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La aldea perdita

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– Acaso te habrán engañado, Firmo— manifestó uno de ellos.– Bartolo es un infeliz, incapaz de hacer daño á nadie.

– ¡Bartolo es un burro!– profirió el mozo volviendo á encresparse.– Y más cobarde que una liebre. Entre todos los mozos de Entralgo no hay ningún zampatortas más que él. Por eso es el único que chilla. Siempre relatando hazañas y en cuanto tocan á repartir leña ya se está escondiendo…

– ¿Cómo escondiendo?– exclamó Martinán.– Estás equivocado, Firmo. Nunca supe yo que Bartolo se haya escondido.

Los paisanos prorrumpieron en grandes carcajadas.

– ¡Siempre, siempre!– dijo Firmo con ímpetu.– En la romería del Obellayo se acurrucó en una mata de zarza y allí se estuvo mientras hubo palos. Ayer noche, al comenzar la gresca, buscó la puerta de su casa y se trancó. Y hoy, antes que le alcanzara ningún vardascazo, se echó por el castañar arriba, camino de las Llanas, para venir ahora.

– ¿Y cómo diste con él?

– Llegábamos unos cuantos amigos de correr á los de Villoria, cuando vimos un mozo saltar al camino delante de nosotros. «Así Dios me salve si aquél no es Bartolo», dije yo en seguida. Le conocí, aunque la noche no está muy clara, por lo derrengado. Me echo á correr detrás y le grito: «¡Aguarda, aguarda un poco, Bartolo!» ¡Ay, amigos! ¡Quién le veía escapar por el prado del señor cura abajo!… Bien podéis creerme que perdía el culo.

– Todo no, pero un poco no le vendría mal perderlo— aseguró un paisano.

– Sí; aún le quedaría bastante— replicó Firmo.

– Pero yo no puedo creer que Bartolo se esconda, ¡vamos!– dijo otro, recalcando el chiste de Martinán.

– Pues que se esconda ó no se esconda— profirió Firmo,– en cuanto le vea le salto todas las muelas. Podéis decírselo á ese zote. Y adiós, que me esperan.

Pagó los dos vasos y terciando la montera para dar testimonio visible de aquella resolución, tomó el garrote que tenía arrimado al tonel y traspuso majestuosamente la puerta.

Los tertulios esperaron á que Bartolo saliese de su escondite; pero viendo que no daba cuenta de sí y temiendo que le hubiera ocurrido algo malo, uno de los labriegos llamó con el garrote sobre el tonel.

– Bartolo, Bartolo.

El rostro del hijo belicoso de la tía Jeroma apareció en la compuerta.

– ¿Ya escapó ese cerdo?– preguntó paseando una mirada siniestra por el lagar. Y como le respondiesen que sí, se apresuró á desempaquetarse. Una vez en pie, bramando de ira, se arroja sobre el garrote de uno de los paisanos, se lo arranca de las manos, lo empuña con las suyas indomables y se lanza á la puerta rugiendo:

– ¡Puño! ¡repuño! Tanto insulto no lo aguanta el hijo de mi madre. ¡Aunque se esconda debajo de la tierra he de atrapar hoy á ese puerco y le he de abrir la cabeza!

Los tertulios, claro está, se apresuran á detenerle. Le sujetan. Forcejea él desesperadamente, soltando espumarajos de cólera por la boca. Al cabo logran que se siente y después que beba un vaso de sidra y se calme, evitando de esta suerte una noche aciaga para Rivota.

VII.
Ninfas y sátiros.

La Aurora dejaba el lecho del bello Titón para esclarecer el frondoso valle de Laviana cuando Regalado dejó el de su esposa D.ª Robustiana, la más noble de las mujeres. Inmediatamente anuncia su propósito de marchar á Langreo, donde tiene que perseguir algunos deudores morosos de su principal. Va á la cuadra, hace limpiar al Gallardo, su caballo tordo, preside al acto solemne de enjaezarlo, y después entra de nuevo en casa y prepara con gran cuidado las alforjas.

En el corazón magnánimo de D.ª Robustiana se cuela de rondón una extraña inquietud que le quita el aliento para tomar el chocolate habitual. Pregunta con voz trémula á su marido si necesita alguna vitualla. Responde él negativamente: se propone pasar allí dos ó tres días y alojará en la célebre posada de la Garduña. Ella duda. El día anterior le vió en la romería hablando quedo y aparte con Celedonia, una viuda hermosa del valle de Bimenes. Y se alarma pensando si su esposo correría como otras veces á olvidar el lecho nupcial en los brazos de aquella sirena engañadora. Aprovechando un instante en que el mayordomo sale de casa para dar otra vuelta por la cuadra, examina las alforjas, que ya tenía preparadas, mete la mano en ellas y tropieza con algunas libras de chocolate, dos botellas de vino de Jerez y un tarro de cabello de ángel, lo más exquisito que ella misma había fabricado aquel año. Su alarma crece. Mete la mano más adentro y tropieza con el estuche de la flauta. D.ª Robustiana palidece, queda consternada. Un torrente de lágrimas se desprende al fin de sus ojos. Aquel pormenor musical acaba de aniquilarla.

En esta triste situación la sorprendió Flora al entrar para darle los buenos días. Vuela hacia ella, la abraza y le pregunta anhelante qué le sucede. D.ª Robustiana, temiendo que llegue su marido, la toma de la mano y la conduce al cuartito que ocupaba la zagala, y allí desahoga en ella su pecho. «¡Un tarro de dulce! ¡tres libras de chocolate! ¡botellas de Jerez!»

– Señora, ya sabe usted que el chocolate es malo en las posadas.

– ¿Y para qué quiere tres libras?

– No sabrá el tiempo que necesite permanecer en Langreo.

– ¡Y la flauta! ¿la flauta? ¿Para qué necesita la flauta? ¿Les va á tocar á los colonos alguna polka para hacerles pagar la renta?– exclama la buena señora con desesperación.

D.ª Robustiana no conocía la mitología; no estaba por lo tanto enterada de que el tracio Orfeo había llevado á cabo empresas mayores con su lira. Como tampoco lo estaba Flora, no pudo tranquilizar su espíritu con esta cita histórica. Quedó, pues, silenciosa y perpleja mientras la atribulada señora se entregaba cada vez más reciamente al llanto. Pero al cabo nació una idea en su frentecita morena, debajo de sus ricitos negros. Y sin comunicarla á su protectora sale de la estancia, baja las escaleras de la casa, se detiene delante de la habitación de D. Félix y llama suavemente con la mano. Nadie responde. Vuelve á llamar más fuerte.

– ¿Quién es?– pregunta con aspereza una voz.

– Soy yo, D. Félix… Si no le molestase…

– ¡Ah! ¿Eres tú, hija mía?…– responde otra voz mucho más suave.

Inmediatamente se escuchan unos pasos; suenan cerrojos y cadenas; se abre la puerta y aparece el capitán envuelto en una bata que había sido verde esmeralda, luego fué verde malva y ahora era gris plomo. En los pies babuchas y en la cabeza un gorro de terciopelo negro con borla de seda.

– ¿Qué te ocurre, hija mía?

Antes de responder Flora pasea una mirada de infantil curiosidad por la estancia, cosa que al capitán le hace poca gracia. En vez de ocupar una de las grandes habitaciones del piso principal el señor Ramírez del Valle dormía, se lavaba y leía y hacía sus cuentas en un pequeño cuarto de la planta baja que tenía su entrada por el portal y una ventana enrejada á la calle. Si no comía allí también era porque las migajas atraían los ratones. En este cuarto había una cama de madera con cortinas de damasco de lana, un lavabo de hierro, una mesa y una pequeña librería. Lo demás todo armas; armas en los rincones, armas colgadas de las paredes, armas sobre la mesa, armas en la librería y hasta armas debajo de la cama y entre sus colchones. Trabucos, carabinas de chispa, carabinas de pistón, de un cañón, de dos cañones, pistolas de arzón, cachorrillos, sables, puñales, navajas. ¿Sería que el capitán, á pesar de su pregonado amor á la paz y sus instintos bucólicos, guardase allá en los repliegues del corazón grato recuerdo de su vida de guerrero? No por cierto. Aquel repleto arsenal respondía tan sólo al constante temor en que vivía de los ladrones. ¿Los había en Laviana? Tampoco, pero los había en Castilla, desde donde habían llegado cierta noche formando una partida montada y salvando la cadena de montañas á robar á su pariente D. Zacarías de Bello en el concejo limítrofe de Aller. Como D. Zacarías él también ahuchaba doblones de oro en botes de hoja de lata y los escondía en el desván. Nada tendría de extraño que aquellos bandidos se tomasen la molestia de andar un poco más para recogerlos. Antes que esto acaeciese, D. Félix estaba resuelto á defenderse hasta quemar el último cartucho. En este caso, duraría el fuego lo menos quince días. Había pensado también fortificarse más colocando un cañón en la azotea de la casa; pero los albañiles le dijeron que se quebrarían las paredes si alguna vez lo disparase y desistió. De todos modos, aquel cuarto con rejas de hierro en la ventana y triple cerrojo en la puerta era una fortaleza inexpugnable. Á menos que el capitán hiciese una salida temeraria, no lograría el enemigo apoderarse de ella.

– Si no le molestase…– volvió á decir Flora.

– No, no me molestas— respondió con dulzura y sonriendo el capitán.

– Regalado se va ahora mismo á Langreo. ¿Le envía usted allá?

El capitán se puso serio repentinamente. Á pesar de la predilección que sentía por aquella chiquilla, no pudo menos de reconocer que la pregunta era atrevida é indiscreta.

– ¡Pchs! Negocios… negocios de hombres— murmuró sordamente.– Anda, vé á decir en la cocina que me hagan el chocolate.

– Es que D.ª Robustiana está llorando y dice que su marido no va á Langreo, sino á Bimenes en busca de una viuda que se llama Celedonia— manifestó con graciosa entereza la chica.

D. Félix abrió los ojos sorprendido y al instante brilló en ellos una sonrisa maliciosa.

– ¡Este Regalado!– exclamó sacudiendo la cabeza con amable condescendencia.

Las flaquezas amorosas de su mayordomo le causaban más gracia que disgusto. Se las perdonaba de buen grado porque él mismo había caído en ellas y aún parecía dispuesto á caer si la ocasión se ofreciese. En cambio ya se guardaría de equivocarse en dos pesetas al rendir cuentas: le habría arrojado el tintero á la cabeza.

– Bueno, bueno— añadió sin dejar de sonreir;– vé á tranquilizar al ama. Ya arreglaremos eso.

 

Y en efecto, hizo llamar al mayordomo y le dijo que aquella tarde era preciso ir á Villoria á ver un castañar que le proponían en venta. Con esto se deshizo por entonces la maquinación seductora de Regalado, quien se fué á la cocina con las orejas gachas. Sospechando en seguida por ciertos signos de dónde procedía el obstáculo, mientras engullía el almuerzo silenciosamente, arrojaba miradas furiosas sobre su esposa y Flora. En cuanto terminó se levantó con violencia del escaño, sacó la flauta de las alforjas y se fué camino del molino, donde había una molinera obesa con quien también daba celos á D.ª Robustiana. Pero ésta, adivinando que aquellos amoríos no interesaban ya su corazón inconstante, quedó sosegada y tardó poco en recuperar su buen humor habitual.

Flora quería ir á lavar al río. Así lo había convenido con Demetria para juntarse las dos y pasar algunas horas de charla. Sin manifestar lo último á D.ª Robustiana, le propuso lo primero. Cedió en seguida la mayordoma: la ropa blanca era su dulce manía. Subieron al piso alto, amontonaron la ropa sucia en una gran cesta, pero antes de colocarla sobre la cabeza de la doncellita, D.ª Robustiana tuvo la condescendencia, para ella siempre sabrosa, de mostrarle una vez más los armarios de la ropa. La emoción con que un sacerdote místico abre el sagrario donde se guarda el Sacramento no es comparable al gozo inefable y al respeto con que D.ª Robustiana abría las puertas de aquellos grandes, vetustos armatostes de nogal, donde se guardaba la ropa blanca de la noble casa de Ramírez del Valle. En cuanto daba la vuelta á las llaves y los goznes rechinaban, el resto del mundo desaparecía no sólo para sus ojos, sino para su memoria. Ya podían allá abajo morir los reyes y desquiciarse los imperios, hundirse las islas y abrirse los volcanes, D.ª Robustiana, arrobada en la contemplación de tantas y tantas docenas de sábanas bordadas y manteles adamascados, no saldría, bien seguro, de su éxtasis feliz. ¿Por ventura allá en Madrid la reina tendría en sus armarios tanta ropa? Quizá. D.ª Robustiana, sin embargo, se autorizaba el dudarlo.

Luego que con mano trémula hubo expuesto á la vista de la joven aquellos mágicos tesoros de hilo y la obligara por medio de un silencioso recogimiento á penetrarse de su grandeza, la ayudó por fin á colocarse la cesta sobre la cabeza y la despidió dándole un sonoro beso en la mejilla.

– Anda, hija mía… No te mojes mucho… No te pongas al sol… No batas demasiado la ropa contra la piedra… No gastes mucho jabón.

Y allá va Flora camino del río con mucho más peso en la cabeza que las damas que pasean sus sombreros dernière creation por el Retiro, pero acaso con menos en el corazón. El sol bañaba por completo la aldea; se derramaba por el césped ocupándose en deshacer las gotas de rocío; brillaba rojo en los tejados; penetraba en las copas de los árboles trasformándolos en enormes globos de trasparente esmeralda. ¡Allá va Flora! El camino estrecho que conduce desde la casa de D. Félix á la Bolera, tapizado por entrambos lados de zarzamora, está solitario. Mas una legión de ninfas y de amores que retozan en aquel instante por la pomarada de D. Félix asoman su cabeza por encima de las paredillas y de las zarzas que la recubren para contemplar á la gentil aldeana, señalan con el dedo sus labios de cereza, sus ojos negros brillantes, su marcha airosa, cuchichean y sonríen. ¡Allá va Flora! El Céfiro, recordando los encantos de su esposa inmortal que llevaba el mismo nombre, cree verlos reproducidos y se estremece de gozo, tiembla en sus labios, acaricia con suavidad sus mejillas tersas, se introduce entre sus rizos negros y los agita blandamente sobre la frente.

Al desembocar en el Campo de la Bolera, cuyo borde lame el riachuelo de Villoria, tiene un encuentro. El capellán D. Lesmes venía de este pueblo caballero en una jaca torda, linda y briosa. Era D. Lesmes, como ya sabemos, hombre apuesto, se hallaba en la flor de la edad y era además fachendoso, y sobre todo galán y enamorado. No es maravilla, pues, que al ver á la aldeana hiciese parar en firme á su caballo y pusiera cara de pascua.

– Buenos días, Florita, buenos días. No esperaba yo antes de llegar á casa tan feliz encuentro. Pero Dios es muy bueno y cuando menos se piensa favorece á sus criaturas.

– ¡Qué criaturita de Dios!– exclamó Flora riendo con malicia.

– De Dios soy, hija mía, pero también quisiera ser tuyo.

– ¡Virgen! ¿Y qué iba á hacer yo con usted si fuese mío?

– Cuanto quisieras, hermosa. Ningún corderito de ocho días sigue á su madre con más afán que yo te seguiría.

– ¿Balando y todo?

– Balando también— respondió el tonsurado después de titubear un instante.

– Pues principie usted ahora, á ver cómo lo hace.

– ¡Oh, qué mala! ¡qué mala eres, Florita!– exclamó acariciando al mismo tiempo con la punta de su látigo la mejilla de la joven.– ¿Vas al río?

– Al río voy.

– ¡Quién fuera trucha para morderte una pantorrilla y chupar esa sangrecita dulce! ¡Quién fuera anguila para deslizarme entre tu ropa y registrar tus secretos!… Pero no… ¡Quién fuera ratón para ir ahora mismo á tu cuarto y esperarte allí y salir por la noche para soplarte al oído!

– ¡Madre mía!– dijo la aldeana riendo.– ¡Pues no quería usted ser pocos animales: cordero, trucha, anguila, ratón!… ¡ni el arca de Noé!

Es posible que Flora no supiera todo lo linda que era. Es posible igualmente que lo supiese demasiado bien. Pero lo que no puede dudarse es que D. Lesmes quedó en aquel instante tan profundamente convencido de ello que se puso serio de repente, dejó escapar un suspiro y acariciando con su mano temblorosa el cuello de la jaca exclamó:

– ¡Ay, Florita, qué hermosa… qué hermosa eres!… ¿Estarás muchos días en Entralgo?

– Algunos todavía.

– Pues cuando menos lo pienses vendré por la noche á llamar á tu ventana… Adiós, Florita; adiós, botón de rosa… adiós, clavel de Italia, ¡adiós! ¡adiós!

Y D. Lesmes descargó su emoción hincando las espuelas á la jaca, que botó como una pelota y se alejó brincando con fragor por la calzada pedregosa.

Flora permaneció un instante inmóvil contemplándole con ojos risueños y triunfantes. Luego, haciendo un gracioso mohín de desdén, se volvió y emprendió de nuevo su camino.

Cuando se hubo acercado al riachuelo tendió la vista á ver si había llegado Demetria. No la vió por allí. Entonces siguió un instante por sus orillas, sombreadas de avellanos, hasta el paraje más oculto y umbrío, donde solían lavar las doncellas de Entralgo cuando en el verano los rayos del sol quemaban demasiado. Allí la encontró. Acababa de llegar y tenía depositado en tierra su cesto de ropa sin haberlo tocado todavía. Flora hizo lo mismo con el suyo, y después de haber cambiado algunos besos cariñosos, charlando alegremente, comenzaron su tarea. Sacan todo aquel lienzo, lo sueltan en el remanso que el arroyuelo hacía, se despojan de la falda, de los zapatos y las medias, del pañuelo; se quedan medio desnudas con el blanco seno y los brazos al descubierto. Y tomando de aquel montón de ropa flotante cada cual una prenda empiezan á sacudirla, á frotarla, á estrujarla y también por intervalos á azotarla contra la piedra lisa que cada una tenía delante. La charla no se interrumpe ni cuando oprimen la ropa, ni cuando la empapan en jabón ni cuando la sueltan para que el agua la bañe. Pero cuando se hace más íntima, más discreta es en los cortos momentos de respiro, cuando las nobles doncellas se yerguen para hacer descansar sus brazos y sus piernas entumecidas. Entonces se hablan al oído y sonríen mientras el arroyo cristalino besa con placer sus pies desnudos.

Mas he aquí que Demetria se va quedando grave sin saber por qué, grave y pensativa. Flora lo advierte y le pregunta el motivo. Tarda en responder la zagala. Al cabo desahoga su pecho y le cuenta sus inquietudes, sus tristezas engendradas por las palabras que se le escaparon á su hermano Pepín el día del Carmen. Verdad que estas palabras llovían sobre mojado. Por eso sin duda le habían causado impresión tan honda.

Flora se apresuró á tranquilizarla. Todo aquello no era más que envidia, cuentos y chismes que debía despreciar. Y en último resultado, aunque fuese, verdad ¿por qué se apuraba tanto? Lo de la Inclusa no tenía visos de ser cierto por ningún lado que se mirase. El tío Goro y la tía Felicia, siendo jóvenes y esperando todavía familia, no estaban necesitados en aquélla época á sacar de la Inclusa una niña para adoptarla. En todo caso lo probable sería que fuese la hija de algunos señores que la hubieran dado á criar á personas de su confianza.

Decía esto Flora porque hacía ya tiempo que tenía sospechas vehementes del origen de su amiga. Á ésta no la consolaban, sin embargo, tales palabras. Amaba tanto á los que siempre había llamado padres que la idea de que no lo fuesen la llenaba de dolor.

Flora también quedó silenciosa al cabo. Ambas prosiguieron un buen rato su tarea sin decirse palabra. Al cabo aquella levantó la cabeza y sonriendo maliciosamente exclamó:

– ¡Si será verdad lo que dijo la tía Rosenda, la noche de la lumbrada!

Demetria ya no se acordaba; la miró sorprendida.

– Sí, que tú y yo nos parecemos en la historia… Porque yo también sospecho que no soy lo que parezco— añadió ruborizándose.

Demetria, profundamente interesada, olvidándose en un punto de sí misma, la instó para que se explicase. La gentil morenita se hizo de rogar. Le daba mucha vergüenza manifestar quién sospechaba que fuese su padre.

– ¡Aciértalo, aciértalo!– le decía á su amiga riendo.

– ¿Pero cómo?– exclamaba ésta.

– Verás… voy á darte las señas… Es un caballero, no es un aldeano… guapo… rico… Tú le conoces.

Demetria permaneció un instante pensativa.

– ¿D. Antero?– preguntó al cabo inocentemente.

Flora soltó una carcajada.

– ¡Pero, niña, tú no estás sana de la cabeza! Si don Antero tendrá unos treinta años y yo voy á cumplir diez y ocho… ¿Me había de tener á los doce?

Demetria se puso colorada.

– Es más viejo que D. Antero— prosiguió Flora— y es más rico también… y más llano… y más campechano y amigo de los pobres…

– ¿Es de Laviana?

– Sí, de Laviana.

– ¿Es de la Pola?

– ¡Anda! Si te digo eso ya lo tienes acertado… Pero, en fin, te lo diré, pues de otro modo llevas traza de no acertarlo en la vida… No, no es de la Pola.

Demetria volvió á quedar pensativa. Dibujándose al cabo una sonrisa en sus labios de coral, preguntó tímidamente:

– ¿El capitán?

Flora bajó la cabeza sin responder y se puso á restregar con furia la prenda que tenía entre las manos. Ambas permanecieron silenciosas. Al fin Flora, sin levantar su rostro y con voz un poco temblorosa, dió cuenta á su amiga de los motivos que tenía para sospechar que era hija de D. Félix. Jamás había oído el nombre de su padre. Sabía que su madre la había dado á luz en Castilla, pero había ido allá en cinta ya. Era soltera. Si algún labrador fuese su padre, tendría que ser de Laviana y no dejaría de saberse… Luego, una vez, siendo niña, estando en la cama, oyó hablar á sus abuelos, que la creían dormida, y por ciertas palabras vino á sospechar que recibían dinero del capitán á causa de la niña. La niña no podía ser más que ella… Luego, D. Félix la trataba con tal afecto…

La linda morenita se entretuvo largo tiempo á contar pormenores, la mayor parte de ellos pueriles. Mas no por eso los escuchaba Demetria con menos atención.

Cuando más embebidas se hallaban en su plática novelesca suena fuertemente el emparrado de avellanas que las resguardaba. Aparecen de improviso en aquel recinto dos negras y siniestras figuras, las de aquellos dos mineros que ya conocemos, Plutón y Joyana. Flora da un grito penetrante y corre desalada por la margen del riachuelo. Demetria queda inmóvil y pálida y clavándoles una mirada colérica les pregunta:

– ¿Quiénes sois y qué venís á hacer aquí?

– Somos dos lobos y venimos al olor de la carne— responde cínicamente Plutón clavando una mirada codiciosa en el alto pecho de la doncella.

Ésta se apresuró á abrochar la camisa y respondió con acento de soberbio desdén:

– Si no sois lobos, no parecéis hombres con esas caras negras de infierno.

En efecto, los dos compadres acababan de salir de la mina y venían embadurnados de carbón.

Flora, avergonzada de su cobardía, viendo á Demetria hablar con ellos, volvió sobre sus pasos.

– ¡Qué diablo de hombres!– exclamó riendo.– Me habéis asustado.

– De poco te asustas, morena— dijo Joyana acercándose á ella para saciar mejor sus ojos lúbricos. Y poniéndose almibarado, añadió:– Tú sí que me tienes á mí asustado y encogido y muerto con esa carita de cielo y ese garbo y esa sal que derramas…

 

– ¿Que derramo sal?… Prueba esta agua y verás cómo no está salada— repuso la traviesa niña tomando un poco del río con el hueco de la mano.

Joyana quiso probarla, en efecto, pero antes que lo efectuase Flora se la arrojó á la cara. Con esto el minero se alegró mucho más y sonreía haciendo muecas de mono.

– Oye, Plutón: ¿no es verdad que apetece comerse esta manzanita colorada sin mondarla siquiera?

– ¡Ay, Plutón!– exclamó Flora soltando una estrepitosa carcajada— ¡Ay, Plutón! ¡qué gracia!… ¡Toma, Plutón!… ¡aquí, Plutón!

Y se retorcía de risa, dándose en las rodillas con las palmas de las manos.

– ¡De qué te ríes tú, bestia!– profirió el designado por aquel nombre mirándola iracundo.

Flora no hizo caso alguno de su cólera y siguió riendo á boca llena. Por fin dijo:

– Me río porque D. Félix tuvo hace algunos años un perro que se llamaba como tú… Por cierto que rabió y Regalado le mató de un tiro.

– Pues yo, sin rabiar, si te descuidas te voy á clavar los dientes— manifestó Plutón echándole una mirada torva.

– No seas tan valiente— respondió la niña sin perder un punto de su alegría.– ¿Y por qué te llaman Plutón? Ese no es nombre de cristiano.

– Porque les da la gana— respondió el minero secamente.

La verdad que él mismo no sabía el origen mitológico de su mote. Su padre, que era guarda de herramientas en la mina de Arnao, cerca de Avilés, tenía en el fondo de ella una caseta de madera donde solía dormir. Allí sorprendieron los dolores de parto á su madre y allí le echó al mundo. Mr. Jacobi, ingeniero alemán, director de la explotación, hombre letrado y no poco bromista, comenzó á llamarle Plutón por haber nacido debajo de tierra, y Plutón le quedó.

– Parece— siguió después el minero, mirándolas á entrambas con sus ojos de fiera traidora— que no os gustan las caras manchadas de carbón… Os alegran más las que están salpicadas de leche y borona como las de aquellos zotes que os acompañaban en la lumbrada del Carmen…

– ¡Podían no gustarnos más!– exclamó con desenfado Flora.– Aquéllos son hombres… y vosotros unos micos.

– Pues á ese zángano que te corteja— profirió Plutón dirigiéndose bruscamente á Demetria— nadie le corta el pescuezo más que yo.

Demetria le miró estupefacta con más sorpresa que indignación. Flora volvió á dar suelta á su risa.

– ¿Sabes lo que digo?– manifestó al cabo encarándose con Plutón.– Que si Nolo te coge con un dedo te manda dando volteretas por encima de aquel monte que allí ves y se llama Peña-Mea.

– ¡Lo veremos!– profirió el minero con voz ronca.

– Sí, te veremos por el aire y te verán los paisanos del concejo de Aller cuando allá caigas— replicó la traviesa zagala con la misma risa burlona.

Joyana se acercó á su compañero y le habló unas palabras al oído. Los ojos sangrientos de Plutón brillaron con gozo malicioso. Luego se acercaron un poco más á las jóvenes, Joyana hacia Flora, Plutón hacia Demetria. Y haciéndose una seña se arrojaron de improviso sobre ellas sujetándolas fuertemente y aplicando al mismo tiempo sonoros y lúbricos besos en sus mejillas. Á pesar de los rabiosos esfuerzos de las zagalas para desasirse, de sus gritos y de sus insultos, los infames sátiros las estuvieron besando hasta que se saciaron. Y cuando se hubieron saciado las soltaron y se alejaron riendo, mientras ellas, sacudidas por una violenta cólera, agarraban del río enormes pedruscos y se los lanzaban con una fuerza que sólo la indignación y la vergüenza pueden prestar.

Desaparecieron al cabo de su vista por detrás del espeso matorral de mimbreras y avellanos. Quedaron las zagalas un momento inmóviles. Al encontrarse después sus ojos, se dejaron caer una en brazos de otra sollozando amargamente. Desahogada por el llanto su aflicción, notaron que tenían el rostro manchado. Y por un movimiento simultáneo comenzaron á tomar apresuradamente agua del río y á frotarse con tal ahinco que al poco tiempo sus cándidas mejillas quedaron más rojas que las cerezas.