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La guardia blanca

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– No os encolericéis, linda paloma, dijo él con gran risa; sólo conseguiréis lastimaros. Lo dicho, bella Constanza, estáis en mis tierras y no saldréis de ellas sin pagarme el tributo de vuestra hermosura.

– ¡Soltad, villano! exclamó ella. ¿Es esta vuestra hospitalidad? ¡Antes la muerte que cederos! ¡Soltadme, ó si no!.. ¡Á mí, doncel! gritó desesperadamente al ver á Roger. ¡Amparadme, por Dios!

– Sí haré, exclamó el joven acudiendo en su auxilio. ¡Dejad libre á esa dama, que vergüenza debiera daros vuestra conducta!

El agresor dirigió á Roger una mirada centelleante, que denotaba su furor. Al joven le pareció en aquel momento el hombre más hermoso que había visto en su vida, por más que la ira contraía sus facciones acentuando su expresión algo siniestra.

– ¡Miserable loco! exclamó, sin soltar á la doncella, que se debatía inútilmente. ¿Osas darme órdenes? ¡Sigue tu camino, aléjate á toda prisa, si no quieres que te arroje de aquí á puntapiés! ¡Largo, te digo! Esta buena moza ha venido á visitarme y no quiero que me deje tan pronto. ¿No es así? dijo soltando el talle de la joven y asiéndola por una muñeca.

– ¡Mentís! gritó ella, é inclinándose rápidamente clavó los dientes en la mano que la apresaba.

Soltóla él, lanzando un rugido de dolor y la doncella corrió á guarecerse detrás de Roger.

– ¡Fuera de mis tierras, vagabundo! gritó furioso el otro. Por la pinta y el traje me pareces uno de esos ratones de sacristía que engordan en los conventos y no son ni hombre ni mujer. ¡Largo de aquí, antes que te corte las orejas, belitre!

– ¿Decís que son estas vuestras tierras? preguntó vivamente Roger, desoyendo amenazas é improperios.

– ¿Pues de quién han de ser, farsante, sino mías? ¿Por ventura no soy yo Hugo de Clinton, descendiente de Godofredo y de todos los señores que ha tenido Munster por más de trescientos años? ¿Pretendes disputármelo, falderillo? Pero no, que tú eres de una raza tan perezosa para trabajar como cobarde para habértelas con un hombre. ¡Huye ó te estrello!

– ¡Por piedad, no me abandonéis! exclamó temblando la llorosa doncella.

– No lo temáis, le dijo Roger resueltamente. Y vos, Hugo de Clinton, no debiérais olvidar, pues noble sois, que nobleza obliga. Deponed vuestro furor y dejad partir en paz á esta dama, como os lo pide encarecidamente, no un villano, sino un hombre tan bien nacido como vos.

– ¡Mientes! No hay en todo el condado quien pueda pretender nobleza cual la mía.

– Excepto yo, repuso Roger, que soy también descendiente directo de Godofredo de Clinton y de todos los señores que ha tenido Munster en los últimos tres siglos. Aquí está mi mano, continuó sonriendo; no dudo que ahora me daréis la bienvenida. Somos las dos únicas ramas que quedan del noble y antiguo tronco sajón.

Pero Hugo rechazó con una blasfemia la mano que le tendía Roger y en su rostro se dibujó una expresión de odio.

– ¿Es decir que eres el lobezno de Belmonte? Debí figurármelo y reconocer en tí al novicio hipócrita que no se atreve á contestar á la injuria con la injuria, sino con melosas palabras. Tu padre, á pesar de sus faltas, tenía corazón de león y pocos hombres le hubieran mirado á la cara en sus momentos de cólera. ¡Pero tú! ¿Sabes lo que le costaste á él y lo que me has arrebatado á mí? Mira aquellos pastos, y las siembras de la colina, y el huerto inmediato á la iglesia. ¿Sabes que todo eso y mucho más se lo arrebataron á tu padre moribundo los insaciables frailes, á cambio de hacer de tí un santurrón inútil en su convento? Por tí me robaron antes y ahora vienes tú en persona, probablemente para pedirme con tus lloriqueos otro pedazo de mi hacienda con que engordar á tus amigotes. Lo que voy á hacer es soltar los perros para que te acuerdes toda la vida de tu primera y última visita á Munster; y entre tanto, ¡abre paso!

Diciendo esto empujó á Roger violentamente y asió otra vez el brazo de su víctima. Pero toda idea de reconciliación había desaparecido de la mente del doncel, que acudió rápido en auxilio de la joven y enarbolando su grueso bastón gritó:

– ¡Á mí podréis decirme lo que queráis, pero hermano ó no, juro por la salvación de mi alma que os mato como un perro si no respetáis á esta dama! ¡Soltad, ú os parto el brazo!

El movimiento amenazador del garrote y la mirada y la expresión de Roger indicaban claramente que iba á hacerlo como lo decía. Era en aquel momento el descendiente de los nobles Clinton, convertido en temible paladín del honor de una dama. Su corazón latía con violencia y hubiera combatido hasta la muerte, no con uno sino con diez enemigos. Hugo comprendió inmediatamente con quién tenía que habérselas. Soltó el brazo de la doncella y miró á uno y otro lado buscando un arma cualquiera, un palo ó una piedra; y no hallándolos, se lanzó á la carrera en dirección de la casa, á la vez que aplicaba un silbato á sus labios y lanzaba prolongado y penetrante silbido.

– ¡Huid, por Dios! exclamó la joven. ¡Ponéos en salvo antes que vuelva!

– ¡No sin vos, por vida mía! dijo resueltamente Roger. Dejad que llame á cuantos perros quiera.

– ¡Venid, venid conmigo, pues! ¡Os lo ruego! insistió ella tirándole del brazo. Conozco á ese hombre y sé que os matará sin compasión…

– ¡Pues bien, huyamos! y asidos de la mano corrieron en dirección al bosque.

No bien había llegado la nueva pareja á los primeros árboles, vieron que Hugo salía de la casa apresuradamente; llevaba en la mano una espada desnuda que brillaba á los rayos del sol, pero no le seguían sus perros y se detuvo un momento á la puerta para soltar al mastín que allí tenía encadenado.

– Por aquí, dijo la joven, que al parecer conocía perfectamente el bosque. Por la maleza, hasta aquel fresno cuyas ramas se inclinan sobre el agua. No os ocupéis de mí, que sé correr tan ligeramente como vos. Y ahora, por el arroyo. Nos mojaremos los pies, pero hay que hacer perder la pista al perro, que probablemente es de tan mala ralea como su amo.

Diciendo esto, corría la hermosa doncella por el centro del arroyo, llevando posado en el hombro su asustado halcón, apartando rápidamente con las manos las ramas que le impedían el paso, saltando á veces de piedra en piedra y ganando terreno con ligereza tanta que á Roger le costaba trabajo seguirla. Admirábale aquella joven tan animosa, tan bella, á quien había salvado y que á su vez procuraba salvarle á él. Larga fué su carrera por el lecho del tortuoso arroyo, y cuando á Roger empezaba á faltarle el aliento, su hermosa guía se arrojó palpitante sobre la hierba, oprimiendo con ambas manos el agitado pecho. Roger se detuvo. Á los pocos momentos recobró la fugitiva su buen humor habitual, y sentándose, casi olvidada del peligro reciente, exclamó:

– ¡La Santa Virgen me proteja! Ved cómo me he puesto de agua y lodo. De esta hecha me encierra mi madre por una semana en mi cámara, haciéndome bordar mañana y tarde la famosa tapicería de los Siete Pares de Francia. Ya me amenazó con ello el otro día, cuando me caí en el estanque del parque. Y eso porque sabe que no puedo sufrir la tapicería y que mi gusto es correr por los campos y el bosque á pie ó á caballo.

Roger la contemplaba embelesado, admirando sus negros cabellos, el perfecto óvalo de su rostro, los alegres y hermosos ojos y la franca sonrisa que le dirigía y que demostraba su confianza en él. Por ella recordó Roger el peligro que los amenazaba.

– Haced un esfuerzo, dijo, y continuemos alejándonos. Todavía puede alcanzarnos y tiemblo, no por mí, sino por vos.

– Ha pasado el peligro, contestó ella. No sólo estamos fuera de sus tierras, sino que habiéndolo despistado tomando el arroyo, le es casi imposible hallarnos en este inmenso bosque. Pero decidme; habiéndole tenido á vuestra merced ¿por qué no lo matasteis?

– ¿Matar á mi hermano?

– ¿Y por qué no? dijo la resuelta doncella con expresión de cólera que dió nuevo encanto á su lindo rostro. Él os hubiera dado muerte sin vacilar. ¡Qué infame! De haber yo tenido en la mano el garrote ése, el vil Hugo de Clinton se hubiera acordado de mí.

– Demasiado siento lo que he hecho, dijo Roger sentándose junto á ella y ocultando el rostro entre las manos. ¡Dios me asista! En aquel momento perdí la serenidad, me olvidé de todo, y si tarda un momento más en soltaros… ¡Á mi único hermano, al hombre en cuya casa pensaba vivir y cuyo cariño ansiaba conquistarme! ¡Cuán débil he sido!

– ¿Débil? repuso ella. No creo que mi mismo padre os creyese tal, y eso que es severo cual ninguno en juzgar el valor y la entereza de los hombres. Pero ¿sabéis que no es nada lisonjero para mí el oiros lamentar lo que habéis hecho? Pensándolo bien, reconozco que una mujer, una extraña para vos, no debe separar á dos hermanos; y si queréis, volvamos pie atrás y haced las paces con Hugo entregándole á vuestra prisionera. Yo sabré deshacerme de él.

– Muy miserable y cobarde sería el hombre que tal hiciese. Lamento, sí, que vuestro agresor haya sido mi propio hermano, ¿pero entregaros? ¡Eso nunca!

– Bien está, dijo la doncella sonriéndose, y comprendo lo que os pasa. La verdad es que os presentasteis tan repentinamente como lo hacen los juglares en sus comedias; fuisteis el valiente campeón que salva á la afligida dama en los momentos en que va á devorarla el horrible dragón. Pero venid, dijo incorporándose, llamando al halcón y arreglando como pudo sus mojadas ropas. Salgamos al claro y es muy probable que encontremos á mi paje Rubín con Trovador, mi palafrén, á cuya caída debo yo todos mis percances de este día y el haberme visto en manos del ogro de Munster. Pero hacedme la merced de darme el brazo; estoy más cansada de lo que creía y casi tan asustada como mi pobre halconcillo. Mirad cómo tiembla. Él también está indignado de ver á su ama tan maltratada.

Roger oía con delicia la charla de la joven y la sostenía con su brazo todo lo posible, apartando las ramas y buscando en vano un sendero practicable.

 

– Callado estáis, señor campeón, le dijo al fin su alegre compañera. ¿No queréis saber quién soy ni oir mi historia?

– Si á vos os place contármela…

– Oh, si tan poco os interesa, lo mejor será guardármela…

– No, por favor, dijo él vivamente. Contad, que me desvivo por saber algo de vos.

– Pues bien, sabréis la historia, pero no el nombre. Algo he de otorgar al hombre que ha hecho de su hermano un enemigo, por culpa mía. Después de todo, Hugo dijo que venís derechamente del convento, de suerte que será esto á manera de confesión, como si fuerais un reverendo de barba blanca ¿eh? Sabed, pues, que vuestro pariente ha pretendido mi mano, no tanto, á lo que imagino, por prendas que no tengo, sino por los caudales que le aportaría su matrimonio con la hija única de… mi padre, porque ya os he dicho que no sabréis quién soy. No es mi padre excesivamente rico, pero sí hombre de alta alcurnia, valiente caballero, en verdad, guerrero famoso, á quien las pretensiones de ese hombre grosero y bellaco… ¡Perdonad! Olvidé que lleváis el mismo nombre.

– No importa; continuad, os lo suplico.

– De un mismo manantial suelen proceder arroyos muy distintos; turbio uno, claro y cristalino el otro, dijo ella prontamente. Abreviando, os diré que ni mi padre ni yo podíamos tolerar tales pretensiones, y que ese hombre violento y vengativo ha sido desde entonces nuestro enemigo. Temeroso mi padre del daño que pudiera causarme, me tiene prohibido cazar en toda la parte del bosque situada al norte del camino de Munster; pero esta mañana mi valiente halcón dió caza á una garza enorme y mi paje Rubín y yo olvidamos por completo el camino que seguíamos y la distancia recorrida, sin pensar más que en las peripecias de la caza. Trovador tropezó, por desgracia, lanzándome con violencia al suelo, y echando á perder mi falda, la segunda que llevo desgarrada y manchada esta semana, para mayor indignación de mi madre y dolor de Águeda, mi buena aya…

– ¿Y después? preguntó ansiosamente Roger.

– Entre el tropezón, mi caída, el grito que dí y las voces de Rubín, se asustó el caballo de tal manera que salió á escape, perseguido por el paje. Antes de que pudiera levantarme ví á mi lado al desairado pretendiente, quien me anunció que estaba en sus tierras y me ofreció cortésmente acompañarme hasta su casa, donde podría esperar con comodidad el regreso del paje. No me atreví á rehusar, pero muy pronto conocí por sus miradas y palabras que había hecho mal; quise tomar por el puente, me lo impidió descaradamente y después ¡Jesús me valga! no puedo pensar en sus soeces insultos sin estremecerme. ¡Cuánto os debo! Y cuando recuerdo que yo… ¡Qué asco!

– ¿Qué es ello? preguntó Roger admirado.

– Cuando recuerdo que mordí su mano, que posé mis labios sobre la carne del malvado, me parece haber sufrido el contacto asqueroso de una serpiente. Pero vos ¡cuán animoso y enérgico ante tan temible enemigo! Si yo fuera hombre me enorgullecería de actos como ese.

– Poca cosa cuando tan grande es el placer de serviros, contestó Roger, vivamente complacido al oir aquel elogio de tales labios. ¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer ahora?

– ¿Véis á lo lejos, allá abajo, aquel enorme tronco, junto al rosal silvestre? Pues ó mucho me engaño ó no tardará en llegar á él Rubín con los caballos, por ser ese el lugar donde me detengo á descansar en casi todas mis excursiones por estos rumbos. Después, á casa sin tardanza. Un galope de dos leguas secará completamente pies y ropas.

– Pero ¿qué hará vuestro padre?

– No le diré una palabra de lo ocurrido. Si le conocierais sabríais que no es posible desobedecerle sin atenerse á terribles consecuencias, y yo le he desobedecido. Él me vengaría, es cierto, pero no es en él en quien buscaré vengador. Día llegará, en justa ó torneo, en que un hidalgo quiera llevar mis colores al palenque y yo le diré que hay una afrenta pendiente, que su competidor está elegido y que es Hugo de Clinton. Ofensa lavada y un corazón villano de menos en el mundo… ¿Qué os parece mi plan?

– Indigno de vos. ¿Cómo podéis hablar de venganza y muerte, vos, tan joven y cándida, en cuyos labios sólo deberían oirse palabras de bondad y perdón? ¡Mundo cruel, que á cada paso me hace recordar el retiro y la paz de mi celda! Cuando así habláis me parecéis un ángel del Señor aconsejando seguir al espíritu del mal.

– Gracias mil por el favor, señor hidalgo, repuso ella soltando su brazo y mirándole severamente. ¿Es decir que no solo sentís haberme encontrado en vuestro camino sino que me llamáis en suma diablo predicador? Cuidado que mi padre es violento cuando se irrita, pero ni aun él me ha dicho jamás cosa semejante. Tomad ese camino de la izquierda, señor de Clinton, que yo no soy buena compañía para vos. Y haciéndole una seca cortesía se alejó rápidamente.

Sorprendido quedó el doncel y lamentando su inexperiencia que por dos veces le había hecho decir á la bella cosa muy distinta de lo que ansiaba expresar. Miróla tristemente, esperando en vano que se detuviera ó que con una mirada le anunciase su perdón; pero ella siguió bajando á buen paso el pendiente sendero, hasta que sólo se divisó á trechos entre las ramas su roja toquilla. Lanzando un profundo suspiro, tomó Roger la senda que ella le indicara y anduvo buen espacio con el corazón oprimido, repasando en la memoria todos los incidentes de aquel inolvidable encuentro. De pronto oyó á su espalda ligero paso y volviéndose vivamente se halló cara á cara con la hermosa, inclinada la frente, fijos en el suelo los ojos y convertida en imagen del más humilde arrepentimiento.

– No volveré á ofenderos, ni siquiera á hablar, dijo la joven, pero quisiera continuar en vuestra compañía hasta salir del bosque.

– ¡Vos no podéis ofenderme! exclamó Roger alborozado al verla. Lejos de eso, yo soy quien debí refrenar la lengua. Pero tened en cuenta, para perdonarme, que he pasado mi vida entre hombres y mal puedo saber cómo hablar á una mujer de suerte que ni aun ligeramente lleguen á disgustarla mis palabras.

– Así me gusta. Y ahora, completad vuestra retractación; decid que tenía yo razón al querer vengarme de mi ofensor.

– ¡Ah, eso no! contestó él gravemente.

– ¿Lo véis? exclamó triunfante y sonriendo la joven. ¿Quién es aquí el corazón duro é inflexible, el predicador severo, el que se empeña en que continuemos reñidos? Pues bien, cederé yo, porque lo que es vos habéis de seguir haciendo méritos hasta obtener, como os lo deseo, la mitra de obispo ó el capelo cardenalicio. Oidme; por vos perdono á vuestro hermano y tomo sobre mí toda la culpa de lo ocurrido, ya que yo misma fuí en busca del peligro. ¿Estáis contento?

– ¡Cuán dignas de vos son esas palabras! En ellas hallaréis sin duda más placer que en vuestras primeras ideas de venganza.

Movió ella la cabeza en señal de duda y al mirar á lo lejos lanzó una ligera exclamación que revelaba más sorpresa que placer.

– ¡Ah! dijo. Allí está Rubín con los caballos.

También los había visto el pajecillo, cuyos rubios y largos cabellos rizados rodeaban el gracioso rostro. Cabalgaba alegremente, llevando de la brida el blanco palafrén causa involuntaria de las aventuras de su dueña.

– ¡Os he buscado en vano por todas partes, mi señora Doña Constanza! gritó agitando en el aire la emplumada gorra. Trovador no se detuvo hasta El Castañar, añadió echando pie á tierra y teniendo el estribo á su ama; y aun así, trabajo me costó cogerlo. ¿Os ha sucedido algo desagradable? Estaréis cansada ¿verdad?

– Nada me ha sucedido, Rubín, gracias á la cortesía de este doncel, dijo, mientras el paje miraba atentamente á Roger. Y ahora, señor de Clinton, continuó, tomando la rienda y montando ligeramente, no quiero separarme de vos sin deciros que os habéis conducido hoy como honrado caballero y sin daros las gracias. Sois joven y no os creo rico; quizás mi padre pueda serviros en vuestra carrera futura, cualquiera que sea. Es respetado de todos y tiene amigos poderosos. ¿No me diréis cuáles son vuestros proyectos, ahora que no podéis contar con vuestro hermano?

– ¿Proyectos? Ninguno; no puedo tenerlos. Sólo dos amigos cuento fuera de la abadía de Belmonte y de ellos me separé esta mañana. Quizás pueda reunirme con ellos en Salisbury.

– ¿Y qué han ido á hacer allí?

– Uno de ellos, bravo soldado, lleva importante mensaje al castillo de Monteagudo para el barón León de Morel…

Una alegre carcajada de la hermosa hizo enmudecer al sorprendido joven, que momentos después se vió solo en medio del camino, contemplando la nube de polvo que levantaban los caballos. Llegados á una pequeña eminencia, detuvo la dama su corcel y le envió amistosa señal de despedida. Allí permaneció Roger inmóvil hasta que perdió de vista á su linda compañera. Después tomó lentamente el camino del pueblo, con ideas y sentimientos muy distintos de los del inexperto mancebo, casi un niño, que pocas horas antes había dejado aquel mismo camino por el atajo del bosque.

CAPÍTULO X
UN CAPITÁN COMO HAY POCOS

PENSANDO iba Roger que ni podía regresar á Belmonte en el término de un año, ni asomar por las inmediaciones de la casa paterna sin que su atrabiliario hermano le echase los perros encima; y que por consiguiente se hallaba en el mundo á la ventura, sin saber qué hacer y harto escaso de recursos para continuar viajando y gastando, sin oficio ni beneficio. Con los diez ducados de plata que el buen abad había depositado en su escarcela podría vivir escasamente un mes, pero no doce. Su única esperanza era reunirse cuanto antes á los dos camaradas por quienes sentía el afecto que ellos también le habían mostrado. Apretó pues el paso, y corrió á trechos, comiendo el pan que llevaba en el zurrón y apagando la sed en los cristalinos arroyos que halló á su paso.

Al cabo de una hora tuvo la fortuna de alcanzar á un leñador que con su hacha al hombro llevaba la misma dirección que él, lo que le evitó perder más tiempo y aun extraviarse en los numerosos senderos que cruzaban el bosque. No fué muy animada la conversación entre ambos, pues el leñador sólo platicaba sobre asuntos de su oficio, la calidad de tales ó cuales maderas y las reyertas entre trabajadores de éste ó aquel villorrio, al paso que Roger no podía apartar de su imaginación el recuerdo de la encantadora desconocida. Tan distraído y preocupado iba que su compañero acabó por callarse, hasta que torció á la izquierda por el sendero de El Castañar, dejando á Roger en el ancho camino de Salisbury.

Algunos pordioseros, un correo del rey, varios leñadores y otras personas que encontró en su camino le indicaron la proximidad del poblado. También vió pasar á un jinete corpulento, de luenga y negra barba, que llevaba un rosario de gruesas cuentas en la mano y enorme espadón pendiente del cinto. Por la forma y color del hábito y la estrella de ocho puntas bordada en la manga reconoció en él á uno de los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, cuyo maestre residía en Bristol. El joven viajero recibió descubierto y reverente la bendición del hospitalario, lleno de admiración por aquella famosa orden, sin saber que á la sazón había adquirido ya gran parte de las cuantiosas riquezas de los templarios y que los un tiempo humildes y desinteresados caballeros de San Juan preferían ya las comodidades de sus palacios á las aventuras y peligros de la campaña contra los infieles del Oriente.

El sol se había ocultado tras negras nubes y á poco empezó á llover. Un frondoso árbol cercano ofrecía el mejor refugio y bajo sus ramas se cobijó Roger, aun antes de oir la cordial invitación de dos viajeros que le habían precedido y que sentados al pie del árbol tenían delante media docena de arenques salados, un pan moreno y una bota que después resultó estar llena de leche fresca y no de vino. Eran dos jóvenes estudiantes de los muchos que por aquella época se veían no sólo en las grandes ciudades sino en los caminos y ventorrillos de casi toda Inglaterra. Disputaban más que comían y saludaron alegremente al recienllegado.

– ¡Venid aquí, camarada! dijo uno de ellos, bajo y rechoncho. Vultus ingenui puer. No os asuste la cara de mi compañero, que como dijo Horacio, fœnum habet in cornu; pero es más inofensivo de lo que parece.

– No rebuznes tan fuerte, Colás, repuso el otro, que era enteco y alto. Si á citar vamos á Horacio, recuerda aquello de loquaces si sapiat… ó como diríamos en buen inglés, huye de los charlatanes como de la peste. Y á fe mía, que de seguir todos el consejo habías de verte tú solo en el mundo.

– ¡Buena lógica, buena! Como de costumbre, te enredas en tus propios argumentos y te caes de bruces, dijo Colás con gran risa. Primera premisa: los hombres deben huir de mi locuacidad. Segunda: tú estás aquí comiendo arenques mano á mano conmigo. Ergo, tú no eres hombre. Que es lo que se quería demostrar, Florián amigo, y lo que yo me tenía muy sabido; que eres un monigote y no un nombre.

 

Roger y Florián se rieron de buena gana y el primero se sentó junto á los polemistas.

– Ahí va un arenque, compañero, dijo Florián; pero antes de participar de nuestra espléndida hospitalidad, tenemos que imponeros ciertas condiciones.

– La que á mí más me interesa, repuso Roger jovialmente, es que con el arenque venga también una rebanada de pan.

– ¿Lo ves, gandul? preguntó Colás al otro estudiante. ¿No te he dicho cien veces que el ingenio y la gracia en el decir me rodean como un aura sutil y que nadie se me acerca sin dar á poco muestras evidentes de la agudeza que en mí rebosa? Tú mismo eras el mostrenco más zafio que he conocido en toda mi vida, pero en la semana que llevas conmigo has hecho ya dos ó tres juegos de palabras muy pasables y esta mañana un comentario asaz agudo, que yo no tendría inconveniente en aceptar por mío.

– Como lo harás á la primera oportunidad, socarrón, para pavonearte con plumas ajenas. Pero decidme, amigo, ¿sois estudiante? Y siéndolo ¿venís de las aulas de Oxford ó de las de París?

– Algo he estudiado, contestó Roger, pero no en esas grandes universidades, sino con los monjes del Císter, en su convento de Belmonte.

– ¡Bah! poco y malo probablemente. ¿Qué diablos de enseñanza pueden dar allí?

– Non cui vis contingit adire Corinthum, observó Roger.

– ¡Toma y vuelve por otra, hermano Florián! Pero dejémonos de discusiones y á comer se ha dicho, que se enfrían los arenques y el pan amenaza convertirse en guijarro y la leche en requesón.

Lo cual no impidió que mientras Roger comía renovasen los otros sus argucias y que á poco menudeasen argumentos y sofismas y lloviesen las citas latinas y griegas, escolásticas y evangélicas, silogismos, premisas, inferencias y deducciones. Sucedíanse las preguntas y respuestas como los golpes de incansables espadas sobre fuertes escudos. Por fin, aplacóse un tanto Colás, mientras su compañero siguió perorando, triunfante y engreído.

– ¡Ah, ladrón! gritó de pronto. ¡Te has comido mis arenques!

– Y muy ricos que estaban, contestó Colás con sorna. Pero eso es parte de mi argumentación, el esfuerzo final, la peroratio, que dicen los oradores. Porque amigo Florián, siendo cosas las ideas, como lo acabas de dejar muy bien sentado y probado, no tienes más que pensar ó idearte un par de arenques rollizos y conjurar un frasco de leche de dos azumbres, con lo cual quedará tu estómago tan satisfecho y tan campante.

– ¿Con que esas tenemos, eh? Buen argumento, bueno, pero hay que contestarlo; y haciendo y diciendo atizó al rubicundo Colás una bofetada que lo hizo caer de espaldas. Y ahora, continuó, levantándose, imagínate que no te has llevado ese revés y verás cómo ni te duele, ni vuelves á robar arenques.

El estudiante santiguado agarró el garrote de Roger y en poco estuvo que le rompiese un hueso á su compañero. Por fin consiguió Roger ponerlos en paz, y habiendo cesado la lluvia se despidió de aquellos divertidos polemistas. No tardó en divisar grupos de cabañas, campos cultivados y una que otra granja; pero el sol se acercaba á su ocaso cuando el viajero vió á distancia la elevada torre del priorato de Salisbury. Alegróse de llegar al término de su viaje por aquel día, y mucho más cuando al rodear las tapias de un huerto descubrió á Simón y Tristán, sentados muy sosegadamente sobre un árbol caído.

Ninguno de ellos notó su presencia porque dedicaban toda su atención á la partida de dados que tenían empeñada. Acercóse Roger muy quedamente y observó con sorpresa que Tristán tenía cruzado á la espalda el arco de Simón y ceñida la espada de éste y que entre los dos, como si fuese la puesta de la próxima jugada, se hallaba el casco del arquero.

– ¡Maldición! exclamó éste al mirar los dados. ¡Uno y tres! No he tenido suerte peor desde que salí de Rennes, donde perdí hasta los borceguíes. À toi, camarade.

– Cuatro y tres, dijo Tristán con voz de bajo profundo. Venga el capacete. Y ahora te lo apuesto contra tu coleto, arquero.

– ¡Apostado! Pero como siga la mala racha voy á llegar al castillo en camisa. ¡Voto á sanes! Bonita facha para un embajador. ¡Hola! gritó levantándose apresuradamente al ver á Roger y echándole los brazos al cuello; mira quién nos ha caído de las nubes, recluta.

No menos complacido que el arquero quedó Tristán, pero se limitó á abrir la bocaza y entornar los ojos, que era su manera de sonreirse, procurando con ambas manos ponerse el casco de Simón sobre la enorme melena roja.

– ¿Vienes á quedarte con nosotros, petit? preguntó el veterano, dando golpecitos en la espalda de Roger.

– Por lo menos así lo deseo, respondió éste, conmovido ante la cariñosa acogida de sus amigos.

– ¡Bravo, muchacho! Juntos iremos los tres á la guerra, y que el diablo se lleve la veleta del convento de Belmonte. Pero ¿dónde te has metido, que vienes de barro hasta las rodillas?

– En un arroyo, dijo Roger; y tomando la palabra les refirió los incidentes de su jornada, el ataque del bandolero, su encuentro con el rey, la recepción que le hizo su hermano y el rescate de la hermosa cazadora. Escuchábanle los otros atentamente, pero no había acabado su relato, que hacía andando entre los dos amigos, cuando Simón volvió pie atrás y se alejó dando resoplidos.

– ¿Qué os pasa, arquero? gritó Roger corriendo tras él y echándole mano al coleto. ¿Á dónde váis?

– Á Munster. ¡Suelta, muñeco!

– Pero ¿qué váis á hacer allí?

– Meterle seis pulgadas de hierro á tu hermanito en la barriga. ¡Cómo! ¡Insultar á una doncella inglesa y azuzar los perros contra su hermano! Pues ¿para qué tengo yo esta espada? Digo, no, que la tiene el gandul ese de Tristán y se la voy á quitar ahora mismo.

– ¡Á mí, Tristán! ¡Échale mano! gritó Roger riendo á carcajadas y tirando de Simón. Ni ella ni yo sufrimos un rasguño. ¡Venid, amigo! y entre los dos lograron por fin ponerlo de nuevo en dirección de Salisbury. Sin embargo, anduvo buen trecho con la cara hosca, hasta que divisó una fresca labradora y le envió con un beso una sonrisa.

– Pero vamos á ver, dijo Roger. ¿Cómo es que el soldado no lleva ahora consigo las herramientas de su oficio? Y tú Tristán ¿qué haces con arco, espada y casco en tiempo de paz?

– Te diré. Es un juego que el amigo Simón se empeñó en enseñarme.

– Y el bribón resultó maestro, gruñó el arquero. Me ha desplumado como si hubiese caído en manos de los ballesteros del rey de Francia. Pero ¡por mis pecados! que me has de devolver esos trastos, amigo, si he de cumplir la misión de Sir Claudio Latour, y te los pagaré como nuevos, á precio de armero.

– Aquí tienes todo lo que te he ganado y no hables de pagármelo, dijo Tristán. Mi único deseo era llevar encima esos arreos por un rato, para tomarles el peso, ya que en Francia y España he de llevarlos á diario por algunos años.

– Ma foi, has nacido para soldado y buen compañero, exclamó regocijado Simón. Eso es hablar y portarse como se debe. ¡Bien, recluta! ¿Quién ha visto jamás arquero sin arco? Descuida, que yo te procuraré uno tan bueno como éste, allá en el ejército. Pero ¡mirad! Á la derecha del priorato se destaca la torre parda y cuadrada del castillo en la eminencia, y aun á esta distancia me parece distinguir en la bandera que allí ondea el rojo corzo de las armas de Monteagudo.

– Rojo en campo blanco, dijo Roger, pero no sé si es corzo, león ó águila. ¿Qué es aquello que brilla sobre el muro? En la almena, debajo de la bandera.