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La guardia blanca

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– Hombres, caballos, armas y arreos, todo esto es magnífico, Roger, y digno de la atención que le dedicas, dijo el veterano. Nuestro valiente capitán está furioso porque hemos cruzado los montes sin andar á flechazos ni lanzadas, pero ó mucho me engaño ó esta campaña de Castilla le proporcionará tantas ocasiones de combatir como pueda pedirle el cuerpo, antes de que volvamos á emprender la marcha hacia el norte. Dicen en el ejército que Enrique de Trastamara puede lanzar contra nosotros cuarenta mil soldados, sin contar las lanzas francesas de Duguesclín y que todos ellos han jurado morir antes que ver á Don Pedro otra vez en el trono de Castilla.

– Pero nuestro ejército es también numeroso y aguerrido.

– Veinte y siete mil hombres por junto y en tierra extraña. Pero atención, mon petit, que aquí llega Chandos en persona con su compañía y tras ella pendones y escudos entre los que reconocerás á lo mejor de nuestra nobleza.

Mientras hablaba Simón había desfilado ante ellos fuerte columna de arqueros, seguidos de un portaestandarte que llevaba en alto el pendón de Chandos. Cabalgaba éste á corta distancia, revestido de armadura completa á excepción del casco con luengas plumas blancas, que sostenía sobre el arzón uno de los escuderos de su escolta. Cubría sus blancos cabellos un birrete de terciopelo color de púrpura y un paje le llevaba la poderosa lanza. Sonrióse complacido al ver el estandarte de las cinco rosas que ondeaba sobre la aldehuela y con una señal de despedida tomó tras sus arqueros el camino de Pamplona.

Á corta distancia de él iban mil doscientos caballeros ingleses, cuyos almetes, petos y armas relucían al sol, formando deslumbrador escuadrón, escoltado por Lord Audley en persona con sus seiscientos arqueros y los cuatro renombrados escuderos que tamaña gloria conquistaran en Poitiers. Doscientos jinetes pesadamente armados precedían al duque de Lancaster y su brillante séquito, en el que descollaban cuatro heraldos cuyos luengos tabardos llevaban bordadas sobre el pecho las armas reales. Á uno y otro lado del joven príncipe cabalgaban los dos senescales de Aquitania, Guiscardo de Angle y Esteban Cosinton, portando el primero la bandera del ducado y el segundo la de San Jorge. Más allá, en cuanto del camino abarcaba la vista, se extendía sin cesar columna tras columna, como un río de acero, dominado por airosas cimeras, gonfalones y blasonados escudos.

Gran parte de aquel día permaneció absorto el buen Roger en la contemplación de los lúcidos escuadrones y compañías que ante él desfilaron, á la vez que escuchaba atento los nombres que citaba y los interesantes comentarios que hacía el veterano Simón, hasta que los últimos hombres de armas hubieron desaparecido en los profundos desfiladeros de Roncesvalles, con dirección á los llanos de Navarra.

En compañía del duque de Lancaster llegaron á Pamplona, con la vanguardia inglesa, los reyes de Mallorca y de Navarra y el impaciente Don Pedro de Castilla. También se contaban allí apuestos caballeros gascones, procedentes de Aquitania y de Saintonge, de La Rochelle, Quercy, el Lemosín, Agenois, Poitou y Bigorre, con los pendones y fuerzas de sus distritos respectivos. Y no es de omitir el numeroso contingente del país de Gales, bajo la bandera escarlata de Merlín. Allí también el anciano duque de Armagnac con su sobrino el señor de Albret, los de Esparre, Breteuil y tantos más.

Al cuarto día todo el ejército quedó acampado en el valle de Pamplona y el príncipe inglés convocó á sus jefes á consejo en el palacio real de la antigua capital de Navarra.

CAPÍTULO XXX
LA GUARDIA BLANCA EN EL VALLE DE PAMPLONA

MIENTRAS se celebraba el consejo de guerra en Pamplona hallábase acampada la Guardia Blanca en las afueras de la ciudad, entre las compañías del jefe gascón La Nuit y del flamenco Ortingo, y allí se divertían tirando la espada, luchando cuerpo á cuerpo como antiguos gladiadores ó mostrando su habilidad en el manejo del arco, para lo cual les servían de blanco escudos colocados sobre las cercanas eminencias del terreno. Los arqueros bisoños se adelantaban formados en filas y tendían cuidadosamente los grandes arcos, en tanto que los veteranos como Yonson, Reno, Simón y otros seguían con atención el vuelo de las flechas, comentando, aplaudiendo ó corrigiendo los esfuerzos de los tiradores. Tras ellos se agrupaban muchos ballesteros de La Nuit y del Brabante, que observaban con interés el ejercicio á que se entregaban sus aliados ingleses.

– ¡Bravo, Gerardo! dijo el viejo Yonson á un mocetón de ojos azules y rubio cabello que con labios entreabiertos y fija mirada, seguía la dirección de la flecha que acababa de lanzar. Ahí la tienes en el centro del blanco, y así lo esperaba desde que la ví salir de tu mano. ¡Buen arquero, muchacho!

– Tirad siempre de la cuerda lentamente y por igual y soltad la flecha sin mover la mano, pero de pronto, dijo Simón. Y acordaos de que esas reglas son ley lo mismo cuando tiréis al blanco que cuando tras del escudo se os venga encima un jinete lanza en ristre ó espada en alto, dispuesto á partiros el alma. Pero ¿quién es ése que agarra el arco como un cayado y que hace tantas muecas para apuntar?

– Es Sabas, de Bristol. ¡Oye tú, Sabas! gritó Vifredo, no dobles el espinazo, hijo, ni saques la lengua, que maldito lo que eso te ayudará para poner la flecha en el blanco. Levanta esa cara tan fea que Dios te ha dado, tente tieso, y extiende bien el brazo izquierdo, sin moverlo; ahora tira despacio de la cuerda con la derecha.

– Á fe mía, que más entiendo yo de manejar la espada y la pica que el arco, dijo Reno, pero he llevado tantos años entre arqueros que recuerdo haber presenciado prodigios. Buenos tiradores hay aquí, pero no como algunos que recuerdo.

– ¿Ves aquello? preguntó Yonson al veterano, extendiendo el brazo hacia una bombarda que á no gran distancia se alzaba sobre su poco airosa cureña. Pues la culpa la tienen esos armatostes, con sus humaredas y sus rugidos. Ante ellos van desapareciendo poco á poco los arqueros de la buena escuela. Y es maravilla que tan gentil guerrero como nuestro príncipe lleve consigo esas sucias máquinas, que ojalá revienten todas con mil demonios.

– Para arqueros de primer orden algunos que teníamos en el sitio de Calais, observó Simón. Recuerdo que en una de las muchas salidas un genovés levantó el brazo y lo agitó como amenazándonos. Diez de nuestros muchachos le soltaron en el acto otras tantas flechas, y cuando descubrimos después su cadáver se vió que tenía ocho de ellas clavadas en el antebrazo.

– Pues yo os diré, repuso Vifredo, que cuando los franceses nos cogieron el galeón Cristóbal y lo anclaron á doscientos pasos de la playa, dos arqueros de marca, Robín y Elías, no necesitaron más de cuatro flechas para cortar el cable del ancla como con un cuchillo, de suerte que por poco se estrella el galeón contra las rocas y á los de á bordo los asaeteamos de lo lindo.

– Buenos tiempos aquellos y mejores arqueros, en verdad, dijo Reno, pero á bien que ahí está Simón Aluardo, tan perito como el que más; y cuanto á tí, Yonson, como si no te hubiera visto yo ganarte el buey gordo allá en Fenbury, cuando te lo disputaron en el tiro al blanco los primeros arqueros de Londres.

Habíalos estado escuchando muy atentamente, apoyado en su ballesta, un robusto flamenco de penetrante mirada y atezado rostro, cuyo traje y porte revelaban á un oficial subalterno de las tropas del Brabante.

– No comprendo, dijo dirigiéndose á los arqueros ingleses, por qué os gusta tanto la percha esa de seis pies de largo, que os hace tirar y esforzaros como mulos de carga, cuando yo con el molinete de mi ballesta obtengo sin molestia los mismos resultados.

– Buenos tiros de ballesta han visto mis ojos, contestó Simón, pero permitidme deciros, camarada, que comparando vuestra arma con el arco me parece una bicoca propia de mujeres, que pueden dispararla con tanta facilidad y tanto acierto como vos.

– Mucho habría que decir sobre eso, repuso bruscamente el flamenco. Pero desde luego aseguro que con mi ballesta hago yo lo que ninguno de vosotros con el arco.

– ¡Bien dicho, mon garçon! exclamó Simón. El buen gallo canta siempre alto. Pero á los hechos me atengo y como yo he practicado muy poco con el arco en estos últimos tiempos, ahí está el viejo Yonson, que sabe hacer bien las cosas y sostendrá contra vos el honor de la Guardia Blanca.

– Un galón de vino del Jura apuesto por el arco, dijo Reno, y por mis barbas que preferiría apostarlo de buena cerveza de Londres si tal hubiera por estas tierras.

– ¡Apostado! exclamó el ballestero. Lo que no veo, continuó mirando rápidamente en derredor, es un blanco que merezca tal nombre, pues yo no he de perder el tiempo tirando á esos escudos, buenos para ejercitar reclutas.

– El tío ese es el mejor tirador de las compañías aliadas, dijo en voz baja á Simón un hombre de armas inglés. Esta misma mañana oí decir de él que fué quien derribó malherido al condestable de Borbón.

– Respondo de Yonson, á quien he visto manejar el arco durante veinte años, contestó Simón. ¿Qué tal, viejo mío? ¿Te resuelves á demostrar á este camarada lo que vale un arco inglés?

– Á buena parte vienes, Simón, como si para lances tales valiera más un arquero machucho, por bueno que haya sido, que uno de esos zánganos mozos con ojos de lince y puños de hierro. Pero en fin, déjame tomarle el tiento á ese arco tuyo, Roldán, que me parece de los buenos. Escocés de construcción, no hay más que verlo, ligero y flexible á la vez que poderoso. No, esas flechas no; una de aquellas, tres plumas por banda y punta estrecha y larga.

– Esas son las que á mí me gustan, marrullero, dijo Simón.

– ¿Estáis pronto? preguntó el ballestero, poniendo cuidadosamente en su arma un grueso dardo.

 

La noticia de la prueba que se preparaba había cundido por el campo y numerosos espectadores de las diferentes compañías formaban extenso semicírculo detrás de los dos justadores. La mirada del ballestero se fijó de pronto en una cigüeña que trasponiendo lejana colina continuó su perezoso vuelo en dirección al campamento. Al acercarse divisaron todos un punto negro que se cernía á grande altura, y que muy pronto conocieron era un milano en seguimiento de su víctima. Aterrorizada la cigüeña llegó á unos cien pasos de los arqueros y el ave de rapiña empezó á trazar pequeños círculos, como si se preparase á caer sobre ella, cuando el ballestero, apuntando rápidamente, atravesó con su dardo á la pobre cigüeña. Casi al mismo tiempo tendió Yonson su temible arco y la flecha detuvo en su vuelo al milano, que empezó á caer velozmente; alzóse gran clamoreo de los espectadores, que aplaudían ambas proezas; pero la aprobación de todos se trocó en asombro al ver que Yonson ponía apresurado otra flecha en su arco apenas disparada la primera y apuntando horizontalmente clavaba á su vez una saeta en la infeliz cigüeña, casi en los momentos de dar ésta con su cuerpo en el suelo. Un grito unánime de los arqueros, resonante expresión de triunfo, acogió aquella doble hazaña de su camarada, á quien abrazó estrechamente Simón, que danzaba de gozo.

– ¡Ah, viejo lobo! gritó. Esta la celebraremos juntos vaciando un azumbre de lo bueno. No contento con el milano habías de ensartar también la cigüeña. ¡Por las barbas del gran turco! ¡Otro abrazo!

– Buen tirador sois, á fe mía, dijo gravemente el ballestero, pero no habéis probado serlo mejor que yo. Apunté á la cigüeña y dí en el blanco; nadie hubiera podido hacer más.

– No pretendo aventajaros como tirador, repuso Yonson, pues conozco vuestra fama; pero sí quería demostrar que con el arco es posible hacer lo que no hubierais podido realizar con vuestra ballesta en igual tiempo, dado el que necesitáis para armarla y disparar por segunda vez.

– Cierto es ello, pero ahora me toca á mí enseñaros una ventaja de la ballesta sobre el arco. Tended el vuestro cuanto podáis y lanzad la flecha lo más lejos que alcance. Mi dardo la dejará muy atrás. Marca las distancias, Arnaldo, clavando en tierra una pica á cada cien pasos y espérate junto á la quinta para recoger y traerme mis dardos.

Hízolo así el soldado y momentos después partía silbando la flecha de Yonson.

– ¡Más allá de la cuarta pica! gritó Simón.

– ¡Bravo, Yonson! exclamaron los arqueros.

– ¡Cuatrocientos veinte pasos! dijo un ballestero que con Arnaldo acababa de medir la distancia exacta y llegó corriendo al grupo.

– Pues ahora veréis cómo vuela un buen dardo del Brabante, dijo tranquilamente el ballestero.

– ¡Por la cruz de Gestas! gruñó Tristán, ha caído cerca de la quinta pica.

– ¡No, más allá, más allá! gritaron entusiasmados los flamencos.

– ¡Quinientos ocho pasos! voceó Arnaldo y repitieron todos con asombro.

– ¿Cuál de las dos armas vence ahora? preguntó orgullosamente el ballestero.

– En el tiro á distancia, la vuestra lleva la ventaja, lo confieso, replicó Yonson cortésmente.

– ¡Poco á poco! gritó en aquel punto nuestro amigo Tristán con un vozarrón tremendo y adelantándose hasta llegar junto al engreído ballestero. Este arco que aquí véis alcanza más lejos que esa maquinaria vuestra, con molinillo y todo, y os lo voy á probar ahora mismo. ¿Preferís tirar otra vez?

– Me atengo á los quinientos ocho pasos de mi último dardo.

– Pues allá va el mío camino de los seiscientos, dijo el gigantesco arquero tendiéndose en el suelo, poniendo un pie en cada extremo de su arco y tirando vigorosamente de la cuerda, después de colocar en ella larguísima flecha.

– Vas á hacer un pan como unas hostias, gandul, le dijo Simón. ¿De cuándo acá pretendes tú superar á los arqueros veteranos?

– Calma, Simón, que esta es una treta mía y yo sé lo que me hago.

– ¡Bien por Tristán! ¡Rompe el arco si es preciso, camarada! vocearon los arqueros.

– ¿Quién es aquel imbécil que está allí plantado, camino de mi flecha? preguntó Tristán alzando la cabeza y mirando hacia la última pica.

– Es mi soldado Arnaldo, que marca el lugar donde cayó mi dardo y sabe que allí nada tiene que temer de vos, dijo el ballestero.

– ¿No? ¡Pues que Dios lo perdone! exclamó Tristán tendiéndose de nuevo en el suelo, afirmando los pies y tirando de la cuerda hasta hacer crujir el arco. ¡Allá va!

El silbido de la flecha se oyó á gran distancia; el medidor del terreno se arrojó de cara al suelo y levantándose enseguida echó á correr en dirección opuesta al grupo que formaban los tiradores.

– ¡Aprieta, Tristán! ¡Si no se tira al suelo no lo cuenta! ¡Bien, muchacho! exclamaron los arqueros.

¡Mon Dieu! No he visto jamás proeza igual, dijo el de Brabante.

– Lo dicho, es una treta mía con la cual me he ganado muy buenos cuartillos de cerveza allá en las ferias de Hanson, repuso Tristán levantándose y sonriendo satisfecho.

– La flecha ha caído á ciento treinta pasos más allá de la quinta pica, dijeron varios arqueros y soldados.

– ¡Seiscientos treinta pasos! Es un tiro descomunal, pero nada prueba á favor de vuestra arma, robusto amigo, porque para llegar á tal distancia os habéis convertido vos mismo en arco y eso no era lo pactado.

– ¡No deja de ser verdad lo que decís! asintió Simón riéndose. Pero probados ya el tiro al blanco y el de distancia, voy á demostraros á mi vez cómo el arco gana á la ballesta en fuerza de penetración. ¿Véis aquel escudo, en la altura? Es de roble recubierto de cuero. Clavad en él vuestro dardo lo más profundamente que podáis.

– Allá va, dijo el ballestero, á quien imitó Simón después de ensebar con cuidado la punta de su flecha.

– Tráeme el escudo, Elías, dijo Simón á un arquero.

Cariacontecidos quedaron los ingleses y grande fué la risa de los de La Nuit y Brabante al ver que el sólido escudo sólo tenía el dardo del ballestero clavado profundamente y ni señales de la flecha de Simón.

– ¡Por vida de los tres reyes! exclamó el flamenco. Ni siquiera habéis dado en el blanco, seor inglés.

– ¿No, eh? replicó el veterano con sorna; y dando vuelta al escudo señaló en la cara interior de éste un pequeño agujero. ¿Véis esto? Pues es que ha sucedido lo que yo esperaba; vuestro dardo ha quedado atarugado en el roble á poco de atravesar el cuero, en tanto que mi flecha ha horadado el escudo de parte á parte.

El semblante del oficial reveló su humillación y su disgusto, pero antes de que pudiera despegar los labios llegó al galope Roger, que dirigiéndose á los arqueros les dijo:

– Nuestro capitán el barón de Morel me sigue de cerca y quiere hallar reunidos á sus soldados para darles en persona una buena noticia.

Arqueros y hombres de armas se calaron á toda prisa los cascos, endosaron cotas de malla y coletos, asieron sus respectivas armas y en dos minutos quedó perfectamente formada la Guardia Blanca. Poco después llegó el barón al trote de su brioso corcel y contempló con evidente satisfacción el marcial aspecto de su gente.

– Soldados, les dijo, vengo á anunciaros que la Guardia Blanca acaba de ser objeto de un alto honor. El príncipe nos ha elegido para formar la vanguardia y seremos los primeros en atacar al enemigo. Si alguno de vosotros vacila en este momento…

– ¡Os seguiremos hasta el último! ¡Viva nuestro capitán! gritaron á una los arqueros.

– Bien está. ¡Por San Jorge! no esperaba menos de vosotros. Nos pondremos en marcha mañana al despuntar el día, y montaréis los caballos de la compañía Loring, que por ahora queda incorporada á la reserva. Hasta mañana.

Los arqueros rompieron filas con mil exclamaciones de contento, palmoteando y abrazándose como si acabasen de ganar una victoria. Contemplábalos sonriente el barón cuando cayó sobre su hombro una pesada mano y volviéndose halló el rostro coloradote y mofletudo de Sir Oliver Butrón.

– ¡Aquí tenéis otro recluta, caballero andante! le dijo el rollizo guerrero. Acabo de saber que seréis el primero en marchar camino del Ebro y con vos me largo aunque no queráis.

– ¡Bienvenido, Oliver! Vuestra compañía, á más de gustosa, es honra para mí.

– Pero debo confesaros con franqueza que tengo para ello una razón poderosa…

– Sí, vuestro deseo de hallaros siempre donde hay peligros que correr y lauros que conquistar.

– No precisamente…

– ¿Qué buscáis, pues?

– Gallinas.

– ¿Eh?

– Os explicaré. Hasta ahora hemos debido de tener por vanguardia una partida de gentes famélicas, á juzgar por la limpia de vituallas que han hecho en todo el camino. Desde que salimos de Dax trae á la grupa mi escudero un saco de exquisitas trufas, pero estad seguro de que no hallaremos una sola gallina ni un mal pollastre con que comerlas mientras no dejemos atrás á esos voraces merodeadores. Y hé aquí por qué, mi buen León, me alisto desde ahora bajo vuestra bandera, con trufas y todo.

– ¡Siempre el mismo, Oliver! dijo el barón riéndose de la salida de su amigo é invitándolo á entrar en su tienda.

CAPÍTULO XXXI
DE CÓMO TRISTÁN Y EL BARÓN HICIERON DOS PRISIONEROS

DOS días de acelerada marcha llevaron al barón y su gente á la orilla opuesta del rápido Arga y más allá de Estella, hasta dejar atrás los valles y las cañadas de Navarra y hallarse frente al anchuroso Ebro, en cuyas riberas se alzaban numerosos caseríos. Durante toda una noche contemplaron los sorprendidos habitantes de Viana el paso del río por aquella tropa, que hablaba una lengua extraña á sus oídos y cuyas armas y equipo llamaban no menos poderosamente su atención. Desde aquel momento se hallaba la Guardia Blanca en tierra de Castilla y la próxima jornada los dejó en un pinar cercano á la ciudad de Logroño, en el cual se detuvieron para tomar hombres y caballos el muy necesitado descanso, mientras los jefes celebraban consejo presidido por el barón.

Tenía éste consigo á los señores Guillermo Fenton, Oliver de Butrón, Burley, llamado el caballero andante de Escocia, Ricardo Causton y el conde de Angus, distinguidos todos ellos entre los primeros caballeros del ejército. Componían el resto de la fuerza sesenta hombres de armas veteranos y trescientos veinte arqueros. Don Enrique de Trastamara, rey de Castilla, se hallaba acampado con su ejército á unas diez leguas de distancia en dirección á Burgos, según informes suministrados al barón por numerosos espías. Por éstos supo también que el monarca castellano mandaba poderosa hueste de cuarenta mil infantes y veinte mil caballos.

Largas fueron las deliberaciones del consejo, y aunque Fenton y Burley sostuvieron que la misión de la vanguardia quedaba bien cumplida por entonces, pues habían averiguado la posición y número del enemigo, y que era temeridad continuar allí con sólo cuatrocientos hombres, entre un ejército de sesenta mil y un caudaloso río, prevaleció la opinión del señor de Morel y otros caballeros, que no querían repasar el Ebro sin ver á un solo enemigo ni intentar hazaña ó aventura por arriesgada que fuese.

Continuaron, pues, la marcha, protegidos por la obscuridad de la noche y guiados por un pastor de cuya guarda se encargó Reno, empezando por atarle sólidamente una muñeca con recia cuerda cuyo otro extremo aseguró al arzón de su silla. Momentos después de amanecer, cuando ya el paso por aquellas breñas iba haciéndose harto difícil, les anunció temblando su guía que en la obscuridad había perdido el camino; palabras que indignaron á los arqueros más próximos, sospechosos de una traición y que á punto estuvo de costar la vida al pastor, cuando repentino toque de cornetas y tambores reveló á los expedicionarios la inmediación del enemigo.

– ¡Habla, villano! ¿Qué significa ese rumor? preguntó en buen castellano el señor de Fenton al tembloroso guía.

– ¡Ya sé dónde estamos! exclamó éste. El ejército acampa en aquel valle. Salgamos de esta cañada y desde esa altura que á la izquierda queda veréis las tiendas del rey.

Tomó Fenton ladera arriba, siguiéronle sigilosamente los otros y al llegar á la cumbre miraron con precaución el barón y los caballeros por entre rocas y matorrales.

El cuadro que el inmediato valle ofreció á su vista los dejó atónitos. Frente á ellos se extendía una gran llanura cubierta de verde hierba y por la que serpenteaban dos riachuelos. En todo el valle, hasta donde alcanzaba la vista, millares de blancas tiendas, adornadas muchas de ellas con enseñas y pendones de los altivos señores castellanos y leoneses. Á gran distancia, en el centro de aquella improvisada ciudad, una tienda mayor y más vistosa que todas las restantes era sin duda la vivienda del monarca. El toque que habían oído los ingleses era la primera llamada matutina; el campamento despertaba, numerosos soldados salían de las tiendas, dirigiéndose unos al riachuelo más cercano y preparando y encendiendo otros multitud de fogatas que empezaron á desprender columnas de humo.

 

Largo rato continuaron en acecho los ingleses y vieron que algunos grupos de nobles castellanos, montando sus hermosos corceles y seguidos de pajes que llevaban halcones y azores adiestrados, se preparaban á entregarse á su ejercicio favorito de la caza. Á su lado corrían y saltaban grandes lebreles.

– Arrogantes galanes, á fe mía, dijo Simón á Roger, que olvidado de todo contemplaba con embeleso espectáculo tan nuevo para él.

– Lo que yo pienso, dijo á su vez Tristán, es que si pudiera apoderarme de uno de aquellos alegres jinetes y hacerle pagar rescate, podría también comprarle a mi madre un par de vacas…

– No seas cernícalo, Tristán, repuso Simón. Dí más bien que con el rescate podrías comprar una hermosa granja inglesa y diez aranzadas de terreno á orillas del Avón.

– ¿Sí? Pues allá voy á traerme uno de ellos, exclamó Tristán haciendo ademán de bajar al valle y en voz tan alta que llamó la atención de Morel.

– Nadie se mueva, ordenó éste. Quitáos los cascos y bajad las armas para que el brillo del acero á los rayos del sol no llame la atención del enemigo. Aquí hemos de aguardar ocultos hasta la noche.

Así lo hicieron, temiendo verse descubiertos y aniquilados de un momento á otro, cosa que pareció inevitable cuando á eso de mediodía vieron subir por el sendero del valle á un apuesto caballero, ligeramente armado, que montaba un caballo blanco y llevaba posado sobre el puño izquierdo un halcón. El cazador siguió trepando hasta llegar á la cumbre, obligó á su caballo á trasponer la valla natural que formaban los arbustos y cuando menos lo esperaba se halló rodeado de los extraños guerreros allí ocultos. Lanzando una exclamación de sorpresa y despecho hizo volver grupas á su caballo, derribó éste á los dos arqueros que intentaban detenerlo é iba ya á lanzarse al galope hacia el valle, cuando caballo y caballero se vieron detenidos bruscamente por las férreas manazas de Tristán. Un momento después yacía el jinete derribado en el suelo.

– Rescate tenemos, dijo Tristán.

– Si no me engaño, arquero, dijo el barón adelantándose después de mirar atentamente al sorprendido cautivo, acabas de hacer prisionero al noble caballero español Don Diego de Álvarez, á quien tuve la honra de ver un tiempo en la corte de nuestro príncipe.

– Don Diego soy, repuso el caballero, y preferiría mil veces la muerte á verme hecho prisionero en una emboscada y por las villanas manos de un arquero… Tomad vos mi espada, señor capitán.

– Poco á poco, caballero, dijo el barón. Sois prisionero del soldado que os ha hecho cautivo, mozo valiente y honrado. Potentados de más alto rango que vos hanse visto antes de ahora prisioneros de arqueros ingleses…

– ¿Qué rescate pide ese hombre? interrumpió el castellano.

– Pues yo, dijo titubeando Tristán cuando le hubieron traducido la pregunta, quisiera unas cuantas vacas, y una casita aunque fuese pequeña, con su huerto y…

– ¡Basta, basta! dijo el barón con gran risa. Déjame arreglar este asunto por tí, arquero. Todo lo que el soldado quiere, Don Diego, puede comprarse con dinero, y creo que cinco mil ducados no es mucho pedir por la libertad de tan renombrado caballero.

– Le serán pagados.

– Me veo obligado, eso sí, á reteneros entre nosotros por algunos días, y á pediros permiso para usar vuestra armadura, escudo y caballo en una expedición que proyecto.

– Mi arnés, armas y caballo vuestros son por la ley de la guerra.

– Pero os serán devueltos. Coloca centinelas, Simón, ahí en la entrada del paso y una guardia de arqueros con armas preparadas por si algún otro caballero nos visita.

Pasaron las horas y los ingleses siguieron vigilando todos los movimientos de la gran hueste enemiga. Al caer la tarde se notó gran agitación en el campo y luégo fuertes clamores y el toque de cien cornetas. No tardó en descubrirse la causa; por el camino más lejano del punto donde se hallaban agazapados los arqueros llegaba una fuerte columna, nuevos refuerzos para el ejército castellano.

– ¡El diablo me lleve, dijo por fin Burley, si al frente de esos caballos no ondea el estandarte con la doble águila de Duguesclín!

– Así es, dijo el de Angus, y con él los caballeros franceses alistados en Bretaña y Anjou.

– Cuatro mil jinetes lo menos, repuso Guillermo Fenton. Y allí veo al gran Bertrán en persona, junto á su bandera. El rey Enrique sale á su encuentro con heraldos, caballeros y pendones. Vedlos que juntos se dirigen hacia la tienda real.

En tanto el barón de Morel había revestido la armadura de su prisionero Don Diego y tan luego se puso el sol dió orden á su gente de preparar las armas.

– Señor de Fenton, dijo, he resuelto intentar no pequeña empresa y os he elegido para mandar á nuestros soldados en una salida y sorpresa al campamento castellano. Antes saldré yo con dirección al centro del campo, con sólo mi escudero y dos arqueros. Caed sobre el enemigo cuando me veáis llegar á la tienda del rey. Dejaréis veinte hombres aquí, en el sendero que parte de la cañada, y regresaréis apresuradamente á este mismo lugar después de vuestro rápido ataque.

– ¿Qué proyectáis, Morel?

– Después lo veréis. Roger, me seguirás llevando por la brida un caballo de repuesto. Que vengan con nosotros, bien montados, los dos arqueros que nos acompañaron en nuestro viaje por Francia, y en quienes tengo confianza absoluta. Dejarán aquí sus arcos y ni ellos ni tú diréis palabra, aunque os hablen en el campo. ¿Estás pronto?

– Á vuestras órdenes, señor barón, dijo Roger.

– ¡Y también nosotros! exclamaron Simón y Tristán, montando y adelantándose á su vez.

– En vos confío, Fenton, dijo el barón. Si Dios nos protege hemos de vernos reunidos otra vez aquí antes de una hora. ¡Adelante!

Montó el barón el blanco caballo de Don Diego de Álvarez, y salió tranquilamente de su escondite seguido de sus tres compañeros. Llegados al valle hallaron multitud de grupos de soldados y caballeros castellanos y franceses que fraternizaban, por entre los cuales pasaron sin que su presencia llamase la atención, y deslizándose entre las filas de tiendas no tardaron en hallarse frente á la que ostentaba el estandarte real. En aquel momento estallaron grandes gritos de sorpresa y terror á la izquierda del campo, hacia donde se dirigieron velozmente millares de infantes y jinetes y muy pronto se oyó á lo lejos el rumor de furioso combate. Á excepción de algunos centinelas y pajes, cuantos se hallaban cercanos á la tienda real habían desaparecido, voceando y arma en mano, en dirección al lugar de la lucha.

– ¡He venido aquí á apoderarme del rey! dijo entonces el barón á los suyos; y lo conseguiré ó pereceré en la demanda.

Roger y Simón cayeron en seguida sobre los hombres de armas que guardaban la puerta y los tendieron á los pies de sus caballos. Desmontaron rápidamente, como ya lo había hecho el barón y los tres se precipitaron en la tienda espada en mano, seguidos un momento después por Tristán que se había encargado de asegurar los cinco caballos cerca de la puerta. Oyéronse gritos y choque de armas dentro de la tienda y á los pocos instantes volvieron á salir los audaces guerreros, tintas en sangre las espadas y llevando Tristán á cuestas el cuerpo ricamente ataviado de un hombre desvanecido ó muerto, que en un abrir y cerrar de ojos quedó asegurado sobre el caballo de repuesto. Poco costó al barón y sus soldados, una vez montados, dispersar á los pajes y servidores del rey que los rodeaban, y se lanzaron al galope en dirección á la colina donde esperaban refugiarse.

El inesperado y furioso ataque de Guillermo Fenton con sus cuatrocientos arqueros había llevado á medio campamento una confusión espantosa y sembrado la muerte á su paso. Multitud de jinetes castellanos corrían en todas direcciones, sin hallar al enemigo, confundiéndolo en la obscuridad con sus aliados los franceses. En tanto el barón, Roger y los dos arqueros con su cautivo salían del campo por otro lado, sin hallar á su paso más que dos á tres grupos de soldados, que sorprendieron y dispersaron fácilmente. Los pocos que dieron en perseguirlos retrocedieron á toda prisa al llegar á la cañada y oir las cornetas y atabales que allí tocaban furiosamente los veinte arqueros emboscados al efecto. Los perseguidores, como lo había previsto el barón, creyeron que una gran fuerza inglesa, quizás todo el ejército del Príncipe Negro, había tomado posesión de aquellas alturas. Lo mismo sucedió cuando poco después llegaron á escape y perseguidos los jinetes mandados por Sir Guillermo Fenton, sin que el enemigo se atreviera á continuar la persecución en la espesura, donde evidentemente se hallaban emboscados los ingleses en considerable número.