmovido por la magnanimidad de esta, es quien encarna el trayecto redencionista que el espectador de las versiones teatrales33 y la adaptación cinematográfica ha de seguir.

Que esta era la lectura conveniente para una industria cultural de los años cincuenta encargada de popularizar a Ana Frank queda patente en el final alternativo que planteó George Stevens para su película. La versión cinematográfica, adaptación bastante fiel de la obra teatral, presentó en un screening test en San Francisco un final en el que Ana Frank, con el traje rayado de los internos de los campos de concentración, se tambaleaba en una neblina miasmática.34 Este final no complació ni al público ni a la 20th Century Fox, que consideraba el film, a pesar de todo, esperanzador. El final definitivo de la película redundaría en el mensaje optimista que estaba adquiriendo Ana Frank en la cultura popular. Las palabras de Otto Frank, «durante dos años vivimos en el miedo; desde ahora en adelante viviremos en la esperanza», sobre una imagen de un cielo tachonado con alguna nube y pájaros volando, nos hablan sobre la ansiada libertad final de Ana.

El éxito global de la figura de Ana Frank en tan temprana época se debe a su adaptación al ideario redencionista, como ya hemos visto, pero también a la fácil identificación de un público, no especialmente receptivo a la identidad judía, con la víctima. Ana Frank pertenecía a una familia alemana judía y burguesa perfectamente asimilada al mundo occidental y no a las comunidades judías tradicionales del este de Europa. Incluso en el mundo judío occidental, el diario de Ana Frank resulta uno de los menos marcados por su judeidad.35 Las creencias religiosas de Ana y su familia no les impedían llevar una vida plenamente occidental, su ambiente nada tenía que ver con el sionismo y su diario está escrito en holandés, no en hebreo o yidis. El mundo plasmado en sus palabras permitía una lectura universal y no restringida a su identidad judía, las interpretaciones que se hicieron de él tampoco estarían en desacuerdo con su ambiente familiar. En palabras de su padre y albacea: «… mi punto de vista era que había que intentar que el mensaje de Ana llegase al mayor número de personas posible, aunque algunos lo creyeran sacrílego y no quisieran que la mayor parte del público pudiera comprenderlo».36

Las versiones teatrales y cinematográficas diluirían más todavía las contadas referencias a la identidad judía de los escondidos, universalizando así el mensaje portador del diario a costa de deshistorizarlo.37 Así, por ejemplo, durante la celebración de la Janucá en el encierro, los personajes de la obra teatral optarían por la traducción al inglés de la canción original en hebreo. Entender que este borrado étnico obedece a razones conspiratorias38 es obviar el peso de la coyuntura en la que fue adaptada la figura de Ana Frank. Prueba de esta adaptación a la realidad estadounidense de los años cincuenta son las palabras del director del Jewish Film Advisory Committee, John Stone, sobre el guion cinematográfico: