Kostenlos

Páginas escogidas

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

–¿Y no es más que eso?… Pues se apura usted por bien poco. Es que las ha sorprendido usted en el momento de la conferencia. Estoy seguro de que nada malo le sucederá… Fernanda le quiere a usted… Me consta.

–¡Oh, no!—exclamó el apasionado joven.

–Sí; le quiere a usted, hombre… Ya verá usted.

Estuve por decirle: “¿Cómo no ha de quererle, siendo vieja y fea y no teniendo a nadie que la mire a la cara?” Pero me contuve.

–¡Ay, don Ceferino, qué bien me está usted haciendo!—exclamó, dándome un abrazo y rozando con su estupenda nariz mi oreja izquierda.

–Nada, váyase usted tranquilo. Dé usted algunas vueltas por ahí, y luego, dentro de una media horita, cuando ya Fernanda se haya ido, entra usted en casa. Estoy seguro de que Matildita tiene para usted una buena noticia.

Eduardito me contempló un momento con sus ojos pequeños, insípidos; y algo avergonzado, con ansioso acento, me dijo:

–Si usted quisiera, don Ceferino, dar una vueltecita antes por allí… y luego salir a avisarme…

–Amigo mío—le respondí con tono triste y desengañado—, en este momento me hallo en igual caso que usted… Dentro de unos momentos voy a saber también si mi novia me quiere o me manda con la música a otra parte… Esto último será lo más probable. Conque ya puede usted dispensarme.

–Pero ¿cree usted que Fernanda?…—replicó con egoísmo feroz, sin tomar en cuenta para nada mi confidencia.

–Sí, hombre, sí; váyase usted tranquilo.

No se habían pasado diez minutos desde que el mancebo y su gran cartílago se alejaron, cuando apareció, por la boca del puente, Paca. En la primera mirada que me dirigió comprendí que todo se había perdido.

–No ha querido contestar, ¿verdad?—le pregunté sin saludarla, esforzándome por sonreir.

–¡Uf! ¡Cómo está con uté, señorito! Ni por un Señor Crucificao ha querío tomar la carta. Me ha dicho: “Paca, si no quieres que riña contigo, no vuervas en tu vía a hablarme de ese…”

–¿De ese qué?—pregunté, viendo que se detenía.

–De ese tío—agregó avergonzada—. Uté dispense, señorito.

–Está bien, Paca—dije, aparentando sosiego, pero con voz alterada por la emoción—. Muchas gracias por el interés que se ha tomado usted por mí…

Hubo unos instantes de silencio.

–Lo siento de too corasón, señorito. Yo creo que ustedes dos pareaban mu bien…

Pocas palabras más hablamos. No podía ocultar mi tristeza y desaliento. Los consuelos de la cigarrera no penetraban siquiera en mis oídos. Antes de despedirse quiso darme la carta, que no había podido entregar. Yo la tomé, y sin rasgarla la arrojé al río, sonriendo tristemente.

Lo primero que se me ocurrió caminando a casa fué marcharme al día siguiente sin ver a nadie ni despedirme. Pero después consideré que debía hacerlo, cuando menos, de Isabel y su padre, a quienes debía hartas atenciones, y me decidí a ir a esperarlos al día siguiente a la estación. Además, abrigaba todavía esperanza de que la condesita interviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos. Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a dar explicaciones de su conducta.

Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos de Eduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su nariz indómita. Mi profecía se había cumplido. Matildita obtuvo un éxito tan satisfactorio en su dificilísima gestión diplomática, que Fernanda había concedido a su enamorado trovador el permiso de ir a hablarla por la reja los martes, jueves y sábados. Eduardito osaba esperar que, andando el tiempo, obtendría el mismo señalado favor los lunes, miércoles y viernes. Llegó a la sazón Matildita, y Eduardito, presa de un rapto de amor fraternal, se abrazó a ella y la restregó el rostro con la nariz repetidas veces en testimonio de gratitud eterna. El Colibrí, con aquel éxito se había crecido, y entornaba la cabecita a un lado y a otro con más petulancia, si cabe. Decía que la indiscreción del chinchoso de su hermanito, llegando justamente en el momento en que estaba tratando con su amiga los puntos más delicados, por poco hace fracasar las negociaciones. El hermanito empalidecía escuchando aquel horrible peligro que había corrido sin saberlo.

Aquella noche tuve la flaqueza, que acaso el lector encuentre perdonable, de irme a eso de las once y media hacia la calle de Argote de Molina. Cuando emprendí el camino, no sabía fijamente qué es lo que allí iba a hacer. Muy pronto quedó determinado en mi cerebro. Avancé cautelosamente por ella, y al llegar al recodo desde donde podía verse la casa de Gloria me detuve. El corazón me daba saltos. Estiré el cuello, asomé la cabeza como un miserable espía y… nadie. A la reja no había nadie. Un goce intensísimo bañó todo mi ser como un bálsamo celestial. A este goce sucedió ansia indefinible de cerciorarme de que los ojos no me engañaban, que a la reja no había nadie, absolutamente nadie. Marché resueltamente por la calle y pasé por delante de la casa a paso lento, y hasta me parece que me detuve un instante frente a ella. Era verdad; ¡qué verdad tan sublime! Allí no estaba el malagueño. La calle desierta, las ventanas herméticamente cerradas. Pero era necesario que me convenciese bien, que gozase plenamente de aquella grande y sabrosa verdad. Y para eso estuve dando paseos por las calles hasta las dos de la madrugada, y cada poco tiempo pasaba por aquélla con toda lentitud y me detenía algunos instantes a ver si la ventana se abría y el aborrecido rival llegaba. No fué así. Me consideré dichoso, como si fuese gran fortuna. Una de las veces que por allí crucé me sentí tan tiernamente apasionado y aun agradecido, que me acerqué a la reja, y después de convencerme de que nadie me observaba, besé los hierros donde mi saladísimo dueño había puesto tantas veces sus manos.

Retiréme contento a casa. Aquel feliz estado de espíritu me hizo de nuevo ver las cosas de color de rosa. Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fuí a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices. Era la hora del oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista. Mientras llegaba el tren, paseamos y departimos alegremente, riendo bastante con las ocurrencias de Pepita. Cuando el cuerno del guardaagujas anunció la llegada, nos abalanzamos presurosos al borde del andén, y tuvimos el gusto de ver a la ventanilla de un coche a la condesita, que nos saludó con el pañuelo, muy regocijada y agradecida. Antes de salir de la estación, ya las de Enríquez la invitaron a ir con ellas aquella noche al teatro. Isabel manifestó que estaba cansada; pero no cedieron, y tanto empeño formaron, que al fin consintió en que la viniesen a buscar después de comer. El coche del conde y el de las de Enríquez los esperaban. Mas antes de que entraran en ellos tuve ocasión para quedarme un momento detrás con Isabel, y explicarle en cuatro palabras lo que sucedía. Maravillóse en extremo, e hizo sin vacilar la misma afirmación de Paca; esto es, que debía de haber una intriga o mala inteligencia. No pudimos hablar más, porque llegamos a la puerta de salida y era preciso montar en carruaje. Yo no quise hacerlo, aunque me invitaron con insistencia. La condesita me dijo al darme la mano:

–Váyase usted esta noche por el teatro, ya hablaremos.

Comí con premura, me vestí y me eché a la calle en el momento que entraba Villa.

–Hombre—le dije con imperdonable ligereza y egoísmo (lo mismo que Eduardito conmigo)—, ¿cómo no ha ido usted a esperar a Isabel?

Le vi inmutarse, y me respondió turbado que había tenido que hacer en el cuartel.

Llegué al teatro de San Fernando cuando sólo había dentro de la sala dos docenas de personas a lo sumo. Aún tardó, en poblarse, larga media hora. Se representaba una función extraordinaria, a beneficio de no sé qué desgraciados, por la compañía de ópera que había actuado en Cádiz y regresaba a Madrid. La sala del teatro es amplia, elegante, bien decorada. Pero el verdadero adorno de ella son los rostros expresivos de las niñas indígenas, que allí pueden verse con más comodidad y espacio que en ninguna otra parte. Es el teatro aristocrático de Andalucía. Las damas que allí asisten, vestidas con esplendidez y gusto, pueden mirar sin bajar la cabeza a las abonadas del teatro Real de Madrid. Los hombres, por el afectado descuido de su persona y por su desmedida afición al flamenquismo, no son dignos de figurar al lado de ellas.

Isabel y sus amiguitas las de Enríquez fueron de las últimas en llegar, y se acomodaron en un palco bajo. La condesita estaba radiante de belleza y elegancia. Observé que todas las miradas, lo mismo de los hombres que de las señoras, se volvían hacia ella con frecuencia, al tenor de lo que había pasado en la tertulia de Anguita la noche en que la conocí. Y como entonces, la joven recibía aquel homenaje con perfecta naturalidad, sin ruborizarse ni envanecerse, sonriendo franca y bondadosamente, lo que prestaba a su rostro encanto irresistible. Si aquella expresión era hija del cálculo, hay que confesar que Isabel había ascendido a lo más delicado y exquisito del arte de agradar. Saludóme graciosa y familiarmente con la mano, con lo cual todos los ojos que estaban fijos en ella se tornaron hacia el sitio donde yo estaba. En cualquiera otra ocasión esto me hubiera halagado. Ahora me hallaba tan inquieto por el resultado de mis amores, que me fué indiferente, y aun me pesó de la distinción, por la curiosidad de que fuí objeto. Seguro estoy de que muchos me diputaron, sin más, por su novio.

En cuanto el segundo acto terminó, un acto larguísimo de I Puritani, me levanté para ir a saludarla. Pero al cruzar el pasillo de butacas, sentí que me llamaban por mi nombre.

–¡Qué encandilao va, hermano!

Era Raquel, la dama de Ecija, que se alojaba en la misma casa que yo. Teníamos gran confianza. Estaba con su esposo, quien cada día simpatizaba más conmigo.

 

–¿Dónde va usted tan escapao?

–A saludar a unas señoritas ahí a un palco.

–Bien, pues antes salúdeme usted a mí. Siéntese un ratito.

Me indicó una butaca desocupada a su lado, y, por no parecer grosero, me senté.

La belleza “en colosal” y llamativa de la dama había atraído hacia aquel sitio a algunos pollastres que la miraban fijamente. Ella, comprendiendo el efecto que en los tales causaban sus grandes ojos de ternera y enérgico seno, se esponjaba y hablaba alto, para decir, por supuesto, mil simplezas, que el bueno de Torres escuchaba sin pestañear, aletargado en su butaca bajo el peso de la peluca, impuesta como un castigo. No tardé en ver entre aquellos admiradores a Oloriz, atusándose, por variar, la barba y dirigiendo miradas lánguidas a Raquel. Se conoce que luchó un poco con el temor, pero que al fin se decidió a saludarla. Llegóse, pues, y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su magnífica cabellera rubia, peinada cual si viniese directamente de la peluquería. Preguntóle por la salud, y luego hizo lo mismo con su esposo. Pero éste, sea porque se hallase distraído, o bien por la aversión concentrada que le tuviese, no contestó al saludo. El estudiante quedó acortado. Raquel entonces, no pudiendo disimular la indignación, o por mejor decir, la rabia que la conducta de su esposo le produjo, tomó la palabra, y ¡aquí fué ella!

–Pepe, que te está saludando el señor Oloriz… Yo pensé que era una regla de buena educación contestar a los saludos que nos dirigen.

–Mujer, no le he visto—manifestó Torres con dulzura.

–La verdad es que ya tienes tiempo para haber aprendido un poco de crianza… ¡Cuidado que se necesita no tener un adarme para quedarse hecho una estaca cuando una persona decente, cuando un caballero, nos hace el favor de preguntarnos cómo estamos!

Yo, viéndola tan irritada, traté de calmarla con algunas frases de disculpa. Mas ella, aturdida y excitada como siempre por sus propias palabras, cada vez se iba poniendo más encrespada, hasta el punto de que algunas personas que se sentaban en las butacas inmediatas lo observaron.

–¡Es una grosería, Sanjurjo… una indignidad!… Usted es persona de buena educación, y en su interior se está escandalizando, segura estoy de ello. Y si él solo se pusiera en ridículo, no me importaría nada… pero me pone a mí, y esto no puedo tolerarlo… ¡No quiero tolerarlo!… ¿Qué se figuraría una persona desconocida que presenciara este lance?… ¡Se figuraría cualquiera cosa mala, indecente!… ¿Es esto dar consideración a su señora? ¿Es hacer que se la respete?

–¡Si no le he visto, mujer! ¡si no le he visto!—repetía dulcemente el anciano.

Oloriz, en pie delante de nosotros, pálido, silencioso, hacía una figura verdaderamente desgraciada, tirándose con mano convulsa de la barba hasta arrancarse algunos pelos.

Tomé el partido de dejarla desahogarse. Cuando hizo una pausa, le dije en son de broma:

–Vaya, Raquel, no sea usted tan nerviosilla.

Y antes que de nuevo se exaltase, me levanté y le dí la mano. Oloriz vió el cielo abierto, y aprovechó mi marcha para retirarse también, haciendo un reverente saludo.

Isabel me estaba esperando con impaciencia, según me dijo. Había pensado bastante en mi situación, y quería a todo trance deshacer “los monos”, que dependían sin duda de alguna mala inteligencia, de algún embuste. Oyéndola llamar “monos” a las tremendas calabazas que Gloria me había propinado, alegróseme el alma. Había encontrado un medio de que nos tropezásemos y pudiésemos hablarnos. En su casa no quería que fuese. Quizá su prima se ofendería de que la llevasen engañada. Lo mejor era ir de excursión a la Palmera, una casa de campo que tenían del otro lado del río. Allí, estando todo el día juntos, no podía menos de operarse la reconciliación, para lo cual ella pondría de su parte lo que pudiera.

–Por supuesto, no invitaremos a ese malagueño antipático—añadió, guiñándome el ojo con gracia—. Usted campará todo el día por sus respetos.

Mi pecho se inundó de gratitud. Era adorable aquella chica.

Quedó en ir a la mañana siguiente a invitar a Gloria, y en avisarme por medio de carta el día y hora de la excursión, y en general todo lo que sucediese. Mis esperanzas, tan pronto vivas como muertas, renacieron ahora más frescas y lozanas que nunca. Parecíame imposible que dejándome un rato a solas con mi ex novia no la conmoviese y redujese a quererme otra vez. Tal fe tenía en mi elocuencia. Además, era dificilísimo suponer que tanto amor como aquella gentil muchacha me había demostrado en el tiempo que duraron nuestras relaciones se hubiese desvanecido en un instante, sin quedar entre las cenizas rescoldo alguno. En resumen, que dormí bastante bien aquella noche, y pasé el día siguiente tranquilo. Por la tarde recibí carta de Isabel. No la esperaba tan pronto. Decíame que la partida de campo se haría mañana. Como tenía muchas cosas que decirme, esperaba que fuese aquella noche a comer a su casa.

Según costumbre, el conde comió fuera de ella. Lo hicimos solos Isabel, la tía Etelvina y yo. En verdad que con las muchas y graves noticias que la condesita me comunicó, no hice más que picar de los platos, sin comer realmente de ninguno. Por la mañana había estado en casa de su prima a visitarla. Hablaron de mí, y Gloria se mostró enojadísima, mejor dicho indignadísima conmigo. Le dijo que le constaba de un modo evidente que yo estaba ¡qué horror! en amores con Joaquina Anguita. Todo lo que Isabel hizo por disuadirla fué inútil. Sabía el tiempo que todas las noches hablaba con ella, y que todos en la tertulia tenían conocimiento de tales relaciones. Preguntó si yo era de la partida, y respondiéndole que sí, negóse a formar parte de ella. Sólo a fuerza de ruegos cedió, y eso con la condición de que se invitase también a Daniel Suárez.

–Mire usted, Sanjurjo, la impresión que yo he sacado es que mi prima tiene celos, ¡unos celos que la comen el alma!… y una mujer celosa es una mujer enamorada.

–Pero ¿ese Daniel?…

–No haga usted caso… Lo ha escogido como instrumento para dárselos a usted… Por lo demás, entre usted y él ninguna muchacha puede vacilar—añadió sonriendo.

–Mil gracias.

Pero después que ambas primas hubieron resuelto este punto, quedó otro más difícil. La cuestión de permiso. Doña Tula se negó a darlo. Gloria estaba haciendo en su casa una vida conventual. Desde que se descubrió el galanteo de Marmolejo, sobre todo, la tenían terriblemente sujeta. Isabel acudió a su padre, quien mandó a doña Tula una cartita, diciéndole que no era aquello lo convenido, que se había prometido sacar al mundo a su sobrina para averiguar su vocación, y que se la tenía prisionera, peor que en el colegio; que aquello daría mucho que hablar en Sevilla, y que la rogaba, para evitar murmuraciones, que la concediese alguna libertad. Dos horas después vino una cartita con la autorización. La excursión se efectuaría, pues, al día siguiente, y los convidados partirían de la casa de los condes a las dos de la tarde.

–Invite usted de nuestra parte al amigo Villa. Dígale que es un ingrato… Hasta ahora no le he echado la vista encima—me dijo al tiempo de despedirme.

¡Pobre Villa!, exclamé para mí, observando el tono ligero con que pronunció estas palabras su ídolo. Y desde allí me fuí derecho a la cervecería, para darle el encargo. Cambió un poco de color al escucharme; pero me dijo con sosegada energía:

–Ya sabe usted, amigo Sanjurjo, que yo con esa mujer no puedo tener decentemente ni siquiera relaciones de buena amistad. Si me hubiese dado calabazas… nada… hubiéramos quedado tan amigos; pero el pregonar mis cartas y el consentir que se haga chacota de ellas, no lo olvidaré en mi vida… La saludaré cortésmente, le dirigiré la palabra con respeto, pero ser su amigo, ¡nunca!

Entendí que tenía razón, y no quise insistir. Aquella noche tampoco fuí a casa de Anguita. Hacía tres noches que no iba por no encontrarme de frente con Suárez. A las altas horas dí algunos paseos por la calle de Argote de Molina, y volví a sentir un placer intenso viendo la reja de Gloria cerrada.

Amaneció, al fin, el día 20 de Agosto, memorable en el curso de esta verídica historia. Amaneció brillante, como todos los anteriores, más que los anteriores a mi juicio. Pasé agitadísimo la mañana. Me puse un traje apropiado al caso, ligero, claro y holgado. Fuí a comprar un sombrero que había visto en un escaparate, muy adecuado para el sol y elegante, me afeité hasta dejar las mejillas suaves y tersas como las de un niño, también me puse un calzado de becerro blanco muy lindo; en una palabra, me preparé convenientemente para la gran batalla que por la tarde iba a librar. Observé que Villa no salía de casa y daba vueltas en torno mío, con cierta inquietud, y como si desease hablarme. Por fin, cuando nos avisaron para almorzar, me dijo desde la butaca donde estaba sentado en mi habitación, chupando un cigarro puro y envolviéndose en una nube de humo:

–¿Sabe usted, amigo Sanjurjo, que me voy de excursión con ustedes esta tarde?… Sí; voy—añadió en voz baja y con acento rápido—para que Isabel no se figure que me estoy muriendo de pena.

–Me alegro muchísimo. Hace usted perfectamente—respondí, y exclamé otra vez para adentro—: ¡Pobre Villa!

Durante el almuerzo estuvo alegre y jovial, como hacía muchos días no le veía, como si acabase de recibir una grata nueva.

A las dos en punto nos personamos en casa de Padul. Estaban ya allí casi todos los convidados: las dos chicas de Enríquez, con su mamá y el novio de una de ellas, Pepa y Joaquina Anguita (Ramoncita no había podido venir por estar con jaqueca), Daniel Suárez y el presbítero don Alejandro. Poco después llegaron Elena y su tío, y luego otro chico a quien no conocía. No estaba Gloria en el patio, donde se hallaban reunidos; pero tampoco vi a Isabel, y supuse que las dos se habían juntado en las habitaciones interiores. Tardaron poco, en efecto, en presentarse.

No me dirigió una mirada. Estaba grave contra su costumbre. Vestía un traje de color rojo con encajes blancos, ligero y de poco valor, que le sentaba de perlas. (¿Qué es lo que no le sentaba a aquella admirable criatura?) Saludé primero efusivamente a Isabel, porque la actitud de Gloria me imponía. Luego me aventuré a dar la mano a ésta, que me alargó la suya con marcada frialdad, mirando hacia otro lado. Isabel me hizo una mueca para indicarme que no tuviese miedo. Parecióme lo más prudente observar una conducta reservada, digna, esperando los acontecimientos, y me retiré hacia otra parte. Don Jenaro nos manifestó que se le había ofrecido un quehacer perentorio y sentía no poder ser de la partida, que íbamos bien autorizados por la señora de Enríquez, su prima Etelvina, don Mariano (tío de Elenita) y don Alejandro.

–Ya sé cuál es el quehacer del conde… Una juerga—me dijo Pepita por lo bajo.

–¿Cree usted?…

–¡Uf! Como si lo viera.

Las señoras en coche y los hombres a pie, nos trasladamos todos al muelle, donde nos esperaba una espaciosa falúa entoldada, con cuatro remeros sentados en la proa. El calor en aquel sitio era estupendo. El reflejo de las piedras abrasaba el rostro. Parecía que estábamos envueltos en una atmósfera de fuego. Ni los quitasoles, ni los sombreros de paja, ni los trajes de dril podían librarnos de la ardiente saña de aquel sol que desde lo alto del cielo amenazaba secar los árboles, el cauce del río y hasta la vida de nuestros cerebros. Las señoras nos aguardaron un rato sentadas a la popa. Cuando llegamos, nos acomodamos como pudimos. Daniel Suárez fué a sentarse ¡el miserable! al lado de Gloria, que le recibió con afectado regocijo. Villa y yo nos retiramos hacia la proa, pero al instante fuímos llamados por las damas, que se apresuraron a dejarnos sitio.

–Villa, aquí tiene usted asiento—dijo Isabel, con sonrisa dulce y como avergonzada, señalándole un puesto a su lado.

El comandante vaciló un momento, pero fué a ocuparlo. Joaquinita también me llamó. Hice como que no la oía, y fuí a sentarme entre la señora de Enríquez y Etelvina, un par de setentonas.

Los remos, como grandes antenas, comenzaron a maniobrar sobre el agua amarillenta. Pasamos al lado de grandes vapores, cuyos vientres colosales, pintados de rojo, parecían que iban a aplastarnos. De lo alto de ellos, algunos marineros nos miraban con curiosidad, y se decían sonriendo frases que no llegaban a nuestros oídos. Detrás dejábamos el gran puente de Triana, cuyos ojos se iban achicando lentamente. Pronto salimos del atracadero de los barcos, y llegamos al recodo que guarnecen los naranjos del jardín de las Delicias. El río hace una gran ese, revolviendo hacia Triana. Las orillas están orladas de mimbres, en primer término. Por detrás de ellos asoman algunas filas de álamos blancos, cuyas hojas plateadas, heridas por la luz y agitadas por el soplo blando de la brisa, despiden hermosos destellos. La falúa se deslizaba suavemente, aguantando imperturbable los rayos solares. El aire reseco había perdido sus condiciones de sonoridad. Sentíase en los oídos un suave zumbido constante, al través del cual los ruidos llegaban amortiguados y confusos. La vista no gozaba siquiera la voluptuosidad de posarse en el agua, porque el río mismo despedía un aliento cálido. El sol implacable lanzaba de una vez, en apretado haz, todos sus rayos sobre nosotros, cual si quisiera aplastarnos, reducirnos a la nada, de donde su calor vivificante nos había sacado. ¡Qué hermoso, qué vivo, y qué omnipotente sol! Sólo en el Mediodía se siente su fuerza augusta y acometen deseos de adorarle.

 

En los primeros momentos hablóse poco en la lancha. El calor era tan intenso que aturdía. Todos los rostros estaban encendidos y sudorosos. Los brazos no tenían brío para abanicarse. Pero la alegría no tardó en renacer. Aquella insufrible molestia que sentíamos sirvió de pretexto para bromear y reir. Uno de los pollos proponía un baño general, que nos echásemos todos juntos al agua así que llegásemos a San Juan, cosa que escandalizaba y hacía reir a un mismo tiempo a las damas. Elenita sostenía que su tío no sudaba agua como los demás, sino café con leche; y como todos los ojos se volvían, sonrientes, a mirarle, el buen señor no podía ocultar su despecho. Cada cual comenzó a hablar con los que tenía al lado. Isabel y Villa empezaron una conversación animada. La de Enríquez y su novio, lo mismo. Elenita y el pollo desconocido, que ya se habían saeteado bastante con los ojos, comenzaron a charlar por detrás de la cabeza de jabalí del presbítero don Alejandro, que tenía las enormes cejas temerosamente fruncidas, y el rostro contraído por una expresión de dolor y de ira que ponía espanto. Finalmente, y esto era lo que verdaderamente me interesaba, Gloria y Suárez no cerraban boca. La infiel reía alegremente, harto alegremente quizá para que no hubiese en ello cierta afectación, de los chistes (¡estúpidos, claro está!) del malagueño. No quise disimular mi tristeza. Al contrario, forcé la nota lúgubre, permaneciendo silencioso y cabizbajo, a pesar de los esfuerzos que las dos viejas que tenía al lado, y Joaquinita, hicieron por sacarme de mi éxtasis doloroso. Todos allí estaban ya al tanto de lo que me ocurría.

Sentía, en verdad, una viva y profunda pena que me apretaba el pecho y la garganta. Deploraba amargamente el haber venido. Las esperanzas que Isabel me había dado, parecíanme ahora infundadas, ridículas, engendradas sólo por su deseo frívolo de agradar a todo el mundo. Presa de una angustia indecible, sofocado también por aquel ambiente abrasador, al cual no estaba acostumbrado como los demás, me veía desfallecer. Los oídos me zumbaban, y pasaban a menudo por delante de mis ojos gasas negras flotantes, como si fuera a caerme. No suspiraba, ni me movía, sin embargo. No sólo no temía perder el sentido, pero lo apetecía, por huir de aquella amargura que inundaba mi alma. Deseaba que el poderoso sol se filtrase por la lona del toldo y me abatiese, aniquilase mi conciencia, me transformase en una piedra, en una planta, en algo que no pensase ni sintiese.

Comprendía que mi actitud y mi semblante denotaban demasiado claro lo que pasaba en mi espíritu, que me estaba poniendo en ridículo. Nada me importaba. Allá, después de un cuarto de hora, cuando aún no estábamos a mitad del camino, observé que Gloria me dirigió con el rabillo del ojo una rapidísima mirada, como si tuviese curiosidad de ver lo que yo hacía. No sé lo que pasó por mí. Sentíme de pronto revivir, como un hombre medio ahogado a quien sacasen la cabeza fuera del agua. Erguíme y aspiré con ansia el aire, dando un largo suspiro que hizo sonreir a la señora de Enríquez y puso seria a Joaquinita. No tardó en venir otra mirada igual, que me hizo el mismo bien. La mano invisible que me apretaba cruelmente la garganta aflojaba los dedos. Luego vino otra, y pude sacar el pañuelo y limpiarme el sudor. Luego otra, y tuve ya fuerzas para sonreir. Aquellas miradas, aunque serias y rápidas, penetraban hasta mi corazón y reían allí alegremente y sonaban como una armonía celeste, y hasta pienso que olían como un perfume embriagador. Cuanto más nos acercábamos al término de nuestro viaje, más frecuentes eran, y si no me equivoco, más duraderas también. No dejaba por eso de hablar con Suárez, pero cualquiera podía notar que no era con la misma animación, que una leve sombra de gravedad y preocupación se había esparcido por su rostro.

El cauce del río nos conducía hacia la loma que cierra el contorno de Sevilla por la parte del Sudoeste. A la falda de esta loma se encuentra un pueblecillo llamado San Juan de Aznalfarache, adonde tardamos poco en atracar, saltando a un tabladito que hace de muelle. Es una aldehuela irregular, triste y de ruin caserío. Desde la ciudad ofrece vista muy grata aquel blanco grupito de casas posado como una gaviota a la orilla del río; pero una vez dentro de él, la ilusión se desvanece. Mirado desde Sevilla, parece asentado en la falda misma de la colina, sin terreno llano donde esparcirse. Después que se está en él, se observa que hay en torno muy llanas y muy hermosas huertas de naranjos y olivos.

El malagueño dió la mano, para saltar, a Gloria, y esto me contrajo el corazón fuertemente; pero apenas los diminutos pies de ésta se posaron en el suelo, me lanzó una ojeada firme y rápida como un latigazo, y volvió a dilatarse. Se descansó algunos minutos delante de una taberna, y nos refrescamos con agua azucarada. Las damas se sentaron en las sillas que sacaron del establecimiento. La mayor parte de los hombres permanecimos en pie, sirviéndoles los panalitos. La verdad es que todos estábamos necesitados de un rato de sombra verdadera, porque la del toldo de la falúa dejaba mucho que desear. Joaquinita, que, por lo visto, tenía ganas de mortificarme, me demandó un vaso de agua. Sintiendo, más que viendo, que Gloria me observaba, fuí a buscarlo, pero en la taberna se lo di a don Alejandro, diciéndole:

–Haga el favor de llevar este vaso a Joaquinita.

El presbítero se apresuró a cumplir el encargo, y yo salí después, harto satisfecho de no dar pretexto a que pudiera pensarse que la segunda de Anguita me inspiraba el más mínimo interés. Como diese algunas vueltas por delante de las damas, dirigí distraídamente la mirada a los pies de Pepita, y observé que traía las botas rotas. Al instante lo advirtió.

–¿Qué, se fija usted en mis botas rotas?

–¿Se le han roto a usted al saltar?—repliqué.

–No, señor. Las traigo ya rotas de casa.

–¡Ah! No lo ha notado usted al ponerlas.

–Sí, señor, sí; lo he notado hace días. Las he puesto con todo conocimiento.

No quise insistir, porque entendí que, si proseguía, iba a decirme que no tenía dinero para comprar otras, con la poca aprensión, vecina de la desfachatez, que la caracterizaba.

Isabel dió la señal de marcha. No sé a quién se le ocurrió subir al monasterio antes de ir a la Palmera, y emprendimos, en efecto, la ascensión. La comitiva se repartió en parejas. Yo, para hacer méritos a los ojos de Gloria, viéndola emparejada con Suárez, me fuí solo delante. El camino es corto, pero bastante agrio.

–Sanjurjo—me gritó Joaquinita, con el sano propósito de desconcertarme,—muy melancólico anda usted hoy.

Me volví, y respondí sonriendo:

–Hay motivos.