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La Fe

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– ¡Oh, no! ¡Cuidado con las injusticias, doña Josefa!– se apresuró a decir el joven.– Nadie me ha causado disgusto alguno. Estas lágrimas provienen de un malestar nervioso que siento hace días.

– ¡Si ya se lo decía yo! Usted trabaja demasiado… Esos dichosos libros, que quisiera ver quemados…

Aquí D.ª Josefa enjaretó una larga catilinaria, declarándose en principio sectaria devota del califa Omar. El P. Gil la atajó antes de terminar.

– ¿Qué venía usted a decirme, D.ª Josefa?

– ¡Ah, se me olvidaba! Su madrina manda recado de que el hermano se está muriendo: que vaya usted en seguida y que lleve los santos óleos.

– ¡Jesús!… ¡Vaya por Dios! ¡Vaya por Dios!… No pensé que fuera para tan pronto… ¡Pobre D. Álvaro!– exclamó levantándose vivamente y apresurándose a ponerse los manteos y el sombrero.

– ¡Bah! ¡Un hereje que no ponía los pies en la iglesia! ¿Qué importa que se muera? Cuanto primero se lo lleven los demonios, mejor.

El excusador le dirigió una mirada tímida y ansiosa. No se atrevió a protestar de la barbarie: temía que penetrara en su alma y leyera sus sacrílegas dudas.

Después de pasar por la iglesia y recoger los óleos, penetró en el vetusto palacio de Montesinos. El día estaba encapotado. La lluvia caía tristemente con una pertinacia que sólo se conoce en aquella región de la Península. Salió a abrirle, como siempre, Ramiro. El viejo doméstico estaba desencajado. Parecía que le habían echado en pocos días diez años encima. Así que vio al sacerdote le cogió, con sus manos trémulas, por las muñecas y exclamó con voz alterada:

– ¡Se muere, D. Gil! ¡Se muere!

Y un raudal de lágrimas corrió por sus mejillas surcadas de arrugas.

– ¿Está tan grave?

– ¡Se muere! ¡Se muere!… ¡Ha sido ella, sí, ella!… Pero yo la mato… ¿sabe usted? la mato… Después que me maten a mí… que me echen al mar… Quiero vengar a mi señorito… ¡Yo mato la zorra, yo!

El anciano, sin saber de dónde la sacaba, apretaba al mismo tiempo con tal fuerza las muñecas del presbítero que a éste le costó trabajo reprimir un grito de dolor.

– ¡Calma, Ramiro, calma! Lo que ahora nos toca es atender al enfermo y ver si podemos aliviarle.

– Suba usted conmigo, señor excusador. No hay esperanza… El médico lo ha dicho… ¡Pobre señorito de mi alma!… ¡La mato, la mato!

En el gran patio, toscamente empedrado, la lluvia producía ruido lúgubre. Subieron la escalera deteriorada y sucia del principal. Ramiro iba llorando y murmurando amenazas. Ascendieron después al segundo. El viejo empujó la puerta del cuarto de su amo, y el sacerdote se detuvo, impresionado por el espectáculo que se ofreció a su vista. D. Álvaro Montesinos yacía en la cama, más bien reclinado que extendido, con una pila de almohadas detrás de la espalda; yacía presa de un síncope o ataque de disnea, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, sacudido de vez en cuando su mísero tórax por un hipo aciago. No había a su lado más que D.ª Eloisa y una criada. Aquélla le daba con un abanico aire, que el enfermo instintivamente trataba de recoger. Ofrecía ya en su fisonomía todos los signos de la muerte.

D.ª Eloisa, al sentir el ruido de la puerta, volvió su rostro bañado de lágrimas, e hizo seña al sacerdote para que se aproximase.

– Hace un cuarto de hora que está en el ataque— dijo con voz de falsete.– Puede quedarse en él… ¿Quiere usted ponerle la Santa Unción?

Ni las ideas del enfermo, ni el caos que reinaba en aquel momento en su cabeza le estimulaban a hacerlo. Sin embargo, el P. Gil abrió como un autómata la caja de los óleos y se dispuso a imponer el último sacramento a su desdichado amigo. Hubo que alzar un poco la ropa para ungirle los pies. D.ª Eloisa y la criada se volvieron; marcharon hacia un rincón de la estancia y sollozaron fuertemente. La lluvia batía en aquel momento los cristales emplomados del balcón con triste repiqueteo. Las cortinas sucias ya, de muselina antigua, cernían tenue claridad en la alcoba. El P. Gil, con mano trémula, iba cumpliendo su piadoso oficio, mientras el último vástago de la casa Montesinos yacía sin conocimiento, con la terrible palidez de la muerte impresa en sus facciones. Cuando estaban a punto de terminar, serenose un tanto el pecho del enfermo. Poco después abrió los ojos y paseó una mirada de sorpresa y aun de espanto por la estancia. Tornó a cerrarlos. Al cabo de un momento los abrió, miró fijamente al P. Gil, dirigió después la vista a los óleos que tenía en la mano, y sus labios amoratados quisieron plegarse con una sonrisa.

– ¡Al fin me han untado ustedes!– dijo con voz apenas perceptible.– Han hecho bien… Pero esta máquina ya no anda, por mucho aceite que ustedes la echen…

El P. Gil dirigió una mirada expresiva a doña Eloisa. Ésta exclamó con angustia:

– ¡Acuérdate de Dios, hermano mío!

– Me acuerdo mucho, querida… Le estoy muy agradecido.

El P. Gil quiso evitar una escena repugnante. Hizo seña a D.ª Eloisa y a la criada de que se retirasen, como si fuese a confesarle. Las mujeres se apresuraron a cumplir la orden, ávidas, sobre todo la hermana, de que el moribundo se reconciliase con Dios.

– Aunque hace ya mucho tiempo que no hemos hablado de asuntos religiosos— dijo el padre Gil, sentándose al pie de la cama e inclinando su cabeza hacia el mayorazgo,– presumo que sus ideas no habrán cambiado desde la última vez que hemos discutido. Sin embargo, en estos momentos en que su vida corre algún peligro, ¿no siente usted la necesidad de una fe que le alumbre en las tinieblas en que puede ser envuelto, de alguna esperanza que le consuele en este amargo trance?

– Ninguna… He llegado felizmente al desenlace de la horrible comedia… Todos los hombres juegan en ella un papel bien poco airoso… El mío ha sido tristísimo…

– Verdad, D. Álvaro… Es usted uno de los hombres más desgraciados que he conocido. Por lo mismo creo que, o no hay justicia en el cielo, o recibirá en él la recompensa de sus dolores si se arrepiente en este instante de sus pecados… y también de sus ideas anticristianas.

Estas últimas palabras las pronunció el padre Gil en voz más baja, como si sintiera vergüenza.

– Ni en el cielo ni en la tierra… hay esa justicia ridícula que usted supone… Pero hay otra más grande… y se va a cumplir ahora.

– Y tantos dolores como usted ha experimentado, ¿serán infructuosos? ¿No se cree usted con derecho a una compensación?

– No… Soy profundamente culpable por el hecho de haber nacido.

– Eso es horrible, D. Álvaro, y además absurdo. Los dolores de este mundo nos hacen creer que éste es un pasaje de tránsito y prueba, que después de esta vida, triste y amarga, hay otra eterna donde nuestra alma inmortal gozará al fin la felicidad más pura. Usted, que ha padecido más que los otros, gozará de mayor premio.

– ¡Oh, no!… ¡No quiero premios!… ¡No quiero vida futura!… Quiero reposar… ¡reposar eternamente!… ¡Qué dulce… es esta palabra, padre!… ¡No sentir ya nunca más los latigazos de la naturaleza ni las puñaladas de los hombres!… ¡No sentir este cuerpo miserable que tanto me ha hecho padecer! ¡No sentir los dientes de esa infame royéndome el corazón lentamente!… Escuche usted, padre… Si usted me tiene siquiera un poco de lástima… no intente quitarme esta última ilusión… Si sabe usted que hay cielo, cállelo… No turbe usted, por cuanto más haya querido en el mundo, esta paz bendita en que voy a entrar…

El P. Gil, sacudido por un estremecimiento de tristeza y compasión, comenzó a llorar.

– Gracias… gracias por esas lágrimas— dijo el enfermo sonriendo.– Al mismo tiempo dejó caer su mano, trasparente como la porcelana, sobre la del sacerdote y la apretó suavemente.

Hubo un largo y triste silencio. El P. Gil, con la mirada extática, clavada en el balcón, meditaba. El moribundo, con los ojos cerrados, parecía prepararse a conciliar el sueño dulce que anhelaba. La estancia se oscurecía por momentos fuertemente y en otros se esclarecía, revelando la espesura de las nubes que interceptaban la luz del sol.

– Pero ¿no siente usted horror a la nada, al aniquilamiento absoluto?– exclamó al fin el P. Gil con cierta violencia, como si argumentase contra su propio pensamiento.

El mayorazgo abrió los ojos sorprendido.

– ¿Cómo?… ¿Si no tengo miedo a la nada?… ¡Oh, no! A lo que tengo miedo es a la vida… Todos se casan con ella al nacer, y a todos les sale p… Unos lo dicen como yo… Otros lo callan por vergüenza, como hacen la mayor parte de los maridos.

– ¿Y si Dios le condenase después de esta vida a eternos tormentos por haber blasfemado tanto?

El moribundo sonrió con trabajo.

– Eso lo han inventado ustedes los clérigos… para turbar la paz de esta hora… de esta hora dichosa… Pero yo la he comprado demasiado cara para desprenderme de ella…

Hubo otro largo silencio. El enfermo volvió a cerrar los ojos. Aparte de cierta extraña agitación en los dedos, su actitud tranquila confirmaba el sentido de sus palabras. Parecía estar gozando con voluptuosidad de la insensibilidad que poco a poco penetraba en su ser, de los preludios de la nada.

– Y sin embargo— concluyó por decir el P. Gil, exhalando un suspiro y con los ojos clavados siempre en el balcón,– ¿no sería infinitamente más dulce esta hora si fuese la entrada de una nueva vida, si por nuestra alma bajase una legión de ángeles que la llevasen a gozar de Dios eternamente, como creemos los cristianos?

El mayorazgo alzó un poco los ojos e hizo signos de negación con la cabeza. Volvió a cerrarlos. Pero haciendo al cabo de algunos instantes un esfuerzo para incorporarse, dijo con voz más firme:

– Para que la vida en otro mundo me fuese soportable… sería forzoso que trasformasen mi ser por completo… Mi carácter por sí sólo bastaría para aburrirme… Déjeme usted reposar en paz… Deje usted, padre, que se destruya el error fundamental de mi existencia… Ni yo ganaría nada con perpetuarme… ni el Universo tampoco… Ahí quedan otros millones de seres encargados de sostener el fardo de la vida.

 

– ¡Pero es horrible entrar en una noche sin límites, eterna!

– No tal… La vida es una pesadilla… La muerte es un sueño tranquilo…

Cerró de nuevo los ojos. El P. Gil le apretó cariñosamente la mano, exclamando:

– ¡Quién sabe!

La mano del moribundo se estremeció levemente. El excusador no volvió a desplegar los labios. Inclinó la cabeza sobre el pecho y cerró también los ojos, apretándolos con las yemas de los dedos, cual si tratara de contener el torrente de pensamientos que se escapaban de su cerebro. El viento y la lluvia habían cesado. No se oía en la estancia más que el rumor lejano de las olas batiendo contra los peñascos.

La meditación del sacerdote fue larga y dolorosa. La hoja aguda y fría del escepticismo penetraba en sus entrañas: una mano cruel la revolvía sin piedad para desgarrárselas mejor. Lo que aquel hombre, enloquecido por el dolor, decía quizá no fuese cierto. Pero ¿lo era lo que afirmaba el cristianismo? Éste, en último resultado, también era una tentativa para explicar la Existencia y el Universo, más hermosa, más consoladora que las demás… pero al fin una tentativa. Ninguna seguridad podíamos tener de ella, pues que no la tenemos de nuestra facultad de conocer las cosas.

Cuando al cabo de un rato largo levantó la cabeza, el susto que recibió le hizo dar un salto en la silla. D. Álvaro se estaba muriendo. Tenía la boca abierta y recogía en silencio el aire, que ya no bastaba a mover sus deshechos pulmones.

– ¡D. Álvaro! ¡D. Álvaro!– le gritó, sacudiéndole.

No respondió. El P. Gil cogió el abanico que estaba sobre la mesa de noche y se apresuró a darle aire. Al mismo tiempo gritó:

– ¡Madrina! ¡madrina! ¡Venga usted!

D.ª Eloisa y la criada se precipitaron en la habitación. En vano trataron de reanimar al moribundo dándole aire después de incorporarle, abriendo el balcón, frotándole los pies con un cepillo, haciendo todo lo que les sugería en aquel momento su imaginación. Era el último ataque de disnea. Abría de vez en cuando la boca. Movía los dedos con ligeras sacudidas. Pero su fisonomía se iba inmovilizando rápidamente. El hombre trasmigraba a la estatua; el alma se convertía en piedra.

Aspiró tres o cuatro veces seguidas el aire y quedó rígido, inmóvil, con los ojos y la boca entreabiertos.

D.ª Eloisa se abrazó a él sollozando y cubrió de besos su faz cadavérica. La criada rompió a gritar como si la estuvieran golpeando. El padre Gil se dejó caer de rodillas y se puso a leer en voz baja por su breviario.

Al cabo de un rato D.ª Eloisa y la criada también se arrodillaron al pie del lecho y oraron. Pero aquélla, viendo asomar una lágrima por entre las pestañas de su hermano, se levantó prontamente y la recogió con el pañuelo. Era la lágrima que vierten los que acaban de morir; lágrima de protesta de la criatura contra el poder aciago que la ha sacado de la nada sin pedírselo.

– ¡Mire usted, padre, qué sosiego, qué quietud tan dulce respira su fisonomía!– exclamó la buena señora, contemplando a su hermano con ojos de dolor y ternura.– ¡Bien se conoce que al fin se ha reconciliado con Dios!

El sacerdote dejó caer el libro sobre el lecho y se tapó el rostro con las manos.

XII

Obdulia manifestó a su confesor que estaba resuelta a dejar el mundo y consagrarse por entero a Dios en un convento. No pudo darle noticia más grata. Hacía ya mucho tiempo que las preferencias, la exagerada sumisión y hasta idolatría que la joven devota se complacía en mostrarle inquietaban al P. Gil. La última extravagancia que había cometido, y de la cual le enteró el secretario del obispo, le puso en un estado tal de confusión y enojo que en muchos días no quiso hablar con ella, ni menos se avino a confesarla. El suceso había trascendido y se comentaba mucho y se reía no poco también. Claro que quien perdía principalmente era ella; pero de reflejo también se menoscababa la dignidad del sacerdote. La joven estaba avergonzada. No se presentaba en público ni en casa de sus amigas, y hasta procuraba ir a la iglesia a las horas en que no hubiese gente. Pero estaba aún más afligida, con la actitud de su confesor, que avergonzada. Quizá por esto, y para granjearse de nuevo su voluntad, le fue a noticiar una tarde al confesonario la determinación que había tomado.

No vaciló en darle su consentimiento. Una devoción tan exaltada, un anhelo tan vivo de penitencia y sacrificio se hallarían más a su grado entre las paredes de un convento que en medio de las impurezas de la vida mundanal. A decir verdad, siempre le había sorprendido un poco que su penitenta no se acordase de la vida monástica, tan conforme con sus inclinaciones. Luego, la edad a que había llegado, traspuesta ya la primera juventud, no hacía temer que su resolución fuese hija de un deseo efímero, de una fugaz exaltación romántica, como suele acaecer a las niñas de quince a veinte años. No sólo, pues, se manifestó conforme, sino que la alentó con suaves palabras a persistir en ella y a llevarla a cabo en el plazo más corto posible. Quedó en principio acordado entre ambos que se buscarían los medios más adecuados para ello. El P. Gil, aunque no se lo confesase claramente, estaba contentísimo de librarse de aquella inquieta y enfadosa beata, que a todas horas le molestaba, y que el día menos pensado podía comprometerle gravemente.

Se trató la cuestión de convento. El P. Gil deseaba que fuese al de Agustinas de Lancia, pero la joven prefirió una regla más estrecha. En un pueblecito de Castilla llamado Astudillo existía un convento de Carmelitas Descalzas, donde estaba de superiora una prima suya. Era un retiro dulce, remoto; no había más que diez o doce monjas: un rinconcito del cielo, como le decía cierto capellán que lo había visitado. A ése se empeñó en ir, y su confesor no tuvo al fin más remedio que ceder.

Quedaba la cuestión más grave; el permiso de su padre. Obdulia la presentó desde luego como muy ardua. Osuna no tenía más hija que ella. Era verosímil que se resistiera a perderla para siempre. Mostrábase reacia, temerosa, para hablarle: dejó trascurrir días y días sin intentarlo. El P. Gil la animaba representándole que nada reprobado iba a solicitar de él. La resolución de retirarse del mundo era buena y piadosa para la Iglesia. Para los que no creyeran en ésta, indiferente, nada tenía de inmoral; dependía en un todo del gusto o vocación de la persona. Si un padre consiente que un hijo se case o elija carrera acomodada a sus aficiones, ¿por qué no ha de permitir que otro busque su felicidad en el silencio de una celda? Sobre todo, nada tenía de ofensivo para su autoridad el solicitarlo humildemente. Si lo negaba, se alegarían razones; tal vez se llegase a convencerle.

Finalmente, después de muchas idas y vueltas, tentativas y sustos y vacilaciones, las cuales rodeaba la exaltada doncella de gran aparato y misterio, se decidió un día a acometer aquella empresa espeluznante. ¡Cielo santo, en qué estado de confusión y terror llegó aquella tarde al confesonario! Su padre se había puesto loco, rabioso, al solo anuncio de lo que deseaba hacer. No quiso escuchar razones; la increpó, la injurió y la arrojó de su cuarto a empellones. Jamás consentiría en darle permiso. Primero quisiera verla muerta, y aun la mataría por su propia mano. El P. Gil halló exagerada y hasta irracional aquella oposición, y manifestó propósitos de dirigirse él mismo a Osuna y hacerle comprender que no tenía derecho a violentar de tal modo la inclinación de su hija, sobre todo considerando que no era una niña privada de reflexión. Obdulia se apresuró a disuadirle de este empeño. Su padre había dicho en un arranque de enojo que consideraría como enemigo a cualquiera que le hablase del asunto, que no le escucharía y le arrojaría de su casa.

Fue preciso resignarse por el momento, esperando tiempo más propicio. Sin embargo, la piadosa joven manifestaba cada día mayores y más vehementes deseos de abandonar el mundo para siempre. Esto la reconciliaba con el P. Gil, que había comenzado a desestimarla. Varias veces, desde el primer intento, había abordado a su padre, pero siempre en vano y con desgracia. Osuna se oponía cada vez con más alta violencia. Desde que supiera el propósito de su hija se mostraba con ella despegado, la trataba con extraordinaria dureza; en todas ocasiones, pero sobre todo a la hora de comer, hacía befa de su devoción y se complacía en atormentarla con burlas sangrientas que le hacían llorar. Y no sólo con palabras, sino también con obras la torturaba despiadadamente. Afirmaba tener los brazos negros de los pellizcos que la infligía en cuanto se tocaba la cuestión del convento. Un día mostró a su confesor una oreja rota, de un tirón del feroz jorobado; otro, llegó con una mejilla inflamada y renegrida por haberle tirado un cepillo a la cara. El P. Gil estaba horrorizado y confundido. No sabía qué hacer ni aconsejar.

Los malos tratos y la violencia de las escenas que con su padre tenía a todas horas llegaron a tal extremo que un día declaró a su confesor hallarse resuelta a no padecerlos más tiempo. Tenía el propósito de entrar en el convento a despecho de todos los obstáculos que se le presentasen. Si el P. Gil la ayudaba en su empresa, se escaparía de la casa paterna y entraría inmediatamente en la de Dios. Quedó aquél asustado y confuso ante tan arrebatada determinación. No se le ocultaba que la joven tenía razones poderosas para desobedecer la autoridad de su padre, y si se quiere para huirla. Pero el caso era muy grave. Desde luego trató de disuadirla aconsejándole calma y resignación. Acaso con el tiempo Osuna se convencería, le tocaría Dios en el corazón y podría realizarse con su anuencia lo que tanto anhelaba.

Obdulia no quiso escucharle. Había padecido ya demasiado. Dios no podía querer que obedeciese a un padre tirano y cruel que desobedecía él mismo las leyes divinas poniendo trabas a la salvación de una hija. Con muchas lágrimas y extremosos ademanes le rogó que la socorriese en aquel trance, que la condujese al convento de Astudillo. El sacerdote se negó rotundamente a ello. Volvió a aconsejarle calma y que buscase siempre por los medios suaves de la obediencia y la humildad ganar el consentimiento de su padre. Pero Obdulia, conducida a la desesperación por el creciente rigor de éste, le dijo al fin de un modo terminante que si en el plazo de ocho días no se decidía a acompañarla al convento, se escaparía de la casa y se iría sola.

Gran turbación arrojaron estas palabras en el espíritu del joven excusador. Ayudar tan directamente a cometer una desobediencia le causaba repugnancia. Pero consentir que un padre abusase de tan bárbara manera de su autoridad para violentar la inclinación de su hija y contrariar la voluntad misma de Dios, que la llamaba hacia sí, tampoco le parecía bien. Por algunos días lucharon dentro de él estas opuestas tendencias. Obdulia le veía preocupado, irresoluto. Con astucia le iba atrayendo a la determinación que ella deseaba, haciéndole entender, cada vez con más fuerza, que si se negaba a acompañarla se marcharía sola. Esto le parecía al excusador el colmo del escándalo. Además, se expondría a mil accidentes lamentables, y acaso a su perdición completa. Consentirlo, era echar sobre la conciencia una terrible responsabilidad. Pensó prevenir a su padre; pero la joven, que le adivinó el pensamiento, le declaró con firmeza que sería inútil y aun nocivo para todos este paso. En cuanto tuviese un momento libre para escaparse, lo haría aunque fuese a medianoche.

El P. Gil tuvo la debilidad de ceder. Con la viva imaginación que la caracterizaba, la hija de Osuna se puso a idear los medios de llevar a cabo su propósito. Era condición de su temperamento el no hacer nada por medios naturales y sencillos. Para que saliese a gusto suyo, todo había de ser laberíntico, extraño, violento. El plan era el siguiente: el P. Gil se iría una mañana a Lancia, alquilaría un coche y volvería con él por la noche. Lo dejaría en las cercanías de la villa y vendría a dormir a su casa. Por la mañanita, antes de amanecer, saldría ella con pretexto de ir a misa, tomaría por la carretera de Lancia y se reunirían en el lugar designado de antemano: se meterían en el coche e irían a tomar el tren de Castilla a una estación más allá de Lancia, para despistar a su padre, si por acaso pretendía perseguirla.

No le pareció bien al excusador este proyecto: le causaba instintiva y profunda repugnancia. Hizo algunas observaciones, pero todas se las desbarató prontamente la joven con su facundia y aguzado ingenio. Le hizo ver que cualquier otro ofrecería más graves inconvenientes; fue paliando con arte los que en éste pudieran chocar más a su confesor; le aturdió con tanta palabrería. El carácter débil y bondadoso del padre Gil no supo resistir a aquellos ataques, y convino al fin en poner en práctica lo que su penitenta había imaginado.

 

Un lunes del mes de Abril salió nuestro excusador en la diligencia de Lancia, con pretexto de ir a consultar sus achaques con un médico amigo. Obdulia se personó poco después en su casa. Habían enterado a D.ª Josefa de todo. Al ama le parecía tan mal como al excusador aquel plan, y en su interior llamaba «enredadora y liosa» a la beata; pero era tanto el gusto que sentía por verse desembarazada de ella, que calló y pasó por todo. Existía siempre entre ambas una rivalidad fácil de explicar. Obdulia, con ocasión o sin ella, visitaba a su confesor, vigilaba su bienestar doméstico, unas veces arreglándole la ropa, otras enviándole algún plato de su gusto, etc. Esto indignaba de un modo indecible a D.ª Josefa. La odiaba a par de muerte. Decía de ella perrerías en todas partes, y por causarle daño, estuvo a punto de comprometer varias veces a su amo. No es extraño, pues, que conociendo todo lo ridículo y peligroso de la escapatoria, la favoreciese, alentando al P. Gil, disipando sus escrúpulos. No veía en ella más que un medio de librarse para siempre de aquella insufrible verruga que le había salido.

Lo primero que hizo la joven fue pedir al ama una maleta para colocar en ella la ropa que su confesor había de necesitar en el viaje. Doña Josefa trajo del desván un saquito de noche.

– Esto es muy pequeño, señora. Aquí no cabe nada.

– ¿Cómo pequeño?…– preguntó el ama, estupefacta.– Aquí cabe ropa para una porción de días. ¿Cuánto tiempo ha de estar por allá el señor excusador?

– Poco, poco— se apresuró a decir con manifiesta turbación, poniéndose colorada.– Pero ya ve usted, en los viajes nunca se sabe lo que puede ocurrir… A lo mejor falta la diligencia o las caballerías… Una enfermedad… ¡Quién sabe!…

– ¡Válgala Dios, señorita, no se ponga a pensar esas cosas!… Iré por otra. Por falta de maleta no se quede.

Entre ambas acomodaron en ella algunas mudas de ropa blanca, zapatillas, peines, el breviario, etc., etc. Ya que hubieron terminado la tarea, no larga ni difícil por cierto, Obdulia se sentó en el sillón del clérigo, declarando que estaba cansadísima, que aquella noche apenas había dormido con la zozobra que produce siempre una resolución tan decisiva, y que le vendría bien echar un sueño. D.ª Josefa la dejó reposar tranquilamente y se fue a sus quehaceres.

Cuando la sintió trajinar allá abajo, por la cocina, levantose y se puso a examinar con placentera mirada cuantos objetos había en la estancia. Todos los tocó con sus manos. Particularmente aquellos de uso más inmediato y personal para su confesor, como los peines, las plumas de escribir, la fosforera, etc., fueron objeto para ella de una atención viva, ansiosa: les daba vueltas entre sus dedos con emoción, mientras una sonrisa tierna y sumisa vagaba por sus labios. Un alzacuello usado yacía sobre una silla. Se detuvo delante de él, lo alzó y lo contempló unos momentos con interés; luego, echando una mirada tímida a la puerta, lo llevó a los labios dos o tres veces y lo dejó donde estaba. Permaneció algunos minutos inmóvil, de pie en medio de la habitación, con los ojos en el vacío, enajenada por intensa meditación. Sus ojos tornaron al cabo a brillar sonrientes, y una ola de leve carmín se esparció por sus mejillas. Dio algunos pasos con pie vacilante y se paró al fin a la puerta de la alcoba. Con una mirada intensa abrazó cuanto en ella había. El lecho del sacerdote era pequeñito, de madera blanca; blanca también la colcha que lo cubría; las almohadas y las sábanas finas, pero sin encajes. Parecía la cama de una colegiala. Obdulia la contempló largo rato, como si no hubiera visto jamás cosa más sorprendente. En su rostro se notaban los signos de una emoción respetuosa, la que se siente al penetrar en el camarín donde se guardan las reliquias en las catedrales.

Así permaneció sin osar mover un pie, la faz blanca, los ojos anegados en gozo extático como si estuviese en un baño tibio y perfumado. Súbito dio un paso atrás, corrió a la puerta del gabinete, la entreabrió, asomó la cabeza y escuchó. Dª Josefa seguía en la cocina. La cerró nuevamente y volvió en puntillas a la alcoba. Detúvose un instante, y avanzó después hasta tocar en la cama. Puso sobre ella las manos. El corazón le golpeaba en el pecho fuertemente. Dejose caer de bruces, y con mucha delicadeza para no deshacer la ropa se subió a ella y se extendió, apoyando la cabeza en las almohadas. Corrió por todo su cuerpo un estremecimiento inexplicable de placer, de miedo, de vergüenza; un estremecimiento delicioso que la dejó lánguida y desvanecida con los ojos cerrados y el rostro pálido. Al cabo de un rato se volvió y hundió sus mejillas en la almohada, aspirando con narices y boca el olor que los rubios cabellos del P. Gil habían dejado en ella. Frotó repetidas veces la cara contra el lienzo, percibiendo un cosquilleo gratísimo que le penetraba hasta el alma. Gozaba con todo su cuerpo, como si mil bocas la estuviesen besando a un mismo tiempo. Se dejó estar un largo rato quieta, perdida en un sueño feliz, celeste, sacudida por leves estremecimientos de una dulzura tan grande que le hacía daño. Sentía una angustia deliciosa; suspiraba sin apartar el rostro de la almohada para no romper la alegría que la inundaba. Se iba aletargando lentamente. Sus miembros empezaban a dormir, privados de movimiento. Una niebla se esparcía por su mente, borrando y confundiendo las imágenes. Pero su corazón latía siempre con violencia, como si toda la vida se hubiera refugiado en él. Cuando se levantó al cabo de una hora, tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes: una sonrisa humilde, vergonzosa, trasfiguraba su rostro marchito, prestándole una suavidad cándida y virginal que jamás había tenido. Si en algún momento de su vida estuvo hermosa, fue en aquél.

Se apresuró a arreglar la cama haciendo desaparecer toda señal de haber descansado en ella y salió de la estancia; se despidió de Dª Josefa y fue a su casa.

Al oscurecer llegó el P. Gil; se vio con él y convinieron en salir a la madrugada, antes que fuese día, y montar en el coche que aquél había dejado en las inmediaciones. Dª Josefa envió, de noche ya, las maletas por su sobrino a cierta venta no lejana de Peñascosa.

Gran rato antes de percibirse la claridad de la aurora, llamó Obdulia discretamente a la puerta de la casa de su confesor. Salió Dª Josefa a abrirle. El P. Gil estaba ya listo. Tomaron apresuradamente chocolate, y después de haber besado a Dª Josefa con efusión, la presunta monja salvó la puerta y se deslizó rápidamente por la calle abajo. Diez minutos después salió el P. Gil. La noche estaba oscura y húmeda. Había llovido bastante. La calle, llena de charcos; la carretera, de lodo. Fuera ya de los arrabales, Obdulia esperó a su confesor y juntos se dirigieron a la venta donde paraba el coche. Mientras llegaron allá no cruzaron ninguna palabra. El P. Gil caminaba silencioso, taciturno, revelando bien a las claras un mal humor que no era frecuente en él. Tardó un rato el cochero en enganchar. Mientras duró la operación, la futura monja se metió en la venta. El P. Gil permaneció fuera, presenciándola. Uno y otro fueron objeto de gran curiosidad para la ventera, para sus hijos, para el mayoral y el mozo del coche. Apenas les quitaban ojo. El joven presbítero observó que cambiaban entre ellos algunas miradas expresivas y burlonas que le avergonzaron. Vio repentinamente la falsedad de su situación, la enorme tontería que había hecho. Otro hombre de más carácter hubiera retrocedido en aquel instante. Tuvo amagos de hacerlo, vaciló si le diría a la joven que le era imposible acompañarla; al fin no se atrevió, y cuando el cochero advirtió que todo estaba listo y Obdulia le dijo con su viveza característica: «Vamos, padre; pronto… ¡arriba!» subió al carruaje con la resignación de un cordero.

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