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La aldea perdita

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Sólo Martinán les hablaba con libertad filosófica.

– ¿Á que no sabes, Plutón— dijo poniéndole familiarmente una mano sobre el hombro,– por qué bebes tanto aguardiente?

El minero, que se había sentado y acababa de vaciar una copa, miró á su compañero Joyana y ambos soltaron una grosera carcajada.

– Pues por hacerte un favor.

Los tertulios rieron también. Martinán no se desconcertó y con mayor jovialidad repuso:

– Gracias, Plutón; no esperaba menos de tus buenos sentimientos.

– Y de paso porque me gusta.

– ¡Hombre, tienes talento!… Pero no hagas tantos esfuerzos de inteligencia, porque te van á saltar los sesos.

El feroz minero dejó de reir y le lanzó una mirada torva. Los parroquianos rieron discretamente y admiraron el valor de Martinán. Éste prosiguió cada vez más alegre:

– Lo bebes porque te gusta, ¿verdad?… Y ¿por qué te gusta?… Porque lo necesitas… Y ¿por qué lo necesitas?… Porque consumes en la mina el calor que todos los animales tienen dentro de su cuerpo.

– Vaya, vaya, ojo con lo que hablas, porque si te descuidas te va á quedar la lengua fuera de los dientes.

– ¡Qué! ¿te ofendes porque te comparo con los animales? Pues, querido, lo mismo tú que yo todos tenemos algo, mayormente, del animal. ¿Será en las uñas? No… ¿Será en los dientes? Tampoco…

Entrando en el terreno filosófico, que era su fuerte, Martinán se hallaba en el colmo de la alegría. Entablóse una acalorada disputa. El dialéctico tabernero llevó, como es natural, la mejor parte. Al cabo deshizo, pulverizó á su adversario. Por medio de una habilísima treta dialéctica le demostró también que si todos los hombres tenían algo común con los animales, él (Plutón) guardaba más relación con el asno que otro alguno. Como hubo murmullos de aprobación y risa comprimida, el minero quedó fuertemente desabrido. Martinán, una vez derrotado su adversario, ya no se acordó más de él y se mezcló á otro grupo buscando nuevo contendiente.

– ¿Por qué no sangras á ese cerdo?– dijo Joyana al oído á su amigo.

Plutón guardó silencio. Se escanció dos copas de aguardiente y se las vertió en el estómago una tras otra. Luego se alzó del asiento y se acercó con indiferencia al grupo en que se hallaba Martinán.

– ¡Jesús!– exclamó éste poniéndose pálido.– ¡Me han herido!

Se llevó ambas manos á la cintura, vaciló un instante y cayó desplomado.

– ¡Tú le has herido, Plutón!– exclamaron varios encarándose con el feroz minero.

– ¡Yo!– profirió éste fingiendo con admirable serenidad la sorpresa.

– ¡Sí, tú!– dijeron los paisanos que se hallaban cerca.

– ¿Con qué arma?… Aquí tenéis mi navaja— respondió sacándola del bolsillo y presentándola.

Plutón, como criminal experto, llevaba siempre dos navajas. La que había herido al tabernero estaba en el suelo ensangrentada.

Mientras unos recriminaban al asesino, otros atendían al herido. Eladia exhalaba penetrantes lamentos. Su tía acudió corriendo y al enterarse, en vez de verter lágrimas, comenzó á increpar á su marido:

– ¿Lo ves, burro, lo ves? ¿Ves lo que te está pasando por esa afición al palique, por no hacer caso de mí?… ¡Si hubieras ido á ordeñar las vacas no te hubiera pasado nada!

Martinán, á quien conducían entre varios al interior de la casa, todavía tuvo fuerza para sonreir y decir con voz apagada:

– Tienes razón, mujer… Si hubiera estado ordeñando las vacas no me hubieran ordeñado á mí.

Los demás paisanos en tanto quisieron sujetar á Plutón y llevarlo á la presencia del juez en la Pola; pero navaja en mano y ayudado de su compañero Joyana logró tenerlos á raya y evadirse.

Sin embargo, no faltó quien diese parte á la autoridad y á la media noche se presentó la guardia civil en Canzana y prendió al criminal en su alojamiento. No estuvo más de dos meses en la cárcel. Los paisanos, temerosos de la venganza, no dieron declaraciones muy explícitas. Martinán, cuya herida cicatrizó antes de los treinta días, no por temor, sino por motivos puramente dialécticos, tampoco quiso declarar contra su agresor.

– ¿Qué gano yo con que él vaya á presidio? ¿Lo sufrido no está sufrido? ¿Podrá alguien quitármelo?… ¡Pues entonces!…

XVII.
Miseria humana.

Por fin silbó, sí, silbó la locomotora (¡Dios la bendiga!) por encima de Entralgo. Cruzó soberbia abriendo enorme brecha en los castañares que lo señorean, taladró con furia á Cerezangos, aquel adorado retiro del capitán, y siguió triunfante, vomitando humo y escorias, hasta Villoria. Arrastraba una plataforma engalanada donde se acomodaban los conspicuos de la Pola, el alcalde, el recaudador, el joven Antero, el farmacéutico Teruel; el médico D. Nicolás, D. Casiano el actuario, dos ingenieros, el químico belga y el personal administrativo de la empresa. Todos iban en pie contemplando con satisfacción orgullosa los prados y los árboles, los campesinos y los ganados que dejaban tras sí. Mas los prados, los árboles y los seres vivientes que se agitaban en aquel delicioso paisaje no recibían con igual satisfacción la visita del huésped. Sus penetrantes silbos estremecían la campiña. Volaban los pájaros, corrían las reses hasta despeñarse, huían los niños, ladraban los perros en los caseríos, ¡como si en vez del bienestar y la riqueza les trajese aquel glorioso artefacto la oscuridad, la maldición y la guerra! Y los conspicuos, al ver la general desbandada, reían llenos de lástima y excitaban al maquinista para que hiciese más ruido, gozándose como los antiguos conquistadores con el espanto que su paso producía.

Sentado allá en el templete griego de su fundo de Arbín, entre Pan y las Ninfas, D. César de las Matas también oyó el ronquido estridente de la máquina. Dejó caer el libro que tenía entre las manos y las llevó á la cara murmurando:– «¡Desgraciado Félix!»– No pensó en sí mismo. Antes que el fragor de la industria viniese á turbar sus arrobos clásicos en las alturas de Arbín transcurriría bastante tiempo, y él no contaba vivir mucho. Pensaba en el dolor de su buen primo cuando al volver hallase profanado, destruído el agreste retiro donde tanto se placía.

Los conspicuos, al regresar de Villoria, se detuvieron frente á Entralgo y bajaron al lagar de D. Félix, donde les tenían preparado un banquete. Se festejaba con él la feliz inauguración del ferrocarril minero. Decir que al final hubo brindis calurosos, cánticos desafinados, discursos filosófico-sociales del joven Antero, y que éstos produjeron tal emoción en algunos comensales que lloraban berreando como niños, casi parece inútil. Pero no lo es añadir que en algunos el exceso de la emoción fué tan grande que no pudiendo sobreponerse á ella arrimaron su cabeza febril á la pared y arrojaron por la boca toda la sidra que habían bebido, mientras otros caían desplomados debajo de la mesa para no levantarse hasta el día siguiente. No faltó tampoco quien, como el farmacéutico Teruel, permaneció algunas horas en pie al lado del tonel, firme, inconmovible como una estatua de bronce acercando por intervalos regulares el vaso á sus labios mientras se dibujaba en ellos una sonrisa de lástima.

– ¡Todo, todo lo tiene este hombre! Salud inmejorable, una esposa modelo, hijos robustos, fama de sabio; hasta una cabeza privilegiada que no se marea con cien vasos de sidra!– exclamaba el médico D. Nicolás, cuya envidia disimulada brotaba groseramente en estas ocasiones.

La misma envidia le impulsó á buscar quimera al inofensivo boticario. Hubo muchos gritos y algunos pescozones. Pero el recaudador, que andaba ya cerca del período heroico, separó con toda la energía de sus músculos á los contendientes, aunque al hacerlo el exceso mismo de su energía, sin duda, le hizo dar con el cuerpo en el suelo. Éste fué el único incidente desagradable que se registró en aquel gran banquete conmemorativo.

Sofocados al cabo y con deseo de respirar el aire libre salieron (los que se hallaban en disposición de salir) al campo de la Bolera. Y allí prosiguieron los cánticos, los brindis y los discursos filosófico-sociales de Antero. Mas he aquí que cuando más vivo era su entusiasmo y mayor el ruido, ven aparecer de lejos la figura estrafalaria del señor de las Matas de Arbín. Venía D. César montado en un jamelgo escuálido. Escuálido, sí, porque toda la yerba que segaba el buen hidalgo era poca para la vaca, y al rocín lo enviaba á la gramática por las callejas y trochas de los contornos. Vestía el imprescindible frac, el pantalón abotinado con trabillas, la corbata de suela que mantenía su cabeza siempre erguida y el sombrero alto de felpa gris. Los alegres comensales contemplaron á D. César con sorpresa y curiosidad como si no le hubieran visto en su vida. Sin duda la sidra y el vino les habían borrado el recuerdo.

– ¡Cielos, el dorio!– dijo uno.– ¡El ingenioso hidalgo!– manifestó otro.– ¡El enemigo de Pericles!– apuntó un tercero.

Y todos se guiñan el ojo con maliciosa alegría y se prometen un sainete divertido para fin de la fiesta.

Mientras tanto el señor de las Matas avanzaba al paso lento, majestuoso de su rocín. Cuando estuvo cerca de la reunión se llevó la mano al sombrero y les hizo un gentil saludo, mezcla de la exquisita urbanidad de la corte de Luis XIV con la afable gravedad de los tiempos heroicos de la Grecia. Aquellos bárbaros no comprendieron su delicadeza y les produjo risa. D. César hizo un signo imperativo á Regalado para que se acercase.

– ¿Qué noticias hay de los señores?– le preguntó.

Regalado, que estaba alegrísimo y tenía en el cuerpo una razonable cantidad de sidra, quiso poner la cara triste de repente; pero no resultó más que una mueca odiosa, inadmisible, que no podía convencer á nadie.

– Muy malas, D. César, muy malas. La señorita se ha puesto tan grave que mi amo no ha querido que muriese en Málaga y la ha traído á Oviedo. Allí están desde hace seis días, según creo. Se espera de un momento á otro una desgracia.

 

D. César se llevó la mano á la frente con abatimiento y al cabo de unos instantes de silencio exclamó:

– ¡Así es la vida Regalado, así es la vida!– ¡Oh raza de mortales! Miserable generación de un día, hijos del acaso y la fatiga. Razón tenía el sabio Sileno. «Lo mejor para vosotros en primer lugar es no haber nacido: en segundo lugar morir pronto.»

Regalado no estaba tan desengañado de la existencia, pero quiso mostrarse amable y elevó los ojos al cielo en señal de asentimiento. El hidalgo apretó de nuevo las riendas y trató de dar la vuelta á su casa, pues no á otra cosa había venido que á saber noticias de su primo y sobrina. Pero los alegres conspicuos que veían frustrada su esperanza no lo consintieron. Cinco ó seis manos acudieron solícitas á tener al rocín por el freno y más de veinte bocas comenzaron á instar á D. César para que se apease un momento. Hízolo así al cabo por no desmentir su proverbial cortesanía, pero se mostró grave y reservado. Como esto no convenía á los amigos, hicieron esfuerzos por tirarle de la lengua. Nada consiguieron en un principio. Al cabo unos cuantos vasitos de vino traidoramente administrados lograron su propósito.

D. César comenzó por sonreir con extraña benevolencia. Sus ojos pequeños se hicieron más pequeños aún y brillaron dulcemente; su nariz aquilina enrojeció súbito; sus labios finos se plegaron con ironía clásica. Y al cabo, extendiendo la mano, echando atrás la cabeza y cerrando sus ojillos, profirió con pausa académica:

– Ignoro, señores míos todos y muy queridos amigos algunos, si esos que llamáis progresos industriales van tan estrechamente unidos á la causa de la civilización como os complacéis en suponer. El genio del hombre, excitado por la necesidad é irritado por los obstáculos, se arroja á la conquista de la tierra y descubriendo sus secretos los utiliza para su alivio. Mas con frecuencia ¡oh amigos y señores míos! va más allá de lo que le dicta la santa naturaleza. Ésta le dice «come», y el hombre encuentra placer en comer. Le dice «vístete», y el hombre encuentra placer en vestirse. Quiero decir que lo que se nos ha dado como un medio lo convertimos en fin. De aquí se origina siempre un grave desequilibrio, que engendra la corrupción y los vicios. Entonces la sabia naturaleza, que vela por los destinos del hombre, dice: «¡basta!». Y las naciones corrompidas degeneran y se extinguen y las ciudades opulentas perecen. Otra humanidad más inocente renace, pueblos jóvenes y vigorosos sustituyen á los viejos, y la obra de Dios, que parecía un momento interrumpida, prosigue su marcha sublime al través del tiempo y el espacio. Todo con medida, ha dicho el genio helénico; todo con medida, nos repite sin cesar el universo en que habitamos. El exceso se paga más tarde ó más temprano. No se hizo el espíritu para el mundo, sino el mundo para el espíritu. Temo en conciencia ¡oh señores míos! que confundáis lamentablemente la civilización con el industrialismo. Yo sé de países muy industriales donde la cultura del espíritu no corre parejas con las comodidades y refinamientos de la vida. Penetrad en una de las ciudades fabriles de Francia ó de Inglaterra. ¡Cuán suntuosas son aquellas viviendas! ¡cuán delicados los manjares que allí se gustan! ¡cuán blandos los lechos! ¡cuánto pormenor delicado que halaga la vida corporal!… Pero escuchad á aquellos hombres en sus refectorios, en sus cafés y en sus teatros, y tengo por seguro que no quedaréis maravillados ni de la agudeza de su ingenio, ni de la elevación de su espíritu. Francos por aquí, libras esterlinas por allá: tal es el alimento ordinario de su inteligencia. Sus artes son siempre imitadoras, su literatura igualmente, su filosofía reproduce las hipótesis de la India y de la Grecia; hasta sus costumbres y sus fiestas son eco y remedo de las costumbres y fiestas del paganismo clásico. Ninguna invención peregrina, ningún rasgo feliz; todo vulgar, todo abatido, todo triste!… Pero venid conmigo ahora al Ágora, al Liceo ó á los jardines de Academo. Los hombres que allí veis paseando y departiendo se alimentan con manjares que rechazarían hoy nuestros obreros; duermen sobre pieles tendidas en el suelo; visten una túnica y un manto que no querría para sí un mendigo de nuestras ciudades; no caminan en ferrocarril ni trasmiten su pensamiento por telégrafo, no conocen la inmensa variedad de nuestros utensilios… Pero aquel puñado de hombres ¡miradlos bien, señores míos! aquel puñado de hombres ha creado en poco tiempo el arte, la filosofía, la ciencia y las costumbres de que aún vivimos, es decir, ha creado la civilización. Un arte y una filosofía jamás sobrepujados, una ciencia estudiada no con un fin industrial, sino espiritual, no para regalo del cuerpo, sino del alma; unas costumbres tan bellas y originales que sólo cuando las imitan adquieren las nuestras alguna nobleza… Salid conmigo de Atenas, salgamos por la puerta Dipila, atravesemos los Cerámicos y entremos en los jardines de Academo. ¿Quién es aquel anciano de cuerpo robusto y un poco cargado de espaldas, de frente espaciosa y grave mirada, que marcha con tal majestad y decoro? Es Platón, es el divino Platón… ¿Quién es aquel joven flaco y seco de ojos pequeños y centellantes, tan acicalado en el vestir, que marcha junto á él? Es Aristóteles, el ingenio más portentoso que ha producido el mundo. ¿Cómo se llama aquel otro joven que camina más allá, pálido y enteco, que mueve de vez en cuando los hombros de un modo particular? Se llama Demóstenes…

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Al llegar aquí la risa que retozaba en los labios de los próceres de la Pola desde el comienzo de la oración estalló en francas, sonoras carcajadas. Quien primero la dejó escapar fué el troglodita D. Casiano. Se arrimó á uno de los nogales y durante buen rato salieron de su boca ciclópea profundos, temerosos estallidos mientras su vientre se agitaba como la montaña de un volcán en erupción. ¡Dejadlo, dejadlo… no podía más!… Aquello era lo más gracioso que había oído en su vida. También el alcalde, arrimado á otro árbol, reía y tosía hasta querer reventar. Y los otros, con más ó con menos discreción, todos se entregaban á una cordial y envidiable alegría.

D. César quedó sorprendido. Los miró unos instantes estupefacto y al fin, dejando caer su mano que tenía levantada, sonrió con expresión humilde.

– Bien comprendo que mis palabras suenen mal en vuestros oídos, no avezados á escuchar los ecos de la sabia antigüedad. De igual modo los ostrogodos y longobardos reían cuando los filósofos y retóricos del Lacio pretendían doctrinarlos. Pero no es menos cierto que vuestra alegría inocente me alegra y que ruego de todo corazón á los dioses para que la prosperidad que hoy celebrais sea tan próspera como apetezco.

Pronunciadas estas palabras, que el concurso acogió con un redoble de hilaridad, el noble señor de las Matas de Arbín se llevó la mano á su sombrero de felpa, hizo un saludo digno del mariscal de Richelieu y montando de nuevo en su jamelgo dió la vuelta hacia su casa solariega.

Aquella noche hubo fila, como todas, en el palacio del capitán. D.ª Robustiana se placía mucho en reunir á las comadres del pueblo y pasar entre ellas la velada oficiando de señora. También Regalado gustaba de dar rienda suelta á su temperamento jocoso y maleante á costa de las mujerucas. Por eso, aunque era ya bien entrada la primavera, se persistía en aquellas tertulias nocturnas propias del invierno. Hombres asistían pocos y eran los que celebraban con algazara, los donaires del humorista mayordomo. Se hallaba éste de vena esta noche, sin duda como residuo de la alegría de la tarde y de los vasos de sidra que tenía entre pecho y espalda, cuando de pronto retumbaron en el gran caserón solariego dos fuertes aldabonazos. Todos levantaron con sorpresa la cabeza. Pero el más sorprendido fué Regalado. Ningún paisano podía llamar en aquella hora en tal forma imperativa. Alzóse de la silla y se dirigió al balcón en medio de la curiosidad y expectación del concurso. Salió al corredor de la parra y esforzándose en penetrar las tinieblas de la calle preguntó:

– ¿Quién llama?

– Abrid… es el señor— dijo con voz recia Manolete, el fiel criado que había acompañado al capitán á Málaga.

Gran movimiento en la sala. Todos se levantan. Regalado toma el velón de la mesa y se precipita á la escalera y detrás de él algunos tertulios y también el perro Talín que aúlla de un modo lamentable. Se abre la puerta y á la luz del velón se ve al capitán, cuyo rostro pálido, demudado les dice bien claramente lo que había acaecido. El perro se arroja á acariciarle y cae al suelo accidentado por vejez y exceso de alegría. Don Félix, sin pronunciar palabra, entra en el portal y sube al salón. Nadie osa preguntarle, pero D.ª Robustiana y todas sus comadres estallan en sollozos. El capitán se lleva la mano á los ojos y permanece algún tiempo inmóvil y silencioso. Ya no era aquel viejo apuesto, vigoroso, que en fuerzas y agilidad podía competir con cualquier joven. En pocos meses se había trasformado en un anciano caduco.

– Gracias, gracias— murmuró con voz débil.– Dejadme solo.

Llorando y en silencio fueron saliendo todos los tertulios. Cerráronse las puertas y D. Félix, sin querer tomar nada de lo que D.ª Robustiana le ofrecía, se retiró á su habitación. Manolete en la cocina de abajo estuvo largo rato narrando á los mayordomos y á la servidumbre los incidentes de la enfermedad y muerte de la señorita.

Al día siguiente D. Félix no quiso salir de su cuarto ni recibir á nadie. Sin embargo, antes de ponerse el sol deslizóse furtivamente sin que nadie se percatase de su marcha y llegó hasta su finca de Cerezangos. Era una curiosidad insana la que le arrastraba hasta allí; un deseo de añadir más dolor á su dolor y encenagarse por completo en él. El hermoso, florido campo que tanto amaba había sido partido, destrozado. Una trinchera bien ancha separaba las dos mitades: por medio de la trinchera cruzaba la vía férrea. El encanto silencioso, la dulzura agreste, la amable soledad de aquel retiro habían desaparecido. D. Félix lo rodeó todo lentamente. Apoyándose en su bastón miraba con terrible insistencia aquella brecha que la piqueta del progreso había abierto en su campo. Otra brecha mayor aún acababa de abrir la muerte en su corazón. Cuando llegó á lo más alto se detuvo, apoyó los codos en la paredilla y metiendo la cabeza entre las manos permaneció largo rato en contemplación extática, con los ojos secos y fijos mirando quizás más á su alma dolorida que al cuadro que tenía delante.

Una mano le tocó suavemente en el hombro. Experimentó fuerte sacudida y se volvió con su peculiar viveza. D. Prisco, el párroco de Entralgo, estaba frente á él. Ambos abrieron los brazos á un tiempo y quedaron estrechamente enlazados. Largo rato estuvieron de este modo. El viejo militar sollozaba: el sacerdote le encomendaba silenciosamente á Dios. Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos para enjugar una lágrima, murmuró sordamente:

– ¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana!

El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silbo prolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Uno y otro la miraron con más estupor que cólera. D. Prisco al cabo sacudió el brazo á su amigo y le dijo:

– Vamos.

El capitán le siguió obediente. D. Prisco se apartó de aquellos sitios y se internó cuesta arriba en las frondosas arboledas de castaños y robles. Por trochas escondidas caminaron en silencio uno en pos de otro. Al fin llegaron á un delicioso paraje donde manaba una fuente oculta entre espinos y avellanos rodeada de menudos céspedes. Se sentaron. D. Prisco sacó de las profundidades de su balandrán una fiambrera que contenía tortilla de jamón, luego un pedazo de queso envuelto en muchos papeles, pan y un frasco de vino. Todo ello lo exhibió con sosiego ante los ojos atónitos de su amigo. Hizo la señal de la cruz, rezaron un padrenuestro y se pusieron á merendar en silencio, pero tranquilo ya el corazón. El sol descendía rápidamente hacia el ocaso. Sobre sus cabezas cantaba el ruiseñor.

Cuando hubieron dado buena cuenta de la tortilla y el queso, D. Prisco bebió un número prodigioso de vasos de agua. Era su manía y su vicio. El capitán sólo algunos sorbos de vino.

Entonces D. Prisco volvió á meter la mano en las profundidades del balandrán y sacó la baraja.

– ¿Una brisquita?

– Bueno— respondió el capitán.

– Tres juegos nada más.

– Nada más.