Kostenlos

Tristán o el pesimismo

Text
0
Kritiken
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

–Como tú quieras—dijo Tristán devolviéndole con creces su apretón—. No olvidaré jamás tu generoso proceder y que te debo la felicidad.

Se separaron. Aquella breve escena dejó en el corazón de Tristán una alegría suave, íntima que se advertía en su mirada. Mas era el sino de este joven que jamás pudiera perdurar en él la calma. En cuanto se mezcló a los invitados advirtió un grupo de señoritas que rodeaban al marquesito del Lago y con él parecían divertirse. Este muchacho, de excelente natural, dócil, modesto y respetuoso siempre, tenía el defecto de beber más de lo conveniente en todos los banquetes y festejos a que asistía. Se le había metido sin duda en la cabeza que era de rigor en tales casos. Y en cuanto tenía en el cuerpo algún vino de más perdía aquél su natural reservado y se transformaba en un charlatán insufrible. Unas cuantas jóvenes se complacían en burlarse de él haciéndole soltar un chorro de simplezas.

En cuanto el marquesito divisó a Tristán desde el centro del grupo en que se hallaba apartó a las damas bruscamente y se vino hacia él diciendo en voz alta:

–¡Aquí llega el novio! ¡Aquí está el hombre feliz…! Déjeme usted darle un abrazo (y le abrazó en efecto)… Me parece, amigo Aldama, que en este momento no le abrazo a usted solamente sino al matrimonio completo.

Aquella salida hizo reír a las damas. A Tristán le causó malísimo efecto.

–Usted es un sabio, amigo Aldama, y si yo hubiera adivinado que estudiando bien el latín y las matemáticas llegaría a casarme con una mujer tan guapa como la suya no hubiera sido tan zángano, me hubiera aplicado más.

–Aún está usted a tiempo—manifestó Tristán.

–¿Para casarme con su mujer?

Las damas rieron a carcajadas.

–¡Hombre, no!—replicó Tristán haciendo esfuerzos por reír también—. Eso ya no puede ser mientras yo esté vivo, pero aplicándose, y aun sin aplicarse, hallará usted una mujer más guapa.

–Usted me permitirá que le diga una cosa, amigo Aldama… ¿Verdad que me lo permitirá…? Pues bien, su novia es muy guapa, es guapísima…, yo no he encontrado nunca otra más guapa. ¿He dicho algo? ¿Eh, eh? ¿He dicho algo…?

El marquesito con la faz congestionada y los ojos un poco extraviados hacía guiños maliciosos y metía su cara por la de Tristán.

–Usted me permitirá que le diga otra cosa, ¿verdad que me lo permitirá…? Sí, sí, me lo permite usted… Pues bien, amigo Aldama, usted es muy sabio, tiene mucho talento, pero ¿qué falta le hace a ella el talento? ¿No le parece a usted?

–Yo no tengo talento, es usted demasiado amable—profirió Tristán visiblemente molesto ya.

–Sí, sí; lo tiene usted…, pero don Tristán, es usted demasiado tristón para ella… Esa niña merecía un marido más alegre…, así como yo, por ejemplo…

Tristán se puso pálido repentinamente. Las señoras, aunque no podían adivinar todo el efecto que tales palabras debían producir en el novio, comprendieron que aquel chico se estaba volviendo asaz insolente. Se apresuraron, pues, a cortar la conversación llevándolo consigo a otra parte. Tristán los miró alejarse inmóvil con la frente fruncida y los ojos cargados de cólera.

Mientras tanto Clara, vestida con un sencillo traje de viaje, hacía ya para él los últimos preparativos. Una de las doncellas se acercó a ella y le dijo:

–Ahí abajo está el tío Leandro con los pastores y los guardas que piden por favor que les permitan despedirse de la señorita.

–¡Ya lo creo que iré!—respondió Clara apresurándose a bajar a la gran cocina del sótano.

Allí estaban en efecto los pastores y dos guardas jurados con sus sombrerotes de fieltro en la mano. El tío Leandro, el hombre más grave y sentencioso de toda la comarca, estaba al frente de ellos y habló de esta manera:

–Perdone nuestra ama a estos probes que la hayan incomodao. Hacíasenos muy cuesta arriba no verla antes que se nos fuese para siempre a los Madriles y más entovía no decirle nuestros sentires. La señorita se va y nos deja… Pues hati cuenta que pa nosotros cayó la noche encima y que no amanece más. ¿Verdad, amigos…? Vosotros bien sabéis que cuando allá por detrás de los chaparros y las matas sonaban los tiros que disparaba la señorita, cuando oíamos su voz llamando a los perros, al que más y al que menos de nosotros le bailaba el corazón dentro del pecho como si quisiera salir a su encuentro. Y cuando la veíamos aparecer entre los árboles más galana y más fresca que una azucena de mayo, no hubo nunca un lucero en el cielo que nos pareciese más hermoso. No la veremos ya con su carabina maja corriendo por el monte y por las eras, pero dende aquí en adelante las piedras que ella haya pisao, las fuentes en que haya bebió, las sombras en que hacía alto para descansar serán para nosotros sagradas como si allí hubiese puesto sus pies benditos la mesma Virgen del Carmen.

Clara escucha ruborizada estas nobles palabras y murmura:

–Gracias, gracias, tío Leandro… Gracias todos. Jamás les olvidaré y espero que pronto nos hemos de ver.

Y volviéndose a un criado añadió:

–Ve al comedor y bájame champagne y cigarros. Quiero que ustedes beban una copa y fumen un cigarro a mi salud y a la de mi marido.

Estas últimas palabras las pronunció con un acento de orgullo y ternura a la vez que mostraban bien clara la alegría que rebosaba de su inocente corazón.

Vino el champagne y los cigarros, se destapó una botella y luego otra, y la misma desposada lo escanció y lo sirvió a sus servidores. El tío Leandro, con una copa del vino chispeante en la mano, tomó de nuevo la palabra.

–No se hizo este regalo, nuestra ama, pa la boca de los probes. Ni sabemos gustarlo, ni sabemos estimarlo. Pero ya no nos moriremos sin probar cómo sabe el vino de los ricos. Y cuando alguna vez oigamos esos tiros tan alegres que suenan en el café y dentro de las casas, podremos decir: «Gracias a nuestra ama hemos sentido también dentro del cuerpo esa descarga.» Bendita sea la mano que sabe dar cosas tan buenas y que no arrepara a quién las da. Amigos, bebamos a la salud de nuestra señorita; pidamos a Dios que el esposo nuestro amo la haga tan feliz como merece, que si lo hace, tan estimado será entre nosotros como el arcángel San Rafael.

Estas graves palabras determinaron una explosión en la cocina, donde se habían congregado también criados y criadas y mozos de labranza. Con las mejillas encendidas y los ojos brillantes de entusiasmo todos la colman de bendiciones, todos piden al cielo dicha interminable para la caritativa señorita. Las mujeres más atrevidas se abalanzan a ella y le besan las manos, los hombres agitan sus sombreros y de sus gargantas salen hurras y vivas que estremecen gozosamente el recinto.

Clara, conmovida hasta saltársele las lágrimas, de todos se despide, sube por la escalerilla y todavía desde lo alto les envía con su hermosa mano un beso de despedida.

Sin embargo, arriba ya estaban buscándola su hermano y Tristán. El coche enganchado esperaba a la puerta. Don Germán les dice al oído algunas palabras y les ordena que cada uno por su lado se dirijan a la puerta sin llamar la atención de los convidados. Así lo hacen, pero cuando ya han subido al carruaje, alguien les hace traición; los invitados se enteran, se lanzan a los balcones y les hacen una delirante ovación.

El coche era un faetón tirado por seis mulas rojas que habían sido adquiridas por don Germán en diversas ferias de España. No poco trabajo y dinero le había costado juntarlas tan iguales. Pero ahora este soberbio tiro causaba la admiración de los transeúntes, cuando enjaezado a la calesera con madroños verdes entraba por las calles de Madrid. Los novios habían resuelto ir en coche para evitarse la curiosidad de la gente en la estación: además, la hora de los trenes no les pareció conveniente.

Las seis mulas de tostado lomo corrían arrastrando a la pareja feliz hacia su nido. Los gritos de júbilo de los invitados y la rapidez de la marcha los embriagó por unos instantes: permanecían mudos sin saber qué decirse. Pero Tristán volvió los ojos hacia su esposa y le clavó una larga mirada de amor apasionado y tierno. Ella bajó la suya. El joven le tomó una de sus manos, la llevó a los labios y en voz queda comenzó a cantarle al oído el himno del amor acompañado de los chasquidos del látigo y del tintineo de los cascabeles. Era Tristán elocuente, poseía una imaginación viva. Clara con los ojos cerrados y una leve sonrisa divina esparcida por su rostro no se hartaba de oírle.

Cuando llegaron a Madrid anochecía. Las calles rebosaban de gente: las luces de los faroles comenzaban a encenderse y despedían una claridad blanca azulada al chocar con la del crepúsculo. La gran ciudad abrasada por el calor del día se preparaba con gozo a refrescarse. La muchedumbre discurría por las aceras. Ya no se veían aquellos rostros rojos y fruncidos que pasan rápidos en el centro del día buscando sombra. Ahora se dilataban gozosos, sonrientes, contemplando los escaparates bajo la luz blanca y fantástica de los arcos voltaicos. El coche de los novios hacía volverse a todos y le seguían con la vista curiosos y admirados hasta que se perdía a lo lejos.

A los balcones de su piso de la calle del Arenal estaban ya asomados desde hacía más de dos horas los criados, la cocinera, las dos doncellas y el criado. En cuanto divisaron el coche se apresuraron a bajar al portal y los recibieron humildes, agasajadores.

Tristán y Clara, tímidos y embarazados, recorrieron las habitaciones de la casa, pequeñas comparadas con las del suntuoso hotel que acababan de dejar, pero amuebladas con refinado gusto y coquetería. Clara lo hallaría todo precioso aunque fuese mucho peor. Pero la cocinera ardía en deseos de mostrarles hasta dónde llegaban los primores de su arte. Antes que se hubiesen reposado convenientemente fueron invitados a comer y los jóvenes aceptaron no como señores de la casa, sino como huéspedes, dejándose dirigir por los criados. La comida fue alegrísima. Tristán esperaba que el criado volviese la espalda llevándose los platos para robar algunos besos a su mujercita. Cuando terminaron y hubieron tomado el café con algún espacio, Tristán propuso salir a tomar el fresco y dar una vuelta por casa de sus tíos y ver a los niños, pues aquéllos con Araceli no vendrían del Sotillo hasta la mañana siguiente. La primera doncella se opuso: los señoritos habían madrugado; luego el viaje no tenía más remedio que haberles fatigado; debían acostarse temprano. ¿Qué iban a hacer sino someterse? Pero en aquel instante sonó el timbre de la puerta. Un joven que traía un bulto debajo del brazo quería verles. Era García, el peludo García, que dejando su bulto sobre una silla corrió a abrazar a Tristán y a dar la mano a Clara. No pudo conseguir aquél que fuese a su boda y no insistió mucho en la invitación por delicadeza, comprendiendo que el motivo de rehusar era el no poseer traje adecuado. No había podido venir antes porque tenía una lección en aquella misma hora y tuvo luego que ir a casa por aquel encarguito. El encarguito, que se apresuró a destapar, era nada menos que un barómetro con caja de madera barnizada, que ofrecía a su amigo como regalo de boda. Lo había comprado en un bazar, le había costado seis duros y había estado dos meses privándose de café para ello. Tristán no pudo reprimir una sonrisa de lástima y le preguntó que por qué se había molestado. Pero Clara con la intuición de las esposas amantes que adivinan a primera vista cuáles son los amigos verdaderos y los falsos de sus maridos encontró el regalo precioso y no se hartaba de alabarlo. Mostrose con García amable y cordial, de tal modo que el pobre opositor a cátedras al poco rato hubiera andado de cabeza por ella.

 

Arrimaron las butacas al balcón abierto y fumaron un cigarro. García, que estaba haciendo oposiciones a una cátedra de Retórica en Pontevedra, les enteró del curso de ellas a conciencia, con toda exactitud. No le quedó en el cuerpo un solo pormenor. «—Alvarez, que es muy largo, muy sutil me dice:—¿Cree el señor García que Cervantes escribió con pureza el idioma castellano?—Yo que le vi venir en seguida le respondo: Distingamos: ¿Qué entiende el señor Alvarez por escribir con pureza un idioma? ¿Es acaso aceptar en absoluto como un esclavo todos sus giros y locuciones? Pues en ese caso Cervantes no fue un escritor castizo de su tiempo porque pululan en su obra inmortal los italianismos…»

Y el pobre chico sin dar paz a la lengua les encajaba las objeciones de sus contrarios y sus respuestas victoriosas y el efecto que ellas habían producido en el tribunal. Valera se había rascado la cabeza con señales de alegría y Cañete le había dirigido una sonrisa de aprobación.

Del aspecto teórico pasó después al práctico y narró con prolijidad todas las intrigas, todas las arterías de que se valían sus contrarios para arrancarle la cátedra. Particularmente Alvarez, el infecto Alvarez no reparaba en valerse de los medios más reprobados, más odiosos. A un miembro del tribunal carlista muy exaltado le había dicho que era republicano y que no oía misa los domingos. A Cañete le fue con la embajada de que se reía de sus críticas en el café. En fin una serie de canalladas que levantan el estómago.

Y en efecto, García al narrarlas se ponía pálido y parecía estar atacado de náuseas. Tristán le escuchaba distraído, pensando en sus cosas; Clara con toda atención, aprobando con el gesto, dejando escapar frases de conmiseración y sacudiendo la cabeza indignada contra sus enemigos, sobre todo contra Alvarez, el infecto Alvarez. Últimamente García ya no hablaba más que para ella y no se dirigía a Tristán. Entre aquellos dos seres buenos se había establecido una corriente de tierna simpatía.

Pero la noche avanzaba. Tristán empezó a dar muestras de impaciencia, bostezando, levantándose y poniéndose de bruces sobre el balcón. García entendió al fin y se dispuso a marcharse. Tomó el sombrero, volvió a abrazar efusivamente a Tristán, apretó con el mismo cariño la mano de Clara y salió. Tristán le acompañó hasta la puerta. Al llegar a ella García le dijo misteriosamente:

–Espero que marchará bien, ¿sabes? Pero si se descompone no tienes más que avisarme, que yo lo llevaré para que lo arreglen.

–Bien, hombre, gracias—respondió Tristán sin poder reprimir una sonrisa.

Luego, cuando tornó al comedor, entró diciendo:

–¡Pero qué pesadísimo es este pobre García!

–¿Por qué?—preguntó Clara—. Yo le encuentro un chico muy bueno.

–Bueno sí; pero no tiene las piernas ligeras.

Estuvieron algunos momentos aún asomados al balcón. Al cabo se retiraron a su dormitorio. Habían sonado las doce. Tristán estaba jovial, cariñoso, prodigando a su esposa mil respetuosas atenciones. Pero de pronto, mirando un primoroso vaso de agua que había sobre la mesa de noche, se quedó serio. Aquel servicio de cristal era regalo de la marquesa viuda del Lago. Una arruga se dibujó en su frente pálida que fue poco a poco haciéndose más honda. Al volver los ojos hacia él Clara quedó sorprendida.

–¿Qué tienes?—le preguntó con afectuoso interés.

–Nada—respondió secamente.

Transcurrieron algunos instantes de silencio. Tristán habló al fin con voz sorda:

–Un destino fatal parece descender de lo alto para interponerse constantemente entre la felicidad y yo. Su mano fría me sacude con rudeza para despertarme de todo sueño dichoso, de toda dulce ilusión. Ese vaso me recuerda que hace pocas horas también se hallaba mi espíritu nadando en una atmósfera de paz y de dicha como hace un instante, y que una voz para mi antipática, odiosa, la voz del marquesito…

–¡Todavía el marquesito!—interrumpió Clara vivamente.

–Sí, todavía. Y si él no hubiera sido, la fatalidad se encargaría de buscar otro instrumento animado o inanimado para recordarme que este mundo es dolor, siempre dolor… Unos ojos que me miran agresivos, impudentes, una faz congestionada por el alcohol, una lengua estropajosa que me suelta algunas insolencias rayanas en la injuria. Y eso he tenido que sufrirlo en el momento mismo en que todas las potencias del cielo y de la tierra parecían haberse reunido para hacerme dichoso.

–Pero si ese niño estaba ebrio como dices, ¿qué podían importarte sus tonterías?

–En la embriaguez como en los sueños manifestamos lo que somos, lo que guarda el fondo de nuestra alma y que no confesamos a los demás ni a nosotros mismos. Ese niño está enamorado de ti y a mí me odia; es lógico. Ignoro si ha dado algún paso para obtener tu amor y desbaratar nuestra unión, aunque lo presumo. Pero eso no es lo principal. Lo capital en este asunto, lo verdaderamente importante para mí es el saber si tú has alentado directa o indirectamente ese amor.

–¿Acaso no te lo he repetido infinitas veces? Estoy persuadida de que ese amor del marquesito no existe más que en tu imaginación: nadie lo ha echado de ver en la casa más que tú. Pero aunque así fuese, ni yo he escuchado de su boca jamás sino frases insignificantes, ni le he tratado más que como un amigo.

Tristán guardó silencio. Se había sentado sobre el borde de la cama y con la mirada fija en el suelo permaneció algunos minutos inmóvil, abstraído. Clara le contemplaba con expresión ansiosa que por momentos se iba haciendo más dolorida.

–¡Es raro! ¡es raro!—murmuró al cabo como si se hablase a sí mismo.

–¿El qué es raro, Tristán?—profirió ella con voz angustiada que parecía haber pasado entre sollozos.

–Es raro que no habiéndole dado tú ningún aliento haya osado ese chico soltar palabras tan atrevidas.

–¿Es que dudas de lo que acabo de decirte? Esas dudas cuando éramos novios tenían poco valor, no engendraban más que riñas pasajeras que según me aseguraban eran la salsa de las relaciones amorosas, aunque yo jamás quise creerlo. Pero ahora no somos libres y la sombra de cualquier sospecha que se interponga entre nosotros puede ocasionar nuestra desgracia. Considéralo, Tristán, medita que ya no puedes hablarme de ciertas cosas sin ofenderme gravemente.

–Quisiera creerte, Clara. Tú no sabes lo que me hace sufrir la duda de que no seas toda mía en cuerpo y alma, de que permanezca escondida en el fondo de tu corazón una pequeña inclinación, una leve simpatía germen de amor hacia otro hombre. ¡Pero no puedo! La duda se me ofrece siempre como un fantasma delante de los ojos. No puedo apartarla de mi presencia. Me agarra cuando menos lo pienso y se introduce dentro de mi ser, se filtra en mis venas como un veneno sutil y me inflama…

Clara le miró fijamente con ojos donde además de la tristeza se pintaba la cólera y murmuró sacudiendo la cabeza:

–¡Está bien! ¡está bien!

–¿Qué quieres decir?—profirió él mirándola a su vez a la cara—. ¿Te está pesando de haberte casado conmigo, verdad…? ¡Sí, sí… no lo niegues…! Lo estoy leyendo en tus ojos.

–No, no me pesa el haberme casado contigo, pero sí el que me des a entender que no puedo hacerte feliz.

Hubo algunos instantes de silencio. Al cabo Tristán comenzó a decir lentamente mirando al suelo:

–Una tarde estábamos tu hermano y yo hablando en su despacho. Tú te fuiste al balcón y apoyaste tus codos en el antepecho. Poco después entró ese chico y apenas nos hubo saludado fue a reunirse contigo. Y comenzasteis a hablar en voz baja y a reíros mientras yo tenía la vista clavada sobre vosotros. Y como si mis ojos os penetrasen por la espalda uno y otro volvisteis la cabeza para mirarme y un poco de rubor subió a tus mejillas. ¿Por qué te ruborizabas?

–Tristán, ¿qué estás diciendo?—gritó ella con voz desesperada.

–Otra noche—prosiguió el joven sin hacer caso de aquel grito doloroso—estábamos en el teatro de la Comedia en un palco contiguo al de proscenio. Yo charlaba contigo y nunca había estado más alegre y más enamorado que aquella noche. Frente a nosotros había un espejo. Cuando una vez se me ocurre levantar los ojos hacia él, veo allí pintada la imagen del marquesito, que detrás de nosotros, en otro palco, te estaba contemplando a su sabor. Tú lo habías visto y no me decías nada…

–¡Tristán!—tornó a exclamar la joven con acento aún más desesperado.

Y llevándose las manos al rostro profirió estallando en sollozos:

–¿Dios mío, qué me está pasando? ¡Esto no es verdad, esto es una horrible pesadilla!

Tristán la miró un instante confuso y arrepentido. Pero alzándose bruscamente comenzó a pasear con agitación por la estancia mientras decía gesticulando nerviosamente:

–¿Y yo qué culpa tengo…? Quisiera, aun a costa de mi sangre, arrancarme de la imaginación estas escenas, pero ellas no quieren huir. Si por algunos momentos se eclipsan es para aparecer nuevamente más vivas, más crueles.

Clara se había dejado caer sobre la almohada y sollozaba con el rostro metido en ella. Él también se sentó al cabo y acometido de una tristeza profunda, infinita, contagiado por las lágrimas de su esposa, comenzó igualmente a llorar. Pronto se alzó otra vez; volvió a su paseo agitado, volvió a su monólogo amargo y exaltado; pero de nuevo vino a sentarse al lado de su esposa abatido y sollozante.

Las primeras claridades de la aurora les sorprendieron todavía llorando sentados sobre el borde de la cama.