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La Fe

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D.ª Marciala, más franca o más colérica, apenas quitaba los ojos de D. Narciso y D.ª Filomena, unos ojos escrutadores, inquietos, por donde pasaban de vez en cuando relámpagos de ira. En los centros de murmuración de la villa decíase que D.ª Marciala estaba enamorada del P. Narciso. Aunque esto no sea creíble, por tratarse de una señora que toda la vida se había manifestado muy circunspecta y religiosa, no hay duda que sus familiaridades con el clérigo podían dar lugar a torcidas interpretaciones entre la gente propensa a pensar mal del prójimo. Había casado ya tarde, cuando contaba más de treinta años, con D. José María, el boticario de la plaza. Éste, que había sido toda su vida un republicano rabioso, que apenas frecuentaba la iglesia, y que reunía en su trastienda por las noches un grupo de demócratas (masones los llamaban las beatas del pueblo), por el influjo de su piadosa mujer había ido cambiando poco a poco de opinión. Principió por alejarse de la política y dejar la suscrición a El Motín; después fue eliminando de su tertulia a los sujetos más exaltados y peligrosos; luego se le vio alternando cortésmente con varios sacerdotes. Finalmente, como llegase una misión de jesuitas a la villa, D.ª Marciala consiguió llevarle a confesar con uno. Desde entonces se realizó un cambio completo y radical en la vida de D. José María. El feroz republicano, suscritor de El Motín, se trasformó en un cofrade de San Vicente de Paul, hermano del Sagrado Corazón. Alumbraba en las procesiones, hacía la guardia al Santísimo con escapulario al cuello, etc., etc. Y no sólo practicaba todos los actos religiosos de un fervoroso creyente, sino que dio en acompañarse de clérigos y en recibirlos en su trastienda, en vez de los impíos que antes iban; de tal suerte, que su botica vino a ser al cabo de algún tiempo el centro de reunión de los tradicionalistas de Peñascosa. Tal fue la obra benemérita llevada a cabo con singular fortaleza y habilidad por D.ª Marciala. En ella le ayudó muchísimo con sus consejos el P. Narciso. Acaso por esta razón su alma quedó tan ligada y agradecida a su director, que por no saber contenerse, daba pávulo y estimulaba a las malas lenguas de Peñascosa.

Fue, como ya sabemos, una de las que contribuyeron a la educación y a la carrera del P. Gil; pero en la deserción que se operó en el rebaño de D. Narciso a la llegada de aquél, permaneció fiel a su pastor. Quizá ayudase a mantenerla firme la huida de Obdulia, de quien ella tenía, según fama, unos celos rabiosos, y por lo visto no le faltaba razón. Aspiró a sustituir a ésta en la gracia del elocuente y donoso sacerdote, y casi lo tenía conseguido. Desgraciadamente, se interpuso en su camino D.ª Filomena, la viuda que ya conocemos, quien con más modestia y reserva admiraba a su director espiritual y le prodigaba en silencio y en la sombra mil atenciones delicadas, que concluyeron por hacer mella en su corazón. No significa esto que dejase de considerar y atender como debía a D.ª Marciala; pero se observaba en él de algún tiempo a aquella parte más inclinación hacia D.ª Filomena, aunque nunca por supuesto tan señalada como la que había sentido por Obdulia.

En la tertulia de D.ª Eloisa se agitaban mil dulces sentimientos, a los cuales, como la sombra a la luz, acompañan siempre otros amargos. Varias jóvenes solteras, a quienes el tiempo y los desengaños habían hecho más reflexivas, algunas señoras casadas en las cuales sus maridos no habían podido extinguir la sed de lo infinito, y tal que otra viuda necesitada de consuelos, se reunían todas las noches en torno de media docena de presbíteros, formando un grupo interesante y conmovedor. Aquel pequeño mundo, ajeno enteramente a las luchas de la política, de la ciencia y de los intereses materiales, representaba un oasis deleitoso enmedio de la corrupción general de las costumbres. La perfecta sumisión de aquellas almas femeninas a sus directores, la benevolencia y la ternura con que éstos se esforzaban en conducirlas por el sendero de la virtud, prestaban a la tertulia un carácter suave, inocente y piadoso que no se hallará seguramente en las exclusivamente seglares. Existía una dichosa compenetración de lo espiritual en lo temporal; era una imagen aproximada de lo que debe ser el reinado de Dios sobre la tierra.

El rebaño místico se repartía, como era natural. Cada clérigo tenía sus hijas de confesión, que le obedecían y le admiraban. Y ellos, aprovechando, como expertos y hábiles pastores, el carácter y condición de cada oveja, solían estimularlas por medio de acertados manejos, ora halagando su amor propio, ora mortificándolo unas veces con celos, otras con saludable frialdad, otras con alguna lisonja adecuada. Ni faltaban tampoco en aquella exquisita sociedad algunos honestos recreos. No era todo hacer calceta ni colchas de crochet: también se rendía culto a la música. El P. Norberto era organista de la iglesia, y aunque conocía poca música profana, algunos nocturnos tocaba, y cuando no, acompañaba al P. Narciso, que entre sus múltiples habilidades tenía la de tocar en la flauta dos o tres pavanas y la sinfonía de Juana de Arco. También Marcelina sabía cantar La Stella confidente y la Plegaria a la Virgen. D. Melchor sabía hacer algunos juegos de manos; D. Peregrín Casanova sazonaba la tertulia con salerosos cuentos; Cándida recitaba admirablemente al piano varias fábulas morales; por último, el P. Joaquín tocaba, rascando los dientes con las uñas, cualquier pieza musical, y remedaba el grito del gallo con tal perfección que cualquiera le confundía con este bípedo.

Aquella noche no hubo música. Los ánimos estaban un poco abstraídos. Reinaba cierta inquietud en la tertulia, motivada por la presencia del P. Gil, a quien ninguno de sus colegas, si se exceptúa el P. Norberto, mostraba simpatía. La conversación fue rodando de uno en otro asunto, todos de poca monta. En un momento de silencio, D. Juan Casanova, que tenía la cabeza inclinada hacia un lado, sin duda por el excesivo peso del cerebro, la descargó algún tanto, diciendo con su acostumbrada solemnidad:

– Eloisa, hoy he hallado a su hermano Álvaro en el paseo de la Atalaya. Llevaba un pantalón de cuadros.

D.ª Eloisa suspiró, como siempre que se tocaba el punto de su hermano.

– Estos días ha estado un poco enfermo. Me lo ha dicho el criado— manifestó dirigiendo una mirada tímida a la mesa donde jugaba su marido.

D. Martín y su cuñado hacía tiempo que no se relacionaban. Por el motivo baladí de un mueble de la casa que aquél pretendía llevar a la suya, sin derecho alguno, rompieron de un modo violento. D. Martín (¿cómo no?) puso la mano en la cara a su cuñado, y a más de esto le desafió. Desde entonces, absoluta separación entre ambos. D. Álvaro vivía en su enorme casa, enteramente solo, y D. Martín en la suya con su esposa. Ésta, de vez en cuando, a escondidas de don Martín, iba a visitar a su hermano.

– No parece que goza de buena salud— dijo el P. Gil, a quien sin saber por qué interesaba aquel hombre.

– ¡Oh! Sumamente enfermizo y delicado. Sólo cuidándose mucho puede ir viviendo.

Los clérigos, como siempre que se trataba de Montesinos en presencia de su hermana, guardaban un silencio sombrío, con la cara larga y enfoscada. Si no estuviera ella, de seguro hubieran soltado alguna frase de indignación o algún sarcasmo contra aquel impío, que tenía escandalizada a la villa con sus opiniones y con su conducta. A duras penas respetaban el lazo estrecho de familia.

Hubo un silencio lúgubre, porque las damas, comprendiendo lo que pasaba en lo interior de sus directores espirituales, no osaban hablar. D.ª Eloisa tornó a exhalar otro suspiro y dijo con acento dolorido, como si terminase en alta voz un monólogo:

– ¡Qué lástima que le hayan pervertido en Madrid! Álvaro tiene buen corazón… y todos dicen que es hombre de talento.

Los clérigos se sintieron molestados por aquellos elogios. Uno de ellos, el P. Melchor, se atrevió a decir con sonrisita de suficiencia:

– Señora, permítame usted que no reconozca talento en quien no admite las verdades de nuestra santa religión.

– A lo menos fue el primero en su cátedra y pasaba entre sus profesores por un chico despejado.

– Y lo será, señora,– dijo el P. Gil, a quien el tonillo agresivo de su compañero había disgustado.– Se puede tener talento y estar obcecado en cualquier asunto. Su hermano, desgraciadamente, lo está en lo que se refiere al más interesante para el hombre. Mas no hay razón para negarle el talento. Los grandes heresiarcas lo han tenido; si no fuese así, seguramente no habrían podido dar apariencia de verdad al error y engañar tanta gente.

Aunque se sintiese herido en lo vivo por esta réplica indirecta, el P. Melchor no osó responder, y prefirió hacerse el distraído devorando su enojo. Por más que no la confesasen, todos los clérigos de Peñascosa sentían la superioridad del P. Gil, que achacaban, por supuesto, a que era el único entre ellos que había seguido la carrera lata de teología. Ningún otro intentó tampoco llevarle la contraria por temor de hacer un mal papel.

La conversación se encauzó por otro lado. Charlose animadamente del proyecto de construcción de una nueva iglesia, cerca de la plaza, echado a volar por varios vecinos y al cual se oponía con todas sus fuerzas el cura, por temor de que se dividiera la parroquia. Los jugadores seguían en sus alternativas de silencio y ruidosos altercados. El P. Gil quedó mudo y pensativo, impresionado con lo que acababa de oír y decir. La figura de Montesinos, a quien no había visto más de tres o cuatro veces en su vida, y eso de lejos, flotaba en su imaginación despertando en él viva curiosidad. La afirmación de doña Eloisa de que había sido siempre el primero entre sus condiscípulos, contribuyó a hacer más grande, por no decir más interesante a sus ojos, aquel hombre. Un deseo vago, indefinido de acercarse y conquistarle nació en su mente. Cuando la llegada de D. José María el boticario y de Osuna dio la señal de disolverse la tertulia, aún rodaba este pensamiento por su cerebro en busca de forma.

 

La noche seguía encapotada y triste. El cielo dejaba caer con pertinacia una lluvia menuda y fría. En la puerta de la casa los tertulios se dividieron: la mayor parte se quedó por las inmediaciones de la plaza, otros siguieron por la calle del Cuadrante. Y en ella se fueron separando todos hasta que quedaron solos el P. Gil, Osuna y su hija, los únicos que vivían en el Campo de los Desmayos. Obdulia maniobró para que el P. Gil la tapase con su paraguas. El jorobado marchaba detrás, satisfecho de no pasar por la humillación de que su hija le tapase, pues a causa de la gran diferencia de estatura así sucedía siempre.

Caminaron unos instantes en silencio, escuchando el estruendo lejano del mar que batía contra las peñas y el leve rumor de la lluvia sobre el paraguas. La joven esperaba que el P. Gil sacara la conversación de su altercado con el P. Narciso, y de intento prolongaba indefinidamente el silencio. Viéndole taciturno y abstraído, se aventuró a decirle con voz temblorosa:

– ¿Está usted enfadado conmigo, padre?

– ¿Por qué?– preguntó el clérigo con sorpresa, saliendo repentinamente de su meditación.

– Por la disputa que he tenido con D. Narciso.

– ¡Ah! Sí… en efecto, no me ha gustado la actitud rebelde en que usted se ha colocado frente a él. Es indigno de una joven humilde y virtuosa como usted…

Obdulia guardó silencio, sintiendo en el corazón la censura de su director. Al cabo dijo, poniéndose colorada, lo cual nadie pudo advertir:

– Tiene usted razón; he cometido un pecado y me arrepiento…

Después de una pausa larga, añadió humildemente:

– No puede usted figurarse cuánto me disgusta el observar la envidia de D. Narciso.

– ¿La envidia?– preguntó el sacerdote con sorpresa.– ¿A quién tiene envidia?

– A usted, padre, a usted— repuso con firmeza la joven.

– No, hija, no— dijo el P. Gil todo azorado.– Yo no puedo excitar la envidia de nadie… Soy un pobre clérigo… un miserable pecador…

– Pues así y todo… yo me entiendo…

Repuesto de su turbación, el sacerdote dijo entonces con aspereza:

– Ruego a usted que no vuelva a decir esas cosas, ni que las piense… Se lo prohíbo… Advierta usted que se trata de dos sacerdotes— añadió después de una pausa, dulcificando la voz.

Obdulia no replicó. Muda y con el corazón apretado por una pena extraña, siguió marchando al lado del clérigo. Éste dirigió la palabra a Osuna sin volverse:

– Al llegar al Campo vamos a sentir el aire, señor Osuna.

– ¿Cuándo no sopla en ese maldito Campo?– replicó el jorobado con mal humor.

Y en efecto, al abocar a él, una ráfaga violenta les azotó el rostro y estuvo a punto de volverles los paraguas. La sotana del clérigo, las enaguas de la joven tremolaron: les costaba trabajo avanzar.

Por fin alcanzaron el gran portal de Montesinos. Se limpiaron el rostro con el pañuelo y repusieron el desorden de sus vestidos. El P. Gil volvió a dirigir una mirada curiosa y escrutadora a la oscura puerta en cuya cima ardía siempre la lamparita de aceite.

– Adiós, señor Osuna, que usted descanse— dijo tendiendo la mano al jorobado.

Luego tuvo un momento de indecisión: iba a tendérsela a Obdulia; pero turbado por la mirada intensa y extática que la joven le clavaba, la llevó al sombrero y se inclinó gravemente, diciendo:

– Buenas noches, señorita.

Alzó de nuevo el paraguas y salvó de prisa la distancia que le separaba de la rectoral. Los ojos de Obdulia, inmóvil a la puerta mientras su padre llamaba, le siguieron algún tiempo.

Antes de penetrar en la rectoral, el P. Gil volviose y quedó inmóvil también algunos instantes. Pero sus ojos no buscaron la puerta de donde aquélla acababa de desaparecer. Fueron más arriba, abrazaron de una vez la extensa y sombría fachada de la gran casa solariega que, avezada a los golpes del huracán, dormía grave y desdeñosa bajo la intemperie. Contemplola larga, atentamente. Sus ojos brillaron con un fuego de gozo místico. Era la mirada del apóstol, ávida, tierna, clemente. Tal debió ser la expresión que reflejaron los ojos de San Pedro a la vista de Roma.

IV

Desde aquella noche el P. Gil no soñó con otra cosa. La fiebre del apostolado le encendió de tal modo que no dejó rincón vacío en su cerebro para otro pensamiento. Dentro de él entablose una lucha sorda entre el deseo vivo y ardiente de ennoblecer su vida con la conquista de un enemigo encarnizado de la Iglesia, y el miedo desapoderado, loco, que sin saber por qué le inspiraba. En sus continuos paseos por la estancia que ocupaba en la rectoral, mientras con el breviario en la mano decía los rezos obligatorios, a menudo se detenía ante la ventana, levantaba la punta del visillo y dirigía una mirada tímida y ansiosa al palacio de Montesinos. Allí estaba, adusto, impenetrable, hostil como un baluarte fabricado por la impiedad. Los balcones eternamente cerrados. El hombre misterioso que lo habitaba debía de odiar tanto la luz del sol como la de la fe. El P. Gil dirigía luego la vista al cielo y daba gracias a Dios desde el fondo del corazón por haberle tenido siempre de su mano, por haberle hecho nacer y vivir en la región luminosa de las santas creencias cristianas.

En vano trató de inquirir pormenores de la vida y carácter de aquella oveja descarriada a quien ansiaba traer al redil. Los datos que le suministraron eran contradictorios. Mientras su hermana y algunas otras personas se lo presentaban como un perfecto caballero, un hombre de buen fondo, extraviado por las malas compañías y la lectura de libros impíos, otras, que también pretendían conocerle desde la infancia, lo pintaban como un ser avieso, mal intencionado, riendo siempre de las desgracias y las flaquezas del prójimo, insolente y agresivo de palabra, ya que de obra no podía serlo por su natural débil y enfermizo. A este propósito narraban algunas anécdotas de su infancia y adolescencia que acreditaban esta opinión. Otros, en fin, le tenían por un desdichado, por un hombre a quien los desengaños de su carrera literaria y los profundos pesares domésticos habían llenado el corazón de hiel. Suponían que Montesinos, aficionado a las letras, enamorado de la gloria, había ido a Madrid. En vez de ella, sólo halló glacial indiferencia: esto, unido a la catástrofe de su matrimonio, le había obligado a retirarse de nuevo a Peñascosa «rabo entre piernas,» como decían pintorescamente los graves biógrafos. Y terminaban afirmando que Montesinos desahogaba su amargura y despecho blasfemando de palabra cuando se le presentaba la ocasión y publicando artículos en los periódicos y revistas de los masones. El P. Gil no sabía a qué atenerse. Inclinábase, no obstante, a esta última opinión, que conciliaba hasta cierto punto la benévola de su hermana y ciertos amigos con la mala fama que tenía en el pueblo. Lo que no dejaba de sorprenderle era que mientras el clero y los tradicionalistas de Peñascosa le detestaban cordialmente, los pocos republicanos y masones que había en la villa no le demostraban estimación alguna. Decíase que Montesinos se reía de ellos con más gana aún que de los católicos, y que había huido constantemente su trato.

Todas estas noticias, que recogía de un lado y de otro disimulando, por supuesto, su proyecto, no eran a propósito para apartarle de él. El misterio impenetrable que envolvía el carácter de aquel hombre le interesaba cada día más, y más le atemorizaba. Sabía cuánto importaba atraer un alma perdida al seno de la Iglesia; pero cuando esta alma era la de un hereje, un enemigo encarnizado de ella, el acto crecía desmesuradamente a los ojos de Dios. Dando vueltas a la idea, concibió varias veces el propósito de acercarse inmediatamente a él, hablarle y convencerle con razones y con ruegos; mas pronto lo abandonaba temiendo un fracaso. No era que le mortificase lo más mínimo en su amor propio: estaba resuelto a padecer por Dios con alegría toda clase de martirios, cuanto más una injuria. Lo que temía era tener que renunciar a una empresa tan noble y gloriosa. Poco a poco llegó a convencerse de que el mismo Dios se la encomendaba especialmente, que ésta era la tarea principal que le había impuesto al enviarlo a Peñascosa. Y convencido de que lo sublime del propósito no empece a que se adopten los medios más eficaces para llevarlo a feliz remate, resolviose a comunicarlo con su madrina doña Eloisa y a pedirle ayuda. Grande fue el gozo de la buena señora al recibir la confidencia. Aplaudió de todas veras el proyecto, que satisfacía los deseos más ardientes de su corazón, y prometió hacer cuanto humanamente fuese posible por que tan hermoso sueño se realizase. Hubo entre ambos largas pláticas, en que se buscaron y ponderaron los medios de llevarlo a cabo; se trazaron y se rechazaron diferentes planes; por último, quedaron convenidos en que el excusador fuese a la morada de D. Álvaro por encargo de su hermana a pedirle una limosna para las viudas y los huérfanos de unos pescadores que habían perecido recientemente en la mar. Aprovechando la ocasión, podía tantearle, hacerse amigo suyo y dar comienzo poco a poco a la obra de su conversión. D.ª Eloisa no dudaba del éxito, fiada en el buen fondo de su hermano y en la virtud y la ciencia de su ahijado. Cuando alguna vez le había hablado de las prácticas religiosas, Álvaro había respondido con alguna invectiva grosera contra los clérigos de Peñascosa; a unos los consideraba idiotas, a otros malvados; de todos se reía a mandíbula batiente. Pero ¿qué podía decir de este muchacho tan bueno, tan estudioso, de costumbres tan puras y austeras?

Él no estaba tan confiado. A medida que se acercaba el día de la visita, sentíase más agitado y medroso. Pedía con insistencia a Dios que le diese fuerzas y valor, y preparaba sus argumentos y hasta sus frases con una atención exagerada. Una mañana, después de haber estado en oración largo rato, salió de la rectoral con paso firme, salvó la pequeña distancia que le separaba del palacio de Montesinos, penetró en el lóbrego portal y tiró del grasiento cordel de la campana. Ésta sonó a lo lejos cascada y triste. El corazón del sacerdote se contrajo, a pesar del ánimo que la oración le había infundido. Presentose al cabo de un buen rato de espera un criado anciano de semblante hosco. Al ver al excusador, sus ojos duros y penetrantes expresaron asombro.

– ¿D. Álvaro está?

Tardó en contestar.

– ¡Ya se ve que está!– respondió al cabo.– No sale nunca.

– ¿Y se le puede ver?

– ¿Por qué no?

– Pues avísele usted que el teniente cura de la parroquia desea hablar con él por encargo de su señora hermana D.ª Eloisa.

– No hay necesidad. Venga usted conmigo— replicó bruscamente.

Y después de cerrar y trancar con cuidado la puerta, echó a andar delante. No dejó de sorprenderle al excusador el aire de autoridad del viejo doméstico, y lo poco en que tenía la voluntad de su amo para recibir o no las visitas. Después de atravesar un gran patio húmedo, mal empedrado, donde crecía por todas partes la hierba, rodeado de columnas toscas de piedra manchadas de musgo, ascendieron por una escalera de piedra y tosca también, con los pasos gastados por el uso. En el piso principal salvaron un ancho corredor abierto, con el pavimento de madera, tan deteriorado que era preciso ir con cuidado para no meter el pie por algún agujero. Por todas partes se observaba un abandono extraño; las paredes sucias, descascarilladas, el suelo con un dedo de polvo, los techos agrietados: no parecía una casa habitada, sino una antigua abadía solitaria. La gran casa solariega de los Montesinos se pudría, se derrumbaba, sin que su dueño intentase en ella la menor reforma, sin que lo advirtiese siquiera. En el piso segundo el criado le condujo al través de varias salas destartaladas y lóbregas, abrió al fin una puerta de cristales con visillos sucios, después de echar una mirada por el interior, dijo:

– No está aquí. Habrá subido a la biblioteca.

Vuelta a desandar lo andado. Hallaron en el corredor una puertecita estrecha, y por ella entró el criado seguido del clérigo, subiendo por una escalera de caracol más oscura y más sucia aún que el resto de la casa. Cuando iban hacia el medio, el P. Gil oyó en lo alto una tosecilla seca que volvió a apretarle el corazón de temor. La biblioteca se hallaba en una de las dos torres cuadradas que la casa tenía a los lados. Había una pequeña antesala sin mueble alguno, con puerta de madera sin pintar, charolada por el uso, que el viejo empujó, diciendo:

– Álvaro, aquí tienes al señor excusador, que desea hablarte.

El susto que éste llevaba en el cuerpo no le impidió sorprenderse de la confianza extraña del criado. ¡Un señor tan rico, tan noble, tan misterioso, tuteado por un criado!

 

La biblioteca corría parejas con el resto de la casa en lo destartalada y sucia. Era una gran pieza cuadrada, de techo abovedado, cuyas paredes estaban cubiertas a trechos de tosca estantería con libros. Éstos andaban asimismo amontonados por el suelo sin orden ni curiosidad alguna. Los había encuadernados con pasta antigua, los había también en rústica modernísima, pero todos eran víctimas por igual del descuido de su dueño y de la inclemencia del polvo. Dos ventanas de vidrios emplomados, sin cortinas, esclarecían la estancia. Una estufa moderna, cuyo tubo, sostenido por alambres, salía por un cristal roto, la calentaba. Cerca de una mesa deteriorada, cubierta por un hule todo salpicado de tinta, estaba sentado en un sillón antiguo de vaqueta un hombre cuya figura y atavío correspondían perfectamente al decorado de la estancia. Era menudo de cuerpo, gordo de cabeza, el rostro pálido, nariz y labios finos, los ojos pequeños y de un color indefinible, el cabello bermejo y ralo, las manos diminutas y descarnadas. Vestía una bata usada, mugrienta, traía anudado al cuello un pañuelo de seda, y se cubría las piernas y los pies con una manta de viaje tan rapada y grasienta como la bata.

Al abrirse la puerta levantó la cabeza, y sus ojos verdosos con puntos amarillos, como los de los gatos, se clavaron en el sacerdote con una curiosidad que llegó a ser insolente por el acto de no levantarse más que a medias del sillón ni hacer siquiera una inclinación de cabeza. El P. Gil se había despojado del sombrero canal, y se inclinaba confuso y molesto bajo aquella fría y escrutadora mirada. El criado se retiró y entornó la puerta. Después de preguntarle por la salud, tardó en hallar palabras el sacerdote.

– Estará usted enterado, señor, de la desgracia que ha ocurrido hace algunos días en la mar. Unas cuantas familias han quedado sin más amparo que la capa del cielo y el de las almas caritativas. Confiado en la caridad de este pueblo, emprendí la tarea de implorarla de casa en casa. En cumplimiento de este deber y excitado por su señora hermana, me tomo la libertad de venir a pedirle a usted para las pobres viudas y huérfanos una limosna por el amor de Dios.

El dueño de la casa le contempló todavía unos instantes. Luego sacó del bolsillo una llave, abrió un cajón de la mesa, sacó unas monedas de oro y, alargando la mano, las depositó silenciosamente en la del sacerdote.

– Dios se lo pague a usted, señor— dijo éste.

No había más remedio que retirarse. D. Álvaro no decía una palabra ni le invitaba a sentarse. Pero el hacerlo sin tentar de algún modo su proyecto, le dolía tanto que permaneció inmóvil, a despecho de la mirada de despedida que aquél le estaba clavando.

– No me sorprende su generosidad— dijo.– Su señora hermana me había hecho muchos elogios de su corazón, y veo que no estaba equivocada.

– Supongo que a nadie más que a mi hermana habrá usted oído hacer elogios de mi corazón.

La voz del mayorazgo de Montesinos era singularmente armoniosa y dulce, y contrastaba notablemente con lo inarmónico y triste de su figura. El P. Gil, que era la rectitud personificada, quedó un instante suspenso.

– En efecto, a nadie he oído hacer elogios de usted más que a su hermana— dijo al cabo, con naturalidad.

Montesinos no pareció disgustado con esta respuesta, pero sus ojos brillaron con más curiosidad, y volvió a examinar atentamente al clérigo de los pies a la cabeza.

– Como los elogios de mi hermana no tienen valor alguno… saque usted la consecuencia.

Una levísima sonrisa apuntó a sus labios al pronunciar estas palabras.

– Para juzgar a los hombres no me atengo al juicio de los hombres, sino al de Dios. ¿Quién sabe la bondad o la maldad que pueden ocultarse en el fondo de un alma? Hasta ahora lo único positivo que sé respecto a usted, señor, es que no he llamado en vano a su puerta, es que los huérfanos desvalidos bendecirán su nombre y su corazón.

Los ojos del caballero se desviaron bruscamente del clérigo y expresaron malestar.

– El dar una limosna más o menos crecida nada tiene que ver con la bondad del corazón. Damos lo que nos sobra. ¿Está usted seguro de que si el dinero que acabo de darle me hiciese falta se lo daría?

– No, señor: de lo que estoy seguro es de que haría usted bien en darlo aunque le hiciese falta— respondió gravemente el sacerdote.

El aristócrata le miró aún con más interés y quedó unos instantes pensativo. Luego alzó los hombros con indiferencia.

– ¡Ps! Yo no sé hasta qué punto es eso cierto. Suponiendo que mi dinero sirviese para que vivan esos huérfanos, no es gran favor el que les hago. Es más; si se considera lo que indudablemente les espera en esta vida, puede asegurarse que les causo un terrible mal… Vivir abrumados de trabajo, de sufrimientos, de angustias, y por fin de fiesta quizá una muerte aterradora como la de sus padres allá entre las olas embravecidas. ¡Hermoso porvenir! Bien pueden darnos las gracias esos pobres chicos por la felicidad que les preparamos.

– Todo hombre tiene un destino que cumplir sobre la tierra.

– Conozco perfectamente ese destino. Padecer los innumerables dolores que la naturaleza y nuestros semejantes nos proporcionan.

– Y si los padecemos con paciencia y los encomendamos a Dios, lograr la recompensa reservada a los buenos.

D. Álvaro hizo una mueca de desdén, y levantándose de la silla con señales de impaciencia, tendió la mano al sacerdote.

– Señor excusador, nuestra conversación, si se prolongase, podría convertirse en disputa. Siempre es mala educación disputar con las personas que vienen a visitarnos, pero en este caso, tratándose de un sacerdote, sería una verdadera ofensa.

– Diga usted cuanto se le ocurra, señor. Mi deber es pregonar la verdad sin temor a las ofensas.

El caballero volvió a mirarle esta vez con una benevolencia compasiva, y acercándose a él y poniéndole una mano sobre el hombro, le preguntó sonriendo:

– Vamos a ver, señor cura, si usted fuera Dios, ¿haría un mundo tan perverso como éste?

– Esa pregunta más parece una burla…– respondió con señales de tristeza y disgusto el clérigo.

– ¡Lo ve usted cómo se ofende!… Lo que yo pretendo preguntarle es si, teniendo usted en su mano fabricar un mundo bueno, poblado de seres felices, eternamente felices, crearía usted por capricho otro lleno de dolores, de tristezas, de amarguras, daría usted vida a unos pobres seres, malos y buenos, por el gusto de recompensar a los buenos y castigar a los malos.

– Dios no ha creado el mundo malo, sino bueno. Fue el primer hombre quien se acarreó todos los dolores con su desobediencia.

– ¡Ah, sí! El mito de la manzana. Yo no le creo a usted capaz, señor excusador, de un capricho tan ridículo. ¿A qué conducía el reservar esa manzana, sobre todo conociendo el carácter caprichoso de Eva y la debilidad de Adán por ella? Pero dando por supuesto que esos dos merecieran castigo, ¿qué tenemos que ver nosotros con su delito? Si una persona le agraviase, ¿sería usted capaz de vengarse en sus hijos y sus nietos? No lo creo. Principiaría usted por perdonar al ofensor, y si no le perdonaba, al menos se guardaría de causar ningún daño a sus hijos. Vea usted, por lo tanto, cómo me veo en la precisión de considerarle a usted mejor persona que Dios.

Una ola de sangre subió al rostro del presbítero. El estupor, la indignación, le trabaron la lengua.

– Eso es mofarse indignamente de las cosas más santas— articuló al fin.– Me sorprende que habiendo usted recibido una educación cristiana haya llegado a tal extremo de impiedad.