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RIVERITA

ESTA novela y la que sigue Maximina, forman en realidad una sola. Exigencias editoriales me obligaron a ponerlas títulos diferentes. Vivimos actualmente tan presurosos que ya no se sufren, como en tiempos pasados, las novelas en varios volúmenes.

Algunas personas han creído que estas dos novelas constituían una autobiografía. Es un error. En la fábula nada hay que se parezca a mi vida: sólo algunas escenas he extraído de ella. Pero en lo que se refiere a los caracteres, debo confesar que están más en lo cierto. El principal se halla ligado a mi existencia de un modo tan estrecho que ni la muerte ni el tiempo han podido separarlo.

En la hora más aciaga de mi existencia me prometí darlo a conocer al mundo. Hice cuanto pude, mas el retrato quedó lejos del original. Al publicarse en los Estados Unidos la traducción inglesa de Maximina, un crítico preguntaba:—“¿Dónde habrá podido hallar Valdés el modelo de ese tipo ideal?” Y mi corazón se desgarraba de dolor al leer estas palabras porque la realidad había sido muy superior a la pintura. Hay cosas que es imposible transmitir ni al oído ni al papel, y en esas cosas inefables es donde se cifraba la excelencia de aquel carácter singular.

Por cartas de desconocidos y por comunicaciones de mis amigos he sabido que esta novela ha hecho derramar muchas lágrimas. Una señora me dijo en cierta ocasión:—“La noche pasada, cerca ya de la madrugada, estaba yo en la cama con su libro entre las manos llorando como una tonta.”

No otra cosa me había propuesto al escribirlo. Todas esas lágrimas las ofrezco como tributo de admiración al ser que como una visión celestial no ha causado más disgusto que el de su desaparición.

UNA CORRIDA DE TOROS

JULITA soltó una estrepitosa carcajada, cuyos ecos llegaron hasta el gabinete de Miguel. “¿De qué se reirá aquella loca?” se preguntó éste sonriendo también frente al espejo mientras se aderezaba para salir.

–¡Miguel! ¡Miguel!—gritó su hermana desde el pasillo—. Ven aquí, por Dios; ¡mira, por tu vida!

Acudió solícito, y al asomar la cara por el corredor, vió a su primo Enrique en traje de chulo: chaquetilla corta, faja de seda, camisola bordada sujeta al cuello por botones de oro, sombrero ancho de fieltro, pantalón ceñido y bota de charol. El complemento del traje era un vara en la mano, muy larga, como destinada a conducir pavos.

Julita se arrimaba a la pared, sujetándose la cintura con las manos para no desternillarse de risa. Enrique de pie, cerca de la puerta, sonreía un poco avergonzado. Miguel siguió al instante el ejemplo de su hermana.

–La cosa no merece tanta risa—concluyó por decir el primo amostazado.

Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso. Cuando se hubieron sosegado un poco, vinieron hacia él y le examinaron curiosamente.

–¿Pero cómo diablo te ha dado la ocurrencia de ponerte así? ¿Te ha visto tu padre?

–No: me he ido a vestir a casa de un amigo. Tengo allí el traje…

–Pues si te ve, de fijo le da un sincope. ¿Y a qué asunto te has vestido hoy de chulo?

–¡Toma! ¿no sabes que se abre la temporada?

–¡Ah! ¿hoy hay toros? ¿Mata el Cigarrero?

–¡Ya lo creo!: después de quince años que no pisa la plaza de Madrid. A eso venía, a ver si quieres ir conmigo.

–Hombre—dijo indeciso—, no soy muy aficionado a los toros; pero el Cigarrero me ha sido simpático… ¿Me traes localidad?

–Te traigo la contrabarrera de un amigo que está enfermo. A mi lado ya sabes que no puedes ponerte, porque todas las barreras están abonadas; pero estamos cerca.

–¡Ay, llévame, Miguel!—exclamó Julita saltándole al cuello—. Llévame a los toros.

–¿Tienes deseo?

–¡Muy grande! Los toros me encantan.

–¡Eso, eso!—gritó Enrique entusiasmado—. Tú eres española de pura raza. ¡Pisa ese sombrero, chiquita!

Y lo arrojó al suelo.

Julita no se anduvo con melindres. Tomó la galantería al pie de la letra y se puso a taconear sobre el infortunado sombrero de tal suerte, que si Enrique no acude a tiempo se lo hace pedazos.

–Está visto que contigo no se puede ser galante—dijo de mal humor mientras lo limpiaba con la manga de la chaqueta.

Miguel, previo el permiso de su madrastra, mandó al criado por una carretela a casa de Lázaro y por un palco a la de un revendedor conocido. Después que madre e hija se vistieron la clásica mantilla y Miguel cambió la levita y el sombrero de copa por la americana y el hongo, subieron los cuatro al carruaje.

Eran las dos y media de la tarde. El sol brillaba en el firmamento sin que una sola nube asomara por el horizonte a recibir su paternal caricia. Madrid gozaba del privilegio divino de su cielo sin dirigirle siquiera una mirada de gratitud, como una sultana a quien las caricias causan tedio. Al cruzar por la Puerta del Sol, vieron el chorro de su fuente, despidiendo fúlgidos destellos, elevarse por encima del tejado del Principal. A la entrada de la calle de Alcalá había una larga fila de ómnibus que una muchedumbre asaltaba anhelante, furiosa, cual si se tratara de escapar a un grave e inmediato peligro. Pero muy contra lo que sucede en casos tales, en vez de oponerse los unos a que se encaramasen los otros, todos se ayudaban con solicitud, mostrando por anticipado lo que debe ser y lo que será con el tiempo la fraternidad universal.

–¡Eh, buen hombre, que se va usted a caer!… Deme usted la mano.—Caballero, téngame usted por el bastón.—No ponga usted el pie sobre la rueda.—¿Quiere usted que nos apretemos más? Bueno, hombre, bueno, nos apretaremos.

Estos gritos se oían en todas partes, viéndose a algunos pobres viejos por el aire, elevados a la imperial de los ómnibus en brazos de los que ya estaban en ellas. Las caras resplandecían de alegría, lo mismo que el cielo. La acera de la derecha, donde estaba el despacho de billetes, veíase cuajada de gente, que discurría por ella en expectativa de que las localidades bajasen y se pusiesen al alcance de su bolsillo. Un sinnúmero de coches particulares y de berlinas de punto cubrían más abajo la ancha carretera, galopando en dirección a la plaza. Y al través de ellos, dejándolos atrás en seguida, corrían desbocados los ómnibus, mientras los que iban encima, sin miedo a estrellarse, embriagados por la carrera vertiginosa, saludaban con gritos de alegría a los que iban dejando en pos de sí. Algunos picadores con sus chaquetas de brocado y sombreros inmensos galopaban también sobre algún mal caballo, llevando a las ancas a un amigo, que le abrazaba cariñosamente para no caerse. Los peones bajaban por las aceras lentamente, en amable plática, formando apretados y numerosos grupos.

Una carretela abierta, donde iban toreros, se acercó un instante al costado de la de Miguel y siguió adelante. Era la del Cigarrero, que contestó al saludo de Enrique y Miguel con la gravedad afable que le caracterizaba. El Serranito y Merluza, que iban con él, saludaron con más expansión.

–Me brindarás un par, ¿no es verdad, Baldomero?—gritó Enrique.

–A uté no, que e mu feo: a esa señorita tan remonísima que yeva uté a la vera—contestó el Serranito.

Julita se echó a reir, ruborizada.

En torno de la plaza, donde llegaron en seguida, se agitaba la multitud, pugnando por entrar. Los coches que allí se juntaban producían disturbios y motines, que los guardias no eran suficientes a reprimir. Después de dejar a su madrastra y hermana en el palco, Miguel se retiró con su primo, pretextando que deseaba ver de cerca matar el primer toro al Cigarrero, y que luego volvería. En realidad, era porque había visto a la generala Bembo en un palco con la señora del banquero Mendiburu. Bajó al redondel, y desde allí pudo hacerse notar de ella, y la saludó ceremoniosamente con el sombrero.

La arena estaba llena de aficionados. Una muchedumbre abigarrada, compuesta de estudiantes, paletos, chulos, señoritos y soldados, elegantes unos, otros desharrapados, fraternizando todos y creyendo que por el mero hecho de hallarse allí, en el terreno del toro, como si dijéramos, participaban del arrojo y gallardía de los lidiadores. Los tendidos se iban poblando lentamente, y desde aquí al redondel mediaban saludos y gritos entre unos y otros, que convertían la plaza en un mercado. La voz de los vendedores de naranjas salía entre todas las demás, y las naranjas, cuando alguno las demandaba, volaban rápidas y certeras de las manos de aquéllos a las del comprador, por encima de las cabezas. En los tendidos de sombra, los jóvenes lechuguinos charlaban en voz alta, levantando la cabeza para mirar a las damas de los palcos. En los de sol, los honrados menestrales se acomodaban en sus asientos, resueltos a dejarse tostar toda la tarde, y hablaban entre sí de tauromaquia, muy pagados de ser los verdaderos inteligentes en la plaza. El júbilo, la alegría nerviosa que comunica la esperanza del placer, brillaba en todos los ojos.

Al fin los alguaciles salieron a despejar, y los aficionados del redondel se fueron retirando hasta dejarlo enteramente libre. Enrique y Miguel, que habían estado en los patios interiores hablando un momento con el Cigarrero y su cuadrilla, también fueron a ocupar los respectivos asientos. El ruido había disminuido bastante. Gracias a esto se percibían los acordes de la charanga de hospicianos, que hasta entonces no había logrado hacerse escuchar. Los espectadores sacaban los relojes y dirigían miradas significativas a la presidencia. En esto la charanga entonó con energía la marcha real. Todos los rostros se volvieron al mirador regio donde apareció la reina Isabel. Algunos batieron palmas; otros dijeron “chis, chis”, porque la atmósfera política estaba entonces encapotada con ciertos nubarrones que descargaron no mucho tiempo después. Hecha la señal, al cabo, las cuadrillas entraron en la arena al son de la marcha de la zarzuela Pan y toros. Salían, como de costumbre, formando tres filas: al frente de cada cual iba el respectivo espada. Al verlos estalló un prolongado aplauso. Cruzaron la plaza graves, firmes, acompasados, escuchando la gritería que su aparición había levantado, con la mayor indiferencia. Brillaban sus ricos vestidos y capellares despidiendo vivos destellos que alegraban la vista.

 

–¡Miale, miale el viejo!… Ese es, el de la izquierda… Miale qué cara tiene… ¡Le zumba el alma a ese tío!… En España no queda ya quien reciba toros más que él…

Toda la atención de la plaza estaba concentrada sobre el Cigarrero, a pesar de que mataban también el Gordo y Lagartijo, que comenzaba entonces a ser el niño mimado del público. Mas para el aficionado madrileño, el ver recibir un toro es una de esas ilusiones que jamás se realizan aunque vivan constantemente en el corazón. Aguantar lo hacen varios toreros; pero recibir, lo que se llama recibir de verdad, no lo han hecho más que los héroes antiguos del toreo.

Saludaron con ademán uniforme a la presidencia, y rompieron filas, tirando las capas de gala a los amigos de los tendidos, que se encargaron de su custodia con más orgullo que si se tratara del Arca de la Alianza. El presidente sacó el pañuelo; sonó el clarín; abrióse la puerta del toril: apareció el primer toro. Era un miura castaño, chorreao, listón, fino y de hermosa lámina, largo y levantado de cuerna. Mostróse voluntario y noble en las varas, aguantando seis puyazos de los picadores de tanda. Pero al llegar a los palos comenzó a defenderse. Sin embargo, el Serranito le clavó un soberbio par cuarteando con finura y limpieza, que sorprendió agradablemente al público. En Madrid no sabían, como en Sevilla, que Baldomero era un chico que daría mucho que hablar. Merluza se pasó una vez y luego colgó un palo cuarteando también. Volvió el Serranito a coger los palos, y después de intentar en vano colgárselos al sesgo, se los puso quebrando con limpieza y maestría. Hubo un delirio de palmas en la plaza. Su figura esbelta y la singular corrección y delicadeza de sus facciones, cautivaron al público. Las mujeres le clavaban codiciosamente los gemelos. Se paseó triunfante en torno de la plaza recibiendo sonriente el aplauso de los tendidos.

Llegó su turno al Cigarrero. Avanzó gravemente hacia la presidencia, se quitó la montera y dijo con voz ronca unas cuantas palabras que nadie pudo entender. Después se fué derecho al toro, que tenía marcadas tendencias a huirse. Persiguióle infructuosamente algún tiempo en medio de la curiosidad expectante de la plaza. Por fin, gracias a los esfuerzos de la cuadrilla, pudo trastearle, y lo hizo bastante ceñido, dándole algunos pases buenos. El público aplaudió y se las prometió muy felices. Mas en medio de la faena, el diestro sufrió una colada y perdió enteramente el aplomo. Dió otros tres o cuatro pases sin confianza y descompuesto; y de prisa y corriendo, sin estar bien cuadrado el animal, lió el trapo bastante lejos y se tiró a paso de banderillas. La estocada resultó un bajonazo de lo más malo que nunca se hubiera visto. Es indescriptible la cólera que se apoderó de los espectadores. Si hubiera sido otro torero, hubiera pasado con una silba, grande o pequeña; pero haber concebido la esperanza de ver a un antiguo maestro toreando por el sistema Montes y venir a la plaza a presenciar aquella ignominia, esto ponía fuera de sí a los aficionados. ¡Qué gritería, cielo santo! ¡Qué injurias! ¡Qué lamentos! Parecía que a cada uno le acababan de robar el honor de su hija.

–¡Morral, ladrón, gran cochino! ¡Así te ahorquen por los pies! ¿Eres tú el que recibías los toros? ¡A la cárcel con ese pillo! Señor presidente, ¿para cuándo quiere usted la Guardia civil?

Y en medio del alboroto, las naranjas, las botellas vacías y hasta algunas piedras, volaban a la plaza, y por milagro no herían al diestro. Este avanzaba pálido, avergonzado, hacia la presidencia. Al llegar cerca del tendido donde estaban Enrique y Miguel, una naranja certera le dió en el rostro y le sacó sangre. Enrique, que ya estaba excitado y nervioso, no pudo reprimir la indignación, y levantándose gritó a los que estaban detrás:

–¿Quién ha sido ese valiente? ¿Ese valiente sin vergüenza?

–¡Fuera el chulo sietemesino! ¡Que baile!—contestaron desde arriba.

–¿Se dirige usted a mí?—dijo uno levantándose con arrogancia.

–Me dirijo al que haya sido.

–Pues nos veremos las caras al salir.

–Se la veré a usted para escupírsela—contestó Enrique encolerizado.

–¡Fuera, fuera! ¡Que se siente ese babieca!—gritaron desde arriba.

No tuvo más remedio que hacerlo. El Cigarrero sonreía limpiándose la sangre con el pañuelo. Era una sonrisa tan triste y tan humilde, que a Miguel se le apretó el corazón y estuvieron a punto de saltársele las lágrimas.

Sólo cuando apareció el segundo toro en el ruedo, concluyó del todo la bronca. Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobre Cigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdón del público. Cuantos esfuerzos hacía, cuantos capotes echaba (y la justicia obliga a declarar que los echaba con arte), servían de befa y de irrisión al enfurecido pueblo. El Gordo en su toro estuvo como casi siempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal. Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió por derecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado. Muchos aplausos.

Llegó el cuarto toro, que correspondía de nuevo al Cigarrero. Era un veragua colorado listón, bragado, ojinegro, abierto de cuerna y de buena estampa, como casi todos los del duque; un bravo y hermoso animal.

Merluza le colgó un buen par al cuarteo. El Serranito cogió después los palos, y en cuanto el público le vió en medio de la plaza, aplaudió.

–¡Ole tu mare, saleroso!

Quiso ponerlas cuarteando también, pero se pasó una vez porque el toro no arrancó. Volvió a cuartear y volvió a pasarse por la misma razón. De nuevo se fué hacia el toro, y otra vez se pasó. Entonces hubo cierto movimiento de impaciencia en el público. Se oyó un silbido. Esta fué la perdición del pobre mozo. Herido su amor propio, acometió ciego a la res y quiso clavarle las banderillas a todo trance. El toro, que no se había movido, le enganchó por debajo del brazo y lo echó al aire. Sonó un grito de horror en la plaza. Las cuadrillas enteras se arrojaron sobre el animal, tratando de llevárselo; pero inútilmente. Inútilmente el Cigarrero brincaba con heroísmo delante de los cuernos, metiéndole el trapo por los ojos; inútilmente Lagartijo y el Gordo le echaban también los capotes exponiéndose a morir. El toro, como si tuviese algún agravio del infortunado Baldomero, no atendía a nada, y lo recogió otra vez y otra vez lo tiró al aire. Entonces el Cigarrero, por última inspiración, soltó la capa, se agarró fuertemente al rabo de la bestia y comenzó a colearla. Dió tantas vueltas, que al fin cayó mareado. El Gordo la llevó con la capa lejos. En esto el Serranito se había puesto en pie, sonrió forzadamente al público, como el gladiador que quiere morir con gracia, se llevó la mano al pecho y cayó de nuevo, soltando chorros de sangre por las heridas. Dos monos sabios lo recogieron y lo llevaron a la enfermería. Otros corrieron en seguida a tapar la sangre con arena.

El presidente, que debía de estar conmovido y alterado como todos los espectadores, dió la señal de muerte, sin considerar que al toro no se le habían puesto más que un par de banderillas, y que era peligroso para el espada que fuese tan entero a la muerte. ¡Aquí fué ella! El público, que gusta de mostrar buen corazón después que han sucedido las desgracias, se levantó en masa, volviéndose iracundo contra el presidente, como si él fuese quien hubiera pegado las cornadas al Serranito.

–¡Bárbaro, bárbaro, asesino!

Agitaban frenéticos los puños y los bastones frente al palco presidencial, los ojos llameantes, los rostros demudados por la ira. Nadie respetaba ni se acordaba siquiera de la majestad que estaba á su lado. Se proferían los dicterios más soeces. Pero el presidente, aunque estuviese arrepentido, y debía de estarlo, a juzgar por la confusión que se reflejaba en su semblante, ya no podía revocar la orden. Su dignidad se lo impedía. Entonces el público se volvió al Cigarrero, que ya había cogido los trastos, y le gritó:

–¡No lo mates, no lo mates! ¡Que lo mate ese asesino!

El Cigarrero encogió los hombros y se dispuso a ir en busca de la res. En aquel instante un torero que llegaba corriendo le dijo algo al oído, y el espada se puso terriblemente pálido. El público comprendió que había malas noticias del Serranito. Quitóse el matador la montera, se pasó la mano por la frente con abatimiento, se la puso de nuevo y marchó hacia el toro. Los gritos se apagaron instantáneamente. Reinó un silencio lúgubre en la plaza.

–¡Ha matado a su hermano! ¡ha matado a su hermano!—se decían los espectadores al oído.

Y todos sentían ansiedad inexplicable, una simpatía profunda por el desgraciado Cigarrero. Este avanzaba con lentitud, el paso vacilante, hacia el toro. Pero no se detuvo hasta dejar caer el trapo sobre los mismos cuernos.

–¡¡Ole!!—rugió la plaza.

Volvió a reinar el silencio.

El toro brincó como si hubiera sentido un acicate, y se revolvió al instante, furioso. El espada le dió un pase de pecho, superior.

–¡¡Ole!!—rugió de nuevo la plaza.

Y otra vez se hizo el silencio.

Siguieron a éste otros pases naturales y en redondo, dados tan en corto y con tal maestría, que el público quiso volverse loco. Los pies del matador apenas se movían ni salían de un círculo estrechísimo. Los cuernos del toro pasaban rozando la chaquetilla del anciano torero sin hacerle el más ligero daño. Al fin, la fiera, harta de tanto revolverse y acometer sin fruto, se detuvo jadeante. El toro y el torero se miraron. Lió éste el trapo tranquilamente, se echó el estoque a la cara y citó con el pie para recibir. Acudió la bestia, furiosa, y se clavó ella misma la espada hasta la empuñadura. Hubo un grito reprimido de entusiasmo en la plaza. El toro quedó un instante inmóvil frente al torero, lanzó un débil mugido y se dejó caer desplomado sobre los brazos.

Nadie puede representarse lo que entonces pasó. Un delirio, un inmenso ataque de nervios; diez o doce mil energúmenos gritando con toda la fuerza de sus pulmones; una nube de cigarros, petacas y sombreros volando por el aire y tapizando al instante de negro la blanca arena. Veinte años hacía que no se había visto en la plaza de Madrid la suerte de recibir de este modo consumada.

El Cigarrero dirigió una mirada vaga a los tendidos; se pasó otra vez la mano por la frente, y dejando caer al suelo la muleta, echó a correr como un gamo sin atender a los gritos de entusiasmo, a los llamamientos que de todos lados le hacían. Brincó la barrera y desapareció de la vista del público.

Cuando llegó a la enfermería estaban ya allí Enrique y Miguel con el médico y algunos amigos. El cura acababa de confesar y se disponía a poner la unción al desdichado Baldomero, que presentaba en el rostro las señales indefectibles de la muerte. Al entrar su hermano volvió los ojos hacia él y sonrió con cariño.

–¿No habrá sío náa, eh?—le preguntó éste con voz alterada y ronca, queriendo persuadirse de que no era cosa de muerte.

–Poca cosa, Pepe… que me voy ar otro barrio…

El cura avanzó en aquel instante con los sagrados óleos. Todos los circunstantes doblaron la rodilla. Reinó silencio aterrador, que sólo interrumpía el murmullo del clérigo y el estertor del moribundo. Cuando aquél concluyó, Baldomero dirigió otra sonrisa a su hermano y le tendió la mano diciendo con trabajo:

–Mis chiquitines…

–Pierde cuidiao, Baldomero—repuso el anciano con la voz anudada y llevándose la mano al corazón—. Tus hijos serán los míos.

En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, que saludaba la entrada del quinto toro.

El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel.

–¡Qué tristesa, don Miguelito del arma, qué tristesa!