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La Espuma

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Clementina sintió una vibración en el alma que a un psicólogo le costaría mucho trabajo definir. Fué una mezcla de dolor, de asombro, y acaso también, de un poquito de alegría. El dolor predominó, no obstante, y abrazó a su madrastra y la besó cariñosamente repetidas veces.

–¿Qué está usted diciendo ahí?… ¡Morirse! No: yo no quiero que usted se muera. Usted me hace mucha más falta que su dinero. Sin usted yo hubiera sido una mujer muy perversa…. Temo que el día en que usted me falte lo sea. Los únicos momentos en que siento un poco de blandura en el corazón son los que paso a su lado. Parece, mamá, como si usted me transmitiera algo de esa virtud tan grande que tiene….

–Basta, basta, aduladora—dijo D.a Carmen poniéndole otra vez la mano en la boca—. Tú te tienes por peor de lo que eres. Tu corazón es bueno. Lo que te hace parecer mala alguna vez es el orgullo ¡el orgullito! ¿no es verdad?

–Sí, mamá, sí, es cierto…. Usted no sabe lo que es el orgullo y los tormentos que proporciona a quien lo siente tan vivo como yo. Estar pensando constantemente en que nos hieren. Ver enemigos en todas partes. Sentir una mirada como la hoja de un puñal en el corazón. Escuchar una palabra y darle un millón de vueltas en la cabeza hasta marearse y ponerse enferma. Vivir con el corazón ulcerado, con el alma inquieta…. ¡Oh, cuántas veces he envidiado a las personas virtuosas y humildes como usted! ¡Qué feliz sería yo si no llevase a cuestas este carácter triste y receloso, esta soberbia que me consume!… ¡Y quién sabe—añadió después de una pausa—, quién sabe si hubiera sido más dichosa en otra esfera! Tal vez si fuera una pobre y me hubiera casado con un joven modesto, trabajador, inteligente, sería mejor mi suerte. Obligada a ayudar a mi marido, a cuidar de la hacienda, a pensar en los pormenores de la casa como las demás mujeres que trabajan y luchan, no hubiera quizá llegado adonde llegué…. Yo necesitaba un marido afectuoso, dulce, un hombre de talento que supiese dirigirme…. Hoy mismo, mamá, acostumbrada como estoy al lujo y a la vida de sociedad, me retiraría con gusto de ella, me iría a vivir a un rinconcito alegre, allá en el campo, lejos de Madrid. No me haría falta más que un poco de amor y tenerla a usted a mi lado para inspirarme buenos sentimientos.

El espíritu de Clementina, gratamente impresionado por la niñería de la calle de Serrano, por aquella inocente aventura de colegiala, se inclinaba a los sentimientos idílicos. La buena D.a Carmen la escuchaba y la animaba con sonrisa cariñosa. Las confidencias de la hermosa dama se prolongaron largo rato. Recordaba sus tiempos de niña, cuando contaba a su madrastra las declaraciones de amor que le habían hecho en el baile de la noche anterior y le leía los billetitos que le remitían sus adoradores. Aquel retorno a los tiempos pasados la hacía feliz. Tentada estuvo de hablarle de Pepe Castro y de Raimundo y exponerle las emociones pueriles que agitaban su alma aquella mañana; pero un sentimiento de respeto la contuvo. La duquesa era tan excesivamente condescendiente que tocaba en los límites de la estupidez. Es probable que si la hubiera hecho confidente de sus adulterios la hubiera escuchado sin escandalizarse. Almorzaron juntas y solas porque el duque lo hacía aquel día con un ministro. Por la tarde, después de aligerada y refrescada el alma con larga e íntima charla, ambas se trasladaron en coche a San Pascual, rezaron allí una estación al Santísimo, siempre expuesto en aquella iglesia, y se trasladaron al paseo del Retiro. Antes de oscurecer, porque el relente de la noche no le convenía a la duquesa y Clementina necesitaba ir temprano a su casa, dieron orden al cochero de retirarse.

Era sábado, día de comida y tresillo en el hotel de Osorio. Antes de subir a vestirse, Clementina dió una vuelta por el comedor: contempló la mesa con detenimiento y ordenó algunos cambios en los canastillos de frutos que sobre ella habían colocado. Se hizo traer el paquete de los menú escrito en un papel imitación de pergamino con las iniciales doradas del dueño de la casa; llamó al secretario de su marido; le hizo escribir sobre cada uno el nombre de los invitados y luego fué por sí misma colocándolos sobre los platos. En el medio ella y su marido, uno frente a otro; a la derecha e izquierda de Osorio los dos puestos de honor para dos damas: a la derecha e izquierda de ellas dos puestos para dos caballeros, y así sucesivamente según la categoría, la edad o la afección particular que sentía por sus invitados. Habló algunos minutos con el maître d'hôtel. Después de dar las últimas disposiciones se fué. Al llegar a la puerta se volvió, echó una nueva mirada penetrante a la mesa, y dijo:

–Quite usted esas flores con perfume que están cerca del puesto de la señora marquesa de Alcudia y cacámbielasor camelias u otras que no lo tengan.

La devota marquesa no podía sufrir los aromas a causa de sus frecuentes neuralgias. Clementina, odiándola en el fondo del alma, le guardaba más consideraciones que a ninguna de sus amigas. La alta nobleza de su título, su carácter severo, y hasta su fanatismo la hacían respetada en los salones, a los cuales prestaba realce su presencia.

Subió a su cuarto seguida de Estefanía, aquella doncellita tan enemiga del cocinero. Estrenaba un magnífico traje color crema, descotado. Ordinariamente se ponía para estas comidas de los sábados trajes de media etiqueta, esto es, con las mangas hasta el codo. Ahora quiso lucir su celebrado descote en honor de un diplomático extranjero que comía por vez primera en su casa. Mientras se dejaba arreglar el pelo, su espíritu vagaba distraído por los sucesos del día. No había acudido a la cita de Pepe: de seguro vendría furioso. Su labio inferior se alargó con displicencia y sus ojos brillaron maliciosamente como diciendo: "¿Y a mí qué?" Después se acordó del saludo a su juvenil ex perseguidor, de aquella inoportuna vuelta de cabeza. Un sentimiento de vergüenza volvió a acometerla. Sus mejillas lo atestiguaron adquiriendo un poco más de color. Tornó a llamarse para su fuero interno, tonta, imprevisora, loca. Por fortuna, el chico parecía modesto y discreto. Otro cualquiera formaría castillos en el aire al instante. Pensó bastante en él y pensó con simpatía. La verdad es que tenía una presencia agradable y un modo de hablar suave y firme a la vez, que impresionaba. Luego aquel cariño entrañable a la memoria de su madre, su vida retirada, su extraña manía de las mariposas, todo le hacía muy interesante. Cuántas veces había pensado Clementina esto mismo desde hacía dos meses no podremos decirlo; pero sí que lo había pensado un número bastante considerable. Su espíritu, embargado por dulce somnolencia, volvió a inclinarse al idilio. Aquel cuarto tercero, aquel despacho alegre, aquella vida dulce y oscura. ¡Quién sabe! La felicidad se encuentra donde menos se piensa. Un puñado de trapos, otro de joyas, algunos platos más sobre la mesa no pueden darla a nadie. Pero un pensamiento lúgubre, que hacía algún tiempo amargaba todos sus sueños, le cruzó por la mente. Ella era ya una vieja; sí, una vieja; no había que forjarse ilusiones. A Estefanía le costaba cada vez más trabajo ocultar las hebras plateadas que en sus rubios cabellos aparecían. Aunque se resistía tenazmente a echar sobre su hermosa cabeza ningún producto químico, presentía que no iba a haber otro remedio. El amor candoroso, vivo, feliz con que la aventura del joven Alcázar le había hecho soñar, estaba vedado para ella. No le quedaba ya, y eso por poco tiempo, más que los devaneos vulgares, insulsos, de los tenorios aristócratas, iguales unos a otros en sus gustos, en sus palabras y en su inaguantable vanidad. ¿Qué relación podía ya existir entre aquel niño y ella, como no fuese la de madre a hijo? Algunas veces dudaba si el sentimiento de Raimundo por ella fuese enteramente el que él había manifestado en su entrevista: mas ahora veía con perfecta claridad que hablaba ingenuamente, que entre un chico de veinte años y una mujer de treinta y siete (porque tenía treinta y siete por más que se quitase dos) el amor era imposible, al menos el amor que ella apetecía en aquel momento. Estas reflexiones labraron una arruguita en su frente, la arruga de los instantes fatales. Hizo un esfuerzo sobre sí misma para pensar en otra cosa.

Mirando a su doncella en el espejo observó que estaba densamente pálida. Volvióse para mejor cerciorarse, y le dijo:

–¿Te sientes mal, chica? Estás muy pálida.

–Sí, señora—manifestó la doncellita algo confusa.

–¿Las náuseas de otras veces?

–Creo que sí.

–Pues, anda, vete y que suba Concha. ¡Es raro! Mañana avisaremos al médico a ver si te da algún remedio.

–No, señora, no—se apresuró a contestar Estefanía—. Esto no es nada. Ya pasará.

Algunos minutos después bajaba la dama al salón, deslumbrante de belleza. Estaba ya en él Osorio paseando con su amigo y comensal, casi cotidiano, Bonifacio. Era un señor grave y rígido, de unos sesenta años de edad, calvo, de rostro amarillo y dientes negros. Había sido gobernador en varias provincias y últimamente desempeñaba el cargo de jefe de sección en un ministerio. Hablaba poco, nunca llevaba la contraria, primera e indispensable virtud de todo el que quiere comer bien sin gastar dinero, y ostentaba eternamente en el frac una cruz roja de Calatrava, de cuya orden era caballero. Por cierto que lo primero que se veía en la sala de su casa era un gran retrato del propio Bonifacio en traje de ceremonia, con una pluma muy alta en la gorra y un manto blanco de extraordinaria longitud sobre los hombros. Este caballero de Calatrava, personaje misterioso del cual decía Fuentes (otro personaje más alegre del cual hablaremos) que era un hombre "con vistas al patio", tenía una manía bastante original, la de coleccionar fotografías obscenas. Guardaba en su casa dos o tres baúles llenos hasta arriba. Pero esta afición no la conocía nadie más que los libreros y fotógrafos, que tenían buen cuidado de pasarle recado así que llegaba de París, Londres o Viena alguna remesa. En un rincón estaban sentadas Pascuala, una viuda sin recursos que servía a Clementina mitad de amiga, mitad de dama de compañía, y Pepa Frías que acababa de llegar. Al pasar por delante de los dos hombres para ir a saludar a Pepa, las miradas de los esposos se cruzaron rápidamente como relámpagos tristes y siniestros. El rostro de Osorio, ordinariamente sombrío, bilioso, estaba ahora imponente de ferocidad. No fué más que un instante. En cuanto las damas cambiaron algunas palabras, el banquero se acercó a ellas con Bonifacio y empezó a embromar con acento cariñoso a su esposa sobre el traje.

 

–¡Vaya un talle que me gasta mi mujer!… Chica, aunque no quieras oirlo te diré que te vas ajamonando a pasos de gigante.

–No diga usted eso, Osorio, si precisamente Clementina es una de las mujeres que tienen el cutis más terso en Madrid—dijo Pascuala.

–¡Toma! Buen dinero me ha costado el estucado que se ha puesto en París esta primavera.

Clementina seguía también la broma; pero le costaba más trabajo fingir. Al través de las sonrisas nerviosas que iluminaban su rostro por momentos y de las cortadas frases enigmáticas, se percibía el malestar, la inquietud y hasta un dejo de odio.

Sonó la campana de la verja repetidas veces. El salón se pobló en pocos minutos con las quince o veinte personas que estaban invitadas. Llegó la marquesa de Alcudia sin ninguna de sus hijas. Rara vez las traía a casa de Osorio. Vino también la marquesa de Ujo, una mujer que había sido hermosa: ahora estaba demasiado marchita; lánguida como una americana, aunque era de Pamplona, algo romántica, presumiendo de incomprensible y con aficiones literarias. La acompañaba una hija bastante agraciada, más alta que ella y que debía tener lo menos quince años, a pesar de lo cual su madre la traía con faldas a media pierna porque no la hiciese vieja. La pobre niña sufría esta vergüenza con resignación, poniéndose colorada cuando alguno dirigía la vista a sus pantorrillas.

Llegó el general Patiño, conde de Morillejo: no faltaba ningún sábado. Vinieron también el barón y la baronesa de Rag por primera vez. Clementina les dió la preferencia colmándoles de delicadas atenciones. El barón era plenipotenciario de una nación importante. El ministro de Fomento Jiménez Arbós, Pinedo, Pepe Castro y los condes de Cotorraso entraron casi a la vez. A última hora, cuando faltaban pocos minutos para las siete, llegó Lola Madariaga y su marido. Esta señora, mucho más joven que Clementina, era no obstante su íntima amiga, el confidente de sus secretos. Comía tres o cuatro veces a la semana con ella, y raro era el día que no salían juntas a paseo. No podía llamársela hermosa; pero su fisonomía tenía tal animación, sus ojos brillaban con tanta gracia y su boca se plegaba con tal malicia al sonreír dejando ver unos dientes de ratón blancos y menudos, que siempre había tenido muchos adoradores. De soltera fué una coquetuela redomada: trajo al retortero los hombres, gozando en acapararlos todos, prodigando las mismas sonrisas insinuantes, idénticas miradas abrasadoras al hijo de un duque que a un empleadillo de ocho mil reales, al viejo de venerable calva y nariz arremolachada que al mancebo de veinte años gallardo y apuesto, al rico como al pobre, al noble como al plebeyo. Su coquetería, parecida en esto al amor de Jesucristo a la humanidad, igualaba todas las castas, todos los estados, unía a los hombres en santa fraternidad para participar del fuego admirable de sus ojos negros, de unos hoyitos muy lindos que formaban sus mejillas al reir y de otra multitud de dones y frutos con que la providencia de Dios la había dotado. Después de casada, seguía mostrando la misma entrañable benevolencia hacia el género humano, si bien de un modo más sucesivo, esto es, un hombre después de otro o, a lo sumo, de dos en dos. Su marido era un mejicano rico con rasgos de indio en la fisonomía.

Poco después que éstos entró en el salón Fuentes, un hombrecillo vivaracho, feo, raquítico, bastante marcado por las viruelas. Nadie sabía de qué vivía: suponíansele algunas rentas. Frecuentaba todos los salones de algún viso de la corte y se sentaba a las mesas mejor provistas. Sus títulos para ello eran los de pasar por hombre de animada y chispeante conversación, ingenioso y agradable. Más de veinte años hacía que Fuentes venía alegrando las comidas y los saraos de la capital, desempeñando en ellos el papel de primer actor cómico. Algunos de sus chistes habían llegado a ser proverbiales; repetíanse no sólo en los salones sino en las mesas de los cafés, y hasta llegaban a las provincias. Contra lo que suele suceder en esta clase de hombres no era maldiciente. Sus chistes no tendían a herir a las personas, sino a alegrar el concurso y obligarle a admirar lo fácil, lo vivo y lo sutil de su ingenio. Todo lo más que se autorizaba era apoderarse de las ridiculeces de algún amigo ausente y formar sobre ellas una frase graciosa; pero nunca o casi nunca a costa de la honra. Estas cualidades le habían hecho el ídolo de las tertulias. Ninguna se consideraba completa si Fuentes no daba al menos una vueltecita por ella.

–¡Oh, Fuentes! ¡Oh, Fuentes!—gritaron todos viéndole aparecer.

Y una porción de manos se extendieron para saludarle. Apretando las primeras que llegaron a chocar con la suya se dirigió desde luego a la señora de la casa, con voz cascada que ayudaba mucho al efecto cómico, diciendo:

–Perdone usted, Clementina, si llego con un poco de retraso. Viniendo acá me cogió por su cuenta Perales, ya sabe usted ¡Perales!, no tengo más que decir. Luego, cuando pude desprenderme de sus manos, ahí en la esquina del ministerio de la Guerra, caí en las manos del conde de Sotolargo, y ése ya sabe usted que es pesado con un cincuenta por ciento de recargo.

–¿Por qué?—se apresuró a preguntar Lola Madariaga.

–Porque es tartamudo, señora.

Los convidados rieron, algunos a carcajadas; otros más discretamente. La frase venía preparada: se conocía a la legua; pero así y todo produjo el efecto apetecido, parte porque en efecto había hecho gracia, parte también porque todo el mundo se creía en el deber de ponerse risueño en cuanto Fuentes abría la boca.

Un instante después un criado de librea abrió de par en par las puertas del salón, diciendo en alta voz:

–La señora está servida.

Osorio se apresuró a ofrecer el brazo a la baronesa de Rag y rompió la marcha hacia el comedor seguido de todos los convidados. Cerrando la comitiva iba el barón conduciendo a Clementina.

Los criados esperaban puestos en fila con la servilleta al brazo, capitaneados por el maître. Osorio fué designando a cada invitado su puesto. No tardaron en acomodarse todos. La mesa ofrecía un aspecto elegante, armonioso. La luz, que caía de dos grandes lámparas con reflectores, hacía resaltar los vivos colores de las flores y las frutas, la blancura del mantel, el brillo del cristal y la porcelana. Sin embargo, esta luz, demasiado cruda, hace daño a la belleza de las damas, las desfigura como un aparato fotográfico. Para templarla y producir una iluminación suave y normal, Clementina hacía colocar dos candelabros con numerosas bujías a los extremos de la mesa. Todas las señoras estaban más o menos descotadas: alguna, como Pepa Frías, escandalosamente. Los caballeros, de frac y corbata blanca.

La conversación fué en los primeros momentos particular: cada cual hablaba con su vecino. La baronesa de Rag, una belga de pelo castaño y ojos claros, bastante gruesa, preguntaba a Osorio los nombres de los objetos que había sobre la mesa. Hacía poco tiempo que estaba en España y apetecía con ansiedad conocer el castellano. Clementina y el barón hablaban en francés. Pepa Frías, que estaba entre Pepe Castro y Jiménez Arbós, le dijo al primero por lo bajo:

–¿Qué le parece a usted de la jeta del marido de Lola? ¿verdad que para gaucho no es del todo mala?

Castro sonrió con la superioridad que le caracterizaba.

–Sí, debió de haber lazado muchas vacas en la pampa.

–Hasta que al fin una vaca le lazó a él.

–Pero no fué en la pampa.

–Ya sé: en los jardinillos: no me diga usted nada.

El general Patiño, fiel a su naturaleza y a su tradición militar, se desplegó en guerrilla para atacar a la marquesa de Ujo, que tenía al lado.

–Marquesa, las perlas le sientan admirablemente. Un cutis suave y levemente bronceado como el de usted, donde se transparenta toda la savia y todo el fuego del mediodía, exige el adorno oriental por excelencia.

–Usted tan lisonjero como siempre, general. Me pongo las perlas porque es lo mejor que tengo. Su tuviese unas esmeraldas tan hermosas como Clementina, dejaría las perlas en sus estuches—respondió la dama, mostrando al sonreír unos dientes bastante desvencijados donde brillaba en algunos puntos el oro del dentista.

–Haría usted mal. Las mujeres hermosas están en la obligación de ponerse lo que les va mejor. Dios quiere que sus obras maestras se manifiesten en todo su esplendor. Las esmeraldas sientan bien a las linfáticas; pero usted es como la uva de Jerez, doradita por fuera y guardando en el corazón un licor que marea y embriaga.

–¡Si dijera usted como una pasa!

–¡Oh, no, marquesa! ¡oh, no!…

Y el general rechazó con fuego la especie y empleó toda su elocuencia en desbaratarla como si tuviese delante un ejército enemigo.

Mientras tanto los criados comenzaban a dar vuelta a la mesa presentando los platos. Otros, con la botella en la mano, murmuraban al oído de los invitados: Sauterne, Jerez, Margaux, en un tono cavernoso semejante al que emplean los cartujos para recordarse mutuamente la muerte.

–Yo no bebo más que champagne frappé hasta el fin—dijo Pepa Frías al que tenía detrás.

–¡Cuánto calor, Pepa, cuánto calor!—exclamó Castro.

–No lo sabe usted bien—repuso la viuda con entonación maliciosa.

–Por desgracia.

–O por fortuna. ¿Está usted ya cansado de Clementina?

Fuentes no se encontraba bien con aquel cuchicheo. Le dolía desperdiciar su ingenio en conversación particular, para una sola persona. Asió la primera ocasión por los cabellos para levantar la voz y atraerse la atención de los comensales.

–Ayer le he visto a usted por la mañana en la carrera de San Jerónimo, Fuentes—le dijo la condesa de Cotorraso que estaba tres o cuatro puestos más allá.

–Según a lo que usted llame mañana, condesa.

–Serían las once, poco más o menos.

–Entonces, permítame usted que lo dude, porque hasta las dos estoy siempre en la cama.

–¡Oh, hasta las dos!—exclamaron varios.

–Eso ya es una exageración, Fuentes—dijo la marquesa de Alcudia.

–Pero es una exageración aristocrática, marquesa. ¿Quién se levanta primero en Madrid? Los barrenderos, los mozos de cuerda, los pinches de cocina. Un poco más tarde encontrará usted a los horteras abriendo las tiendas, alguna vieja que va a oir misa, lacayos que salen a pasear los caballos, etc. Luego empiezan a salir los empleaditos de las casas de comercio y los escribientes de las oficinas del Estado que llevan todo el peso de ellas, las modistillas, etc., etc. A las once ya hallará usted gente más distinguida, oficiales del ejército, estudiantes, empleados de tres mil pesetas, corredores de comercio, etc. A las doce comienzan a salir los peces gordos, los jefes de negociado, los banqueros, algunos propietarios; pero sólo después de las dos de la tarde podrá usted ver en la calle a los ministros, a los directores generales, a los títulos de Castilla, a los grandes literatos….

Los comensales escuchaban embelesados aquella ingeniosa defensa de la pereza y se creían en el caso de reir y decirse unos a otros por lo bajo:

–¡Este Fuentes! ¡oh! ¡este Fuentes tiene la gracia de Dios!

Y alguno, por el placer de oirle nada más, le llevaba la contraria.

–Pero hombre, ¿habrá nada más agradable que levantarse por la mañana a respirar el aire puro y bañarse con la luz del sol?

–Prefiero bañarme en agua tibia con una botellita de Kananga.

–¿Me negará usted que el sol es hermoso?

–Es hermoso, pero un poco cursilón. Yo no digo que allá al principio del mundo no fuese una cosa asombrosa, digna de verse; pero ustedes comprenderán que ahora está anticuado. ¿Hay nada más ridículo en una época tan positivista como la presente que llamarse Febo y gastar cabellera de oro? Además, el sol no tiene mérito alguno intrínseco. Está ahí ardiendo porque Dios lo ha puesto. Pero la luz del gas, la luz eléctrica representan el esfuerzo de un hombre de genio, es el triunfo de la inteligencia, hace recordar nuestro poder sobre la materia, la soberanía del espíritu en todo el Universo…. Luego—añadió bajando un poco la voz—, al sol se le puede ver sin que cueste dinero, y yo siempre he aborrecido los espectáculos gratis.

 

Los comensales no cesaban de reir. Fuentes, animado por aquellas risas, se desbordaba en paradojas, en frases ingeniosas y sutiles, cayendo a ojos vistas en el amaneramiento. Le pasaba lo que a los grandes actores demasiado aplaudidos. No sabía contenerse a tiempo y entraba al fin en el terreno de la extravagancia. De aquí a lo insulso no hay más que un paso, y Fuentes lo daba con frecuencia.

El conde de Cotorraso persistía en defender al astro del día para excitar el ingenio de su detractor. El sol era quien animaba la Naturaleza, quien calentaba nuestro cuerpo aterido, etc.

–Eso de que el sol produzca animación, lo niego—replicaba Fuentes—; Madrid está mucho más animado por la noche que por el día, y para calentarme prefiero el cok, que no ocasiona tabardillos…. Vamos a ver, conde, fíjese bien: ¿qué mérito puede tener una cosa que a la fuerza ha de ver siempre su lacayo primero que usted?

Como alguien dijera riendo que Fuentes tenía "buena sombra", éste replicó vivamente:

–¿Lo ve usted, conde? Hasta para decir que un hombre tiene gracia se dice que tiene buena sombra. A nadie se le ocurre decir que tiene buen sol.

Y con motivo de las sombras se habló de la del manzanillo. La marquesa de Ujo preguntó al mejicano, marido de Lola, si en su país había manzanillos. Ballesteros, que así se llamaba, replicó que no, pero que había visto muchos en el Brasil. La marquesa se informó con viva curiosidad de las particularidades del árbol; pero quedó sumamente disgustada cuando el mejicano le dijo que la sombra no mataba y que sólo su fruto desprendía un agua corrosiva.

–¿De modo que durmiendo debajo de él no se muere?

–Señora, yo no he dormido ¿sabe?; pero he almorsado con varios amigo debaho de uno y no nos ha pasao ná.

–Entonces, ¿cómo se suicida Sélika en La Africana acostándose a la sombra de ese árbol?

–Eso es una patraña, una invensión de los poeta ¿sabe? Será una cosa bonita, pero no tiene nada de verdá.

La marquesa, desencantada por aquel dato realista, no quiso salir de su poética creencia; arguyó que tal vez los manzanillos de la India fuesen distintos de los del Brasil.

Hablóse de las producciones de Méjico.

–¿Es verdad que usted posee ochocientas mil vacas, Ballesteros?—preguntó Clementina.

–¡Oh, señora; eso es una exagerasión! A lo sumo que llegará mi rebaño es a tresientas mil.

–Si fuesen mías—dijo Fuentes—, construiría un estanque mayor que el del Retiro, lo llenaría de leche y navegaría por él.

–Nosotro no utilisamo la leche, señor, ni la manteca tampoco. La carne alguna vese la convertimo en tasaho ¿sabe? y la esportamo. Mas por lo regulá sólo sacamo partido de las piele ¿sabe? Los cuerno también los vendemo para la fabricación de los objeto de asta.

–¡Que te quemas! ¡que te quemas!—exclamó Pepe Castro por lo bajo.

Pero no tanto que no lo oyese Jiménez Arbós, que estaba del otro lado de Pepa Frías, y no le acometiese un acceso de risa que procuró con todas sus fuerzas sofocar.

–Anda, barbiana, alárgame ese frasquito de mostaza—dijo Pepa Frías dirigiéndose a Clementina para disimular también la risa que le había acometido.

–Bajbiana, bajbiana…. ¿Qué es que bajbiana?—preguntó, la baronesa de Rag a Osorio en su afán de aprender pronto el español.

Este se apresuró a explicárselo como pudo.

Pepa hablaba de vez en cuando por lo bajo con Jiménez Arbós. Solían ser algunas frases rápidas que probaban la inteligencia en que estaban y al mismo tiempo el deseo de mostrarse prudentes. La conversación con Pepe Castro, que tenía a su izquierda, era más animada.

–¿Por qué no aconseja usted a Arbós que coma más carne?—le preguntaba el lechuguino al oído.

–¿Para qué?

–Para lo que se come carne generalmente; para nutrirse y adquirir fuerzas con que soportar las fatigas que nuestros deberes nos imponen.

–¡Ya!—exclamó la viuda con entonación irónica—. Mire usted por sí y deje a los demás arreglar sus cuentas como Dios les dé a entender.

–Ya ve usted que procuro nutrirme.

–Sí, pero que vaya un poco también al cerebro, porque el día menos pensado se cae usted en la calle de tonto.

–¿Se ha ofendido usted?—preguntó riendo el elegante como si hubiese dicho la cosa más descabellada del mundo.

–No, hombre, no: es que lo creo así. No entiendo cómo Clementina puede sufrir semejante narciso.

–¡Chis, chis! ¡Prudencia, Pepa, prudencia!—exclamó Castro con susto, levantando los ojos hacia su querida.

–¿Sabe usted que disimula muy bien? No la he visto dirigirle a usted una sola mirada hasta ahora.

Castro, que hacía días estaba un poco despechado por la frialdad de su dueño, sonrió forzadamente frunciendo en seguida el entrecejo. A Pepa no le pasó inadvertido este gesto.

–Mire usted qué cara tan nublada tiene en este momento Osorio. ¡Inspira horror! Y toda la culpa la tiene usted, pícaro.

–¡Yo! Nada de eso. Deben de ser cuestiones de guita las que le ponen tan amarillo. Me han dicho que está arruinado o muy próximo a arruinarse.

Pepa se estremeció visiblemente.

–¿Qué dice usted? ¿Por dónde ha sabido usted eso?

–Pues me lo han dicho ya varios.

La viuda se volvió bruscamente hacia Jiménez Arbós sin ocultar su agitación y le preguntó en voz baja y alterada:

–¿Has oído algo de que Osorio esté arruinado?

–Sí, lo he oído. Osorio viene jugando a la baja hace tiempo y los fondos se empeñan en subir—respondió el estadista levantando la cabeza con gesto petulante de pavo real.

En el tono con que pronunció estas palabras se advertía satisfacción. Para un ministro, jugar a la baja es siempre un crimen digno de castigo.

–Yo no sé lo que tendrá comprometido en esta liquidación; pero si es mucho está perdido, porque el consolidado ha subido un entero. Y si se empeña en no liquidar inmediatamente, a fin de mes puede tener muy bien dos enteros de alza.

Todo el buen humor de Pepa había desaparecido de repente. Bajó la cabeza y dejó caer el tenedor sin ánimo para concluir el trozo de jamón de York que se había puesto. El ministro, observando su silencio y su tristeza, le preguntó:

–¿Tienes por casualidad fondos en su poder?

–Por casualidad, no … ¡por estupidez mía! Tiene en su mano casi toda mi fortuna.

–¡Oh diablo, diablo!

–Se me está haciendo rejalgar en el cuerpo lo que he comido. Creo que me voy a poner mala—dijo la viuda poniéndose realmente pálida.

Arbós hizo esfuerzos por tranquilizarla. Tal vez no fuese cierto todo. En las ruinas como en las fortunas improvisadas se exagera siempre mucho. Además, si algún compromiso había sagrado para Osorio, debía ser el de ella, una dama que le confía su dinero por pura amistad.

Aunque hablaban en falsete, sus fisonomías graves y sus ademanes decididos llamaron la atención del general Patiño, el cual, con admirable penetración, dijo a la marquesa de Ujo:

–Mire usted a Pepa y a Arbós. Hay nube de verano entre ellos. ¡Qué hermoso es el amor hasta en sus fugaces tormentas!

Mientras tanto, los condes de Cotorraso, Lola Madariaga, Clementina y los barones de Rag hablaban del arsénico como medicamento para engordar y poner terso y brillante el cutis. Lola Madariaga era la primera vez que lo oía y se mostraba llena de júbilo, y anunciaba que iba inmediatamente a ensayar la virtud milagrosa del veneno.

–¡Dios mío, Lolita!—exclamó Fuentes—. Si usted, como es ahora, causa tales estragos en los corazones masculinos, ¡qué va a suceder cuando lleve cuatro o cinco meses con un régimen de arsénico! Señor Ballesteros, no consienta usted que lo tome: es tratarnos con demasiada crueldad.