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LA ALDEA PERDIDA

LA Aldea perdida, que he titulado novela-poema, es en efecto tanto un poema como una novela. Y si Dios me hubiese dotado con la facultad de fabricar versos armoniosos como a Garcilaso de la Vega, seguramente la escribiría en verso.

Está empapada toda ella de los recuerdos de mi infancia. Su escenario es la pequeña aldea de las montañas de Asturias donde he nacido y donde se deslizaron muchos días, si no todos, los de mi niñez.

Para un niño aquellas peleas a garrotazos entre un puñado de rústicos, que a un hombre le causarían risa, tomaban proporciones colosales, homéricas. Quizá hoy si presenciásemos las luchas homéricas entabladas ante los muros de Troya, nos harían reir también.

Después he visto aquel amado valle natal agudamente conmovido por la invasión minera. Su encanto se había disipado. En vez de los hermosos héroes de mi niñez vi otros hombres enmascarados por el carbón, degradados por el alcohol. La tierra misma había también sufrido una profunda degradación. Y huí de aquellos parajes donde mi corazón sangraba de dolor y me refugié con la imaginación en los dulces recuerdos de mi infancia. De tal estado de ánimo brotó la presente novela.

Es la primera y única vez que dejé su nombre verdadero a esta región. La había ya descrito en El Señorito Octavio y en El Idilio de un enfermo con nombre supuesto. Aquí no sólo conservé los nombres de los sitios, sino también los de algunos personajes que en la acción intervienen. La casa de Entralgo es la mía solariega. Su dueño, D. Félix Ramírez del Valle era mi abuelo, a quien sólo guardé sus iniciales, pues se llamaba D. Francisco Rodríguez Valdés. Su criado Linón de Mardana, que lo fué después de mis padres y por último mío, murió hace cuatro años de más de noventa.

A nadie sorprenderá, pues, mi predilección por esta novela. Si hubiesen de perecer todas y se salvase una del olvido, quisiera que fuese ésta. La escribí para mí únicamente como el hombre que se divierte haciendo solitarios con una baraja. No pude imaginar que pudiera ser gustada más que por algunos viejos asturianos como yo. Sin embargo, contra todos mis cálculos, fué acogida con extraordinaria benevolencia, y es una de las que más se han popularizado. Algunos críticos, con razón o sin ella, la prefieren a todas las otras. Tan cierto es que en literatura nada hay mejor que dar gusto a sí mismo para dárselo a los demás.

EL DESQUITE

Los mozos del valle de La viana se hallaban divididos en dos bandos. De un lado, los de las parroquias de Lorío y Condado; de otro, los de Entralgo y Villoria. En las romerías era donde especialmente estallaban las reyertas y donde se apaleaban lindamente; pero también en particular y en días ordinarios solía haber algunos choques. Jacinto de Fresnedo, mozo de la parroquia de Villoria, galantea a Flora que es de Lorío. Una noche va a visitarla. Saliendo de su casa, tropieza en el camino con Toribión de Lorío y otros mozos, que le arrancan el palo, le golpean y le torgan. La torga consiste en amarrar el propio palo a la espalda de un mozo con los brazos en cruz y luego soltarle los pantalones, para que, formando grillete, apenas le deje caminar. Jacinto con gran dificultad logra llegar a su casa. Su primo Nolo de la Braña, que por desabrimiento con sus amigos se hallaba hacía tiempo apartado de las peleas, indignado con la humillación infligida a un pariente tan cercano, se decide a vengarle.

CUANDO un mensajero enviado de Villoria anunció a Nolo la humillación que los mozos de Lorío habían infligido a su primo, en el primer momento se resistió a creerlo. Rendido, sin embargo, a la evidencia, fué acometido de un furor insano que puso en huída al zagal que le trajo la noticia. Se arrancaba los cabellos, pateaba el suelo como un potro no domado, batía contra las paredes de su casa los aperos de la labranza, lanzaba terribles imprecaciones y amenazas. Al fin cayó en una calma más terrible aún que su furor. Quedó pálido y profundamente sosegado. Subió a su cuarto para vestirse el traje de los días de fiesta, el calzón corto de paño verde con botones dorados de filigrana, el chaleco floreado, la blanca camisa de lienzo que la tía Agustina había hilado con sus manos primorosas; ciñó a sus pies los borceguíes de becerro blanco, cubrió su cabeza con la montera picuda de terciopelo, echó en seguida sobre sus hombros la chaqueta; tomó su palo. Así ataviado se puso en marcha y bajó a Fresnedo. Llamó en una de las primeras casas; preguntó por uno de sus amigos; le dijo algunas palabras al oído. El semblante del mozo se contrajo. Nolo le hizo una pregunta en voz baja. Respondió el mozo con un signo de afirmación. Nolo se despidió. En esta forma recorrió las casas de los más bravos guerreros de Fresnedo. Luego envió emisarios a las Meloneras, a los Tornos y a Navaliego. Después bajó a oir misa a Tolivia.

A las tres de la tarde se reunían en las afueras de esta aldea hasta cincuenta mozos de los altos de Villoria, la flor de la juventud montañesa del valle de Laviana, y emprendieron la marcha hacia la romería del Otero. ¿Por qué tan tarde? A la hora en que llegaréis, galanes, la romería estará muy cerca de deshacerse: las hermosas zagalas buscarán ya con la vista a sus parientes para reunirse a ellos y tomar el camino de su casa. No importa. Hoy no es día de festejar a las rapazas.

Marchaban fieros y graves, el rostro contraído, la mirada fija. Ninguna chanza alegre se escuchaba entre ellos como otras veces: ni una palabra salía de sus labios. Sus pasos sonaban huecos y lúgubres por la calzada pedregosa. ¡Así os ví cruzar por Entralgo con vuestras monteras sin flores, con vuestros palos enhiestos como una nube que avanza negra por el cielo para descargar su fardo de cólera sobre alguna comarca próxima! Mi corazón infantil palpitó y desde el corredor emparrado de mi casa os grité:

–Nolo, ¿vais a zurrar a los de Lorío? ¡Llévame contigo!

Yo te vi sonreir, intrépido guerrero de Villoria. Alzaste la mano y me enviaste un gracioso saludo.

En vez de cruzar la barca, subieron un poco río arriba y lo salvaron por un vado descalzándose previamente. A toda costa no querían llamar la atención y caer sobre la romería de improviso. Una vez en el camino de la Pola ascendieron por la montaña hacia el santuario del Otero, no siguiendo el camino trillado, sino por senderos extraviados.

El campo donde la fiesta se celebraba era un prado casi circular y llano sobre la misma colina. Más de la mitad de él, por la parte superior, estaba rodeado de un espeso bosque de robles. Los de Fresnedo se ocultaron allí sin ser vistos de la gente de la romería.

Hallábase ésta en todo su esplendor. Hervía el campo con rumor gozoso de cantos y risas y pláticas ruidosas. Una muchedumbre vestida de día de fiesta discurría por él entrando y saliendo de la iglesia, parándose delante de los puestos de bebidas, comprando frutas y confites o agrupándose en torno de los bailarines. Debajo de un hórreo próximo al templo sonaban la gaita y el tambor y allí más de dos docenas de mozos y mozas se entregaban con furor al baile. Más lejos, en paraje descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban cadenciosamente al compás de sus cantos.

–Florita, ¿dónde tienes a Jacinto?—preguntó una joven de la Pola a la gentil molinerita de Lorío.

Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.

–¡Madre! ¿Es algún gato Jacinto que se trae y se lleva en una cesta?—respondió Florita enseñando para reir las perlas de sus dientes.

–Si no lo es, alguna vez quisiera convertirse, aunque no fuese más que para saltarte sobre el regazo.

–¡Calla, tonta! Pronto le diría ¡zape! Los gatos dejan muchos pelos en la ropa—exclamó la zagala dando un cariñoso empujón a su amiga que por poco le hace caer de espaldas.

–¡Vaya, que antes ya le pasarías la mano sobre el lomo!… ¡Pobrecito! ¡Pobrecito menino!

–¡Fu! ¡fu! ¡Zape!—gritaba la niña emprendiéndola a pellizcos con la burlona y retorciéndose de risa.

Sin embargo, al cabo quedó seria. Estaba sorprendida y despechada al mismo tiempo de no ver a su novio en la romería. ¿Se iría a hacer el desdeñoso aquel zarramplín después de haberle arrancado la confesión de su amor? Esta idea inquietaba su orgullo y arrugaba su frentecita.

–¿Lo ves cómo te quedas seria?—le dijo su amiga con ojos maliciosos.—No puedes ocultar que estás chaladita perdida por Jacinto.

Hizo un mohín de desprecio la linda morenita.

–¡Yo perdida por ese cachorro!… No me conoces, Carmela.

Y para demostrar lo contrario llamó a uno de sus primos que por allí andaba y le invitó a bailar. Bailaba con sobrado coraje la molinera de Lorío para que no dejase sospechar que había en ello más jactancia que alegría.

Sin embargo, la romería iba cerca de su fin. El sol se acercaba lentamente a las cumbres de la Vara, encima de Canzana: pronto les daría el beso de despedida. Andaban por el campo de la fiesta bastantes mozos de Villoria y Tolivia y algunos de Entralgo, pero desparramados, mustios y con apariencia de huídos. Las repetidas victorias de los de Lorío los tenían acobardados y recelosos, sin gana alguna de emprender nueva quimera, aunque sus enemigos les daban para ello sobrado motivo. Es indecible el grado de orgullo y de insolencia a que éstos habían llegado. No sólo con miradas y gestos provocativos les quemaban la sangre, sino también con picantes indirectas y con insultos groseros les ponían en el trance a cada instante de perder la paciencia y experimentar una nueva y vergonzosa derrota.

Pero el más insolente, el más provocativo, el más fachendoso de todos era Toribión de Lorío. Imposible mirar solamente a aquel hombre sin sentir el corazón henchido de rabia. Por eso los de Entralgo y Villoria se apartaban cuanto podían de los parajes en que el jefe poderoso de Lorío relampagueaba de orgullo y de jactancia.

 

Jamás se le viera más alegre y fanfarrón que aquella tarde. Con la montera terciada y el garrote empuñado por el medio iba de un lado a otro sonriente, provocativo, embromando a unos, injuriando a otros, como si el campo de la romería fuese suyo o no hubiera en dos leguas a la redonda más rey ni más amo que él.

Y en verdad que no parecía en toda la comarca mozo más fornido… Su padre, labrador rico de Lorío, lo había criado no con nabos y castañas, sino con sabrosos torreznos de jamón y cecina, con pan de escanda y buenos tragos de vino de Toro que los arrieros de Castilla acarrean por el puerto de San Isidro. Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un carro de hierba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni partiendo leña. Llevaba aquel día envuelta la cabeza, por mayor gala, en un pañuelo floreado de seda y la montera encima; apretaba sus piernas membrudas de gigante fino calzón de Segovia; colgaban de la botonadura de su chaleco los cordones del justillo de Flora que había arrancado la noche anterior al infortunado Jacinto.

Cuando se hartó de caracolear por los diversos grupos decidióse a entrar en la danza. Su presencia causó disturbio y malestar entre los mozos. Porque Toribión, no sólo con los enemigos, sino con los suyos se mostraba intemperante. Ahora daba terribles empellones a los mozos que tenía más próximos haciéndoles vacilar cuando no caer de bruces, ora se gozaba en apretarles la mano hasta hacerles exhalar gritos de dolor. Reía, gritaba, cantaba y hablaba a destiempo.

–¿Dónde están los pollos de Entralgo y de Villoria?—profería riendo a carcajadas.—Hace ya mucho tiempo que no oigo su pío pío. ¿Andan de rama en rama los pajaritos o están todavía en el nido esperando a que su madre los cebe?… Dicen que los espanta el milano… ¡Cua! ¡cua! ¡Corred, corred, pollitos, que allá va el milano!… ¡Cua! ¡cua!

Y extendía los brazos y chillaba imitando el grito de las aves de rapiña. Y su risa era tan grande que el exceso de alegría bañaba sus mejillas de lágrimas.

–¡Ijujú!—concluyó gritando con su voz de bronce.—¡Viva Lorío!

Un hombre saltó en aquel momento en medio del corro y gritó con voz estentórea:

–¡Muera!

Aquel intrépido guerrero era el hijo del tío Pacho de la Braña.

–¡Muera!… ¡muera!… ¡muera!

Tres veces repitió el mismo grito. Su voz poderosa llegó hasta los últimos confines de la romería produciendo en ella un estremecimiento de terror. Corrieron los niños a refugiarse entre las faldas de sus madres, desbandáronse los hombres, chillaron las mujeres, volcáronse las mesas de confites y las cestas de fruta. Un miedo pánico se apoderó de aquella muchedumbre tan alegre momentos antes.

Toribión de Lorío empalideció también; pero reponiéndose presto se lanzó sobre su rival soltando espumarajos de cólera. Alzó su garrote enorme como una tranca que sólo él era capaz de manejar y lo descargó con tal ímpetu sobre la cabeza de Nolo que se la hubiera partido si éste no hubiera evitado el golpe esquivando el cuerpo.

–Has errado el golpe, Toribión—profirió con voz entera el héroe de la Braña.—Si tuvieses las manos tan ligeras como la boca pronto darías buena cuenta de mí. Pero confío en que ahora vas a pagar tu fachenda de siempre y la marranada de ayer. ¡Muera el cerdo de Lorío!

Ambos combatientes se arrojaron el uno sobre el otro con el corazón henchido de un furor salvaje. Nolo, aunque de la misma estatura que el caudillo de Lorío, era menos corpulento; mas lo que le cedía en cuerpo se lo ganaba en flexibilidad y ligereza. Se habían arrollado la chaqueta al brazo izquierdo para que les sirviese de escudo. El palo de Nolo era corto, de acebuche, pintado al fuego y sujeto a la muñeca por una correa. El de Toribio largo y pesado de roble.

Los mozos de Lorío se habían aproximado de una parte, los de Entralgo y Villoria de otra. Pero los dos bandos se mantuvieron apartados por tácito acuerdo, dejando amplio trecho para que sus héroes más famosos saldasen solos y cara a cara la cuenta que tenían pendiente.

Toribión, así que hubo errado el golpe, levantó de nuevo la tranca; pero antes que tuviese tiempo a descargarla se le anticipó con increíble presteza el de la Braña y le atizó un estacazo en la cabeza que le obligó a tambalearse. Reponiéndose instantáneamente volvió sobre su adversario como un león hambriento o un jabalí que necesita abrirse paso. Nolo pudo parar el golpe con el brazo izquierdo que aun con la almohada de la chaqueta se resintió bastante. Lanzó un rugido de dolor el guerrero de la Braña y acometido por la rabia homicida comenzó a brincar en torno de su enemigo como un tigre sediento de sangre, atacándole por todas las partes con incansable furor. Temblaba la tierra bajo los pies de tan formidables guerreros, crujían sus palos al chocarse, escuchábase de lejos su resuello temeroso. Todo el campo de la fiesta se estremecía pendiente de aquella descomunal batalla.

Por fin el hijo del tío Pacho alcanzó el brazo derecho de su contrario con un garrotazo. Saltó el palo de la mano de Toribión y quedó inerme frente a su adversario. Entonces viéndose perdido, no halló otro recurso que volver la espalda y darse a correr moviendo con ligereza sus piernas. Pero el valiente Nolo le seguía de cerca lleno de confianza en sus pies rápidos. Dos veces dieron la vuelta entera al campo de la romería. Como un galgo persigue al través de la verde llanura a la liebre que acaba de levantar entre la maleza, así el héroe de la Braña seguía y apretaba cada vez más al ilustre guerrero de Lorío. Los de uno y otro bando se mantienen suspensos y anhelantes contemplando la carrera de sus jefes, el uno fugitivo, el otro corriendo sobre sus pasos.

La mala ventura de Toribión quiso que al hacer la tercera vuelta se le enredasen los pies entre un helecho y cayese de bruces. Alzóse rápidamente, pero antes que pudiera emprender de nuevo la carrera un garrotazo de Nolo le hizo dar con su pesado cuerpo en el suelo. Entonces el irritado mozo sació sobre él su furor descargando sobre sus espaldas algunos garrotazos, mientras le decía lanzándole una mirada feroz: “¡Echa roncas ahora, pelele, echa roncas! ¿Te creíste que porque Dios te ha dado mucha fuerza los demás somos de manteca? Si ayer noche fuera yo con Jacinto no lo hubierais torgado, gran cerdo. ¡Toma por ladrón! ¡Toma por cerdo!”

Los de Lorío, viendo a su compañero así caído y golpeado, volaron al fin a su socorro. Mas los de Entralgo y Villoria, animados con la presencia de Nolo y su buen suceso, les salieron al encuentro. Cuando los de uno y otro bando se hubieron encontrado, sonó un formidable clamor. Los hombres chocaron con los hombres, los palos con los palos. Escucháronse a la vez gritos de triunfo y lamentos, imprecaciones y vivas. Como dos ríos impetuosos que caen de la montaña y sus aguas se tropiezan en el valle con fragoroso estruendo que se oye a lo lejos, así los dos ejércitos rivales cayeron el uno sobre el otro. Igual furor los anima: el mismo deseo de gloria agita sus corazones.

Sin embargo, los de Entralgo eran menos numerosos, y ante la avalancha formidable de sus enemigos no tardaron en ceder terreno. Entonces Nolo de la Braña se salió un instante del sitio de la lucha y lanzó un silbido penetrante. Los cincuenta guerreros de Fresnedo, Meloneras y Navaliego, al oir aquella señal, surgieron de improviso del bosque donde se hallaban ocultos y cayeron como buitres hambrientos lanzando gritos horrísonos sobre los mozos del Condado y Lorío. ¿Quién pudiera resistir el ímpetu de aquella juventud magnánima? Una tromba de agua y pedrisco no causaría más daño en un sembrado: la mar alborotada arrojando sobre la tierra sus espumas amargas no infundiría más espanto. Todo cae, todo huye, todo grita delante de su furor indomable. Los de Lorío, aterrados, apenas pueden resistir breves instantes. En vano el valeroso Firmo de Rivota los anima con grandes voces al combate y dando el ejemplo se arroja con temerario coraje en medio de la pelea. El mísero sucumbe al fin bajo el garrote de Jacinto de Fresnedo; cae aturdido y es pisoteado.

¡Musas, decidme los nombres de los guerreros que allí cayeron o salieron descalabrados bajo los garrotazos de los hijos magnánimos de Entralgo, porque yo no acierto a contarlos! Tú, bizarro Angelín de Canzana, tumbaste de un estacazo en medio de la cabeza al esforzado Luisón de la Granja, hijo del tío Ramón, famoso domador de potros. Confiado en sus fuerzas extraordinarias, quiso hacerte frente; pero lograste pronto volcarle y fué pisoteado. El valeroso Ramiro de Tolivia midió varias veces las espaldas con su garrote a Juan de Pando, afamado en todo el valle, no sólo por su valor, sino por la habilidad en el baile. Ninguno con más primor ejecutaba las mudanzas y saltaba delante de su pareja: en esta ocasión no le valieron sus ágiles piernas: aunque corría como un gamo por el monte abajo, Ramiro le alcanzó repetidas veces con su palo. Froilán de Villoria desarmó y apaleó sin piedad a Pin de Boroñes, sobrino del cura del Condado, a quien su tío estaba enseñando latín para enviarlo al Seminario de Oviedo y ordenarlo in sacris por la carrera abreviada. Antes que el obispo lo consagrase, Froilán logró hacerle un buen chichón en la corona. Pero más que todos éstos se distinguió en aquella jornada memorable Tanasio de Entralgo. Su cayado fulminante, cortado en el monte Raigoso, abatía cuanto encontraba delante. Imposible contar el número prodigioso de bollos y tolondrones que aquel mortífero instrumento causó en breve tiempo. No era un arma en sus manos, sino rayo fragoroso, resonante, que sembraba el terror y la alarma por doquiera que pasaba.

¿A quién sacrificaste tú, impetuoso Celso, honor y gloria de mi parroquia? Bajo tus acometidas invencibles cayeron muchos y bravos guerreros de Lorío y cayó también el más ilustre de los hijos del Condado, el famoso Lázaro, que después de Toribión y Firmo era tenido por el más esforzado de los enemigos de Entralgo. No le valió su garrote nudoso de acebuche ni le valieron sus saltos prodigiosos. Tú derribaste de un garrotazo su montera adornada de claveles y luego le tentaste varias veces la cabeza y las costillas. ¿A quién inmolaste tú, industrioso Quino, el más galán y más prudente de los hijos de Entralgo? Bajo tu palo gimieron muchos bravos en aquella aciaga jornada y por fin tuviste el honor de ver huir delante de ti al valeroso Lin de la Ferrera. Si no le diste alcance no fué porque te faltasen piernas, sino porque no quisiste que los mozos del Condado te cortasen la retirada.

Pero en aquella ocasión por su fuerza y por su audacia se distinguió Nolo, el hijo del tío Pacho de la Braña, entre todos los hijos de Villoria y Entralgo y ganó gloria imperecedera. Parecido a una llama impetuosa penetra entre las filas de los contrarios sembrando en ellas el pavor. Tan pronto está en un sitio como en otro; aquí tumba a un mozo, más allá desarma a otro, en otra parte persigue a un fugitivo. Imposible averiguar a qué campo pertenecía, si peleaba del lado de Lorío o de Entralgo. Como un río impetuoso se despeña en el invierno sobre el valle y rompe los diques que las manos del hombre le han puesto y arrastra los árboles y las casas y destruye las más florecientes heredades, de tal modo el hijo del tío Pacho penetra en las espesas falanges de los de Lorío introduciendo en ellas el desorden y el espanto.

¿Dónde estabas tú, belicoso Bartolo, dónde estabas tú en aquel momento de perdurable memoria para nosotros? Habías llegado tarde a la romería y te habías acercado al hórreo donde los zagales y zagalas se entregaban al baile. Allí tropezaste con un amigo que te invitó a beber unos vasos de sidra. Y descuidadamente, sin pensar que los de Entralgo iban a necesitar pronto de tu invencible brazo, te entretuviste alegremente narrando amores y combates. En vano te dijeron: “Bartolo, parece que hay palos en la romería.” Tú no hiciste caso, acostumbrado como estabas a despreciar los peligros, y enardecido por la plática y la sidra seguiste relatando la historia maravillosa de tus hazañas. Cuando al cabo algunos fugitivos vinieron a refugiarse bajo el hórreo y pudiste cerciorarte de que la bulla no era niñería, con terrible calma cubriste tu cabeza con la montera, pediste otro vaso de sidra, lo bebiste y después de haberte limpiado repetidas veces los labios con el dorso de la mano dijiste con sosiego aterrador: “Vamos a ver lo que quieren esos pelafustanes.” Y saliste arrojando miradas homicidas a todos lados.

Pero ya la victoria estaba declarada por los de Entralgo. Los de Lorío y Condado corrían desbandados y seguidos de cerca por los primeros. Las mujeres, los niños y los hombres pacíficos se habían refugiado en el pórtico y en los alrededores de la iglesia. El campo de la romería estaba poco menos que desierto. Sembrados por él y aturdidos por los garrotazos yacían algunos guerreros. Uno de ellos se levantó y derrengado, sin palo y sin montera enderezó sus pasos trabajosamente hacia la iglesia. Era el famoso Toribión, el caudillo ilustre de Lorío. Bartolo lo vió y animado de un valor intrépido saltó sobre él como un león y de un par de estacazos le hizo de nuevo medir el suelo.

 

–Ya caíste entre mis uñas, Toribión—exclamó con sonrisa diabólica—. Mucho tiempo hacía que tenía gana de verme cara a cara contigo. Cuando te levantes marcha a Lorío y cuenta a tus compañeros cómo te ha hecho morder la tierra el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.

Después, sereno, majestuoso, semejante a un dios recorrió el campo de la fiesta sin que nadie se opusiera a su marcha triunfante.

Hartos de apalear y perseguir a los de Lorío, no tardaron en llegar los zagales victoriosos de Entralgo y de Villoria lanzando gritos de triunfo. De nuevo se puebla el campo de romeros y por algún tiempo reina la misma animación. Los mozos vencedores, ebrios de alegría, quieren depositar su triunfo a los pies de las rapazas y les ofrecen sus monteras llenas de confites y avellanas tostadas. Sonríen ellas, se hacen las melindrosas; insisten ellos y a pesar de su fuerza indomable se muestran ruborosos y humildes como niños.

Jacinto se acerca a Flora. Su rostro aún está contraído, sus manos tiemblan, todo su cuerpo manifiesta extraña agitación.

–¿Qué mosca te ha picado, Jacinto?—le pregunta la linda morenita mirándole con una risa maliciosa.

–¿Sabes lo que han hecho ayer noche conmigo tus vecinos?—exclama rudamente el mozo.

Flora le mira sorprendida.

–Pues en cuanto salí de tu casa, antes que llegase a Rivota, entre Toribión y otros tres me torgaron.

Un relámpago de ira pasó por los ojos de la zagala.

–¿No te dije que no te fiases de ellos, Jacinto? ¡Que eran muy burros! ¡muy burros!

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