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La Espuma

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Quedáronse los contertulios comentando la serenidad del conde. Se le ensalzó aunque no muy vivamente ni por mucho tiempo. Es regla primera del buen tono no asombrarse jamás. La segunda hablar prolijamente de las cosas leves y con sobriedad de las graves. Deshízose al fin la tertulia vespertina. Salieron casi todos sus preclaros miembros y se esparcieron por Madrid a difundir sus doctrinas, las cuales pueden resumirse de este modo: "El hombre nació destinado a firmar pagarés y gastar bigotes retorcidos. El trabajo, la instrucción, el orden, son atentatorios al estado de naturaleza y deben proscribirse de toda sociedad bien organizada".

Ramoncito Maldonado, como siempre, se agarró a los faldones de su amigo Pepe Castro. El lector está enterado ya de la profunda admiración que le profesaba. Ahora le toca saber que Pepe Castro se dejaba admirar lleno de condescendencia, y que de vez en cuando se dignaba iniciarle en algunos inefables secretos referentes a sus altas concepciones sobre las yeguas inglesas y las boquillas de ámbar. Ramoncito iba poco a poco adquiriendo nociones claras, no sólo de estas cosas, sino también del modo más adecuado de combinar el idioma francés con el español en la conversación familiar. Pepe Castro poseía el don admirable de olvidar, en un momento dado, la palabra castellana, y después de algunas vacilaciones pronunciar la francesa con perfecta naturalidad. Ramoncito también lo hacía, pero con menos elegancia. Asimismo iba distinguiendo bastante bien las ostras de Arcachón de las que no son de Arcachón, el Château-Laffite del Château-Margaux, la voz de pecho, en los tenores, de la voz de cabeza, y la pasta dentífrica de Akinson de las otras pastas dentífricas. No obstante, Ramoncito, como todos los neófitos, mucho más si poseen un temperamento exaltado y entusiasta, exageraba la doctrina del maestro. Sean ejemplo de esta exageración los cuellos de camisa. Porque Pepe Castro los gastase altos y apretados ¿había razón para que Ramoncito anduviese por esas calles de Dios con la lengua fuera, padeciendo todo el día los preliminares de la pena del garrote? Y si Pepe Castro, por motivo de una enfermedad nerviosa que había tenido de niño, cerraba el ojo izquierdo con frecuencia, lo cual sin duda le agraciaba, ¿con qué derecho pasaba el día Ramoncito haciendo guiños a la gente con el suyo? Además, el joven concejal cargaba de perfumes no tan sólo el pañuelo y la barba, sino toda su ropa, de suerte que a los diez metros aún trascendía y de cerca producía mareos. Pues bien, después de examinadas detenidamente, no hemos hallado en las ideas de su venerado maestro nada que justifique esta censurable tendencia. Los más bellos y elevados preceptos de los grandes hombres, degeneran y se pervierten al realizarse por sectarios y continuadores. Pepe Castro, aunque advertía estas deficiencias e imperfecciones de su discípulo, no se las echaba en cara. Antes, con la nobleza propia de los grandes caracteres, extendía sobre él su clemencia para perdonarlas y ocultarlas. Nadie osaba, en su presencia, hacer burla de los cuellos ni de los guiños de Ramoncito.

Eran poco más de las cuatro cuando entrambos salvajes salieron del club abrochándose los guantes. A la puerta estaba la charrette de Castro, que éste despidió dando hora al cochero para el paseo. Antes debía hacer una visita a ruego de Ramoncito. Caminaron por la calle del Príncipe, donde el club está situado, a paso lento, observando con fijeza a las mujeres que cruzaban. Deteníanse a veces un instante para hacer algunas indicaciones luminosas sobre su garbo y elegancia, no como el tímido transeunte que contempla y suspira, sino como dos bajaes que entrasen en un mercado de esclavas y antes de elegir discutiesen las cualidades de cada una. A los hombres arrojábanles una rápida mirada despreciativa. Y por si esto no bastaba se envolvían en una fuerte bocanada de humo para hacerles presente que ellos, Pepe y Ramón, pertenecían a un mundo superior, y que si caminaban por la calle del Príncipe era sólo por capricho y momentáneamente. Siempre que se dignaban pasear un poco a pie entre calles como ahora, en la expresión de su rostro había cierto matiz de sorpresa al ver que su paso no era acogido por la muchedumbre con rumores de admiración.

Maldonado era más locuaz que su amigo. Sobre lo que iba y venía expresaba su opinión levantando el rostro sonriente hacia Castro. Este permanecía grave, solemne, respondiendo con monosílabos y adecuados gruñidos. Digamos que Ramoncito era mucho más bajo que su maestro, no sólo moral, sino también físicamente. Cuando paseaban a pie representaban verdaderamente, el uno al sabio profesor que va dejando caer gota a gota el raudal de su ciencia; el otro al ardoroso neófito ávido de enterarse y penetrar cuanto abarca su vista.

–¿Adonde vamos?—preguntó distraídamente Castro al llegar a las cuatro calles.

–Hombre, ¿no habíamos quedado en casar por casa de Calderón?—dijo tímidamente y un poco despechado Ramoncito.

–¡Ah! sí; se me había olvidado.

El joven concejal suardó silencio, admirando en su fuero interno aquella singular facultad de olvidarlo todo, que poseía su amigo. Y siguieron por la Carrera de San Jerónimo hguardoa Puerta del Sol.

–¿Cómo estás con Esperancita?—se dignó preguntar Castro, soltando una bocanada de humo y parándose a mirar un escaparate.

Ramoncito se puso serio repentinamente, casi casi pálido, y comenzó a balbucir a tropezones:

–Lo mismo, chico…. Tan pronto arriba como abajo…. Unos días la encuentro muy amable … es decir, amable, no; pero al menos habladora. Otros con un hocico de tres varas: se marcha en cuanto entro: apenas contesta al saludo, como si la hubiese ofendido…. Comprendo que alguna vez ha tenido motivos para estar enfadada. En el Real suelo ir al palco de las de Gamboa, y pienso que se le ha metido en la cabeza que me gusta Rosaura…. ¡Mira tú qué tontería! ¡Rosaura!… Pero hace lo menos un mes que no subo a saludarlas … y lo mismo; ¡lo mismo, chico, lo mismo!… El otro día la pude pillar sola en el gabinete unos momentos, y de prisa y corriendo le he dicho que deseaba saber en qué quedábamos. Porque ya ves tú, no es cosa de estar haciendo el oso eternamente…. Me escuchó con paciencia…. Te advierto que yo estaba enteramente arrebatado y apenas sabía lo que iba diciendo. Cuando concluí me dijo que no tenía motivos para estar enfadado y se escapó a la sala. Después de esto ¿quién no había de entender que estaba el asunto arreglado? Vamos a ver, cualquiera en mi caso ¿no pensaría que íbamos a entrar en el terreno de la formalidad?… Pues nada, a los dos días voy por allá; intento hablarle aparte en calidad de novio y me da un bufido que me dejó helado…. Y así estoy. Ni sé si me quiere o si deja de quererme, ni tengo tranquilidad para dedicarme a mis quehaceres ni hago otra cosa que pensar en esa maldita chiquilla.

–Yo creo—respondió Castro sin dejar de contemplar con atención el escaparate frente al cual estaban—que esa niña te ha cogido la acción.

Ramoncito le miró sorprendido y respetuoso a la vez.

–¿Cómo la acción?—se aventuró a preguntar.

–Sí; la acción. Lo importante, en cualquier combate, es coger la acción al contrario. Si en el momento en que él piensa atacarte atacas tú con decisión, es casi seguro que llegas. Si vacilas eres perdido.

Al pronunciar las últimas palabras, dejó de contemplar el escaparate y siguió su marcha majestuosa por la acera. Ramón hizo lo mismo. No había entendido bien la aplicación que podía tener este símil arrancado a la esgrima en su caso; pero se abstuvo de pedir explicaciones.

–¿De modo que tú opinas…?

–Opino que estás demasiado enamorado de esa niña y que ella lo sabe.

–Pero vamos a ver, Pepe, ¿qué motivos puede tener para rechazarme?—comenzó a decir sulfurado Ramoncito y como hablándose a sí mismo—. ¿Qué es lo que espera esa chiquilla?… Su padre tiene dinero; pero serán varios hermanos a repartirlo. Mariana es joven, y cuando menos se pensaba ha principiado otra vez a echar al mundo hijos. Además, ya sabes cómo es don Julián. Antes que soltar un cuarto le harán rajas. Y francamente, esperar a que se muera no me parece negocio. Yo no soy un potentado, pero tengo fortuna regular, que es mía ya, sin esperar a que se muera nadie…. Puedo proporcionarla las mismas comodidades que tiene en su casa y el mismo lujo … mayor lujo—añadió sacudiendo la cabeza con plausible resolución—.Luego, tengo por delante una carrera política. ¿Sabe ella si el día menos pensado no seré subsecretario o director? Mi familia es mejor que la suya: mi abuelo no ha sido un tendero como el padre de D. Julián…. Luego, no es una divinidad ni mucho menos, una de esas chicas que llamen la atención, ¿sabes tú? ¿Por qué hace tantos remilgos cuando yo soy quien le hago favor? ¿Sabes quién tiene la culpa? Pues Cobo Ramírez y otros babiecas como él, que la han llenado la cabeza de viento…. ¡Sin duda espera la tonta que venga un príncipe de sangre real a buscarla!…

Ramoncito negaba belleza a su adorada. Es signo de hallarse profunda y sinceramente enamorado el hombre; no ser hija de la vanidad su afición. El exceso de amor le arrastraba a injuriarla.

Castro meditó que tal vez, la circunstancia de ser un poco desgalichado y tener el cutis lleno de pecas, influiría para que su amigo no lograse éxito lisonjero en esta como en otras empresas que había acometido: pero se abstuvo de manifestar tal sospecha. Prefirió asentar, cerrando los ojos y soplando el humo del cigarro, esta verdad de carácter general:

–Las chicas son muy estúpidas.

Ramoncito, de acuerdo con ella en principio, insistió, no obstante, en determinarla por medio de aplicaciones más o menos legítimas.

–¡Es una mentecata!… No sabe ella misma lo que quiere…. ¿Crees que será posible llevarla al terreno de la formalidad algún día?

Esto del terreno de la formalidad era una frase a la cual profesaba marcada predilección el joven concejal. Siempre que hablaba de Esperancita brotaba de sus labios tres o cuatro veces, como si necesariamente fuera asociada a sus amores.

 

Pepe Castro sintió un malestar indecible: guiñó su ojo izquierdo infinitas veces. En realidad, nunca le había gustado anticipar ideas sobre los acontecimientos futuros. Era más caballista que profeta. Pero en este caso le repugnaba doblemente porque nada halagüeño podía anunciar a su amigo y admirador. Sacóle del compromiso la aparición de una joven hermosa y elegantemente vestida que venía al encuentro de ellos por la acera del Principal.

–Aquí está la Amparo—dijo con la gravedad displicente y desdeñosa que Ramoncito admiraba.

La querida de Salabert se acercó a ellos sonriente, saludándoles con efusión, particularmente a Pepe Castro. Este le apretó la mano sin perder de su gravedad ni separar la boquilla de los dientes, lo mismo que a un camarada a quien se acaba de ver en el café.

–¿Adónde vais, granujas?

–Pues a casa de Calderón a pasar un rato.

–Venid conmigo. Voy a comprar un joyero. Me ayudaréis a elegirlo … y me lo pagaréis.

Hablaba en tono alegre y afectuoso: no parecía la misma criatura desabrida y mal humorada que hemos visto en su hotelito del barrio de Monasterio. Sin duda, todo el mal humor lo reservaba para Salabert.

–¡Esto es bueno!—exclamó Castro dignándose sonreír levemente—. ¿Nos pides joyas a nosotros cuando tienes en tu casa el bolsillo de Salabert? Mete la mano en él, tonta.

–Ya lo hago, hijo. Descuida.

–Pues bien podías proteger un poco al pobre Manolo, que anda a oscuras hace tiempo.

–¡Pobrecillo! ¿Pero de veras anda tan mal de guita? Yo creí que sólo era de la cabeza.

–Eso es: ríete después que le has desplumado.

–Oye, niño: yo no le he desplumado, por una razón muy sencilla: cuando vino a mi poder ya no tenía plumas—dijo la Amparo poniéndose seria.

–No es verdad eso. Manolo ha gastado contigo más de cuarenta mil duros.

–¡Eche usted duros! Así me lucía a mí el pelo cuando le puse a la puerta. Si tardo un poco más en hacerlo, voy a San Bernardino a la grand Dumond.

–Bien, pues no los ha gastado. ¿A mí qué?—repuso el gallardo Pepe alzando los hombros—. ¿Quieres venir a cenar hoy con nosotros a Fornos?

–¿Con quién?

–Con éste y conmigo. Invitaremos también a León y a Rafael para que lleven a Nati y Socorro. ¿Tienes inconveniente en que vaya Manolo?

–¡Al contrario, hijo, si a Manolo le quiero más de lo que te figuras!

–Pues harías bien en darle de vez en cuando alguna conferencia íntima; si no, me temo que haya que llevarlo pronto al manicomio.

–No creas que está siempre en mi mano. El otro tío es muy escamón. Después del Real ¿verdad? No me llevéis más gente. El ruido no me conviene ahora que estoy bien colocada ¿sabéis? Hasta luego. Oye, tú, feo—dirigiéndose a Ramón—, ¿por qué no hablas? Ya me han dicho que quieres casarte con la chiquilla de Calderón…. Pues hijo, tú horroroso y ella más fea que azotar a un Cristo, vais a echar unos nenes que habrá que enseñarlos en una barraca. Adiós, Pepe: no te olvides de los boquerones. Ya sabes que no ceno sin ellos. Hasta luego.

Ramoncito se había puesto rojo de ira al oir tratar con tal desprecio a su adorada, sin tener presente que un momento antes había hecho él lo mismo. Y hubiera arremetido a la Amparo con alguna insolencia gorda, si ésta no se hubiese alejado sin fijarse poco ni mucho en la desazón que causaba. Contentóse con murmurar fatídicamente rechinando un poco los dientes:

–¡Me parece que voy a ponerte yo la vergüenza que no tienes!

El encuentro con la querida de Salabert en el momento en que se hallaba en lo más culminante de sus confidencias, le había turbado, y por eso no había despegado los labios. Apresuróse a anudar el hilo por donde aquélla lo había roto, preguntando a su amigo y maestro:

–Vamos a ver, Pepe: tú en mi caso ¿qué harías?

Castro caminó en silencio un rato mirando con fijeza a los balcones de las casas, sorprendido sin duda de que la gente no saliese a verle pasar. Luego, dando tres o cuatro largos chupetones al cigarro y revistiendo un aire reflexivo y grave, respondió:

–Hombre (pausa); yo, en tu caso, principiaría por no estar enamorado.

El amor es para los fanciullos, no para ti y para mí.

–¡Eso es inevitable, Pepe!—exclamó el concejal en un estado tan triste y miserable que daba pena verlo.

–Bien, pues si no puedes vencer esa chifladura, lo mejor es no darla a conocer. ¿Por qué tratas de persuadir a Esperancita de que te mueres por ella? ¿Crees que eso sirve para algo? Procura convencerla de lo contrario y verás cuánto mejor es el resultado.

–¿Qué quieres que haga?—preguntó con angustia.

–Que no te manifiestes tan rendido, hombre. Que no seas tan melón. No vayas tanto a su casa. No la mires con ojos de carnero a medio degollar. Llévale la contraria cuando diga alguna tontería: insinúala que hay mujeres que te gustan mucho más. Date un poco de tono, y ya veras cómo el asunto toma mejor aspecto….

–¡No puedo, no puedo, Pepe!—exclamó Ramoncito pasándose la mano por la frente en el colmo de la congoja—. Al principio todavía era dueño de mí; podía hablarle con desembarazo y coquetear con otras…. ¡Hoy me es imposible! Así que la tengo delante me aturdo, me atortolo, no digo más que necedades. Si la encuentro de mal humor sobre todo. Cada contestación suya me deja helado. No puedes figurarte qué tono tan displicente sabe sacar esa chiquilla cuando quiere. Si trato de hablar con otra, basta que Esperanza me ponga la cara risueña para que la deje inmediatamente. He llegado a pasar un mes sin dirigirle apenas la palabra; pero al fin no pude resistir más y volví a entregarme. Prefiero su conversación, aunque me maltrate, a la de todas las demás….

Ambos guardaron silencio como si caminasen bajo el peso de una grave desgracia. Pepe Castro meditaba.

–Estás perdido, Ramón—dijo al fin tirando la punta del cigarro y frotando la boquilla con el pañuelo antes de guardarla—. Estás completamente perdido. Todo eso que me cuentas no tiene sentido común. Si supieses conducirte no hubieras llegado a semejante estado. A las mujeres se las trata siempre con la punta de la bota: entonces marchan admirablemente….

Después de verter estas breves y profundas palabras, se paró delante de un escaparate.

–Hombre, mira qué collar tan bonito. Si le viniese bien al Perl se lo compraba.

Ramoncito miró el collar sin verlo, enteramente absorto en sus tristísimos pensamientos.

–Pues, sí, Ramoncillo—continuó el distinguido salvaje echándole un brazo sobre el hombro—, estás perdido…. Sin embargo, yo me comprometía a lograr que Esperanza te quisiera con tal que hicieses lo que te he dicho…. Ensaya mi método.

–Ensayaré lo que quieras. Deseo salir a todo trance de esta situación—repuso el concejal conmovido.

–Pues mira, por lo pronto no irás a casa de Calderón sino cada ocho o diez días…. Iremos juntos o nos encontraremos allá. No debes quedar solo: en un momento de debilidad echarías a perder toda la obra. Hablarás poco con Esperanza y mucho con las chicas que allí estén. Procura ensalzar a las rubias, a las altas, a las blancas, en fin, a las mujeres que tienen el tipo opuesto al de ella y no dejes de entusiasmarte bastante. Llévale la contraria, pero sin apurarte mucho. Eres muy testarudo y no conviene disputar demasiado. Un tono suave y despreciativo surte mejor efecto. Lo más conveniente es que me mires de vez en cuando. Yo te haré alguna seña con disimulo: de este modo irás siempre pisando en firme….

Todavía, antes de llegar a la puerta de la casa de Calderón, tuvo tiempo Castro para ampliar con otros valiosos datos esta gallarda muestra de su talento didascálico. Sólo una inteligencia maravillosamente perspicua unida a larga y aprovechada experiencia, sólo un espíritu refinado podía penetrar tan hondamente en el secreto conflicto que la resistencia de Esperanza a consagrar su corazón a Ramoncito, había creado. Al mismo tiempo era el único que podía darle una solución satisfactoria. El joven concejal llegó al domicilio de su adorada en un estado de relativa tranquilidad. En cuanto a sus propósitos íntimos, sólo podemos decir que iba determinado a revestirse de un gran aspecto de dignidad y a oponer abierta resistencia a las tendencias invasoras de la niña de Calderón.

Para comenzar juzgó oportuno meter las manos en los bolsillos y plegar los labios con una sonrisilla irónica y protectora. De esta suerte entró en el gabinete donde estaba reunida la familia del opulento banquero, balanceando la cabeza como si no pudiese con ella a causa del número incalculable de pensamientos que guardaba dentro, de los modales elegantes a los modales groseros no hay más que un paso, como de lo sublime a lo ridículo. Así que, no nos atrevemos a asegurar que Ramoncito, en la primera etapa de su conversación con Esperancita, se mantuviese siempre del lado de acá de la elegancia. Hay algún fundamento para pensar que no fué así. Lo que, salvando nuestra conciencia de historiadores veraces podemos afirmar, es que Esperancita tardó bastante tiempo en advertirlo, y que después de advertirlo no causó en ella la honda impresión que debía esperarse.

En el gabinete costurero donde los introdujeron, estaban bordando D.a Esperanza, Mariana y Esperancita. O hablando con exactitud, las que bordaban eran doña Esperanza y Esperancita: Mariana se mantenía sentada en una butaca, mirando al vacío en perfecto estado de inmovilidad. Pepe Castro y Ramón eran amigos íntimos de la familia y se les recibía sin ceremonia y con agrado. Después de algunos elusivos apretones de manos, con la sola excepción del de Maldonado a Esperancita, que no llegó a realizarse porque aquél se distrajo intencionalmente para dar comienzo digno a la gran serie de desaires de todas clases con que pensaba atormentar a su adorada, acomodáronse en sendas sillas. Pepe al lado de Mariana; Ramón junto a D.a Esperanza. Antes de hacerlo, el joven concejal tuvo ya un momento de debilidad. Viendo a Esperancita algo apartada de su madre y abuela, pensó que era propicia ocasión para mantener con ella conversación secreta, y vaciló en llevar allá su silla. Una mirada expresiva de Castro le hizo volver en su acuerdo.

–Buenos ojos le vean a usted, Pepe—dijo Esperancita clavando los suyos, risueños y nada feos, en el famoso salvaje.

–Preciosos son los que le están viendo ahora—se apresuró a decir Ramoncito.

Castro, antes de responder, le volvió a mirar severamente. El concejal, aturdido, dijo para amenguar un poco su torpeza:

–Porque ésta es la familia de los ojos bonitos.

–Gracias, Ramón. Ya empieza usted a ser falso como todos los políticos—manifestó Mariana.

–¡Siempre justiciero, Mariana!—exclamó aquél, rojo de placer, oyéndose llamar hombre público.

–¿Cuántos días hace que no he estado aquí?—preguntó Castro a la niña.

–Lo menos quince…. Verá usted: ha estado la última vez, un lunes…. Estaba aquí Pacita…. Hoy es sábado…. Trece días justos.

Nunca había tenido tan presentes los días en que Maldonado visitaba la casa. Castro acogió esta prueba de interés con indiferencia.

–Pensé que no hacía tantos días…. ¡Cómo se pasa el tiempo! añadió profundamente.

–¡Claro! A usted se le pasa volando, lejos de nosotros.

El joven sonrió bondadosamente y pidió permiso para encender un cigarro. Después dijo:

–No; aún se me pasa más de prisa al lado de ustedes.

–¿Más que en casa de tía Clementina?—preguntó la niña en un tono inocente que hacía dudar de su intención.

Castro se puso serio y la miró fijamente. Sus relaciones con la hija de Salabert se habían mantenido hasta entonces bastante secretas. El que se descubriesen en casa de la hermana del marido, le inquietó. Esperancita se puso como una cereza bajo la penetrante mirada del joven.

–Lo mismo—concluyó por decir con frialdad—. Todos son buenos amigos.

–¿Va usted hoy a casa de mi cuñada?—dijo Mariana sin advertir lo que pasaba.

–Iremos Ramón y yo: ¿no es sábado hoy? ¿Y ustedes?

–Yo no tengo gana de recepción. Hace unos días que me encuentro un poco molesta de la garganta.

–No digas que estás enferma, mamá. Dí que te gusta más meterte en la cama temprano—manifestó Esperancita con mal humor.

La madre la miró con sus ojos grandes, apagados.

–Tengo la garganta irritada, niña.

–¡Qué casualidad!—exclamó ésta en tonillo irónico—. No te he oído eso hasta ahora.

–Si es que tú tienes ganas de ir—repuso Mariana acabando de adivinarlo—, que te lleve tu papá.

–Bien sabes que papá, no saliendo tú, no quiere salir.

 

El tono de Esperancita revelaba despecho. Por los ojos de Ramoncito pasó un relámpago de alegría legítima y dirigió una mirada de triunfo a su amigo Pepe. La niña mostraba deseos de ir desde que supo que él asistiría también.

La conversación comenzó a rodar sobre lugares comunes, deteniéndose con predilección en el más común de todos en la corte, o sea sobre los artistas del teatro Real. Se habló de la belleza de la Tosti. Ramoncito, enternecido por el triunfo que acababa de obtener, quiso negársela; maldijo de las mujeres altas, y sobre todo de las rubias. A él no le gustaban más que los tipos morenitos, carirredondos, de mediana estatura y de ojos negros (en fin, el de Esperancita; no le faltaba más que nombrarla). Su amigo Pepe, alarmado por este desahogo que daba al traste con todos los planes de asedio en que habían convenido, le hizo una porción de guiños disimulados hasta que consiguió traerlo al buen camino. Pero lo hizo tal mal, esto es, comenzó a contradecirse de un modo tan lamentable, que las señoras se lo hicieron notar en seguida. Se aturdió y se hizo un lío, del cual no hubiera podido salir sin un capote que muy a tiempo le echó su amigo y maestro. Para reparar un poco la torpeza se puso a contarles lo que había pasado el día anterior en el Ayuntamiento, con tales pormenores, que Mariana no tardó en bostezar como una bendita que era, y D.a Esperanza se enfrascó en su bordado y dió señales de estar pensando en cosas muy distintas. Esperancita terminó por hacer una seña a Castro para que se acercase. Este obedeció trasladándose a una sillita cerca de la de ella.

–Oiga, Pepe—le dijo la niña en voz baja y temblorosa—. Hace poco le he visto a usted ponerse serio conmigo. No sé si habré dicho algo que le pudiera molestar. Si fué así, perdóneme.

–No sé a qué alude usted. A mí no puede molestarme nada de lo que me diga una niña tan linda y tan simpática como usted—manifestó el joven con su bella sonrisa de sultán.

–Me alegro de que haya sido únicamente aprensión…. Muchas gracias por las flores, si es que usted las siente, que lo dudo…. A mí me dolería en el alma causarle a usted un disgusto….

Al decir estas últimas palabras, la niña se ruborizó hasta las orejas.

–Pues tengo noticia de que es usted aficionada a darlos.

–¡Oh, no!

–Eso dice mi amigo Ramón.

El rostro de Esperancita se oscureció al oir este nombre. Una arruguita severa cruzó su frente virginal.

–No sé por qué lo dice.

–¿No le remuerde a usted nada la conciencia?

–Ni pizca.

–¡Oh, qué corazón tan emperdenido!

–¿Por qué? Si le he proporcionado alguna pena será que él se la habrá buscado.

–Eso mismo le he dicho yo…. Pero, en fin, creo que el enfermo ya está en vías de curación y que no se pondrá más al alcance de sus dardos…. Le veo bastante más alegre y despreocupado de algunos días a esta parte.

Castro trabajaba sinceramente y de buena fe por su amigo.

–Mucho me alegraría de que así sucediese—respondió la niña con perfecta naturalidad.

Castro hizo una defensa apasionada de su amigo, lo recomendó con toda eficacia a la benevolencia de Esperanza. Mas al verter en el oído de ésta algunas exageradas frases de elogio, el tono displicente con que las pronunciaba y la sonrisa burlona que no se le caía de los labios, las desvirtuaban bastante. Aunque así no fuese, la hija de Calderón las hubiera acogido con la misma hostilidad.

–¡Vamos, Pepe, usted tiene ganas de guasearse!

–¡Que sí, Esperancita, que sí! Ramón tiene un gran porvenir y no sería difícil que con el tiempo le veamos ministro.

El concejal, mientras tanto, explicaba con la fluidez que le caracterizaba, a Mariana y D.a Esperanza, de qué modo había descubierto un fraude de consideración en los derechos de consumos. Trescientos cincuenta jamones se habían introducido, hacía pocos días, de matute con la anuencia de algunos empleados del municipio. Ramoncito pensaba llevar a estos empleados a la barra en brevísimo plazo. Mariana le suplicaba que no fuese excesivamente severo con ellos; serían tal vez padres de familia. Mas no lograba ablandarle. Indudablemente, sus principios de justicia municipal eran más inflexibles que sus músculos cervicales, a juzgar por el número incalculable de veces que volvía la cabeza hacia el sitio en que Esperancita y Pepe departían. No estaba celoso. Tenía confianza plena en la lealtad de su amigo. Pero le gustaba que su adorada le escuchase cuando pronunciaba las frases: "a la barra", "yo pienso dictaminar en mal sentido", "la ley municipal exige que los aforos", etc., a fin de que el ángel de sus amores se fuera penetrando de los altos destinos a que la suerte la tenía reservada uniéndose a un hombre tan enérgico y tan administrativo. Todos aquellos discursos pronunciados en alta voz, no eran más que una continua y tierna invitación para que de una vez entrase "en el terreno de la formalidad".

Oyéronse en esto pasos en la habitación contigua, y una tos que los presentes conocían admirablemente. D.a Esperanza, al escucharla, entregó con precipitación, mejor dicho, arrojó la labor que tenía entre manos en el regazo de su hija. Cuando Calderón entró, Mariana bordaba con afectada aplicación mientras su Madre se mantenía mano sobre mano, como si hiciese largo rato que se hallase en tal postura. Ramoncito y Castro apenas se fijaron en esta maniobra. La razón de ella era que Calderón no perdonaba a su esposa la apatía, la pereza, juzgando estos vicios como verdaderas calamidades, considerándose muchas veces desgraciado por haberse unido a una mujer tan holgazana. No es que el trabajo de ella importase poco ni mucho en su casa; pero su temperamento de trabajador infatigable se revelaba en presencia de otro tan diametralmente contrario. La flojedad, el abandono de Mariana crispaban sus nervios, daban lugar a agrias contestaciones y a reyertas frecuentes. Ella se defendía suavemente. Alegaba que sus padres no la habían criado para jornalera, porque tenían medios suficientes para hacerla vivir como señora. Con esto D. Julián se enfurecía aún más; gritaba que todo el mundo tiene el deber de trabajar, por lo menos de hacer algo. La completa ociosidad es incomprensible. La mujer está obligada a cuidar de que no se desperdicie la hacienda de la casa, ya que no contribuya a acrecentarla, etc., etc. En fin, que la causa de los disgustos domésticos era esta irremediable holgazanería de la señora. D.a Esperanza era muy diversa de su hija. Temperamento activo, vigilante, tan avara o más que su yerno, no podía jamás estar un cuarto de hora sin tener algo entre manos. En los negocios interiores de la casa no tenía intervención muy señalada. Calderón se complacía en ordenarlo y manejarlo por sí mismo todo. Y esto significa una contradicción que debemos hacer resaltar para que se comprenda bien su carácter. Quejábase amargamente porque su mujer no servía para llevar el gobierno de la casa, porque él se veía obligado a hacerse cargo de él; y no obstante, sabiendo que su suegra servía muy bien para el caso, no quería entregárselo. Esto hace sospechar que, aunque Mariana fuese un prodigio de actividad y de orden, no consentiría tampoco en abandonar la dirección de los asuntos interiores como de los exteriores. Su carácter receloso y sórdido le hacía preferir siempre el trabajo al descanso. Quisiera tener cien ojos para ponerlos todos sobre los objetos de su pertenencia.

Doña Esperanza también deploraba el carácter de su hija; marchaba muy de acuerdo con la ruindad de su yerno, ayudándole no poco en la vigilancia de la casa. Mas, aunque la reprendiese a menudo por su apatía, como al fin había salido de sus entrañas, le dolía que Calderón lo hiciese, sentía vivamente las reyertas matrimoniales. Por eso, siempre que podía las evitaba aunque fuese a costa de un sacrificio, tapando las faltas de Mariana, haciéndose ella misma voluntariamente culpable de ellas. Tal era la razón de haberle entregado con tanta premura el cojín que estaba bordando.