La casa de las almas

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II


TODO EL DÍA UN CALOR PESADO y feroz había cubierto la Ciudad, y cuando Darnell se acercaba a casa observó el vapor tendido sobre las hondonadas húmedas, enrollado en espirales alrededor de Bedford Park hacia el sur y creciendo hacia el oeste, de manera que la torre de la iglesia de Acton parecía emerger de un lago gris. El pasto en las plazas y en los prados que alcanzaba a dominar mientras el camión avanzaba en forma pesada y trabajosa estaba quemado como el color del polvo. El parque de Shepherd’s Bush era un desierto miserable, pisoteado y café, rodeado de álamos monótonos cuyas hojas colgaban inmóviles en un aire que era humo caliente y quieto. Los transeúntes, agotados, avanzaban con dificultad por el pavimento, y el hedor del fin del verano entremezclado con el aliento de las ladrilleras hacía jadear a Darnell, como si inhalara el veneno de alguna fétida sala de enfermos.

No hizo más que una ligera incursión contra el carnero frío que adornaba la mesa del té y confesó que estaba un poco “hecho polvo” por el clima y el trabajo del día.

—Yo también tuve un día difícil —dijo Mary—. Alice ha estado muy rara y problemática todo el día y tuve que hablar con ella muy en serio. Ya sabes que pienso que sus salidas del domingo en la tarde tienen una influencia bastante perturbadora sobre la muchacha. Pero ¿qué se le va a hacer?

—¿Sale con algún joven?

—Por supuesto: un empleado de una abarrotería en la calle Goldhawk, Wilkin’s, ya sabes cuál. Los probé cuando nos mudamos para acá, aunque no fue muy satisfactorio.

—¿En qué se les va toda la tarde? Tienen de las cinco a las diez, ¿no es cierto?

—Sí; las cinco, o a veces cinco y media, cuando el agua no quiere hervir. Bueno, creo que por lo general se van a caminar. Una o dos veces él la ha llevado al templo de la Ciudad, y el domingo antepasado estuvieron caminando por la calle Oxford y luego se sentaron en el parque, pero al parecer el domingo pasado fueron a tomar el té con la madre de él en Putney. Me gustaría decirle a esa vieja lo que en verdad pienso de ella.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Se portó mal con la muchacha?

—No; ahí está la cosa. Antes de esto había sido muy desagradable en varias ocasiones. La primera vez que el joven llevó a Alice a verla, en marzo, la pobre salió llorando; me lo contó ella misma. Es más, dijo que nunca quería volver a ver a la vieja señora Murry, y yo le dije a Alice que, si no estaba exagerando las cosas, difícilmente podía culparla por sentirse así.

—¿Por qué? ¿Qué la hizo llorar?

—Bueno, parece ser que la anciana, que vive en una cabaña bastante chica en alguna callejuela de Putney, se sentía tan señorial que casi ni hablaba. Pidió prestada una niña de casa de alguna familia vecina y se las ingenió para vestirla imitando a una sirvienta, y Alice dice que no podía haber nada más ridículo que ver a esa pulga abriendo la puerta, con su vestido negro y su cofia y mandil blancos, cuando apenas si podía girar la manija. George, como se llama el joven, ya le había dicho a Alice que era una casita diminuta y que la cocina era cómoda, aunque muy sencilla y anticuada. Pero en vez de irse directo a la parte de atrás y sentarse frente a un buen fuego en la vieja banca de respaldo alto que se trajeron del campo, la niña les preguntó sus nombres (¿habías oído semejante tontería?) y los hizo pasar a un saloncito apretujado, donde la vieja señora Murry estaba sentada “como duquesa” junto a una chimenea llena de papel de colores y el cuarto frío como hielo. Y era tan regia que apenas si le hablaba a Alice.

—Eso debe haber sido muy desagradable.

—Ay, la pobre muchacha se la pasó fatal. Empezó diciéndole: “Mucho gusto, señorita Dill. Conozco tan poca gente que esté en el servicio doméstico”. Alice imita su manera afectada de hablar, pero yo no puedo. Y luego se puso a hablar de su familia, que llevaban quinientos años cultivando sus propias tierras… ¡qué cuentos! George ya le había contado todo a Alice: habían tenido una vieja cabaña con un buen tramo de jardín y dos campos en alguna parte de Essex, y esa vieja hablaba casi como si hubieran sido de la aristocracia rural y presumía que el rector, el doctor Fulano, iba a visitarlos muy a menudo, y que el hacendado don Mengano siempre pasaba a verlos, como si no lo hicieran por bondad. Alice me contó que tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse en la cara de la señora Murry, pues su joven ya le había contado todo sobre ese lugar y lo pequeño que era, y de lo bueno que había sido el hacendado al comprarlo cuando murió el viejo Murry, y George era niño y su mamá no podía mantener las cosas a flote. Sin embargo, la vieja ridícula “se daba muchas ínfulas”, como dices, y el joven se fue poniendo más y más incómodo, sobre todo cuando ella empezó a hablar de que hay que casarse en la misma clase social y de lo infelices que había sabido que eran varios jóvenes que habían contraído nupcias por debajo de su nivel, lanzándole a Alice miradas penetrantes al hablar. Y luego pasó una cosa muy graciosa: Alice había notado que George miraba alrededor un tanto desconcertado, como si no alcanzara a entender algo, y por fin estalló y le preguntó a su madre si había estado comprando los adornos de los vecinos, pues recordaba los dos floreros verdes de cristal cortado en la repisa de la chimenea que eran de la señora Ellis y las flores de cera de la casa de la señorita Turvey. Él siguió hablando, pero su madre volteó a verlo muy molesta y desacomodó unos libros, que él tuvo que recoger. Alice entendió a la perfección que les había pedido las cosas prestadas a las vecinas, como le habían prestado a la niña, para verse más elegante. Y luego tomaron el té, más bien agua tibia, dijo Alice, y pan muy delgado con mantequilla, y unas galletas importadas asquerosas de la pastelería suiza en la calle principal: pura espuma agria y grasa rancia, según Alice. Y luego la señora Murry empezó otra vez a presumir de su familia y a desdeñar a Alice sin dejarla hablar, hasta que la muchacha se fue, bastante furiosa y también muy triste. No me extraña. ¿A ti?

—Desde luego no suena muy divertido —dijo Darnell, mirando a su esposa con ojos soñadores.

No había puesto mucha atención al tema de su relato, pero le encantaba oír una voz que a sus oídos era encantamiento, tonos que evocaban ante él la visión de un mundo mágico.

—¿Y la madre del joven siempre ha sido así? —preguntó él tras una larga pausa, deseando que la música continuara.

—Siempre, hasta hace muy poco; hasta el domingo pasado, de hecho. Claro que Alice habló con George Murry de inmediato y le dijo, como una chica sensata, que no le parecía que jamás funcionara que un matrimonio viviera con la madre del marido, “sobre todo”, prosiguió, “porque puedo ver que no le caí muy bien a tu mamá”. Él le dijo, en su estilo de siempre, que así era su mamá y que en realidad no lo decía en serio y demás, pero Alice no se acercó en mucho tiempo y más bien le dio a entender, según creo, que quizá tendría que elegir entre su madre y ella. Y así anduvieron las cosas toda la primavera y el verano, y luego, justo antes del “feriado bancario” de agosto, George volvió a hablar del tema con Alice y le dijo lo mucho que lamentaba pensar en cualquier molestia que hubiera pasado, y que quería que su mamá y ella se llevaran bien, y que su mamá sólo era un poco rara y anticuada pero que le había hablado muy bien de ella cuando estaban a solas. Para hacer el cuento corto, Alice dijo que quizá iría con ellos el lunes, que tenían pensado ir a Hampton Court… la muchacha se la pasaba hablando de Hampton Court y deseaba ir a verlo. Recuerdas que fue un día hermoso, ¿verdad?

—Déjame ver —dijo Darnell, distraído—. Ah, sí, claro… me quedé el día entero sentado bajo el árbol de moras, y ahí servimos las comidas: fue todo un día de campo. Las orugas fueron una molestia, pero disfruté mucho de esa ocasión —sus oídos estaban encantados, arrebatados por la grave y celestial melodía, como de canción antigua, o más bien del primer mundo recién creado donde toda habla era canto y toda palabra, un sacramento de poderío que le hablaba no a la mente, sino al corazón. Volvió a reclinarse en su silla y preguntó:

—Bueno, ¿y qué les pasó?

—Querido, ¿pues creerás que la despreciable vieja se portó peor que nunca? Se vieron, como habían acordado, en el puente de Kew, y se desplazaron, con enorme dificultad, en uno de esos carros que llaman charabanes, y Alice pensó que se iba a divertir muchísimo. Nada de eso. Apenas se habían dado los “buenos días” cuando la vieja señora Murry empezó a hablar de los Jardines de Kew y lo bonitos que debían ser, y que era mucho más práctico que ir hasta Hampton sin necesidad de gastar nada, sólo la molestia de cruzar el puente caminando. Después siguió diciendo, mientras esperaban el charabán, que siempre había oído decir que no había nada que ver en Hampton más que un montón de cuadros indecentes y mugrientos, y algunos que no eran aptos para ninguna mujer decente, mucho menos para una joven, y se preguntaba por qué la reina permitía que se exhibieran semejantes cosas, que llenaban de toda clase de ideas las cabezas ya de por sí ligeras de las muchachas. Y al decir esto la vieja odiosa miró tan feo a Alice que, como me contó después, le habría dado una bofetada si no hubiera sido una mujer mayor y la mamá de George. Luego se puso a hablar otra vez de Kew, diciendo lo maravillosos que eran los invernaderos, con palmeras y toda clase de maravillas, y una azucena del tamaño de una mesa de centro y la vista hacia el otro lado del río. George se portó muy bien, me contó Alice. Al principio estaba desconcertado, pues la anciana le había prometido fielmente que sería lo más linda del mundo, pero luego le dijo, amable pero firme: “Bueno, madre, pues habrá que ir a Kew otro día, porque a Alice le hace ilusión ir a Hampton el día de hoy, ¡y yo también lo quiero ver!”. Lo único que hizo la señora Murry fue resoplar y mirar a la muchacha con expresión avinagrada, y justo en eso llegó el charabán y tuvieron que subirse y encontrar lugar. La señora Murry se fue mascullando todo el camino hasta Hampton Court. Alice no podía entender muy bien lo que decía, aunque de pronto le parecía escuchar fragmentos de frases como: “Triste hacerse vieja con hijos sinvergüenzas” y “Honrarás a tu padre y a tu madre” y “Quédate en la repisa, le dijo la señora al zapato viejo y el hijo malvado a su madre” y “Yo te di leche y tú me das la espalda”. Alice pensó que debían de ser refranes (excepto el mandamiento, por supuesto), pues George siempre le había contado lo anticuada que es su mamá, pero dice que eran tantos, y todos dirigidos contra ella y George, que ahora piensa que la señora Murry de seguro los inventó mientras iban en el carro. Dice que sería típico de ella, por anticuada y también por mala gente, y más habladora que un carnicero el sábado en la noche. Bueno, pues al fin llegaron a Hampton y Alice pensó que tal vez el lugar le agradaría a la mujer y lo disfrutarían un poco. Sin embargo, se la pasó refunfuñando en voz alta, y la gente los volteaba a ver y una mujer dijo, para que la oyeran: “Pues bueno, ellos también serán viejos algún día”, y Alice se enojó mucho porque, como me dijo, ellos no estaban haciendo nada. Cuando le mostraron la avenida de castaños en el parque Bushey, dijo que era tan larga y recta que le resultaba muy aburrido verla y que le parecía que los venados (y ya sabes lo bonitos que son, en realidad) se veían flacos y deprimidos, como si les faltara que les dieran suficiente bazofia con mucho grano. Dijo que sabía que no estaban contentos por la expresión de sus ojos, lo cual parecía indicar que los cuidadores les pegaban. Fue igual con todo: dijo que recordaba mercados de plantas en Hammersmith y Gunnersbury que tenían una mejor selección de flores, y cuando la llevaron al lugar donde pasa el agua, debajo de los árboles, estalló diciendo que era muy duro que la hicieran caminar tanto para enseñarle un canal común y corriente, sin siquiera una barca para alegrarlo un poco. Así siguió todo el día, y Alice me contó que dio gracias cuando llegó a la casa y se libró de ella. ¿No te parece espantoso para la chica?

 

—Debe de haberlo sido, en verdad. Pero ¿qué ocurrió el domingo pasado?

—Eso fue lo más extraordinario de todo. Hoy en la mañana noté que Alice andaba muy rara; se tardó más de lo normal en lavar las cosas del desayuno y me contestó muy feo cuando le hablé para preguntarle cuándo estaría lista para ayudarme a lavar, y al entrar en la cocina para revisar algo, noté que estaba haciendo su trabajo un tanto malhumorada. Así que le pregunté qué le pasaba y ahí salió todo. Apenas podía creer lo que oía cuando masculló algo de que la señora Murry pensaba que le podía ir mucho mejor, pero le hice una pregunta tras otra hasta sacarle todo. Sólo demuestra lo tontas y cabezas huecas que son estas muchachas. Le dije que es como una veleta. Si lo puedes creer, la vieja horrenda se portó como una persona distinta cuando Alice fue a verla la otra noche. Por qué, no logro entenderlo, aunque así fue. Le dijo a la muchacha que es muy bonita; que tiene muy buena figura; que camina muy bien y que ha conocido a muchas muchachas ni la mitad de listas y bonitas que ella que ganan veinticinco libras al año y con buenas familias. Al parecer entró en toda clase de detalles e hizo complicados cálculos de lo que podría ahorrar “con gente decente, que no anda jorobando y pichicateando, y que en la casa no guarda todo bajo llave”, y luego empezó a decirle un montón de tonterías hipócritas sobre cuánto aprecia ella a Alice, y que ya puede irse a la tumba en paz, sabiendo lo feliz que será su querido George con una esposa tan buena, y que si ahorra con un buen sueldo eso la ayudará a poner una casita, y terminó diciendo: “Y si sigues los consejos de una anciana, cariñito, en poco tiempo escucharás las campanas nupciales”.

—Ya veo —dijo Darnell—. Y el resultado de todo esto, supongo, es que ahora la muchacha está muy a disgusto.

—Sí, es tan joven y tonta. Hablé con ella y le recordé lo desagradable que había sido la vieja señora Murry y le dije que podía cambiar de lugar, aunque podría ser un cambio para mal. Creo que en todo caso la convencí de pensarlo con calma. ¿Sabes qué es, Edward? Tengo una idea. Me parece que la malvada mujer trata de hacer que Alice nos deje para poder decirle a su hijo que es una inconstante, y supongo que entonces inventaría alguno de sus estúpidos refranes: “Esposa inconstante, vida penante”, o alguna tontería por el estilo. ¡Vieja horrenda!

—Vaya, vaya —dijo Darnell—, espero que no se vaya, por ti. Sería una gran molestia que tengas que buscar otra sirvienta.

Volvió a llenar su pipa y fumó con placidez, un tanto refrescado después del vacío y la carga del día. El ventanal francés estaba bien abierto y ahora por fin entraba un soplo de aire más enérgico que la noche había destilado de los pocos árboles aún vestidos de verde en ese árido valle. El canto que Darnell había escuchado embelesado, y ahora la brisa, que aun en ese suburbio seco y sombrío seguía trayendo noticia del bosque, habían convocado la ensoñación a sus ojos y meditaba acerca de cuestiones que sus labios no podían expresar.

—Sin duda debe ser una anciana malévola —dijo después de un tiempo.

—¿La vieja señora Murry? Por supuesto que sí, ¡es una vieja malvada! Tratando de sacar a la muchacha de un lugar cómodo, donde está feliz.

—Sí, ¡y que no le guste Hampton Court! Eso demuestra lo mala que debe ser, más que ninguna otra cosa.

—Es hermoso, ¿verdad?

—Jamás olvidaré la primera vez que lo vi. Fue poco después de que empecé en la Ciudad, el primer año. Tenía mis vacaciones en julio, y estaba recibiendo un salario tan pequeño que era impensable ir a la costa ni nada por el estilo. Recuerdo que uno de los otros empleados quería que lo acompañara a un tour de caminatas por Kent. Eso me hubiera gustado, pero el dinero no lo permitía. ¿Y sabes qué hice? En ese entonces vivía en la calle Great College, y el primer día de vacaciones me quedé en la cama hasta después de la hora de la comida y me pasé la tarde holgazaneando en un sillón con una pipa. Había conseguido un tipo de tabaco nuevo, de un chelín con cuatro el paquete de dos onzas, mucho más caro de lo que podía permitirme fumar, y lo estaba disfrutando inmensamente. Hacía un calor espantoso, y cuando cerré la ventana y bajé la persiana roja se puso peor; a las cinco, el cuarto era como un horno. Pero me alegraba tanto de no tener que ir a la Ciudad que nada me molestaba, y de repente me ponía a leer un poco de un extraño libro viejo que había sido de mi pobre papá. No podía entender mucho de lo que decía, aunque de alguna manera encajaba, y estuve leyendo y fumando hasta la hora del té. Luego salí a caminar, pensando que me vendría bien un poco de aire fresco antes de irme a acostar, y empecé a vagar, sin fijarme mucho por dónde iba, dando vuelta aquí y allá según mi capricho. Debo de haber caminado kilómetros y kilómetros, muchos de ellos en círculos, como dicen que hacen en Australia cuando se pierden en el matorral, y estoy seguro de que no habría podido repetir la misma ruta con exactitud ni por cualquier cantidad de dinero. El caso es que seguía en la calle cuando encendieron las luces, y los faroleros iban corriendo de un farol a otro. Fue una noche maravillosa: cómo quisiera que hubieras estado ahí, querida.

—En ese entonces yo era una muchachita.

—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, fue una noche maravillosa. Recuerdo que iba caminando por una callejuela llena de casitas grises idénticas, con albardillas y jambas de estuco; muchas puertas tenían una placa de latón, y una decía:“FABRICANTE DE CAJAS DE CONCHAS DE MAR”, y me dio mucho gusto, pues a menudo me había preguntado de dónde saldrían esas cajas y las cosas que uno compra en la playa. Unos niños jugaban en la calle con alguna u otra tontería, algunos hombres cantaban en el pequeño pub de la esquina y de casualidad volteé para arriba y noté que el cielo se había puesto de un color maravilloso. Desde entonces he vuelto a verlo, pero creo que nunca ha sido justo como se veía aquella noche, de un azul oscuro que resplandecía como una violeta, como dicen que se ve el cielo en otros países. No sé por qué, pero el cielo o algo me hicieron sentir raro; todo parecía cambiado de una manera que no podía entender. Me acuerdo de que le conté lo que había sentido a un señor de edad que conocía, amigo de mi pobre padre; lleva cinco años muerto, si no es que más. Y él me miró y me dijo algo sobre el país de las hadas; no supe de qué hablaba, y me atrevería a decir que no me había sabido expresar correctamente. Pero, ¿sabes?, por un momento o dos sentí que esa callejuela era hermosa y que el ruido de los niños y de los hombres en el pub parecía encajar con el cielo y volverse parte de él. ¿Recuerdas el viejo dicho de que uno “camina en el aire” cuando está contento? Bueno, pues de verdad así me sentía al caminar, no exactamente en el aire, ¿sabes?, pero como si el pavimento fuera de terciopelo o una alfombra muy suave. Y luego, supongo que todo fue mi imaginación, el aire parecía oler dulce, como el incienso en las iglesias católicas, y mi respiración se puso rara y entrecortada, como sucede cuando uno se emociona mucho por algo. Nunca antes ni después he sentido algo tan extraño.

Darnell se detuvo de pronto y alzó la vista hacia su esposa. Ella lo miraba con los labios entreabiertos, con ojos ansiosos y fascinados.

—Espero no estarte agotando, querida, con toda esta historia sobre nada. Tuviste un día difícil, preocupada por la tonta muchacha; ¿no sería mejor que te vayas a acostar?

—Ay, no, Edward, por favor. Ahora no me siento cansada. Me encanta oírte hablar así. Por favor, sigue.

—Bueno, pues después de caminar otro poco, ese sentimiento raro parecía desvanecerse. Digo otro poco, y en realidad pensé que habría caminado unos cinco minutos, pero había visto mi reloj justo antes de entrar en esa callejuela, y cuando lo volví a mirar ya eran las once. Debo de haber caminado más de doce kilómetros. Apenas podía creer lo que veía y pensé que de seguro mi reloj se había vuelto loco, aunque después descubrí que estaba perfectamente bien. No podía entenderlo y aún no puedo; te aseguro que el tiempo pasó como si hubiera caminado de un extremo de la calle Edna al otro. Y ahí estaba yo, en medio del campo abierto, con un viento fresco que soplaba desde un bosque y el aire lleno de suaves susurros, y las notas de los pájaros desde los arbustos y el canto del pequeño arroyo que pasaba por debajo del camino. Yo estaba parado en el puente cuando saqué mi reloj y encendí un cerillo para ver la hora, y de repente me di cuenta de lo extraña que había sido esa noche. Verás, todo era tan diferente a lo que había estado haciendo mi vida entera, en especial el año anterior, y casi parecía que yo no podía ser el mismo hombre que había estado yendo a la Ciudad cada mañanas y regresando cada tarde después de escribir un montón de cartas aburridas. Era como ser arrojado de pronto de un mundo a otro. Bueno, pues de algún modo encontré el camino de regreso, y mientras caminaba decidí cómo iba a pasar mis vacaciones. Me dije: “Voy a hacer un tour de caminatas igual que Ferrars, sólo que el mío será un recorrido de Londres y sus inmediaciones”, y ya tenía todo resuelto cuando entré en la casa como a las cuatro de la mañana y el sol estaba brillando, ¡y la calle casi tan tranquila como el bosque a medianoche!

—Creo que tuviste una idea estupenda. ¿Sí hiciste tu tour? ¿Compraste un mapa de Londres?

—Claro que hice mi tour. No compré un mapa; eso lo habría arruinado de algún modo; ver todo trazado, nombrado y medido. Lo que yo quería era sentir que estaba yendo a donde nadie había ido antes. Qué tontería, ¿no? Como si hubiera semejantes lugares en Londres o en Inglaterra, para el caso.

—Entiendo lo que dices: querías sentir como si estuvieras emprendiendo una especie de viaje de descubrimiento. ¿No es así?

—Exactamente: eso es lo que trataba de decirte. Además, no quería comprar un mapa. Yo hice un mapa.

—¿A que te refieres? ¿Hiciste un mapa en tu cabeza?

—Después te cuento eso. Pero ¿de veras quieres oír sobre mi gran tour?

—Por supuesto que sí; debe de haber sido encantador. Me parece una idea de lo más original.

 

—Bueno, a mí me parecía la gran cosa, y lo que acabas de decir del viaje de descubrimiento me recordó lo que sentía en ese entonces. De niño me gustaba enormemente leer sobre los grandes viajeros, supongo que como a todos los niños, y de marineros cuyo barco se desviaba de la ruta y se encontraban en latitudes donde ningún barco había navegado antes, y de la gente que descubría ciudades maravillosas en países extraños; y todo el segundo día de mis vacaciones me sentí igual que cuando leía esos libros. No me levanté hasta bastante tarde. Estaba muerto después de haber caminado tantos kilómetros; sin embargo, cuando acabé de desayunar y llené mi pipa, me divertí mucho de pensarlo. Era un tremendo disparate, ¿sabes? Como si pudiera haber alguna cosa nueva o maravillosa en Londres.

—¿Por qué no la habría?

—Pues no lo sé, aunque después he pensado que debo haber sido un muchacho bastante bobo. En todo caso, me divertí muchísimo planeando qué iba a hacer, medio haciendo de cuenta, justo como un niño, que no sabía dónde podría ir a parar ni qué podría ocurrirme. Y me complacía enormemente pensar que todo era mi secreto, que nadie más lo sabía y que, viera lo que viera, no se lo diría a nadie. Siempre había sentido lo mismo con los libros. Claro, me encantaba leerlos, pero me parecía que si yo hubiera sido un explorador, habría mantenido en secreto mis descubrimientos. Si hubiera sido Colón, y si hubiera sido posible hacerlo, habría descubierto América yo solo y nunca le habría dicho una palabra a nadie. ¡Imagínate! Qué hermoso sería caminar por tu ciudad, hablando con la gente, y todo el tiempo estar pensando que uno sabe de un gran mundo allende los mares que nadie se imagina siquiera. ¡Me habría encantado! Y era justo lo que sentía del tour que haría. Decidí que nadie debía saberlo, y así, a partir de aquel día hasta hoy, nadie ha oído una palabra.

—Pero ¿a mí sí me vas a contar?

—Tú eres diferente. Sin embargo, creo que ni siquiera tú escucharás todo; no porque no quiera, sino porque no puedo hablar de muchas de las cosas que vi.

—¿Las cosas que viste? ¿Entonces de verdad viste cosas maravillosas y extrañas en Londres?

—Bueno, sí las vi y no. Todo o prácticamente todo lo que vi sigue en pie y cientos de miles de personas han visto los mismos atractivos; después supe que muchos de los lugares eran bien conocidos por los compañeros de la oficina. Y luego leí un libro llamado Londres y sus alrededores. Pero, no me lo explico, ni los señores de la oficina ni los escritores del libro parecían haber visto las cosas que yo vi. Por eso dejé de leer el libro; parecía sacarle la vida, el verdadero corazón, a todo, volviéndolo tan seco y estúpido como los pájaros disecados en un museo.

”Pensé en lo que haría todo el día y fui a acostarme temprano, para estar fresco. En realidad, sabía maravillosamente poco de Londres aunque, excepto por alguna semana de vez en cuando, había pasado mi vida entera en la Ciudad. Desde luego conocía las calles principales, Strand, Regent, Oxford y demás, y sabía llegar a la escuela a la que había ido de niño y cómo llegar a la Ciudad, pero siempre andaba por los mismos senderos, como dicen que hacen los borregos en las montañas, y eso hacía que fuera tanto más fácil imaginarme que iba a descubrir un mundo nuevo.”

Darnell hizo una pausa en el flujo de su plática. Miró con atención a su esposa para ver si la estaba aburriendo, pero sus ojos lo contemplaban con vivo interés; casi podría decirse que eran los ojos de alguien que anhelaba y un poco esperaba ser iniciada en los misterios, que no sabían qué gran maravilla les sería revelada. Estaba sentada de espaldas a la ventana, enmarcada en el dulce crepúsculo de la noche, como si un pintor le hubiera puesto de fondo una cortina de pesado terciopelo y el trabajo que había estado haciendo se hubiera caído al piso. Apoyaba la cabeza en las dos manos, una a cada lado de su frente, y sus ojos eran como los pozos en el bosque que Darnell soñaba en la noche y en el día.

—Todos los relatos extraños que había oído en mi vida estaban en mi cabeza esa mañana —prosiguió, como si continuara con los pensamientos que habían llenado su mente mientras sus labios callaban—. Me había ido a acostar temprano, como te dije, para descansar bien, y había puesto mi reloj despertador para que sonara a las tres, para salir a una hora bastante extraña para iniciar un recorrido. Había un silencio en el mundo cuando desperté, antes de que sonara el reloj para levantarme, y luego un pájaro empezó a cantar y trinar en el olmo que había en el jardín de al lado, y miré por la ventana y todo estaba tranquilo, y el aire de la mañana entraba puro y dulce, como nunca antes me había tocado. Mi cuarto estaba al fondo de la casa y la mayoría de los jardines tenían árboles, y pasando estos árboles podía ver la parte de atrás de las casas de la siguiente calle elevándose como la muralla de una antigua ciudad, y mientras las veía salió el sol y la gran luz entró por mi ventana, y empezó el día.

”Y descubrí que cuando salí de las calles del entorno inmediato que conocía, volvió algo del sentimiento extraño que me había llegado dos días antes. No era para nada tan fuerte —las calles ya no olían a incienso—, pero lo suficiente para mostrarme lo extraño que era el mundo que iba recorriendo. Hay cosas que uno puede ver una y otra vez en muchas calles de Londres: una vid o una higuera en una pared, una alondra cantando en una jaula, un curioso arbusto floreciendo en un jardín, un tejado con una forma extraña o un balcón con una celosía de hierro fuera de lo común. Quizá difícilmente exista una calle donde no veas una u otra cosa de este tipo, pero esa mañana se presentaron ante mis ojos con una nueva luz, como si trajera puestos los anteojos mágicos del cuento de hadas, y al igual que el hombre en el cuento de hadas, seguí y seguí bajo esa nueva luz. Recuerdo haber atravesado terreno agreste en un lugar elevado; había estanques de agua que resplandecían en el sol y casonas blancas en medio de pinos oscuros que se mecían, y después, al trasponer la cima, llegué a una veredita que se desviaba del camino principal, una vereda que llevaba a un bosque, y en la vereda había una casita vieja y sombreada, con un campanario en el techo y un porche de celosías borrosas y desteñidas al color del mar; y en el jardín crecían altas azucenas blancas, iguales a las que vimos aquel día que fuimos a ver los cuadros antiguos: brillaban como la plata y llenaban el aire de su dulce aroma. Cerca de esa casa fue donde vi el valle y los lugares altos a lo lejos bajo el sol. Así que, como te digo, ‘seguí y seguí’ por bosques y campos, hasta que llegué a un pueblo en la cima de una colina, un pueblo lleno de casas viejas dobladas hasta el suelo bajo el peso de sus años, y la mañana era tan serena que el humo azul subía directo al cielo desde todos los tejados, tan silenciosa que oí abajo a lo lejos en el valle a un niño que cantaba una canción antigua por las calles de camino a la escuela, y cuando empecé a cruzar el pueblo que iba despertando, bajo las solemnes casas antiguas, las campanas de la iglesia empezaron a sonar.

”Fue poco después de haber dejado atrás ese pueblo que encontré el Camino Extraño. Lo vi bifurcarse del polvoriento camino principal y se veía tan verde que me desvié para seguirlo, y pronto sentí como si de veras hubiera entrado en otro país. No sé si era uno de los caminos que hicieron los antiguos romanos de los que solía contarme mi padre, pero estaba cubierto de un pasto profundo y suave, y los altos setos a cada lado parecían no haber sido tocados en cien años; estaban tan anchos, altos y silvestres que las ramas se tocaban por encima de mi cabeza y sólo percibía vislumbres por aquí y por allá del paisaje por el que estaba pasando, como pasa uno en sueños. El Camino Extraño me llevaba sin parar, subía y bajaba una colina; a veces los rosales estaban tan tupidos que apenas si podía abrirme paso entre ellos, y a veces el camino se ensanchaba tanto que era un prado, y en medio había un valle con un arroyo que cruzaba un viejo puente de madera. Yo estaba cansado y encontré un lugar suave y sombreado debajo de un fresno, donde debo de haber dormido muchas horas, pues cuando desperté ya era la tarde. Así que retomé la marcha y por fin el camino verde salió a una carretera, y levanté la vista y vi otro pueblo en un lugar elevado con una gran iglesia en medio, y cuando subí hasta allá había un gran órgano sonando en su interior y el coro estaba cantando.”

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